CARLOS CASTILLA DEL PINO

                                          ¿Juventud, egolatría?

 

                                            Entrevistado por Justo Serna

                                                   Febrero de 2003

 

                      Publicada en Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, núm. 11 (2003), págs. 67-75.  

      

           

[Breve reseña por Josep M. Sarriegui, en El País, Babelia, 22 de octubre de 2005] 

 

            “Nadie sabe cómo es, y menos cuando pierde su medio ambiente (...). Eso de ‘conócete a ti mismo’ es una fantasía griega. Lo primero que se necesitaría para conocerse a sí mismo, y a los demás, sería tener un punto de vista fijo, invariable y seguro, en el que se pudiera ir delineando la figura; después poseer una medida exacta para comparar un tipo con los otros. Si no hay ese punto de observación ni esa medida no hay posibilidad de conocerse bien a sí propio y a los demás. El científico tiene un criterio y una norma, pero el literato no la tiene y anda siempre a ciegas, entregado a su entusiasmo o a su cólera...”. Esas palabras, dichas con algo de displicencia, con un tono arisco, son sin embargo lúcidas y expresan el secreto de la vida. Son unas palabras que tomo en préstamo de don Pío Baroja, un Baroja por el que Carlos Castilla del Pino siempre ha sentido admiración. Es un pasaje extraído del prólogo fechado en París en 1938 a la Vida de Baroja, de Miguel Pérez Ferrero, el Eckerman del novelista –según precisa José-Carlos Mainer— y compendia la meta y la derrota del autoanálisis: la necesidad del conocimiento y la dificultad de encontrar el lugar desde el que efectuar dicho escrutinio. En primer lugar, Carlos Castilla del Pino es un psiquiatra distinguido, con aportaciones importantes, un científico de nuestro tiempo. ¿Cuenta con ese punto de vista fijo, invariable y seguro que, según Baroja, era propio de los sabios? En segundo lugar, Carlos Castilla del Pino es también un literato, alguien que ha hecho de la narración y de las humanidades su forma de expresión y de intervención. ¿Anda a ciegas, entregado a su entusiasmo o a su cólera?

            En realidad, en su obra y en su figura son inextricables ambos dominios y esferas y, por eso, al ejercer de memorialista, al evocar la formación de un científico, sabe que no hay punto de vista fijo, invariable y seguro, pero sabe también que la identidad plural, el progreso intelectual hicieron de él protagonista de su propia peripecia, dueño de su experiencia. La vida de Carlos Castilla del Pino, como la de todos, puede ser un destino previsible, pero puede ser también la del héroe modesto que se forja a pesar de las dificultades, contrariando lo que de él se esperaba de acuerdo con su condición, procedencia y circunstancia. No hay sociologismo que explique el avatar irrepetible que es la existencia de cada uno, esa peripecia que es aprender y elevarse, mejorarse; así como no hay contexto que nos doblegue totalmente. “¿De manera que allí no has perdido tu virulencia ni te has asimilado al medio?”, le pregunta Iturrioz a Andrés Hurtado. “Ninguna de las dos cosas”, responde el protagonista de El árbol de la ciencia: “Yo era allí una bacteridia colocada en un caldo saturado de ácido fénico”. El franquismo fue un caldo saturado de ácido fénico, así como la guerra civil fue una ebullición que hizo evaporar las mejores esperanzas y cabezas. Sólo con un gran esfuerzo Carlos Castilla del Pino pudo bracear y sobresalir, tomando a Cajal como meta, como ejemplo, como modelo, tomando, pues, lo mejor de la tradición, de la ciencia y de la cultura españolas, para a partir de esa experiencia ensanchar la magra circunstancia de su país natal. Examinar y examinarse y leer fueron para él un lenitivo y un auxilio, un modo de poder dilatarse siendo sabedor de sus logros. Eso lo cuenta con detalle en el primer tomo de sus memorias, Pretérito imperfecto, que fue Premio Comillas, 1996. Pero eso fue también para tantos y tantos lectores suyos que, desde los años sesenta, ensancharon su mundo y sus ideas acudiendo a los libros de Castilla del Pino, plurales, variados, complejos, henchidos de múltiples referencias, poco condescendientes. Fue y es un lector voraz, caudaloso, alguien que ya no pudo olvidar a Kafka, a Proust y Pirandello, a Mann, a Dostoievski y a Freud, pero fue y sigue siendo también un autor que obra sin contemplaciones, que no se rebaja, dueño de un significante audaz, alguien que lo exige casi todo de sus destinatarios. Tal vez por eso acarrea una fama de estudioso severo e incluso de polemista feroz.

