Publicado en Lateral, núm. 96 (2002)

         

          Isaiah Berlin y el nacionalismo

 

                                   Justo Serna

 

 

1. Lo que me propongo tiene algo de paradójico; lo que me propongo es tomar una obra menor, la obra que su investigador dejó inédita mientras vivió, la obra que no fue concebida de modo erudito, la obra que se pronunció oralmente, en forma de conferencias dictadas a partir de unos pocos apuntes, como el libro que mejor puede ayudarnos a entender sus modos y su legado. Gracias a ese texto menor, detalle aparentemente marginal de una obra mayor, podremos apreciar aquello que fue la singularidad de su responsable,  aquello que fue su propia tensión creativa. ¿Y por qué digo mejor? Desde mi punto de vista hay dos razones que avalan la elección de una obra de estas características, póstuma e inédita hasta ahora, una de orden general y otra más específica, propia del autor que tratamos.


La primera hace referencia al control que los creadores tienen sobre sus obras. Lo que se edita en vida, lo que se publica con el consentimiento expreso del autor, es un producto depurado, censurado, algo que ha experimentado la elaboración y la reelaboración de su responsable hasta finalmente convertirse en libro. Ese creador pudo tener un momento de inspiración, de verbalización o de escritura automáticas incluso, de irrupción brusca, un momento en el que cierta energía interior se expresó tomando al individuo como médium. Hay después otro momento en el que, por el contrario, el autor deviene propiamente auctor, artífice consciente y censor de su producto, el cual somete a revisión, a depuración, a amputación. En la obra de creación literaria, el rapto creador, la genialidad desbordante y la inspiración indomeñada parecen cumplir un papel básico, al menos eso es lo que tendemos a pensar desde que la estética romántica nos aturdiera con esta descripción (Schiller, por ejemplo). En cambio, en la obra de tesis, de reflexión, el papel convencionalmente atribuido a la intuición y a la inspiración parece menor. A fuerza de insistir en el método, a fuerza de insistir en la disciplina, los científicos y los investigadores han querido creerse libres de la imaginación y de sus productos. Sin embargo, y como nos advertía Mario Bunge, el descubrimiento científico obedece muy frecuentemente a la casualidad, a la intuición, a la fortuna, al golpe de vista, al olfato imaginativo del sabueso. Pero hay más. La investigación y la reflexión, cuando no están sometidas a los últimos controles explícitos y conscientes de la expresión escrita, erudita, académica o doctrinal, cuando no tienen por fin la publicación de un libro, nos dan numerosos indicios de su autor, de su persona, de los modos propiamente creativos, propiamente indisciplinados, que no se atienen a las convenciones implícitas o pactadas por la corporación.  Por tanto, una obra concebida así, es decir, para permanecer inédita, proporciona pistas acerca de cómo ese autor concebía su tarea antes de que la censura y la corrección académica la mejoraran. Si, además, el asunto tratado es recurrente en otros libros del autor, si reaparece constantemente a lo largo de su producción hasta el punto de ser el tema dominante de su trayectoria intelectual, en ese caso resulta evidente que nos hallamos ante un tesoro que exhumar, ante un hallazgo que nos puede dar ciertas claves de sus modos de pensar y de operar.

Pero, como decíamos, hay una segunda razón que justifica la elección de un libro póstumo, de un volumen que no fue concebido para ser editado, y es una razón específica puesto que nos revela indirecta y condensadamente las características de su autor, de este autor. Porque, en efecto, lo significativo de su vida intelectual fue haberse prodigado oralmente y por escrito acerca de numerosos asuntos sobre los que volvía una y otra vez; haberse entregado a la alta divulgación, la especulación de alcance medio, la autoformación basada en la lectura de los clásicos, de ciertos clásicos. Desde ese punto de vista, lo mejor que podemos decir de él no es que ese autor fuera un gran filósofo, que fuera un eximio pensador, tan original que no debiera nada a ningún precursor; lo mejor que podemos decir de él es que fue un lector curioso, voraz, indisciplinado, libre, un lector que supo apreciar resonancias de unos libros en otros, ecos de unos autores en otros, filiaciones explícitas o soterradas que su olfato e intuición revelaban. Alguien así lo tendremos por mentor, como Telémaco tuvo al suyo, como aquel guía que nos tutela con mano firme pero que, a la vez, no oculta sus perplejidades. Durante muchos años llevó una vida académica, sedentaria, la vida de todo emigrado que anhela echar raíces, que quiere sentirse miembro de una comunidad estable. Durante muchos años ocupó largas horas de su tiempo en leer, en formarse, en trabar relación de unos libros con otros para así aclarar, al menos en parte, el enigma de un mundo amenazado, convulso, presto a desaparecer, como efectivamente desapareció el mundo del que él procedía y que, por fuerza, tuvo que abandonar.


