Hace unos días, todas las profesoras y todos los profesores
de
la Universidad de Valencia hemos recibido una carta de la rectora o del
rector, la señora doña Francisca o el señor don
Francisco Tomás Vert, donde, entre solecismos como los que
aquí parodio (solecismos que, si son deplorables en cualquier
caso, más lo son si los suscribe un catedrático, al que
cabría suponer cierta cultura general) nos invita a leer el
libro Lo que hacen los mejores
profesores universitarios, de Ken Bain, que la universidad ha
distribuido
gratuitamente entre todo su personal docente, con el objetivo de "que nos pueda servir a todos y todas
[sic] para, conjuntamente, pensar,
debatir y mejorar nuestra enseñanza". Pensemos, pues, y
debatamos, y no sólo todos y todas, sino otros y otras
también: cuantos y cuantas más, mejor.
Habría disfrutado de su lectura si no me hubiera acompañado en todo momento la tristeza de pensar cuán difícil, si no imposible en muchos casos, es que un profesor trate de adoptar las ideas que en él se exponen en un entorno tan hostil a toda mejora educativa como es la Universidad de Valencia. Hay una serie de hechos que, probablemente, eran tan obvios para el autor del libro que ni siquiera habla de ellos explícitamente, pero que están implícitos en todo cuanto dice, y que permitirían escribir otro libro titulado Lo que no hacen los mejores profesores universitarios, de obligada lectura para quienes han elaborado las diversas normativas a las que estamos sometidos los profesores o tienen la potestad de cambiarlas. Por empezar con un ejemplo sencillo, en la página 69 leemos:
Muchos de los buenos profesores van incluso más lejos, preguntándose ¿Estoy preparado para realizar cambios en sesiones concretas de clase, o en todo el curso, para conectar con mis estudiantes? ¿Cómo puedo elegir ejemplos de lo que les resultará más significativo? ¿Estoy dispuesto a ir parcheando la asignatura conforme progrese - cambiando exámenes, tareas, o lo que hago en clase - para responder a lo que vaya aprendiendo sobre los intereses y conocimientos de mis estudiantes? Con una ingente cantidad de materia a estudiar, ¿puedo elegir ese subconjunto en el que los estudiantes están más interesados?
Un profesor de la Universidad de Valencia perderá el tiempo
preguntándose estas cosas, porque la normativa le obliga a
presentar a principio de curso un programa detallado con los contenidos
de la asignatura y, más aún, un cronograma, palabra que, por fea
que suene, no es tan horrible como su significado: es una
programación semanal de las clases que el profesor
impartirá a lo largo del curso.
Afortunadamente, por ahora no existe ningún control de si un
profesor respeta o no sus cronogramas, lo que permite hacerlos en dos
minutos y olvidarse de ellos para siempre; pero no deja de ser triste
que una normativa tienda a coartar la iniciativa de los profesores y
disuadirlos con ello de emular a los
mejores profesores universitarios. Más grave es el hecho
de que, en las encuestas que periódicamente se pasa al alumnado
para evaluar la docencia de un profesor, una de las preguntas que se
formula es si cabe esperar que éste imparta todo el temario, de
modo que los mejores profesores
universitarios que siguieran las pautas descritas en el
párrafo anterior se encontrarían seguramente con una mala
puntuación en este aspecto de la evaluación de su
docencia. En resumen, en el párrafo citado está
implícito el hecho obvio de que:
Los mejores
profesores universitarios no siguen cronogramas ni se someten a un
temario prefijado.
Me apresuro a apuntar el hecho, no menos obvio, de que los peores
tampoco lo hacen. Un profesor puede no ajustarse a un temario porque
honradamente piense que un cambio mejorará el aprovechamiento
que sus alumnos obtengan de su asignatura, o también por pura
irresponsabilidad, ineptitud o dejadez. Determinar si un profesor sigue
o no un programa predeterminado no distingue a los mejores de los
peores, sino a los mejores y peores de los mediocres.
Hay otro hecho obvio implícito en el párrafo que he
citado, aunque aparece más claramente en otra pregunta formulada
un poco antes:
¿Cómo puedo ayudarlos a ver la conexión entre sus preguntas y los asuntos que ya he elegido tratar en el curso?
Los mejores profesores
universitarios eligen
los contenidos concretos de los cursos que imparten. En particular:
Los mejores
profesores universitarios no se coordinan con otros profesores que
impartan su misma asignatura.
