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En 1428 la Guerra de los Cien
Años cumplía noventa y un años, y estaba
más o menos igualada. Después de varias
décadas
dudando sobre quién era el verdadero Papa, ahora los
franceses
se encontraban ante el dilema de quién era el verdadero
rey:
Carlos VII o Enrique II. Entre los que parecían no tenerlo
claro
estaba el propio Carlos VII, de caracter vacilante hasta la
exasperación y sin aptitudes políticas o militares
de
ninguna clase. Tenía ahora veinticinco años, y la
fortuna
de estar rodeado de gente muy capaz, empezando por su suegra,
Violante
de
Aragón, la hija del rey Juan I de Aragón. Carlos VII
disponía de un gobierno en Bourges y un parlamento en
Poitiers,
pero no tenía ni finanzas, ni un ejército regular ni
aliados poderosos, salvo el sentimiento patriótico popular.
En el bando inglés, el rey Enrique VI no podía
hacer
mucho a sus seis años de edad. Su tío, el duque Juan
de
Bedford, veía cómo la alianza con Borgoña se
le
escapaba de las manos. Sus esfuerzos por complacer al duque Felipe
III
habían tenido una consecuencia negativa: el duque se
había dado cuenta de lo importante que era su amistad para
los
ingleses, y comprendió que, si en un momento dado decidiera
dar
su apoyo a Carlos VII, el futuro de Enrique VI en Francia no
sería nada prometedor. Felipe III se había aliado a
los
ingleses por su rencor hacia los armañacs, que
habían
asesinado a su padre, pero las intrigas del duque Humphrey de
Gloucester le habían llevado a despreciar ambos bandos por
igual, de modo que Borgoña estaría simplemente de
lado
del vencedor. Mientras los ingleses ganaran batallas
tendrían su
apoyo, pero si flaqueaban...
El duque Juan de Bedford comprendía bien la
situación
y sabía que sólo podía huir hacia delante. La
derrota sufrida el año anterior en Montargis no
había
sido grave desde un punto de vista puramente militar, pero si
quería contar con el apoyo de Borgoña debía
demostrar que había sido un incidente aislado, y que
conquistar
toda Francia era sólo una cuestión de tiempo. Y la
mejor
forma de demostrarlo era dejándose de preámbulos y
tomando Orleans.
Seis mil hombres de refuerzo, conducidos por el conde Thomas de Salisbury,
desembarcaron
en Calais y marcharon al sur para unirse a otros cuatro mil
veteranos
reunidos por Juan de Bedford. Con el conde de Salisbury llegaba John Talbot, que había
combatido en Gales, en Irlanda y también en Francia, y sus
constantes victorias le habían valido el sobrenombre de el Aquiles inglés. El
12 de octubre los ingleses
empezaron a
organizar el asedio a Orleans.
Por su parte, los habitantes de Orleans se prepararon para el
asedio
quemando los suburbios situados fuera de las murallas, para que
los
ingleses no pudieran protegerse en las casas. Los ingleses
llevaron
cañones. No eran lo suficientemente potentes como para
resquebrajar las murallas, pero podían causar estragos
entre los
soldados enemigos. En Orleans también tenían
cañones, y el 27 de octubre
uno de ellos disparó una bala que dio en plena cara al
conde de
Salisbury. (Se cuenta que el cañón fue disparado por
el
hijo del artillero, mientras su padre almorzaba.) Al día
siguiente, el Bastardo de Orleans se abrió camino entre los
sitiadores y entró en la ciudad con refuerzos. El
conde de
Salisbury murió el 3 de
noviembre
y fue sucedido en el mando por William
de
la Pole, conde de Suffolk,
que inmediatamente puso a sus hombres a construir una cadena de
puestos
fortificados alrededor de la ciudad. Llegaba el invierno, y los
franceses volcaron sus esfuerzos en romper el cerco para
proporcionar
suministros a la ciudad, al tiempo que trataban de impedir que los
ingleses los recibieran.
Los armañacs estaban poniendo tantos recursos en la
defensa
de Orleans que la toma de la ciudad podría convertirse en
el
golpe definitivo contra su causa. Sin embargo, pronto iban a
descubrir
que un aliado poderoso se había unido a sus filas: Dios era
armañac. En efecto, unos dieciséis años
atrás había nacido en la aldea de Domrémy, en Lorena (que
entonces formaba parte del Sacro Imperio Romano), una muchacha
llamada Jeanne Darc,
elegida por Dios para
salvar a Francia de los ingleses (que, por lo visto, eran
cristianos de
segunda fila). Los historiadores franceses posteriores imaginaron
que
Dios no podía haber elegido a una plebeya, así que
cambiaron su apellido por D'Arc,
que sonaba más aristocrático, y por ello la joven en
cuestión es conocida como Juana
de
Arco.