La entrevista que ahora reproducimos tuvo lugar en febrero de 2003 y está implícitamente dividida en tres partes. En la primera, se habla de Pretérito imperfecto como relato, como memorias, haciendo especial hincapié en la comunicación y metacomunicación que entraña una obra de este género, en las dificultades que encierra una empresa de esta índole. Por eso se entenderá, como dice Castilla del Pino al principio de dicha obra, una declaración tan tajante como la que sigue: “no me he sumergido en mi memoria; he traído los recuerdos a mí, es decir, al Yo de este momento, el que ahora me siento ser, como si fuera posible decir ‘he sido’, como si no fuera el mismo que en otros momentos fui". En la segunda parte, se toma Pretérito imperfecto como evocación de un aprendizaje, con ciertos detalles, personas y reminiscencias especialmente interesantes para el historiador, en ese período que va de 1922 a 1949. Como esta entrevista es una invitación a leer las memorias de Castilla del Pino, dichas revelaciones no son minuciosas y las preguntas se plantean pudorosamente a quien tuvo que pasar por experiencias muy dolorosas, con muertos numerosos y con una familia diezmada, pero también a quien tuvo que vivir en el Madrid sórdido, de hambre y frío de la posguerra. En la tercera parte aprovechamos la reedición de uno de sus libros (Temas) para mostrar la variedad de esos registros que en fructífera aleación se dan en la obra de un psiquiatra que se vale de la ciencia y de la poesía, de la literatura, de las humanidades y del saber. Son bastantes preguntas las que se le formulan, pero sin afán exhaustivo, sin aspirar a que el mapa o la cartografía se confundan con el territorio, como en aquel célebre apólogo de Borges.

 

J. S.: Pretérito imperfecto es un tiempo verbal. Pero Pretérito imperfecto es también el epígrafe que usted da a la primera parte de sus memorias. Con él parece expresar, en primer lugar, la imperfección misma de la vida, ese trecho de existencia que nos toca en suerte y que nos limita, que nos desmiente, ese ingreso en el tiempo y que es a la vez la pérdida de ese paraíso original que fue la fusión primitiva con la madre.

 

            C. C. d. P.: Es claro que no he escrito una monografía sobre el Pretérito Imperfecto (de indicativo o del subjuntivo). “Imperfecto”, como titulo mis memorias (no debiera aclararlo, lo hago a instancias de usted), es ante todo un juicio de valor sobre un pasado, que si atendiera solo al personal, al mío, hubiera titulado Imperfecto Pretérito. Como sin ninguna duda tiene también carácter multigeneracional, y, por tanto, histórico, lo titulé como lo hice: Pretérito Imperfecto también de todos... Pero no; no he querido señalar algo así como la imperfección ontológica/psicoanalítica de toda clase de vida iniciada tras la salida del claustro materno. El título alude, sobre todo, a algo más singular: mi pretérito es el imperfecto. Que, además, sea el de muchos, como lo ha sido, es una dramática coincidencia.

 

Pero, además, con el título de sus memorias alude a la duración. Si el pretérito imperfecto expresa el tiempo verbal de lo que perdura, de lo que no ha acabado, entonces el pasado, ese pasado que recuerda y evoca, no estaría cerrado.  Es decir, aun cuando el hecho contado esté concluido y pueda ser mencionado con el pretérito perfecto, los hechos se alojan en el interior y su mero recuerdo o depósito le afecta (nos afecta) llegando hasta hoy. ¿Es así?

 

El pasado – segmentos de ese pasado – es lo que perdura. Uno es los muchos que ha sido. Y ha sido según lo que ha hecho (y lo que ha visto, porque ver es una forma de hacer). Lo que ahora se hace pasa a ser enseguida lo que se hizo. Por otro lado, la infancia y la primera adolescencia son el pasado fáctico, el que imprime y determina toda la vida. Nuestro abanico de deseos y, figurativamente, ensoñaciones, remiten a los de la infancia: por eso, el deseo del adulto conserva siempre mucho de pueril. El adulto pareciera poseer una especie de homúnculo-niño dentro de sí que de vez en vez saca la cabeza para requerir sus propias exigencias.