Leía, pero también impartía lecciones, dictaba conferencias, tomaba partido, emitía informes y colaboraba con la Inteligencia de su país de adopción. No fue, pues, un académico despistado, aislado y protegido por los muros de su gabinete, pero tampoco fue un erudito a la violeta, un intelectual fatuo que se expresa acerca de todo, como aquellos literatos parlanchines y espantosamente ignorantes que denunciara C.P. Snow. Fue un observador atento, un sabio en formación, un viejo temprano que no dejó de leer, que no dejó de instruirse como un recién graduado; fue un universitario que no se envaneció con lo que hacía, que no le concedió demasiada importancia, y que se prodigó a manos llenas, con humildad, en mil y un temas, en mil y un escritos menores, como exégeta, como analista, como intérprete; fue un autor que cultivó el género del ensayo, justamente porque desconfiaba de la perfección del orden sistemático, justamente porque sabía que esos ensayos breves, documentados y creativos eran  el mejor modo de intervención racional y moderada que tenía en un dominio que no es objeto de ciencia; fue, en fin, alguien que se comprometió en favor del equilibrio, de la democracia y, sobre todo, de la libertad negativa, ideales poco sublimes, ciertamente, pero metas razonables que pueden darnos antídotos y defensas contra los excesos, contra las intromisiones y contra la crueldad y la violencia. Es raro, pero probablemente es uno de los pocos intelectuales europeos del medio siglo que no incurrió en graves irresponsabilidades verbales, que no ignoró los efectos devastadores que puede provocar la palabra pública, que no se permitió criminales desatinos.


            ¿A quién me refiero? Por supuesto, a Isaiah Berlin, cuya actualidad, cuya centralidad y cuya vigencia editorial no es preciso justificarlas. Por esas dos razones expuestas es por lo que me he inclinado a escoger una obra aparentemente menor de entre todas las suyas, una obra a la que concibo como epítome de su producción. Desde ese punto de vista, Las raíces del romanticismo es un texto de pruebas, un banco en el que se aprecia lo significativo del autor, la mayor parte de esas características enunciadas y que son las que hacen a Berlin un autor distintivo y distinguido, a saber: intervención pública y erudición académica; análisis documental y expresión del propio yo, de las propias ideas; humildad disciplinada, exegética, en formación, e interlocución libre, doctrinal; ensayismo poscartesiano y convencionalismo formal; celebración gozosa de los ideales moderados, democráticos, ilustrados y racionales,  y  reconocimiento romántico de lo plural, de lo irreductible, de lo inefable, del extremo, del límite, de lo sublime. Somos ambas cosas, parece decirnos, somos equilibrio razonable y abismo profundo; somos claridad, luz y orden, pero somos también caos creativo, empuje y voluntad.

            Y todo esto --lo que son los contenidos de Las raíces del romanticismo-- lo dijo en 1965, en conferencias públicas, en vivo y en directo, justo cuando la deriva radical e izquierdista de Occidente crecía y cuando los ideales de la democracia representativa parecían derrotados o, al menos, seriamente debilitados. Y todo esto lo dejó sin editar, sin concederle excesiva importancia, sin envanecerse, conservado milagrosamente en registros magnetofónicos y publicado ahora gracias a la diligencia de su albacea literario, Henry Hardy.