Los profesores de la Universidad de Valencia no tenemos
técnicamente la obligación de coordinarnos, pero, al
final de cada curso, cada departamento ha de elaborar un informe sobre
la docencia, en uno de cuyos puntos ha de indicar si los distintos
grupos de una misma asignatura se han coordinado en cuanto al temario y
el sistema de evaluación, entendiendo que la universidad valora
positivamente que exista dicha coordinación. Nuevamente estamos
ante la misma tesitura: un profesor puede descoordinarse del resto por
ser muy bueno o por ser muy malo. Los intentos de la universidad por
promover la coordinación entre grupos no llevan a la excelencia,
sino a la mediocridad.
Y, ya que ha aparecido la cuestión de la evaluación,
veamos qué dice el libro al respecto (página 180):
Por el contrario, los mejores profesores preparan a los estudiantes para que hagan determinados tipos de trabajo intelectual, no para que sean buenos haciendo exámenes. Los exámenes exigen a los estudiantes que hagan ese trabajo. El objetivo es conseguir congruencia entre los objetivos intelectuales del curso y los que pone a prueba el examen.
Si, tal y como ya hemos comentado, los objetivos intelectuales del
curso, lo que el profesor espera que los alumnos aprendan en sus
clases, es algo que los mejores
profesores universitarios eligen subjetiva y a la vez
responsablemente, el párrafo anterior lleva implícito que
los mejores
profesores universitarios no evalúan a sus alumnos con
exámenes comunes con los grupos impartidos por otros profesores,
pues la congruencia de la que habla el párrafo extiende la
subjetividad en la elección (responsable) de contenidos y metas
del curso a la subjetividad en el diseño (responsable) del
examen, no sólo por lo que respecta a las preguntas que han de
contener, sino también en la forma de valorarlas. Por ejemplo,
en el libro se desaconsejan las calificaciones numéricas
sistemáticas (pág. 174):
De hecho, la mayoría de ellos [un grupo de profesores que no había sido incluido en el estudio por no haber mostrado indicios de excelencia] defendía que reducir su juicio a una cifra lo convertía en algo más preciso, casi «científico» y, sin duda, «objetivo».
Yo considero que, para merecer un aprobado, no basta con que un
alumno se sepa la mitad de la asignatura, sino que ha de saber lo
fundamental de la asignatura, de tal suerte que si, por ejemplo, un
alumno sabe contestar a todas las preguntas de la primera parte del
temario pero no sabe ni lo más básico de la segunda, su
nota ha de ser un suspenso, aunque evaluado su examen de 0 a 10 le
salga un 6. Por el contrario, si un alumno saca un 4 pero me ha
demostrado que tiene claras todas las cosas fundamentales que yo me
había propuesto enseñarle, entonces considero que no
merecerá un notable ni un sobresaliente, pero sí un
aprobado. Éste es el criterio que sigo con los alumnos que
voluntariamente prefieren ser evaluados así, en cuyo caso no me
molesto en llenar el examen de números y calcular sumas y
medias. Pero no tengo nada claro qué sucedería si
pretendiera evaluar así a todos mis alumnos, quieran o no.
¿Sería legal? He oído rumores de que es
obligatorio que en cada examen esté especificado cuánto
vale cada pregunta, y que si no es así ha de entenderse que
todas las preguntas puntúan lo mismo. ¿Será eso
cierto? Viendo el espíritu de las normas de esta universidad, no
me sorprendería. Por si acaso, no está de más
añadir un elemento más a la lista de conclusiones:
Los mejores
profesores universitarios no están obligados a poner notas de 0
a 10 con una cifra decimal.
Otro aspecto en torno a la evaluación es cuántos
exámenes se hacen y cómo se valoran. El libro explica que
los mejores profesores universitarios
hacen múltiples exámenes a sus alumnos (pág. 179):
En un sistema así, los estudiantes pueden probar, obtener un resultado regular, recibir realimentación de sus intentos, y volver a probar en el siguiente examen. Lo que entienden y pueden hacer intelectualmente al final del curso es lo que importa, más que cualquier otra cosa.