 

Ya que hablamos de tiempos verbales, permítame ahora preguntarle por un modo, el subjuntivo, del que Umberto Eco hacía su elogio y defensa. El subjuntivo tiene un gran valor expresivo y enuncia un modo de pensar, de existir, de conjeturar y de narrar. La vida, nuestra vida, está constituida no sólo por lo que nos acaece, por hechos que verdaderamente nos suceden o por las acciones que, en efecto, emprendemos. Nuestra vida es un repertorio de ensoñaciones, de conjeturas, de quimeras, de escenarios hipotéticos en los que nos vislumbramos. La expresión verbal de esas acciones hipotéticas es la que realizamos con el subjuntivo y con ella aludimos a nuestras vidas posibles, ésas que no se consuman, que no forman parte de las biografías y de las que casi nunca se deja huella en las memorias. ¿Lo juzga así?

 

Sí, todo eso es cierto, y yo lo he dicho más de una vez referido al contexto autobiográfico: no es solo lo que se vio y se hizo, sino lo que se soñó, dormido o despierto; pero hay que atender también a otra cuestión. Hay mundos posibles en un sentido general, de entre ellos, algunos pudieron convertirse en reales, fácticos, ¿Cuántos de los mundos posibles hubieran podido ser mundos reales, y dejaron de hacerse por nosotros mismos, y ahora nos duele, nos pesa que haya sido así?. Por eso, el uso de la primera persona del imperfecto de subjuntivo del verbo hacer – “si yo hubiera hecho” (o ido, o leído, o hablado, etc., verbos, todos, que implican una acción --  tiene  carácter de lamento, porque tardíamente se nos hace consciente de que el mundo posible no fue solo un mundo de ensoñación sino un mundo factible, que no lo hicimos por lo que fuera. El subjuntivo se convierte en expresión del pesar por una culpa concreta.

 

Pero Pretérito imperfecto son unas memorias. ¿Qué relación guarda este género con la ficción? ¿La verdad de su enunciado depende de su correspondencia con la realidad factual o se acredita gracias al pacto autobiográfico (o fiduciario) del que habló Philippe Lejeune?

 

Memoria y ficción son propuestas radicalmente distintas. Otra cosa es que los resultados de ambas puedan llegar a asemejarse (hay quien cree evocar y está haciendo ficción sin saberlo). El problema del memorialista es o que oculta (lo que no debiera, porque tácitamente se le exige que hable) o que miente (Laín Entralgo, Serrano Súñer, por citar sólo dos) Lo fundamental en las memorias es el pacto de veracidad, que no es sólo un problema factual sino ante todo moral. Se cumple aunque se esté en el error (el sujeto está equivocado pero es veraz); y se incumple en la mentira, que no es nunca un error sino  algo activo, un “faltar a la verdad” (preciosa expresión), “no decir la verdad a sabiendas”, verdad a la que el memorialista se debe.

 

La narración es un universal. Relatar es poner en orden y dar sentido a las cosas que nos ocurren o que, sin habernos sucedido, tienen alguna analogía con las que nos acaecen. Pero narrar es también un instrumento terapéutico. Por ejemplo, la cura por la palabra freudiana o el acto de significado narrativo que propusiera el cognitivista Jerome Bruner.

 

En mi caso, el proyecto inicial de Pretérito fue no tanto poner en orden mis “cosas”  – ya lo tenía a este respecto en mi cabeza – cuanto liquidarlas, dejar que el pasado gravitara tan pesadamente en mi vida actual. Claro es que no toda mi vida pasada gravitaba por igual. Lo que quería liquidar de una vez por todas era la experiencia de la guerra civil y, en menor medida, la de todo el franquismo (que llevó a tantos al envilecimiento por el miedo, por la necesidad de subsistir, por la posibilidad de trepar en el río revuelto, etc.) Relatar es, sí, un universal, pero hay muchas formas de relatar, dependiendo de los fines propuestos.