 


2. ¿Cómo debemos leer un libro así? ¿Como si efectivamente fuera un análisis doctrinal, informativo y vigente del objeto tratado? No tendría demasiado sentido hacerlo de ese modo cuando han pasado treinta y tantos años y sabemos que su autor sólo dictaba unas conferencias circunstanciales, que no lo puso al día después y que no acometió las novedades y los cambios de perspectiva. Deberíamos leerlo, por el contrario, como una introducción oral, aproximadamente oral, e implícita a las ideas de un filósofo que hizo de la historia intelectual su modo de expresarse y a ciertos clásicos los interlocutores de los que abastecerse o con los que polemizar. Nos advierte Hardy de dos cosas. La primera, el tono efectivamente oral, un tono que da viveza a las palabras, una precipitación verbal cautivadora. Pero, a la vez, el propio editor se corrige y confiesa la relativa depuración a la que ha sometido el texto. “Hablamos, nos graban, secretarias diligentes escuchan nuestras frases, las depuran, las transcriben, las subrayan, extraen una primera versión que nos presentan para que la limpiemos de nuevo antes de entregarla a la publicación, al libro, a la eternidad. ¿No acabamos de asistir al ‘aseo del muerto’?”  Eso lo decía Roland Barthes en un libro que recogía sus intervenciones orales y lo afirmaba a propósito de ese material excedente que se elimina en el paso que va del habla a la escritura. La palabra así transcrita alcanza la eternidad del libro y pierde lo que de espontáneo e instantáneo tiene. ¿Debemos lamentarlo? Si echamos en falta esas astillas verbales no es porque creamos en la frescura o la sinceridad del registro oral, sino porque el yo de quien se expresa también y principalmente está en lo que amputamos, en  el grano de la voz, en la reiteración, en la duda, en la interpelación fática, en las esquirlas sobrantes. Tal vez sea inevitable que Henry Hardy reproduzca los modos de los albaceas y los editores británicos, celosos guardianes que proceden a un aseo del muerto. Pero, por los indicios que tenemos, por lo que otros han dicho de él --Michael Ignatieff, entre otros-- no parece que Hardy repita los vicios censores y exclusivistas que se han dado en casos anteriores, en el de Wittgenstein, por ejemplo.  Más aún, la reiteración de ideas, la obstinada repetición de fórmulas y hallazgos, que es constante en esta y en otras obras de Berlin, prueba que su albacea no cercena, que es incluso filológicamente respetuoso con las rutinas expresivas de su mentor. Por tanto, a pesar de esos retoques, la edición de Las raíces del romanticismo es fiable para hacernos una idea aproximada de las maneras de Berlin como conferenciante.

La otra cosa sobre la que Hardy nos advierte, y que también tiene que ver con la oralidad y con las licencias que nos consentimos cuando hablamos, es el aparato erudito del que el autor se vale. Dice  su albacea --y dice bien-- que no debemos confiar demasiado en la exactitud de las citas literales y en las paráfrasis que Berlin nos da y que aquél --como editor-- detalla, localiza, completa o corrige. Lejos de ser imprecisión culpable e indolente, lejos de ser manipulación pro domo sua, la referencia aproximada o inexacta dan la talla del lector, de quien aprovechó sus lecturas como alimento intelectual y supo asimilarlas hasta hacerlas propias, supo asimilarlas para así expresarlas con su propia voz. La ventaja de esta forma de operar no es la del rigor filológico, desde luego, pero es algo más alto y más grave: es la ventaja del traductor indomable y creativo, la de quien escapa de la cárcel del lenguaje especialista, de la jerga, para darnos una versión comunicable y universalizable. ¿No era ésa justamente una de las virtudes del Karl Marx de Berlin, aquella temprana obra en la que su autor evitaba la mera repetición lingüística o la fidelidad léxica? Operando así, Berlin obligaba a Marx a traducirse, a cambiar su registro verbal, para así hacerse entender por quienes no eran marxistas o lo ignoraban todo sobre él. Decía Roland Barthes en uno de sus Ensayos críticos que un auténtico autor es el escritor, aquel que inagura una forma específica de discursividad, aquel que no toma en préstamo el lenguaje: crea su léxico, y sus epígonos (los escribientes, en los términos del semiólogo francés) lo repiten, lo emulan o lo reproducen. Desde ese punto de vista, los escritores tienen genio creativo, son artífices de un lenguaje propio que designa el mundo y en la operación de designarlo lo recrean. Admiramos esa capacidad personal e intransferible, pero advertimos también la rutina expresiva en la que suele acabar y que no es otra que la de formar escuela y discípulos, la de materializarse en los diferentes ismos (marxismo, freudismo, etcétera), siempre inferiores al brío del maestro.

