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Dos historiadores contemporaneístas
valencianos, Justo Serna y Anaclet Pons -autores ya de un excelente
estudio sobre microhistoria-, abordan las principales corrientes
historiográficas de lo que se denomina «historia cultural», un género que
ha experimentado a lo largo de las últimas décadas del siglo XX una
progresión espectacular, y que nada tiene que ver con la historia de la
cultura, aquella disciplina que se ocupaba de las aportaciones o legados
de cada uno de los países, en cada uno de los períodos convencionales, en
cada una de las áreas culturales. El concepto de cultura ha cambiado
mucho. Hoy el sentido sociológico de Tylor («lo adquirido por el hombre
como miembro de la sociedad», que valoraba de la cultura ante todo el
factor aprendizaje) o el funcionalista de Parsons («tradición transmitida
y heredada, generación tras generación», que primó ante todo el factor
reproducción) han dado paso a los nuevos enfoques antropológicos que la
consideran como un «repertorio de códigos o de convenciones, depósito de
reglas y significados, que dan un sentido a nuestra vida y nos dotan de
instrumentos para resolver nuestras relaciones con el medio». Si el
concepto de cultura ha cambiado, no menos ha cambiado su historia.
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LA HISTORIA
CULTURAL. Autores, obras, lugares Anaclet
pons y Justo Serna Akal. Madrid, 2005 224 páginas, 17
euros | Territorio inmenso. Aquella historia de las
ideas con todos sus tics elitistas, aquella historia social de la cultura
de Arnold Hauser con toda su estela de mecanicismos simplistas, aquella
historia de las mentalidades, tan francesa, tan fascinada por el
inconsciente colectivo... han dado paso a una disciplina que se
caracteriza por un territorio inmenso en el que interesa todo lo humano;
que busca descifrar la inmensa trama de significaciones que el propio
hombre teje, tanto al nivel de prácticas sociales como de símbolos
referenciales; que prioriza sobre los contenidos (los mensajes) los cauces
de expresión (los media); que busca nuevas formas narrativas y nuevos
métodos (inducción, microscopio frente al telescopio estructuralista,
papel del caso individual, acento en la cultura popular), enarbolando
conceptos neoliberales como el de estrategia y un trasfondo subjetivista y
relativista que subraya el presunto constructivismo escénico o mediático
de la realidad en función de unos intereses (representación,
invención...).
Serna y Pons se adentran en la trastienda productiva
de la historia cultural que se ha hecho en las últimas décadas a través de
la penetración en las biografías intelectuales y las obras de sus más
ilustres representantes. Por orden de edad, los grandes protagonistas del
libro son Natalie Z. Davis (nacida en 1928), Burke (nacido en 1937),
Darton y Ginzburg (nacidos en 1939) y el delfín del grupo y su mejor
teorizador, Chartier (nacido en 1945). Los autores del libro insertan a
los citados historiadores en un «colegio invisible» del que se desbrozan
las presuntas constantes que le caracterizan: desde el sufrimiento directo
del nazismo en algunos casos (a través de los padres de Darton y Ginzburg)
a las herencias intelectuales (el marxismo de Hobsbawn o Thompson; la
asunción de conceptos como el de «codificación» de Eco o el de comunidad
interpretativa de Fish; el aporte de antropólogos como K. Thomas o C.
Geertz, la influencia de la primera generación de Annales de Bloch y
Febvre y de la tercera de Le Goff, los aportes estructuralistas y la
fascinación por la posmodernidad y el deconstruccionismo). El conocimiento
de la obra de los historiadores-protagonistas del libro y de la red de
relaciones que los conecta (París y Princeton son los dos grandes núcleos
referenciales) es impresionante y el discurso expositivo enormemente claro
y trasparente en un territorio ciertamente opaco, como demuestran
anteriores estudios de síntesis sobre historia cultural como los de Lynn
Hunt (Berkeley, 1989) o el más reciente de Rioux y Sirinelli (Taurus,
1999). El viaje ?así lo conciben los autores? por la historia cultural de
Serna y Pons es apasionante y, aunque no permitirá descubrir un mundo
nuevo a los historiadores españoles, sí brindará a los iniciados y no
iniciados en este género la oportunidad de encontrar una lógica
historiográfica común a los libros de Ginzburg sobre el molinero
Menocchio, de Davis sobre el impostor Martin Gere o de Darton sobre La
matanza de gatos que quizás habíamos leído sin la conciencia clara de
intercomunicación que existe entre ellos.
Silencios. La fascinación que el libro de
Serna y Pons provoca entre sus lectores-compañeros de viaje no puede
hacernos olvidar algunos silencios que constatamos en el mismo. En primer
lugar, el de algunos autores que han tenido peso representativo directo o
indirecto en la historia cultural que consumimos. No sólo los que, en
sutil autocrítica, mencionan los autores al final del libro (pág. 20). Me
refiero a historiadores como Daniel Roche o Giovanni Levi, silenciados
incomprensiblemente en el libro. También cuesta entender por qué no se
hacen eco de la incidencia que esta historia cultural ha tenido y
tiene en nuestro país. La influencia de Chartier es inconmensurable
entre nosotros. ¿Por qué no se hace ni una sola alusión a Bouza y los
historiadores de la lectura en España? Por último, me hubiera gustado
mayor profundización en el debate reciente que la historia cultural
suscita hoy, más allá del significativo frenazo de Stone, la crítica de
Momigliano a White y hasta la evolución del propio Ginzburg. El capítulo
«géneros confusos» me ha parecido la huida de un compromiso definitorio al
respecto, demasiado fácil. ¿Miedo a ser tildados de antiguos ante el
patente monopolio de la modernidad que encarna hoy la historia cultural?
Demasiadas timideces a la hora de abordar la valoración de los límites de
la historia cultural en un libro que, en cualquier caso, explica
magistralmente la arqueología de un género historiográfico de tanto éxito
actualmente como es la historia cultural.
Ricardo García Cárcel
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