Desde hacía unos años, Juana oía las voces
de
san Miguel (el patrón de Francia), santa Catalina y santa
Margarita, a las que ella llamaba "sus voces", que le ordenaban en
nombre de Dios partir hacia Francia para hacer que el
Delfín
Carlos fuera coronado en Reims como rey de Francia, pero esto no
sería
posible si Orleans caía, así que el primer paso era
liberar Orleans. Juana se encontraba entonces en Vaucouleurs, a unos veinte
kilómetros al norte de Domrémy, donde había
un
puesto fortificado leal a Carlos VII. Se dirigió a su
capitán, Robert de
Baudricourt,
y le explicó todo el asunto de Dios, de sus voces, de su
misión, etc. Éste, quizá impresionado,
quizá acobardado, o quizá deseoso únicamente
de
librarse de la joven, tenaz como ella sola, le proporcionó
una
montura y una pequeña escolta para que fuera a contarle
todo eso
personalmente al rey, que a la sazón se encontraba en Chinon, a unos ciento cuarenta
kilómetros al sudoeste de Orleans y a cuatrocientos treinta
kilómetros de Vaucouleurs. Salió en enero de 1429. La mayor parte del
trayecto
atravesaba territorio en poder de los ingleses. Juana se
vistió
como
un hombre para evitar los problemas habituales que podía
tener
cualquier muchacha que se cruzara en el camino de unos soldados.
Poco después Sir John Fastolf salía de París
custodiando una caravana de carretas con suministros para el
ejército que asediaba Orleans, y el 12
de febrero una columna francesa trató de
interceptarla.
Tan pronto como Falstof tuvo noticia de la proximidad del
ejército francés dispuso las carretas a modo de
barricadas y emplazó oportunamente a sus arqueros ingleses
y a
sus ballesteros franceses (borgoñones). Durante el
enfrentamiento, muchos barriles de arenques reventaron y
esparcieron su
carga por todo el campo, por lo que el encuentro fue recordado
como la batalla de los
arenques. La moral
francesa quedó por los suelos y los armañacs no se
atrevieron a enviar más refuerzos. Orleans fue dejada a su
propia suerte.
Juana de Arco llegó a Chinon el 24
de febrero y, ya en marzo,
mantuvo una entrevista en privado con Carlos VII en la que se
ganó su confianza revelándole un "secreto" muy
importante. Nadie sabe con seguridad qué secreto fue
ése,
aunque la conjetura más votada es que le aseguró (en
nombre de Dios) que, pese a lo que su madre había dicho en
Troyes, era hijo de su padre.
Entonces Juana envió una carta a Enrique II, a Juan de
Bedford y a sus lugartenientes conminándolos a levantar el
sitio
de Orleans y a ceder al rey Carlos la corona de Francia en nombre
del
Rey del Cielo. Juana pidió a Carlos VII que la enviara a
Orleans
al frente de un ejército, pero los consejeros del rey le
advirtieron de un peligro: Juana podía ser una enviada de
Dios,
pero también una bruja enviada por el diablo para la
perdición de Francia. Antes tomar ninguna decisión,
convenía que una comisión eclesiástica
examinara
el caso y decidiera si Juana era o no digna de confianza.
Dadas sus pocas luces, es muy probable que Carlos VII se
tomara en serio este riesgo, pero no es creíble que sus
asesores
recelasen realmente del maligno. La situación era muy
simple: si
enviaban una lunática a Orleans y se producía un
descalabro (posibilidad nada descartable, con lunática o
sin
ella), eso no sería una mera derrota más que apuntar
en
una larga lista, sino que Carlos VII habría hecho el
ridículo, y el esperpéntico envío de Juana se
vería como fruto de la más extrema
desesperación.
La causa de Carlos VII estaría acabada irremisiblemente.