Aquello que Berlin hace con el romanticismo, con otro de esos ismos de nuestro tiempo, es traducirlo, ocuparse de sus genios creadores, de los fundadores de lenguaje y de discursividad de los que aún somos epígonos o deudores; aquello que hace es abreviarlos, aclararlos, asimilarlos, como nos advierte Hardy, una tarea especialmente necesaria para el auditorio de una conferencia al que no hay aburrir con jergas indescifrables, con pensadores y con autores oscuros, poco diáfanos. Pero lo que también emprende es, como indicábamos más arriba, una interlocución. Se trata  de un diálogo que permite aclarar un objeto, cierto, aunque también es un medio de aclararse uno mismo, de formarse. La ventaja que Berlin extrae de este modo de operar es la de delimitar su propio pensamiento: al trazar los perfiles de su tema, al evaluar su estado y sus consecuencias, el autor se expresa a sí mismo, polemiza con los otros y se obliga a precisar los motivos de su adhesión o de su disgusto, de su aversión o de su simpatía. Leyendo esta obra, Las raíces del romanticismo, uno aprecia al Berlin maduro, a aquel que profesa la flema oxoniense, la racionalidad y la moderación, la ilustración y el justo medio, la libertad, la democracia; pero descubre también al joven del que aquel viejo no consiguió desembarazarse, al judío letón que creció influido por el cosmopolitismo del padre, por el germanismo culto de Riga, por el hebraísmo de su linaje y por el misticismo eslavo de su tierra, al emigrado que se asentó y que buscó raíces. El romanticismo es así, para nuestro autor, un tema recurrente, un asunto que aquí trata centralmente, pero también un tema al que volverá una y otra vez a lo largo de su vida, como fuente del nacionalismo y de la contrailustración. ¿Y por qué? ¿Porque él se profesara nacionalista o simpatizante del nacionalismo y, por tanto, rindiera tributo a los orígenes de esa concepción?


 

3. Berlin reconoció una y otra vez la legitimidad de los sentimientos de pertenencia, el sentimiento de comodidad que el individuo experimenta al tener a otros con quienes la comunicación es instintiva. Berlin admitió que los seres humanos no pueden vivir en el cosmopolitismo desarraigado --justamente lo que los antisemitas siempre les han reprochado a los judíos, al judío errante--; Berlin admitió que los seres humanos necesitan, en fin, un marco que proporcione seguridad y estabilidad a las interacciones. La sociabilidad sólo es posible cuando hay esferas reguladas que dan convención y normalidad a nuestras relaciones, cuando facilitan el cara a cara y la interlocución. Al insistir en estos aspectos, al  hacer hincapié en esos vínculos visibles e invisibles, algunos de sus lectores simpatizantes de la idea nacionalista han supuesto con demasiada precipitación que Berlin era un aliado afín a la causa. Más aún, han fantaseado con la imagen de un Berlin de obediencia nacionalista o comunitarista. La figura del judío letón o la persona del académico oxoniense  podían prestarse, en efecto, a varias reinterpretaciones. Si un liberal reconocía lo comunitario como una de las esferas de definición de los sujetos, si un liberal reconocía la vigencia histórica del nacionalismo, su persistente presencia, en suma, más allá de las muertes decretadas, entonces debía admitirse igualmente que el filósofo era uno de  los nuestros, alguien que defendía lo comunitario o lo nacional frente a la sociedad de los individuos. Habría así varios Isaiah Berlin a hechura de cada exégeta; habría, por ejemplo, un Berlin comunitarista o filocomunitarista y un Berlin nacionalista o filonacionalista.