 

En Pretérito imperfecto, ¿quién vive, quién recuerda y quién narra? O, en otros términos, ¿cómo hacer manifiesta la distinción entre acto, evocación y trama?

 

Pienso que aquí hay una trampa del lenguaje, me refiero a las dos preguntas. Yo no vivo cuando recuerdo (ni usted tampoco, ni nadie): evoco. En sentido estricto, sólo se vive el presente. La evocación no es re-vivir, que se consideran sinónimos en el diccionario (María Moliner), sino seudovivir. Aunque en la evocación haya restos de lo que fue vivido, tanto en lo cognitivo cuanto en lo emocional se trata evidentemente de dos posiciones distintas del Sujeto, una ante la denotación del hecho, otra ante la representación del hecho. El pasado se definiría por “aquello que sólo puede ser evocado”, cosa que obviamente no se puede hacer con el presente ni con el futuro. La trama es la situación conmigo “dentro” (como agonista). Pero hay otra cuestión: cada evocación de una misma experiencia es, sin embargo, distinta (se le añaden o se le sustraen rasgos).

 

El nombre propio, Carlos Castilla del Pino, es un designador rígido que rotula a nuestro yo, un yo múltiple que al que creemos igual a sí mismo, emboscado. En Pretérito imperfecto,  la narración muestra los cambios de esas identidades y, por tanto, rompe con la inmediata ilusión autobiográfica –por parafrasear la expresión de Bourdieu-- en que solemos incurrimos al rememorar nuestra vida: la de bajo la continuidad y la coherencia.

 

Me parece que, como es lo usual, se identifica Yo con Sujeto y por eso surge no un problema sino un lío. “Carlos”...es el nombre – un identificador -- de un sujeto, el del que ha ido creando yoes innumerables con los cuales vivir, haciendo mutis por el foro de momento para hacer otro y en otra escena y más tarde recoger eventualmente el anterior...La realidad es versátil y el sujeto, que está en la realidad, ha de hacer yoes versátiles. El sujeto es el conjunto de los Yoes, la denominación de la clase de todos los yoes que hace el designado. Por eso, se puede dar una metacoherencia del Sujeto coincidiendo con incoherencia de sus yoes. ¿Cuándo? Cuando se es veraz en cada uno de los yoes con los que el sujeto se presenta. Si Juan no miente cuando ríe con Rita ni cuando llora con Antonia, entonces Juan es coherente, pese a que reír y llorar son no ya distintos sino opuestos. 

 

Volvamos a la infancia y primera juventud, a ese periplo que le lleva de San Roque a Córdoba, de los años veinte a los años cuarenta. Son años de formación, de aprendizaje de la vida, y son los años de descubrimiento de la guerra, del horror, del odio, pero también de lo cómico, de lo risible de la existencia. ¿Qué hay de trágico y de grotesco en aquella infancia gaditana?

 

Poco hay para mí de grotesco mientras la viví. Sí de trágico, pero también de excepcional, de heroico – en el sentido de protagonista de excepción. Además, ante la vida he sido un voyeur, y por eso miraba y fijaba, a veces con ansia, vorazmente.

 

El resultado de esa infancia trágica, excepcional, heroica fue el de una familia diezmada y el de un muchacho que aspira a ser él mismo. En uno de los pasajes de El Quadern gris decía Josep Pla con acento nietzscheano:  “Yo navego contra la corrupción de la corriente. Yo no soy un producto de mi tiempo, soy un producto contra mi tiempo”. ¿Se reconoce en esa divisa?

 

Sí, hay algo de ello. Me he hecho contra mi tiempo, pero ocurre que entre lo imaginado y lo conseguido la relación no es de 1:1. Quiero decir que lo conseguido no es respecto de lo imaginado sólo cuestión de más o menos; sino además de cosas distintas. 

 

La sexualidad, el placer y la culpa de un adolescente en la España santurrona de entonces, con salesianos untuosos y con represión.