Además, los soldados de Carlos VII no eran Carlos VII, y
cabía la posibilidad de que acogiesen a Juana con algo
más de escepticismo. Hacer que Juana pasara por un tribunal
de
teólogos resolvía todos los problemas: si el
tribunal
decidía que Juana era una bruja, o simplemente que estaba
loca,
se la podía quemar o se la podía mandar a su casa
como si
no hubiera pasado nada; pero si el tribunal decidía que era
una
enviada de Dios, entonces se la podía mandar a Orleans
avalada
por prestigiosos teólogos, no por un rey de pacotilla.
Así Carlos VII podría mantener la cabeza bien alta y
achacar lo que sucediera a la voluntad de Dios. Recibir a una
enviada
de Dios avalada por teólogos, como mínimo,
levantaría la moral de los soldados.
Así pues, eruditos teólogos examinaron a Juana en
Poitiers durante tres semanas. La chica afirmó sin vacilar
la
realidad de sus visiones y tuvo la prudencia de no pronunciarse
sobre
las sutilezas que iban más allá de sus rudimentarios
conocimientos religiosos, de modo que los sabios no pudieron
hallar en
ella ningún signo de herejía o de doctrina
diabólica. El veredicto fue que Juana era una enviada de
Dios.
Inmediatamente fue enviada a Orleans con tres mil soldados
dirigidos
por el duque Juan de
Alençon,
que había dirigido a las tropas francesas en la batalla de
Verneuil y a causa de ello había permanecido un tiempo
prisionero de los ingleses. El 29 de
abril
rompieron el cerco y entraron en Orleans.
La facilidad con la que los franceses rompían el cerco
mostraba las dificultades que tenían los ingleses para
cubrir
todo el perímetro de la ciudad. Los ingleses formaban una
delgada línea dispersa, y los sucesivos refuerzos que
había ido recibiendo la ciudad hacían que ahora
hubiera
más soldados franceses concentrados dentro que soldados
ingleses
dispersos fuera. Los franceses disponían además de
buenos
generales, como Juan de Orleans, y estaban mejor situados: si
lanzaban
un ataque, tenían tiempo para ir derrotando a los ingleses
a
medida que trataban de reunirse en el punto elegido para el
ataque. Lo
único que les faltaba a los franceses era convencerse de
que los
ingleses no eran invencibles. Y, ciertamente, un toque divino era
una
buena forma de conseguirlo. La convicción de Juana
infundía muchos ánimos: apensas llegó a
Orleans
envió un mensaje a los ingleses en el que les decía
cosas
como "Devolved a la doncella
enviada
aquí las llaves de las ciudades que habéis tomado
y
violado en Francia". Además pronto corrieron
rumores que
confirmaban sus dones sobrenaturales. Por ejemplo, se dijo que
cuando
fue recibida por Carlos VII, éste permaneció en
segundo
plano, pero Juana, a pesar de que no lo había visto nunca,
lo
reconoció entre los cortesanos.
El Bastardo de Orleans pudo comprobar cómo la llegada de
Juana había levantado los ánimos de sus hombres,
así que la mañana del 4
de
mayo lanzó un ataque contra las guarniciones
inglesas
situadas al este de la ciudad. No se molestó en
comunicárselo a Juana (ni Dios tampoco), pero cuando la
despertó el alboroto, la muchacha corrió a la
muralla
oriental, y su aparición alentó aún
más a
los franceses, que lucharon ferozmente e hicieron retroceder a los
ingleses. Desde ese día fueron los ingleses quienes se
plantearon si Juana podía ser una enviada de Dios o del
diablo,
pero a ellos les daba igual cuál de las dos opciones era la
correcta, ambas posibilidades eran para echarse a temblar. En otro
enfrentamiento Juana fue alcanzada por una flecha y los ingleses
prorrumpieron en vítores, pero la herida era leve y Juana
no
tardó en reaparecer en las almenas, con lo que los ingleses
empezaron a pensar que era invulnerable.