En la Universidad de Valencia, al menos en mi campus, el de Ciencias
Sociales, los profesores tenemos prohibido hacer exámenes
parciales (salvo que estén establecidos oficialmente, lo que no
depende en absoluto del profesor). Al parecer, en la comisión
donde se tomó este acuerdo había algunos profesores
sensatos que sabotearon la norma al lograr que se permitiera la
realización de "ejercicios de
evaluación continua", cuya diferencia con los
exámenes parciales es etérea, lo que nos da cierto juego;
pero, en cualquier caso, está prohibido reservar un aula fuera
del horario de clase para tener un tiempo razonable para hacer un
examen.
Un examen de calidad, donde no se pretenda aprobar a los alumnos que
sepan la mitad, sino a los alumnos que sepan lo básico, ha de
tener cierta extensión. Si un examen ha de caber en el tiempo de
una clase (dos horas), hay que contar con un margen de, digamos, media
hora para empezar y recoger, con lo que el tiempo útil se reduce
a hora y media, y un examen que un alumno medio pueda hacer en hora y
media ha de ser un examen que un buen alumno (que no necesite pararse
mucho a pensar o rehacer cálculos erróneos) pueda
despachar en tres cuartos de hora, y eso reduce el examen a cuatro o
cinco preguntas no muy extensas, que de ningún modo pueden
indicar al profesor si el alumno ha asimilado los aspectos
básicos del curso. De acuerdo con el libro (pág. 169):
Exámenes y calificaciones se convierten en una forma de ayudar a los estudiantes a comprender su progreso en el aprendizaje.
Pero difícilmente le puede ayudar a ningún estudiante
suspender un examen si el profesor sólo tiene derecho a hacerle
un único examen al final del curso, como sucede en la
mayoría de las asignaturas en la Universiad de Valencia (al
menos en mi campus), o si sólo puede hacerle exámenes
paupérrimos por su brevedad que no indican nada realmente. En
resumen:
Los
mejores profesores universitarios no tienen prohibido examinar a sus
alumnos.
No sé si habrá almas cándidas que crean que los
inconvenientes que aquí estoy señalando se
corregirán con la reforma de los planes de estudio que
actualmente está en proceso de ensayo. Si es así me
remito a las páginas 194-195 del libro:
Quizá el segundo mayor obstáculo sea la noción simplista de que una buena docencia es sólo una cuestión de técnica. La gente que cree en esa idea tal vez esperase que este libro le proporcionase unos cuantos trucos fáciles para poder aplicarlos en sus aulas. [...] A menudo, la mejor enseñanza es tanto una creación intelectual como un arte escénica. [...] En pocas palabras, debemos exprimirnos los sesos para descubrir qué significa aprendizaje en nuestras disciplinas y cómo cultivarlo y reconocerlo de la mejor manera. Para esa tarea no necesitamos expertos de la rutina que conocen todos los procedimientos correctos, sino expertos de la adaptación que pueden aplicar principios fundamentales a cualquier situación y clase de estudiantes que es probable que podamos encontrar, reconociendo cuándo es, tanto posible como necesario, inventar algo, y que no hay una única «mejor manera» de enseñar. Si nos vamos a beneficiar del ingenio y las prácticas de profesores extraordinarios, debemos ir más allá del escenario de «sabedores de lo aceptado» limitándonos a esperar respuestas correctas -trucos del oficio- que podamos usar a ciegas.
La reforma educativa en ciernes no es más que
institucionalizar una serie de trucos del oficio que pretenden ser
usados a ciegas: cronogramas, eceteeses (consistentes en poner en un
papel, no sé para qué, cuántas horas ha de
soñar el alumno con la asignatura mientras duerme, y cosas
así), establecer unas horas de tutorías iguales para
todos (aunque algunos alumnos necesiten más, otros menos, y
otros no las necesiten en absoluto), controlar la evaluación, la
docencia, y, en suma, restringir al máximo el margen de
decisión y de adaptación del profesor, sin tener en
cuenta en absoluto la naturaleza de la materia que imparta o las
características de los alumnos a los que se enfrenta. En resumen:
Los mejores
profesores universitarios no son androides teledirigidos por una
normativa omnímoda.