 

Apenas dejé el colegio tuve que des-hacerme de como en algún sentido se me había hecho en aquellos años. De todas formas, tenía una cierta ventaja, porque yo fui allí al ingreso del bachiller (9 años), con el Salomón Reinach (Historia de las artes plásticas); al año siguiente, con Recuerdos de mi vida, de Cajal. Ambos me los recogieron, pero los reclamé al final del curso y me los devolvieron. Sabía de alguna manera lo que quería y lo que no quería. Luego, la España santurrona de la que me habla, desde mis trece años, la despreciaba desde la superioridad  intelectual que me daba mi ateísmo, mimético del de Cajal, Freud, Einstein, de Ortega y Baroja, y sobre todo el de mi preceptor. Me hice contra esa España estúpida y cruel que se nos vino encima en el 36, y eso me dio una ventaja – cuando menos en orden a la libertad de pensar – frente a los intelectuales “mejores” de entonces (Zubiri, Aranguren, Marías, Laín y algunos otros, católicos pero no zafios) a los cuales, por otra parte, reconocía su tanto de valor, pero en los que descubría un techo que suponía una insubsanable contradicción para un  auténtico intelectual. Por eso, aunque podía reconocer en algunos de ellos su saber, en lo demás no me interesaban.

 

Un referente y un mito. Ramón y Cajal.

 

Cajal es una figura fundamental en mi vida. Es mi “sujeto ideal” (en el sentido del “yo ideal” de Freud). Todo lo de él me resultaba sugestivo: su modo de estar en aquella España de ¡hace 120 años!, su teoría del patriotismo, su idea del magisterio, su naturalidad para enfrentarse sólo a la racional; y después, aquellas anécdotas que oía de él a gente que las había vivido de lejos o de cerca: Cajal en el café Prado, frente al Ateneo, leyendo absorto algún tebeo a los ochenta años; la conversación con el gran Penfield a través de un biombo, porque le era imposible dejarse ver ya en sus últimos días; las últimas páginas que manuscribió horas antes de morir. Además, a partir del 66 trabé muy buena amistad con Kety Levi, que fue la última secretaria de don Santiago y con la cual repasé muchos papeles inéditos, meros apuntes, le prologué un libro sobre él, me refirió muchas cosas. La figura de Cajal está presente en mi desde mis diez años hasta ahora mismo.

 

Hablemos de literatura, de esos libros que marcan y perduran. Sus lecturas, algunas de las cuales usted precisa en Pretérito imperfecto, el descubrimiento de la gran literatura, no sólo le elevaron por encima de la mediocridad ambiental del franquismo, sino que le dieron una forma de distinta de vivir y de conocer.

 

Los libros, en la infancia, son –los que lo son-- formadores; luego, de adultos, son (sobre todo) informadores. Quizá lo primero de todo fueron aquellas páginas de la vida de Teresa de Jesús que me dictaba mi hermana para mantenerme en forma durante las vacaciones de verano (estaba aun en la escuela). Luego, el Salomón Reinach, de que he hablado: me formó el gusto, sobre todo el clásico. La primera parte del Quijote, aun censurada por aquellos salesianos pero riquísima en grabados de Doré: es un libro moral, me conmovía aquel loco al que tenía que reconocer que era loco por ser bueno en un mundo en el que no era posible serlo, pero que era el...Más tarde, Ortega, Baroja (a los dos les debo mucho, mucho) y a Shakespeare, Stendhal, Goncharov, Dostoievski, Chejov, Mann, Proust, Kafka, Axel Munthe y algunos más. Constituyen mi canon personal.

 

Un canon personal que comienza en la infancia y que se prolonga, por ejemplo, en un ambiente dificilísimo y hostil, el Madrid de posguerra, el que corresponde a los años de estudio, de formación, años siniestros y sórdidos para un joven de provincias.

 

Hambre y frío, pero para mí sobre todo hambre. Y la sordidez del ambiente, la percepción clara, ostensible, de que en aquella España el pillo hacía carrera indefectiblemente. Y al mismo tiempo, la iglesia católica imponiendo de una manera triunfalista y cruel lo más indeseable de ella. Si antes era un ateo militante, luego me convencí de que era un deber moral todo lo que significara desprestigiar a la iglesia católica, contribuir a que disminuyera algo, lo que fuera, su peso sobre nosotros. Aquello de Baroja, “la religión es mala porque es mentira” (y por muchas mas cosas) me pareció, en mi adolescencia, una fórmula feliz. Luego, algo más tarde, vino Bertrand Russell (le debo mucho también)

 

Es constante, en efecto, su mención a Baroja, al Baroja ateo, a ese Baroja derribado y altivo que, a la pregunta sobre sus creencias hecha por un guardia civil (“¿Y cómo andamos de religión?”), responde con malicia: “Pues bastante medianamente”. Pero hay, además, en usted la admiración del narrador, del Baroja inagotable, aquel que supo captar como nadie el espíritu ruinoso de la universidad española en El árbol de la ciencia, una institución cuyo mal aún llegaría a agravarse más.

