Justo Serna
Ha
sido una esclavitud y una confesión, algo que me subyugado sin que haya podido
oponer firme resistencia. Durante tres
semanas, salvo los breves intervalos en los que regresaba a la realidad y a las
obligaciones, he estado inmerso en un mundo ajeno, en un espacio que no
frecuento, en una cronología que no es
la mía. He sido el destinatario especial, privilegiado, de una extensísima
revelación, de una larga exposición de motivos y de hechos, de esperanzas, de
dolor, de crueldad y de felicidad. En principio, no me reconozco especialmente
crédulo. No obstante, por alguna razón, ahora me he dejado llevar y he aceptado
esa larga confesión: mis defensas han caído hasta el punto de compartir mudo,
expectante y deslumbrado las cuitas y los avatares de un jovencito, el relato
pormenorizado de su doloroso aprendizaje y del daño que su cruel abuelo le
infligió, del goce final que alcanzó.
Digamos la verdad: esa detallada relación de acontecimientos no me la
hizo el chaval al que aludía; en realidad, esa exposición que me convirtió en
oyente involuntario, en paciente destinatario, me la hizo el anciano
bibliotecario en que ahora se ha convertido. Nacido en 1917, conserva sus
facultades y su capacidad de persuasión: en principio, lo escuchaba sin dar
crédito, pero me derrotó inmediatamente con su desparpajo, con su sabiduría
antigua, con su pormenor. Quien te cuente la vida, una vida infantil que no es
la tuya, la dura vida infantil de una época que no es la tuya, ha de vencer
innumerables resistencias. Que, además, te la relate con una morosidad y
detalle que no te conciernen, con la mezcla de miedo y ternura que tienen todas
las infancias, te exige una entrega especial. ¿Recuerdan a aquel personaje del
tebeo, a aquel abuelo que se extendía en innumerables batallitas que a ni a sus
nietos ni a ustedes ni a mí interesaban? Cuando el relator nos gana, nos hace
desistir y nos convence para que, guardando silencio, escuchemos su narración,
entonces se consuma un prodigio, el milagro mil veces repetido de la historia
bien contada, la relación de los avatares ajenos que nos secuestra y que nos
atornilla en el asiento, con el ánimo dispuesto.
El
bibliotecario que me ha contado su historia es un viejo ahíto de años y de peripecias,
alguien que leyó muchos libros, alguien que los amó y que le sirvieron para
hacerse y dilatarse. “Los libros –me confesó en algún momento-- eran mi pasión;
aún más, el cimiento y las columnas de mi mundo personal, del que salía a ratos
y con disgusto para poner por obra esos actos inexcusables de la vida cotidiana
como ingerir alimentos, calzarse o estar con los demás. Nada poseía más valor
para mí que un conjunto de páginas impresas ni nada contribuía en igual o mayor
proporción a mi felicidad. Recién cumplidos los diez años –me admitió
finalmente--, la perspectiva de una existencia desprovista de libros se me
hacía de todo punto intolerable”. Ustedes lo habrán advertido: el bibliotecario
que me detalló su vida con expresión elegante y copiosa no existe; es una
figura creada por un novelista fino, atinado, impostor como todos, dueño de los
recursos que deben emplearse para narrarme algo que en principio no me
interesa. Hablo de Fernando Aramburu y de su novela Los ojos vacíos; hablo de la tarea mil veces repetida de la ficción
y de su poder. La vida es odiosamente breve, está siempre amenazada por nuestra
propia muerte, y las elecciones nos acortan, nos amputan, haciendo de nosotros
personajes reconocibles, sumidos en la rutina de lo ordinario. Gracias a las
ficciones que leemos, gracias a esos libros del bibliotecario y a la vida que
le escuchamos en primera persona, nos extendemos, nos rellenamos de
experiencias ajenas con las que nos medimos para apreciar lo que no somos ni
fuimos.
Las
fechas navideñas son una época de grandes gastos, la época en que adquirimos
bagatelas y fruslerías. A lo que nos cuentan, la llegada del mes de enero ha
sido, es y seguirá siendo para los libreros uno de los peores momentos del año,
esa etapa en que los padres y los niños se contienen reservando sus menguados
ahorrillos. El libro de Fernando Aramburu, como –ay— tantos otros volúmenes que
se hacinan en los expositores de novedades, es carísimo. Cuesta tres mil
pesetas, una suma que desembolsa el cliente y de la que viven quienes comercian
con esa mercadería. Es una cifra abultada, aunque, eso sí, susceptible de
variados usos: con tres mil pesetas podemos despachar una ración de sepia, una
tanda de cervezas y unas olivas para acompañar; podemos acudir hasta cuatro personas
a un cine de estreno para entreternos durante ciento veinte minutos; podemos...
Mi lectura de Los ojos vacíos se ha
prolongado por espacio de tres semanas. Durante ese tiempo me abismé en sus
páginas, en el relato del bibliotecario, me dejé cautivar por los hechos y por
los avatares que el narrador me detallaba al modo de un pícaro moderno, al modo
de un personaje barojiano. Si sopeso el precio, la verdad es que esa novela es
baratísima. En primer lugar, por el tiempo de ocio que le he destinado: desprenderse
de tres mil pesetas en veinte días es un dispendio realmente comedido, no es
gastar a manos llenas. En segundo lugar, por el saber que me procura. La
ficción es entretenimiento, qué duda cabe. Pero es también y sobre todo un
mundo posible que observo, un conocimiento de contraste que me permite
evaluarme y darme lo que no tengo ni tendré, una prótesis que me dilata y que
me permite explorarme.
Verán,
crezco y maduro buscando seguridad, protegiéndome de las amenazas y del riesgo.
Mi vida –como la de ustedes-- está llena de renuncias, una vida hecha de
seguridades que me sirve para alejar la muerte fatal y previsible que me
sobrevendrá. Pero tantas renuncias me empobrecen la existencia y me convierten
en un personaje presumible. Una vida así, una vida en la que hemos excluido las
iniciativas más arriesgadas, nos deja con la duda de cómo pudo haber sido una
existencia con otras opciones. Ya lo sabemos: lo bueno de la ficción que leemos
es que nos muestra vicariamente la muerte, el peligro, la pérdida, lo que no
quisimos ser y lo que habiéndolo soñado no nos atrevimos a serlo; lo bueno de
la novela y de los libros es que nos presentan el paralelo potencial de nuestro
futuro, el pasado por el que no optamos, pero a la vez nos faculta para
distanciarnos y para sobrevivir a los personajes con quienes nos identificamos
y de cuyos riesgos y temeridades nos libramos. De la ficción podemos salir sin
tacha ni magulladuras; de la muerte real y de la vida nimia que vivimos,
lamentablemente no. ¿Aún pensamos que
los libros son carísimos? Ahorren tres mil pesetas y cómprense ahora una buena
novela, un grueso volumen con el que demorarse. Dedíquenle un mes a su lectura:
les costará sólo cien pesetas diarias.