La primera de las lecturas, la de un Berlin próximo a Alasdair MacIntyre y a Charles Taylor,  fue la que hizo John Gray en un ensayo titulado precisamente así: Isaiah Berlin. No es casualidad que esa vertiente, la del comunitarismo implícito del analizado, se acentúe en ese libro, justo cuando su autor abandona las filas del liberalismo clásico de las que procedía y se aproxima a  ciertos ideales que él cree superadores del thatcherismo del que fue servidor. Es decir, el lector español haría bien leyendo el libro sobre Berlin conociendo el itinerario intelectual de su autor, un autor que varía de registro ideológico y cuyos dos polos pueden ser Liberalismo (1989) y Postrimerías e inicios. Ideas para un cambio de época (1997). La segunda de las lecturas, sin ir más lejos, sin desplazarse a la Gran Bretaña, es la que hiciera Gustau Muñoz en la presentación y en la edición de un volumen cuyo epígrafe era Nacionalisme (1997). Se trata de  un libro cuya autoría se atribuye al propio Berlin, pero en la confección del mismo podemos apreciar algo artificioso, dado que es inexistente en inglés: es, pues, un libro confeccionado por el editor valenciano con entrevistas varias, circunstanciales, hechas inmediatamente después de la caída del Muro, y a las que se añade algún artículo antiguo (1972 y 1979, en sus dos versiones) procedente de un libro mayor (Contra la corriente). En la introducción, Muñoz asociaba a Berlin como par de Joan Fuster, puesto que, a su juicio, podrían apreciarse afinidades entre los “liberalismos” de uno y otro. Sospecho que una lectura de esta índole está justificada por necesidades editoriales e indígenas, pero no acierto a ver afinidad alguna entre el racionalismo de inspiración voltairiana y horro de liberalismo en el que se reconocía el escritor de Sueca y el liberalismo agonista y trágico del judío letón.

 Hacer de Berlin un comunitarista, un nacionalista, hacerlo un aliado en estos términos, es apropiarse de unas ideas para volverlas del revés o al menos para llevarlas más allá de lo que es razonable. Según le confiesa a Steven Lukes, Berlin no descreía del liberalismo, de la sociedad abierta –“antitotalitària, antiautoritària i, veritablemente, anticonservadora”— que defendiera Popper, otro emigrado centroeuropeo, un vienés adaptado al medio británico. Berlin y Popper fueron sostenedores de la democracia liberal y se opusieron al totalitarismo, al totalitarismo heredero de la tradición platónica y racionalista y del jacobinismo, y al totalitarismo heredero del chovinismo. El austríaco y el letón compartieron unas similares convicciones, la del individuo como entidad empírica observable, la del individualismo metodológico, una convicción característicamente británica defendida por dos europeos continentales, una convicción a la que le opuso resistencia un distinguido historiador inglés, Edward Hallet Carr, un historiador, en fin, al que Berlin siempre combatió por su determinismo y por su irresolución conceptual.

            Isaiah Berlin defendió la necesidad de dar un marco comunitario estable a los individuos, a esas entidades frágiles, inermes; es más, llegó a soñar –y era consciente de esta quimera-- con un mundo apaciblemente herderiano, de comunidades culturales en convivencia, sin conflictos chovinistas, sin intromisiones agresivas, al modo insular inglés, un mundo en el que los ciudadanos se respetarían sin hacer ostentación de xenofobia, un mundo de libertades tranquilas y de individuos ocupados de sí mismos. Pero detestó conceder preeminencia al todo sobre las partes, haciendo dependientes a los individuos de sus pertenencias irrevocables, al igual que se opuso a la primacía de la libertad positiva sobre la negativa, también característicamente británica, como aprendimos de Constant y de Tocqueville. En efecto, no es posible vivir en la anomia permanente, en un espacio sin norma y sin valores, sin respeto y sin pares, como dijo Berlin parafraseando a Durkheim; no es posible vivir en la enajenación autosuficiente sin caer en el delirio, en la alienación que me hace un extraño irreconocible, como sostuvo adoptando un léxico alemán; no es posible vivir sin experimentar algún sentimiento colectivo, sin experimentar la cercanía, la proximidad, la sociabilidad de quienes veo como afines y de quienes puedo esperar auxilio. Pero demasiada vecindad  --la intromisión a la que autoriza la libertad positiva-- ahoga, sofoca, apresándonos en el dominio que el otro puede ejercer sobre mí, de lo que el otro define como bueno para él y para mí; demasiada vecindad me sume en lo gregario, en lo estatal o en lo tribal. En efecto, no es posible vivir en el racionalismo seco, sin alma, sin pasión, si afectos, sin vínculos primarios, en un clasicismo que nos agosta con cánones universales de belleza y de verdad;  no es posible vivir sin acoger y dar respuesta a loq que hay de oscuro en mí y en los otros, sin experimentar algún sentimiento sublime, prerracional o propiamente irracional, sin convulsiones emocionales y sin sacudidas románticas. Pero demasiado romanticismo es patológico, tóxico, nocivo: deja de ser una defensa contra la fría evaluación de la razón para convertirse en una insania del alma, en un sofoco del entendimiento, en una subordinación comunitaria que los otros me exigen.

