CARLOS
CASTILLA DEL PINO
¿Juventud,
egolatría?
Entrevistado por Justo
Serna
Febrero de 2003
Publicada en Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, núm. 11 (2003), págs. 67-75.
[Breve reseña por
Josep M. Sarriegui, en El País, Babelia, 22 de octubre de
2005]
“Nadie sabe cómo es, y menos
cuando pierde su medio ambiente (...). Eso de ‘conócete a ti mismo’ es una
fantasía griega. Lo primero que se necesitaría para conocerse a sí mismo, y a
los demás, sería tener un punto de vista fijo, invariable y seguro, en el que se
pudiera ir delineando la figura; después poseer una medida exacta para comparar
un tipo con los otros. Si no hay ese punto de observación ni esa medida no hay
posibilidad de conocerse bien a sí propio y a los demás. El científico tiene un
criterio y una norma, pero el literato no la tiene y anda siempre a ciegas,
entregado a su entusiasmo o a su cólera...”. Esas palabras, dichas con algo de
displicencia, con un tono arisco, son sin embargo lúcidas y expresan el secreto
de la vida. Son unas palabras que tomo en préstamo de don Pío Baroja, un Baroja
por el que Carlos Castilla del Pino siempre ha sentido admiración. Es un pasaje
extraído del prólogo fechado en París en 1938 a la Vida de Baroja, de Miguel Pérez Ferrero, el Eckerman del
novelista –según precisa José-Carlos Mainer— y compendia la meta y la derrota
del autoanálisis: la necesidad del conocimiento y la dificultad de encontrar el
lugar desde el que efectuar dicho escrutinio. En primer lugar, Carlos Castilla
del Pino es un psiquiatra distinguido, con aportaciones importantes, un
científico de nuestro tiempo. ¿Cuenta con ese punto de vista fijo, invariable y
seguro que, según Baroja, era propio de los sabios? En segundo lugar, Carlos
Castilla del Pino es también un literato, alguien que ha hecho de la narración y
de las humanidades su forma de expresión y de intervención. ¿Anda a ciegas,
entregado a su entusiasmo o a su cólera?
En realidad, en su obra y en su figura son inextricables ambos dominios y
esferas y, por eso, al ejercer de memorialista, al evocar la formación de un
científico, sabe que no hay punto de vista fijo, invariable y seguro, pero sabe
también que la identidad plural, el progreso intelectual hicieron de él
protagonista de su propia peripecia, dueño de su experiencia. La vida de Carlos
Castilla del Pino, como la de todos, puede ser un destino previsible, pero puede
ser también la del héroe modesto que se forja a pesar de las dificultades,
contrariando lo que de él se esperaba de acuerdo con su condición, procedencia y
circunstancia. No hay sociologismo que explique el avatar irrepetible que es la
existencia de cada uno, esa peripecia que es aprender y elevarse, mejorarse; así
como no hay contexto que nos doblegue totalmente. “¿De manera que allí no has
perdido tu virulencia ni te has asimilado al medio?”, le pregunta Iturrioz a
Andrés Hurtado. “Ninguna de las dos cosas”, responde el protagonista de
El
árbol de la ciencia: “Yo era allí una
bacteridia colocada en un caldo saturado de ácido fénico”. El franquismo fue un
caldo saturado de ácido fénico, así como la guerra civil fue una ebullición que
hizo evaporar las mejores esperanzas y cabezas. Sólo con un gran esfuerzo Carlos
Castilla del Pino pudo bracear y sobresalir, tomando a Cajal como meta, como
ejemplo, como modelo, tomando, pues, lo mejor de la tradición, de la ciencia y
de la cultura españolas, para a partir de esa experiencia ensanchar la magra
circunstancia de su país natal. Examinar y examinarse y leer fueron para él un
lenitivo y un auxilio, un modo de poder dilatarse siendo sabedor de sus logros.
Eso lo cuenta con detalle en el primer tomo de sus memorias, Pretérito
imperfecto, que fue Premio Comillas,
1996. Pero eso fue también para tantos y tantos lectores suyos que, desde los
años sesenta, ensancharon su mundo y sus ideas acudiendo a los libros de
Castilla del Pino, plurales, variados, complejos, henchidos de múltiples
referencias, poco condescendientes. Fue y es un lector voraz, caudaloso, alguien
que ya no pudo olvidar a Kafka, a Proust y Pirandello, a Mann, a Dostoievski y a
Freud, pero fue y sigue siendo también un autor que obra sin contemplaciones,
que no se rebaja, dueño de un significante audaz, alguien que lo exige casi todo
de sus destinatarios. Tal vez por eso acarrea una fama de estudioso severo e
incluso de polemista feroz.