A la luz de estas consideraciones, resulta irónica la
discrepancia entre los criterios del libro recomendado por la carta de
la rectora o del rector y los de la carta que recomienda el libro, en
la cual
leemos estos párrafos, que me he permitido traducir al
castellano por si me lee alguien de fuera
(el subrayado es mío, el pleonasmo no):
El análisis sobre el trabajo de los grupos de innovación de nuestra universidad nos pone de manifiesto que probablemente la innovación con mayor potencial de cambio y mejora se sitúa en la capacidad de tomar decisiones y actuar de forma coordinada en asuntos relativos a estrategias y formas de enseñanza por parte de un grupo de profesores y profesoras [sic]. Y esto nos sitúa ante el reto de ir cambiando progresivamente las creencias, los hábitos, los supuestos, en suma, una cultura de la docencia muy anclada en la idea del individualismo del docente (basada en la idea de que enseñar significa fundamentalmente "dar clase"), hacia una cultura basada en la consideración de la docencia como responsabilidad compartida.
Estoy completamente de acuerdo en que enseñar no significa fundamentalmente dar clase. La sintaxis no deja claro si lo que está basado en la idea de que "enseñar significa dar clase" es la cultura de la docencia o la idea del individualismo del docente, pero voy a suponer que es lo primero y así podemos dejar de lado este punto en el que no hay discrepancia y centrarnos en el individualismo. ¿Por qué es una mejora educativa que un profesor no actúe individual sino coordinadamente? Cuando se habla de coordinar a un grupo de profesores, ¿hablamos de profesores buenos o mediocres? Si son buenos, ¿qué ganamos coordinándolos?, si son mediocres, ¿cabe esperar que de la mediocridad acumulada surja la genialidad?, y si hay de buenos y de mediocres, ¿no es ingenuo esperar que sea la mediocridad la que se impregne de genialidad y no la genialidad la que termine asfixiada por la mediocridad?
En el epílogo del libro de Bain se dan ideas sobre
cómo mejorar la calidad de la docencia, pero la palabra coordinación no aparece en
ningún momento. Al contrario, toda la discusión parte de
la tesis implícita de que los
buenos profesores universitarios son como pintores que han
logrado un estilo personal, adaptado íntimamente a su propia
idiosincrasia, en suma, un estilo individual,
con el que consiguen conectar eficientemente con su público, un
estilo del que se puede tratar de aprender, de extraer ideas,
compartirlas y difundirlas, pero nunca copiar sin más.
Hacia 1435 Donatello estaba esculpiendo una tribuna para los
cantores
de la catedral de Florencia, y en la pared de enfrente hacía lo
propio
Lucca della Robbia. Eran los dos mejores escultores de la época
y
trabajaban uno frente al otro. ¿Acaso se coordinaron? No. Los
dos
hicieron trabajos espléndidos, apropiados para el lugar y
acordes con
el entorno, pero el estilo de uno es completamente opuesto al del otro.
¿Hubiera sido sensato que los florentinos que financiaban la
catedral
les hubieran exigido coordinación? ¿No es evidente que
cualquier
intento de adaptar mutuamente sus criterios habría ido en
detrimento de
su genialidad? Dicen que Beethoven se lamentaba de no ser capaz de
componer una fuga como las de Bach, y compuso varias fugas, pero
ninguna de ellas tiene el genio de Bach. Todas tienen el genio de
Beethoven. ¿Hubiera sido razonable exigir a Chaikovsky
que se ciñera a las formas clásicas, cuando él
mismo se declaraba
incapaz de hacerlo? Cualquiera que entienda realmente que
"enseñar no significa meramente dar clase" (y tenga una idea
mínimamente aproximada de qué es realmente
enseñar) comprenderá por sí mismo la
analogía entre estos ejemplos y el problema de la docencia.
Lograr una docencia de calidad es un problema abierto, como decidir
la mejor política económica para un país o luchar
contra el cáncer. No hay nadie que pueda señalar
objetivamente el camino correcto para enfrentarse al problema. Lo
único que puede hacerse ante un problema así es probar,
experimentar, alentar las iniciativas, evaluarlas, pero nunca
coartarlas (salvo que fracasen). La
docencia es investigación, y la investigación es
esencialmente individual: consiste en que cada individuo aprenda de los
demás las ideas que sea capaz de asimilar y aporte a los
demás las ideas que sea capaz de generar. La única
coordinación posible es la que surge de la afinidad: la que
surge cuando investigadores en una misma
área coinciden espontáneamente en orientar su
investigación
en una misma dirección y, aun así, la coordinación
no puede consistir sino en el intercambio de experiencias e ideas, pero
jamás en el compromiso de renunciar a los propios criterios para
aplicar otros ajenos, pues de tal perversión no puede nacer
sino una torpe criatura de remiendos como la creada por la doctora
Victoria o el doctor Víctor Frankenstein.