El 8 de mayo los ingleses se
alejaron de Orleans, abandonando sus fortificaciones, su
artillería, sus muertos y sus heridos. Juana propuso
entonces
marchar sobre Reims para que pudiera llevarse a cabo la ceremonia
de
coronación de Carlos VII, pero los generales no lo
consideraron
prudente. Para ello tendrían que enfrentarse abiertamente a
los
ingleses. Una cosa era levantar un sitio y otra derrotar a un
ejército inglés en formación. Lo primero lo
habían hecho ya en otras ocasiones, lo segundo no lo
habían conseguido nunca hasta entonces. Tras algunas
vacilaciones, en junio los
franceses
empezaron a perseguir ingleses. Los dirigía Etienne de Vignolles,
más
conocido como el mariscal La
Hire,
que se había convertido en compañero inseparable de
Juana
de Arco. El 19 de junio los dos
ejércitos se encontraron en Patay,
a unos veinticinco kilómetros de Orleans (los ingleses no
se
habían alejado mucho). En realidad no fue un combate como
los
anteriores, porque los ingleses fueron cogidos por sorpresa. No
tuvieron oportunidad de disponer sus ejércitos o de
proteger a
sus arqueros con estacas, según su costumbre. Falstof
observó que los franceses les superaban en número y
aconsejó una retirada. Si huían, podrían
recibir
refuerzos y organizar adecuadamente el contraataque, pero Talbot
no
quiso oír hablar de retirada. Ahora eran los ingleses los
que se
dejaban llevar por la fanfarronería, pues tantas victorias
pasadas los habían convencido de que unos pocos ingleses
podían derrotar sin dificultad a un ejército
francés superior en número. No fue así.
Mientras
Falstof y Talbot discutían, los franceses atacaron, y al
final
del día unos dos mil ingleses yacían en el campo de
batalla. Falstof logró retirar el resto de su
ejército,
pero Talbot fue tomado prisionero. (Los historiadores ingleses
presentaron a Talbot como un valiente y a Falstof como un cobarde,
y es
que la insensatez y la sensatez se confunden a menudo con la
valentía y la cobardía.)
Los consejeros del rey consideraron que era el momento de
apoderarse
de París, que desde un punto de vista estrictamente militar
era,
sin duda, lo más adecuado; pero Juana insistió en
que
había que tomar Reims para que Carlos VII pudiera ser
coronado.
Quizá en la cabeza de Juana esto fuera el fruto de unas
convicciones tontas sobre las tradiciones francesas, pero lo
cierto es
que esas mismas convicciones tontas estaban en las cabezas de
miles de
franceses, por lo que en realidad Juana tenía razón,
y
tomar Reims era el mejor golpe psicológico que podía
darse en aquel momento. El 29 de
junio,
el ejército francés, con Juana de Arco a la cabeza,
emprendió una larga marcha hacia Reims, atravesando zonas
teóricamente bajo dominio angloborgoñón, pero
lo
cierto es que por donde pasaban sólo encontraban
aclamaciones.
Muchos lugareños se unieron al ejército como si
fuera una
peregrinación o una cruzada. Las guarniciones inglesas de
las
ciudades que atravesaron no se atrevieron a oponerse a la multitud
y no
hicieron nada.
El 10 de julio el
ejército
francés llegó a Troyes, teóricamente un
baluarte
borgoñón, pero cuando los franceses exigieron su
rendición la obtuvieron al instante sin necesidad de
luchar.
Otras ciudades se rindieron a su paso, y cada rendición
aumentaba la aureola de Juana de Arco y hacía más
fácil la siguiente.
El 16 de julio Carlos VII y
Juana
de Arco entraron en Reims, también sin lucha, y el 17 de julio tuvo lugar la ceremonia
de
coronación. Hasta ese momento, Juana se había
dirigido
siempre a Carlos VII con el título de Delfín, pero
ahora
se arrodilló ante él y lo llamó rey por vez
primera.
A continuación Juana propuso atacar París, pero los
consejeros del rey se opusieron a ello. Lo sucedido en los
últimos meses era algo increíble, resultaba tentador
calificarlo de milagroso, pero una cosa era aprovechar los
milagros y
otra muy distinta confiar en ellos. Había llegado el
momento de
obrar con prudencia, y ahora la prudencia apuntaba hacia el duque
de
Borgoña. Una diplomacia adecuada podía hacer que
rompiera
su alianza con los ingleses y eso sería el golpe definitivo
contra Inglaterra. Pero Juana era ingobernable: ella quería
tomar París y no dejó de incordiar a unos y otros
tratando de que le hicieran caso. Durante un mes, el
ejército
francés fue recorriendo el territorio entre Reims y
París
librando algunas escaramuzas, pero sólo a finales de agosto pudo Juana, cada vez
más
aislada, promover una acción contra París gracias a
los
armañacs más extremistas.