            El nacionalismo perdura más allá de los pronósticos, nos dice Berlin, porque los Estados y la mundialización siguen infligiendo heridas, porque se pierde lo propio y lo irrepetible, cierto,  pero también porque hay intelectuales que no dejan que restañen, porque las reabren, porque se recrean en ellas, convirtiendo el nacionalismo y el daño patriótico en el opio de sus fantasías reparadoras --como apostilla Berlin citando a Raymond Aron. Reclamar una esfera comunitaria para todos es una reivindicación propiamente humana, incluso liberal, puesto que se hace difícil vivir como un apátrida. Admitir el encuadramiento nacional, con sus servidumbres y sus rendimientos, es, no obstante, otra cosa bien distinta. Observar  la historicidad de los nacionalismos, el fundamento que les da origen, no debe confundirse, sin embargo, con la inevitabilidad histórica, con alguna suerte de fatalidad determinista irreparable, idea que justamente combatió el historiador Isaiah Berlin y de la que nunca descreyó, esa misma idea que compartió con Popper y con Aron.

            Por tanto, al romanticismo le declaró su simpatía porque había obligó a los occidentales a ser más tolerantes con la pluralidad, con la diversidad, con la pasión, con lo afectivo y con lo oscuro que hay en nosotros y que no consiente fácil iluminación; a las reivindicaciones nacionalistas les profesó respeto porque fracturaron un mundo de evidencias incontrovertibles, de homogeneidad obvia; al ideal comunitario le guardaó aprecio porque puede dar asiento y plaza a quienes fueron y son desarraigados por la fuerza, por la violencia, expulsados, expatriados, como los judíos dolorosamente saben y han experimentado. Pero no celebra el romanticismo, el nacionalismo y el comunitarismo como metas finales, regulativas, como objetivos cuyo logros darían fin a la historia y a la insatisfacción; los considera como antídotos. Parafraseándolo sería algo así. Los míos, los ilustrados, los liberales, los racionalistas, se mostraron arrogantes, ciegos y jactanciosos en la defensa y en superioridad de los ideales de claridad, de perfección y de progreso; Pues bien, es de los adversarios de aquello en lo que creo, es de los enemigos que me combaten y que se oponen a mis metas, de quienes más aprendo: al desmentirme me obligan a precisar mis argumentos y los de los míos  y, por ende, al definirme me permiten descubrir secretas afinidades que ignoraba. Si esto es así, del romanticismo habría mucho que aprender.

¿Y qué es lo que Berlin nos permite descubrir del romanticismo? La mejor enseñanza, aquella que repite una y otra vez, aquella que fue la divisa de su desarrollo intelectual es la pluralidad irreductible de la vida y de los valores irreparablemente incompatibles que la informan. Los valores son objeto de creación humana, no un dato cierto, evidente e incontrovertible, algo que como defendiera otro ilustre emigrado, como advirtiera Wittgenstein, pertenece propiamente a lo inefable. O, como postula Berlin, algo que debemos negociar, para así "tolerar a los otros, preservar un equilibrio imperfecto en cuestiones humanas", puesto que el clasicismo sin oposición ahoga la vida, la creatividad, el empuje y el cambio heroico; pero el romanticismo sin freno, el movimiento que adora la vida como arte y al titán como guía, deriva en "doctrina pasional, fanática y en parte lunática". El pluralismo axiológico –esa variedad trágica que también reconociera Max Weber--, el reconocimiento de lo inexpresable, de lo profundo, de lo insondable, el descubrimiento de las partes oscuras, inconscientes, primitivas y mal encajadas que hay en nosotros, la celebración de la vida como autopoiesis: todo eso se lo debemos, aunque sea remotamente, al romanticismo y, como concluye Berlin, estaremos dispuestos a festejar esta etapa de la historia de Occidente sólo porque obliga al clasicismo, al liberalismo y al racionalismo a redefinirse y a resignarse ante la imposibilidad de las simetrías, de las utopías, porque nos obliga a rechazar la solución única y el ideal pernicioso de la sociedad perfecta. El romanticismo es así, para Berlin, una vacuna contra los excesos de la tradición clásica y de las cartografías cartesianas, de modo que como efecto inintencional alimenta "la tolerancia, la decencia y la apreciación de las imperfecciones de la vida".