 

Cuando llegué a Madrid en el 40, uno de mis objetivos era conocer a Baroja. Pasaba por encima de su indisciplina mental (tan alejado de Ortega en ese respecto) para quedarme con su libertad para pensar y decir. Y para escribir. Baroja es ante todo un narrador nato, desde Vidas sombrías, a sus veintiocho años. Sus novelas de Madrid – como luego la de Córdoba – fueron como “guías” Y la Universidad: los pocos maestros que quedaron, silenciados, muertos de miedo, sin que se les notara un gesto que pudiera significar rechazo de lo que veían. Y entró una caterva de ineptos y desvergonzados sobre la que aun queda mucho que decir.

 

La psiquiatría y el régimen franquista. La figura  de López Ibor: poder, saber, medicina y política. El manicomio del Dr. Esquerdo.

 

López Ibor merecería, por pedagogía, una biografía por alguien que, como yo, le conocí hasta donde era posible, porque era evidente su estrategia de ocultación. Me lo dijo una vez: “no hay que hacerse demasiado visible”. Después supe que tenía cosas que ocultar. Le perdió su ambición, para satisfacer la cual no se paraba en barras. La piedad, ¿un obstáculo en su camino?: dejémosla a un lado. Cuando se creía cuestionado, su reacción, brutal, revelaba su pérdida del sentido de realidad. Su inteligencia y cultura estaban coartadas por su pensamiento reaccionario. Logró hacerse con el poder psiquiátrico en España desde el 60 hasta poco antes de la muerte de Franco. Cuando lo perdió se comportó – salvando las distancias – como un Ricardo III al caer del caballo. Es un ejemplo de cómo el mal seca, cómo hace estéril al sujeto. Al final, estaba, y se había, aislado y al perder poder la gente le perdió el respeto, que en realidad no había sido tal sino temor... El manicomio Esquerdo: una experiencia imborrable, de drama, de soledad, al mismo tiempo de lecturas, de estudio. Por mal que lo pasara, me he sentido compensado por lo que me dio de contacto con aquellas criaturas con más de treinta años de encierro, en la que lo que quedaba de humano era ya arqueología.

           

El recuerdo y el olvido, los recuerdos encubridores y los recuerdos creadores. ¿Freud o Barlett?

 

No comprendo bien el sentido de esta alternativa. Le voy a contestar a una pregunta que no me hace, la de si debe hablarse en algún caso de olvido creador. Y me respondo que sí, porque hay experiencias que o se olvidan o bloquean todo posible desarrollo en cualquiera que sea la dirección. Son olvidos útiles para la economía del sujeto.

 

Hablando precisamente de olvidos, una de las cuestiones que últimamente se vienen planteando, probablemente en términos equivocados, es si la democracia española se funda en la memoria; si se funda en la reminiscencia de lo pasado o en el olvido del franquismo. Para ello, para evaluar políticamente la España reciente, llegan a emplearse términos y metáforas que incluso proceden de la psicopatología. Algunos hablan exageradamente de amnesia. Santos Juliá corregía este tópico diciendo que la transición se hizo no olvidando sino echando al olvido, que es algo bien distinto. ¿Es cierto que podemos hablar de olvido o es ésta un autoinculpación en la que se incurre por abuso  o ignorancia?