Por aquel entonces los ingleses se habían reorganizado y
París reforzaba sus murallas. El 8
de septiembre empezó el ataque, pero los oficiales
no
estaban dispuestos a sufrir una derrota importante, los franceses
actuaron con desgana y tras unas pocas escaramuzas en las que
Juana fue
herida en el muslo, se
retiraron el 9 de septiembre.
No se
trató de
una derrota importante, pero nadie dejó de observar que
Juana
iba a la cabeza del ejército y, a pesar de todo, no
habían ganado. Desde el principio, Juana había
hablado
únicamente de la coronación de Carlos VII. Tal vez
ahora
que Carlos VII ya había sido coronado, la misión de
Juana
había terminado. Desde luego, Juana no lo veía
así, y sus obstinadas peticiones de lucha y más
lucha
resultaban cada vez más y más molestas. Con la
excusa de
que llegaba el invierno, los franceses se negaron a librar ninguna
nueva batalla, y Juana tuvo que estar de brazos cruzados por unos
meses, muy a su pesar.
Mientras tanto, el Papa de Peñíscola, Clemente VIII
se
había sometido a Martín V y recibió el
obispado de
Mallorca. Así se zanjó definitivamente el Gran Cisma
de
Occidente.
En Castilla acababa de cumplir dieciocho años un tercer
infante de Aragón, Pedro,
hermano de los reyes Alfonso V de Aragón y Juan II de
Navarra,
así como del infante Enrique. Por otra parte, Álvaro
de
Luna se había congraciado con el rey Juan II de Castilla, y
logró que las posesiones castellanas de Pedro fueran
confiscadas. Los infantes apelaron a Alfonso V, que declaró
la
guerra a Castilla.
El poeta Andreu Febrer tradujo en verso al catalán la
Divina
Comedia.
Ese año murieron:
La embajada en Portugal del miniaturista Jan van Eyck
concluyó exitosamente con el matrimonio, celebrado en 1430, del duque Felipe III de
Borgoña e Isabel,
hija
del rey Juan I. Entonces van Eyck se instaló en Brujas,
donde
compaginó sus obligaciones como funcionario de la corte con
su
afición a la pintura. Se le ha atribuido la
invención de
la pintura al óleo,
lo
cual no es estrictamente cierto, pues esta técnica se usaba
desde hacía más de un siglo, pero sí es
verdad que
los óleos de van Eyck presentan unas características
técnicas innovadoras. Sus pastas incorporaban diversos
secativos, disolventes, barnices y otras sustancias modificadoras
de la
viscosidad, la transparencia y la velocidad de secado, y se
aplicaban
por capas, dejando secar cada capa antes de aplicar la siguiente,
y el
resultado era de una calidad extraordinaria, que además ha
demostrado resistir muy bien el paso del tiempo.
Ese año murió sin
descendencia el duque Felipe de Brabante y Limburgo, y sus ducados
pasaron a su primo, el duque Felipe III de Borgoña.
Los dominios de Felipe III formaban dos grandes bloques, separados
por
los ducados de Luxemburgo y Lorena y por una franja de territorio
francés, alrededor de Reims, que los ingleses habían
abandonado el año anterior sin que los armañacs
hubieran
llegado a asentarse firmemente en ella. Al contrario, al llegar el
invierno, las tropas francesas se habían replegado al sur
del
Loira, y los territorios al este de París se habían
convertido en una especie de tierra de nadie. En marzo envió tropas para
ocuparlos.
Al principio avanzó con cautela hasta ocupar un amplio
pasillo
de norte a sur, pero, como no encontró ninguna resistencia,
empezó a extenderlo hacia el este.
Entonces volvió a la carga Juana de Arco, que entró
en
la ciudad de Compiègne
cuando Felipe III se disponía a asediarla. Por el camino
logró animar a algunas ciudades a que resistieran contra
las
tropas borgoñonas, pero otras le cerraron sus puertas.
Juana
trató de repetir su éxito de Orleans, y el 23 de mayo dirigió dos
salidas
contra los borgoñones, pero los milagros se habían
acabado: fue arrojada del caballo y capturada. Desde ese momento,
los
ingleses empezaron a presionar a Felipe III para que se la
entregara.