 

4. No busquemos en estas páginas fidelidad filológica ni exactitud doctrinal, no busquemos detalle erudito ni información exhaustiva, documentada, incontrovertible; no busquemos análisis propiamente histórico ni precisión contextual. Isaiah Berlin fue un autor que procediendo de la filosofía se aventuró en la historia intelectual tomando a ciertos caballeros del pasado como compañeros de viaje, como contemporáneos suyos. Operar así no es ejercer exactamente de historiador, le señalaba a Steven Lukes. Si, además, hacer historia intelectual --continúa con escepticismo-- es conceder al contexto una preeminencia causal sobre las elecciones, los aciertos y los desvaríos; si hacer historia intelectual es otorgar la condición de productos a los hombres y sus ideas, entonces --apostilla-- yo no soy historiador, al menos de esa clase de historiador.

Admitir esto –lo recordarán justamente todos los historiadores de mi generación y de otras anteriores y posteriores— le costó a Berlin una severa andanada de E.H. Carr, alguien  que trataba de hallar un camino intermedio entre la fatalidad causal y el indeterminismo del libre arbitrio. El autor de ¿Qué es la historia? citaba en este volumen uno de los ensayos más célebres y controvertidos del académico oxoniense, el que llevaba por título “La inevitabilidad histórica”, un viejo texto de 1954 después incorporado a los Cuatro ensayos sobre la libertad. Invocar machaconamente el contexto –dijo entonces Berlin y seguirá repitiendo toda su vida-- puede llegar tener consecuencias devastadoras para la moral y el raciocinio porque convierte a los individuos (y a los pensadores) en reflejo de su tiempo, en hijos de su época, en condensación inconsciente, involuntaria, de unas fuerzas telúricas, escatológicas o sociales, deterministas y fatales. Si se acepta la preeminencia de las circunstancias históricas para explicar el significado de una vida, de una obra y de su palabra, creyendo que con ello hemos agotado la potencia de la que están investidas, entonces eliminaremos la parte intencional y la zona oscura de que estamos constituidos y que no conseguiremos aclarar jamás; no acertaremos a explicar la vigencia de los libros a pesar del tiempo, no conseguiremos explicar por qué seguimos leyendo a aquel pensador a pesar de su contexto.

No soy un historiador, repite constantemente Berlin en Contra la corriente, y la razón no es sólo la modestia de un filósofo o una petición de principio que nadie le había reclamado. No puedo ser de esa clase de historiador, añadiríamos nosotros parafraseando su idea, porque tomo a los grandes autores como interlocutores contemporáneos, como entidades dialogantes. No soy historiador que rinda culto a la exactitud, porque muy frecuentemente la exactitud erudita del pasado es un pretexto del que se sirven mis colegas para defenderse del propio yo y de las injurias del tiempo. No busquemos, pues, el dato fidedigno y literal; busquemos, por el contrario, el lenguaje libre de quien se crea sus propios contertulios, sus adversarios y sus sostenedores. ¿No es ésa la tarea que se imponen los grandes creadores? Al decir de Borges, los grandes, los auténticamente grandes --y él fue uno de ellos--, se trazan su propio itinerario, su círculo de amigos, y, de entre los muertos, buscan e identifican a quienes son sus precursores, los crean, en una palabra. Con ellos, como si de vecinos, afines o adversarios se tratara, emprenden y mantienen un diálogo sin fin. ¿Hacen algo diferente los buenos lectores? ¿Hizo algo diferente el autor y el lector que fue Isaiah Berlin? 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

            Las obras de Isaiah Berlin empeadas para realizar este artículo son las siguientes:

            -Nacionalisme. Valencia, Tàndem, 1997, prólogo de Gustau Muñoz. (Esta obra, que no figura en la edición original de las obras de Berlin editadas por Hardy, es una confección ad hoc hecha por el editor valenciano.)

            -Entre la filosofia i la història de les idees. Una conversa amb Steven Lukes. Catarroja, Afers, 1998.

            -Las raíces del romanticismo. Madrid, Taurus, 2000.