 

Estoy con Santos Juliá. En la transición se hizo una estrategia de als ob, es decir, del como si. Como cuando de niños, después de una reyerta, decíamos: “Echemos pelillos a la mar”. Era una calculada negación de los 40 años de franquismo. Lo peor de todo es que permitió que negasen su franquismo (explícito o tácito y cómplice) la mayoría de los que por convicción o por vileza lo fueron todo el tiempo. Eso ha dado paso a una forma de cinismo. Y es grave, porque la sociedad española requiere, después de esos cuarenta años precisamente, de una cura moral, de que la decencia – sin proclamarse: la decencia no se dice, se practica – sea de nuevo el supremo valor en toda clase de relación (personal, social, política, profesional)

 

Con Pretérito imperfecto hablamos de memorias, de una memoria personal, de una perspectiva de lo que fue un pasado común y que a un yo le tocó vivir. Por licencia del lenguaje –y desde Maurice Halbawchs-- se ha impuesto la expresión “memoria colectiva”, una voz equívoca que traslada metafóricamente a la sociedad lo que es una función estrictamente individual. Se suele hablar en estos términos para dar cemento a una identidad y con ello propiamente se abusa –como decía Todorov— de la memoria. ¿Qué empleo podemos consentirnos de esa expresión?

 

Eso de “memoria colectiva” es un abuso de lenguaje, como lo fue aquello de “psicología de las masas”, que llevó a disparates como “el alma del pueblo” y cosas así. Tuvo que venir la psicología de grupo para acabar con aquellos galimatías. Preferiría “historia común”, porque si se nos despoja de lo que hay de personal en nuestra biografía, nos convertimos en entes históricos, en los que lo personal ha de ser marginado a favor de lo colectivo.

 

Lo que queda del franquismo. Herencia, memoria personal y vestigios materiales.

 

Queda todo eso. Hay secuelas, lo que usted llama, metafóricamente, herencia. Hay memoria personal, para muchos indestructible. Y hay esos vestigios que a mí me producen un malestar insoportable: me revelan de qué manera esos años de historia de España de crueldad, mediocridad e inmoralidad pueden seguir siéndonos impuestos como “memorables”. Pasear por Burgos, Cantabria (Santander, Comillas) me hiere ante esos vestigios de que usted habla.

 

Psicoanálisis y marxismo, hoy. ¿Qué queda del freudomarxismo?

 

En nuestra cultura se hace ya psicoanálisis y se hace marxismo sin saberlo. Del freudismo quedan muchas cosas en muchos espacios: en el psicológico, en el cultural. El inconsciente, la represión, el concepto de proyección, de racionalización junto a los restantes dinamismos de defensa, los dinamismos del duelo y de la culpa. La psicología general va asumiéndolos. Yo lo intenté en el vol. I de Introducción a la Psiquiatría.  Del marxismo queda lo que en él se contiene de antropología o de sociología general y de concepción cuando menos de un determinante mayúsculo del acontecer histórico: lo económico. Es algo consabido; por tanto, ya no hay ni que citar su fuente: pero ahí está el marxismo.

 

El yo y sus identidades. La construcción del personaje, de las máscaras. ¿Cómo organizamos nuestros papeles en la dramaturgia ordinaria de cada día? Goffman hablaba de la presentación de persona en la vida cotidiana y se refería a una sucesión de espacios codificados en los que emprendemos interpretaciones de acuerdo con las reglas formales o informales que allí se dan. En alguna página usted dice preferir la metáfora del circo a la del teatro, la de las numerosas pistas circenses a la de las tablas del escenario. Insisto, pues, en algo que ya ha tratado y que ya ha aparecido en esta entrevista

 

En efecto, he contestado antes a este cuestión. En una consideración ligera, mi tesis tiene algún parentesco con la de Goffman. Pero a mi me importa saber de dónde se viene y a dónde se va, no sólo “lo que pasa”, la mera descripción, que es lo que hace Goffman. La cuestión es que lo mismo que la parte no mental del organismo se obliga a la homeostasis con su medio fisicoquímico, en el nivel mental, el del sujeto, se obliga a la homeoresis con su mundo simbólico (la Realidad, el Contexto). La anhomeostasis es en el nivel no mental del organismo el trastorno fisiológico; en el nivel neuromental, el del sujeto, la anhomeoresis es la alteración mental básica: la alteración del sentido de realidad.

           

Es usted un ejemplo de cómo hacer compatible la especialidad y la diversidad, de cómo aunar psiquiatría y literatura, de cómo hacerse un librepensador. ¿Quizá porque, como decía Nabokov, ha logrado pensar y escribir con  la pasión del científico y con la frialdad del poeta?