La guerra entre Castilla y Aragón se decantaba en favor de Castilla. El conde Fadrique de Luna se declaró rebelde al rey Alfonso V de Aragón y se expatrió a Castilla, donde se hizo súbdito de Juan II. El rey aragonés aceptó una tregua que le ofreció Álvaro de Luna (la tregua de Majano), por la que los infantes de Aragón eran expulsados de Castilla. Juan (el rey Juan II de Navarra) marchó a Navarra, pero su hermano Pedro no aceptó los términos del acuerdo, y se mantuvo en rebeldía en Extremadura junto a su hermano Enrique. Leonor de Alburquerque, la madre de los infantes y de Alfonso V, fue encarcelada en el monasterio de las clarisas de Tordesillas por complicidad con la rebelión de Pedro. Álvaro de Luna se apropió de sus tierras, al igual que las que Enrique regentaba en calidad de maestre de la Orden de Santiago.
El husita Prokov el Grande seguía invencible. En los
últimos años había dirigido incursiones a
Hungría y a diversas regiones del Sacro Imperio Romano.
Un mongol llamado Hayyi Girai
fundó el kanato de
Crimea,
desmembrando este territorio de la Horda de Oro. Contó para
ello
con la protección de Vytautas, el duque de Lituania, que le
consiguió a su vez la ayuda de Polonia. Vytautas
murió
poco después, y fue sucedido por su
hermano Segismundo.
El principado de Morea, que llevaba ya un tiempo sumido en la
anarquía, sucumbió ante el despotado de Mistra, de
modo
que todo el Peloponeso pasó a ser bizantino. Para ser
más
exactos, el Peloponeso era el único territorio que le
quedaba al
Imperio Bizantino fuera de su capital. Mientras tanto, los turcos
tomaban la ciudad de Tesalónica, que los venecianos
habían comprado nueve años antes a los bizantinos.
El sultán mameluco Barsbai inició una
política
agresiva. Envió una expedición contra Chipre con la
que
logró capturar al rey Jano, al que exhibió cargado
de
cadenas por las calles de El Cairo y no lo liberó hasta que
no
recibió un cuantioso rescate.
Finalmente, el 3 de enero de 1431,
Juana de Arco fue vendida a los ingleses por el duque Felipe III
de
Borgoña. Quedó bajo la custodia del conde Ricardo de Warwick, y en febrero se le abrió un
proceso en
Ruan, la capital de Normandía. El tribunal lo
presidía el
obispo Cauchon, hombre de
confianza del duque Juan de Bedford, cuya misión era
sencilla: o
bien lograba que Juana abjurara de sus presuntas visiones (por las
que
Dios reconocía a Carlos VII como legítimo rey de
Francia), o bien lograba que el tribunal la condenara a la hoguera
como
bruja o hereje. Los teólogos de la universidad de
París,
celosos de los que habían examinado a Juana en Poitiers,
desacreditaron su dictamen. Juana fue sometida a un interrogatorio
tras
otro, en los que se defendió con gran sensatez y presencia
de
ánimo. Se conservan las actas del proceso. Merece la pena
citar
algunos pasajes:
- ¿Estáis en estado de gracia?
- Si no lo estoy, que Dios me lo dé, y si lo estoy, que Dios me lo conserve.
- ¿Odia Dios a los ingleses?
- Del odio o del amor que tiene Dios por los ingleses nada sé, pero sé que serán expulsados de Francia, excepto los que aquí mueran.
- ¿Qué preferiríais, vuestro estandarte o vuestra espada?
- Preferiría mucho más, cuarenta veces más, mi estandarte que mi espada [...] Yo misma llevaba el estandarte cuando atacábamos al enemigo, a fin de no matar a nadie. Yo nunca he matado a nadie.
Pronto se la sumió en un laberinto de sutiles
cuestiones teológicas (léase sinsentidos) hasta que,
unos
cuatro meses después, por agotamiento, se logró que
firmara una abjuración redactada en términos lo
suficientemente capciosos como para que ella no entendiera
realmente lo
que estaba firmando. Sólo al día siguiente, por las
reacciones, comprendió lo que había firmado y se
retractó. El 30 de mayo
santa Juana de Arco fue
quemada en
la hoguera acusada de hereje, relapsa, apóstata e
idólatra. Entre las llamas, gritaba la autenticidad de su
misión. El último grito que oyó la
muchedumbre fue
"Jesús". Sus
cenizas
fueron arrojadas al Sena.
Sin embargo, como la propia Juana había profetizado,
sería mucho más peligrosa para los ingleses muerta
que
viva. En efecto, la intención del duque de Bedford
había
sido demostrar que Juana era una hereje farsante y desmoralizar
así a los franceses, pero el hecho de que Juana hubiera
preferido morir antes que abjurar les convenció de que era
una
santa muerta en el martirio. Más bien fueron los ingleses
los
que empezaron a preocuparse por si iban a sufrir la cólera
divina
por haber quemado a una santa. En suma, el martirio de Juana de
Arco
fue un ejemplo más de una de esas lecciones que
enseña la
historia y que pocos aprenden: crear mártires,
además de
malo, es contraproducente.
También hay que mencionar la pasividad del rey Carlos VII,
que, pese a todo lo que le debía, no se ofreció a
pagar
un rescate por Juana, o a pedir clemencia, o a apelar al Papa, ni
nada
de nada. Si éste era el rey que Dios quería para
Francia,
tal vez, después de todo, Dios no fuera armañac.
Mientras tanto había muerto el Papa
Martín V, que fue sucedido por el cardenal Gabriele Condulmer, un monje
agustino, sobrino del papa Gregorio XII, que adoptó el
nombre de
Eugenio IV. Unas semanas
antes
de que Juana de
Arco muriera en la hoguera inauguró un concilio en Basilea, con el fin de
continuar el
proceso de reforma de la Iglesia iniciado en el concilio de
Constanza y
de abordar el problema de la herejía husita. Prokop el
Grande
había sufrido una derrota en Domazlice
y el cardenal Cesarini
inició una cruzada
que llevó a los husitas moderados, cansados de la guerra, a
distanciarse de Prokop y depositar sus esperanzas en que el
concilio de
Basilea zanjara la querella. Una de las reivindicaciones de los
husitas
moderados era la comunión bajo las dos especies o el uso
del
cáliz por los laicos, es decir, que los laicos no
sólo
recibieran en la comunión el pan, sino también el
vino.
Por ello eran llamados calixtinos
(de cáliz) o utraquistas
(del latín "ambas cosas").
Los turcos amenazaban Albania, que se organizó bajo el
liderazgo de Jorge Castriota,
un joven de veintiséis años que cuyo padre lo
había entregado como rehén al sultán Murat II
hacía casí una década y había sido
educado
en el islam. Por sus dotes, los turcos lo llamaban Iskander bey (el
príncipe
Alejandro, en alusión a Alejandro Magno), nombre que los
cristianos corrompieron en Scanderbeg.
Ahora abrazó de nuevo el cristianismo y encabezó la
resistencia albanesa frente a los turcos.
Entonces sucedió algo que cambió los planes del
Papa:
El 24 de noviembre, el
emperador
bizantino Juan VIII, procupado por la amenaza otomana, dejó
el
Imperio en manos de su hermano Constantino
y zarpó hacia Italia. Se entrevistó en Ferrara con una
delegación
pontificia, a la que propuso negociar la unión de las
Iglesias
Católica y Otodoxa a cambio de ayuda occidental para la
defensa
de Constantinopla. Sin duda, era un tema para abordar en el
concilio,
pero el emperador exigía tratarlo en Italia, así que
en diciembre Eugenio IV
trató de
trasladar el concilio a Bolonia. Para su sorpresa, ante los
progresos
que se estaban realizando en el problema de los husitas, el
concilio se
negó a obedecer y se mantuvo en Basilea. Se reabrió
así de nuevo la cuestión de si el Papa era superior
al
concilio o viceversa.
El 17 de diciembre, el rey
Enrique VI de Inglaterra fue coronado como Enrique II de Francia.
Obviamente era un intento de invertir el desprestigio que
cubría
a los ingleses desde las victorias de Juana de Arco (entre las
cuales
podemos contar su martirio), pero se hizo tarde y mal. En lugar de
haber sido coronado en su día en Reims, según la
tradición francesa, Enrique tuvo que ser coronado en
París, pues Reims ya no estaba bajo el dominio
inglés.
Esto hizo que la mayor parte de Francia viera el acto como lo que
realmente era: propaganda mal hecha. De los dos reyes de Francia,
Carlos VII era el único auténticamente coronado.
Además, en la ceremonia apenas se dio participación
a los
franceses, y no hubiera estado de más acompañarla de
algunas medidas populares, como una bajada de impuestos o una
liberación de presos. Por otra parte, el joven Enrique, que
tenía entonces diez años, no era un chico muy
despierto
y, por pobre que fuera la imagen de Carlos VII, la imagen de su
rival
no era una alternativa seria.
Bruneleschi, Donatello y
Masaccio |
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