           

Me gusta eso que me dice, que es algo hegeliano. ¿Recuerda que Hegel (a quien por lo demás no tengo demasiada simpatía) decía que para la reflexión filosófica se requería la pasión fría? Bueno, a mí el conocimiento me apasiona. Me intereso por mucho de lo que desgraciadamente no puedo saber mucho y me gustaría saber más. Pero de ninguna manera pienso en algo así como la Ciencia Unificada de los del Círculo de Viena de los años 20. Mi epistemología es de niveles (los tipos lógicos), a lo Russell y Carnap, por un lado, y por otro de sistemas, a lo Bertalanffy... La literatura: para mí es conocimiento (si me divierte, tanto mejor): la literatura nos ofrece la posibilidad de vivir (mediante los procesos de identificación/proyección) experiencias que no nos son dables vivir en la realidad empírica.

           

Es el suyo un trabajo individual, paciente, solitario, hecho en el gabinete, pero es también la suya una tarea de comunicación interdisciplinaria en la organización de encuentros sobre antropología de la conducta gracias a los cuales reúne a expertos de diferentes ramas del saber.

           

Si; creo que lleva razón. Mi experiencia está en mi consulta, y en la reflexión y la lectura. Pero soy un absoluto convencido de la fecundidad del diálogo. Si el hombre es el que es mediante la interrelación con los demás, lo es también en la esfera misma del pensamiento creador. Todo saber debe, tiene que hacerse comunitario.

  

Pero esa dimensión comunitaria es también un leguaje compartido. Las voces que emplea un psiquiatra, por ejemplo, no son sencillas para un profano y las ciencias auxiliares de que usted se sirve complican aún más el discurso analítico. En primer lugar, por la propia complejidad de lo tratado (las psicosis, las neurosis, el delirio, etcétera), pero, en segundo lugar, por inclinarse al acto verbal creativo, al neologismo, y a la condensación gráfica, a la abreviatura y a la fórmula. ¿Es propio de su quehacer o son hábitos expresivos que comparte con otros colegas?

 

Cada disciplina tiene su lenguaje y ha de aprenderse. No le puedo pedir a un matemático que no me emplee fórmulas cuando se dirige a mí. La ciencia, decía Condillac, es un lenguaje bien hecho. En este sentido, yo no abdico del léxico de mi disciplina, porque sería un insulto a la inteligencia del presunto lector. Pero, además,  se puede y se debe usar del  lenguaje de otra ciencia si resulta útil para la nuestra. Le voy a poner un ejemplo: en Teoría de los sentimientos uso de un algoritmo para formular la relación Sujeto/Realidad, tanto desde el punto de vista cognitivo cuanto emocional (lo emocional como functor, como modalizador). Esa fórmula me es útil porque me permite localizar el punto desde el cual se produce la alteración del sentido de realidad (en lo cognitivo, en lo emocional, por fuera del sujeto). Recibí una carta de un físico teórico en donde me decía que esa fórmula era idéntica a la que ellos usaban para esquematizar la relación de una partícula con su entorno.

           

            Para acabar, vuelvo al principio y regreso al final. La guerra civil y el franquismo trastornaron el pequeño mundo de un muchacho que estaba por crecer y seccionaron una España culta obligándole a respirar el aire pútrido y remansado de la dictadura. Vivir en democracia es una felicidad, pero el 11 de septiembre y las amenazas terroristas y las incertidumbres bélicas son nuestro escenario.

 

Han pasado casi 30 años de la muerte del dictador. Aun me parece un sueño feliz que gocemos de libertad. En las primeras etapas soñé de verdad con la nueva situación de la que gozábamos. La dictadura fue un mal y prolongado sueño en el sentido literal del vocablo: por eso resulta muy difícil que alcancen a comprenderla las muchas generaciones que no la vivieron. Hasta el punto de que muchos exclaman: “¡pero no puede ser verdad eso que dice!” Fue verdad. Con la democracia el hombre se puede permitir no ser vil sin que le pase nada; en la dictadura, la dignidad es un riesgo... Lo del 11 de septiembre es otra cosa distinta, muy distinta, como lo es un terremoto: devuelve a cada existente la condición incierta de la vida humana hasta sumirlo en el pánico.