La
entrevista que ahora reproducimos tuvo lugar en febrero de 2003 y está
implícitamente dividida en tres partes. En la primera, se habla de
Pretérito
imperfecto como relato, como memorias,
haciendo especial hincapié en la comunicación y metacomunicación que entraña una
obra de este género, en las dificultades que encierra una empresa de esta
índole. Por eso se entenderá, como dice Castilla del Pino al principio de dicha
obra, una declaración tan tajante como la que sigue: “no me he sumergido en mi
memoria; he traído los recuerdos a mí, es decir, al Yo de este momento, el que
ahora me siento ser, como si fuera posible decir ‘he sido’, como si no fuera el
mismo que en otros momentos fui". En la segunda parte, se toma Pretérito
imperfecto como evocación de un
aprendizaje, con ciertos detalles, personas y reminiscencias especialmente
interesantes para el historiador, en ese período que va de 1922 a 1949. Como
esta entrevista es una invitación a leer las memorias de Castilla del Pino,
dichas revelaciones no son minuciosas y las preguntas se plantean pudorosamente
a quien tuvo que pasar por experiencias muy dolorosas, con muertos numerosos y
con una familia diezmada, pero también a quien tuvo que vivir en el Madrid
sórdido, de hambre y frío de la posguerra. En la tercera parte aprovechamos la
reedición de uno de sus libros (Temas) para mostrar la variedad de esos registros
que en fructífera aleación se dan en la obra de un psiquiatra que se vale de la
ciencia y de la poesía, de la literatura, de las humanidades y del saber. Son
bastantes preguntas las que se le formulan, pero sin afán exhaustivo, sin
aspirar a que el mapa o la cartografía se confundan con el territorio, como en
aquel célebre apólogo de Borges.
J.
S.:
Pretérito imperfecto es un tiempo verbal. Pero Pretérito
imperfecto es también el epígrafe que
usted da a la primera parte de sus memorias. Con él parece expresar, en primer
lugar, la imperfección misma de la vida, ese trecho de existencia que
nos toca en suerte y que nos limita, que nos desmiente, ese ingreso en el tiempo
y que es a la vez la pérdida de ese paraíso original que fue la fusión primitiva
con la madre.
C. C. d. P.: Es claro que no
he escrito una monografía sobre el Pretérito Imperfecto (de indicativo o del
subjuntivo). “Imperfecto”, como titulo mis memorias (no debiera aclararlo, lo
hago a instancias de usted), es ante todo un juicio de valor sobre un pasado,
que si atendiera solo al personal, al
mío, hubiera titulado Imperfecto Pretérito. Como sin ninguna duda tiene también
carácter multigeneracional, y, por tanto, histórico, lo titulé como lo hice:
Pretérito Imperfecto también de
todos... Pero no; no he querido señalar algo así como la imperfección
ontológica/psicoanalítica de toda clase de vida iniciada tras la salida del
claustro materno. El título alude, sobre todo, a algo más singular: mi pretérito es el imperfecto. Que,
además, sea el de muchos, como lo ha sido, es una dramática
coincidencia.
Pero,
además, con el título de sus memorias alude a la duración. Si el pretérito
imperfecto expresa el tiempo verbal de lo que perdura, de lo que no ha acabado,
entonces el pasado, ese pasado que recuerda y evoca, no estaría cerrado. Es decir, aun cuando el hecho contado
esté concluido y pueda ser mencionado con el pretérito perfecto, los hechos se
alojan en el interior y su mero recuerdo o depósito le afecta (nos afecta)
llegando hasta hoy. ¿Es así?
El pasado – segmentos de ese pasado – es lo que perdura. Uno es los muchos que ha sido. Y ha sido según lo que ha hecho (y lo que ha visto, porque ver es una forma de hacer). Lo que ahora se hace pasa a ser enseguida lo que se hizo. Por otro lado, la infancia y la primera adolescencia son el pasado fáctico, el que imprime y determina toda la vida. Nuestro abanico de deseos y, figurativamente, ensoñaciones, remiten a los de la infancia: por eso, el deseo del adulto conserva siempre mucho de pueril. El adulto pareciera poseer una especie de homúnculo-niño dentro de sí que de vez en vez saca la cabeza para requerir sus propias exigencias.
Ya que hablamos de
tiempos verbales, permítame ahora preguntarle por un modo, el subjuntivo, del
que Umberto Eco hacía su elogio y defensa. El subjuntivo tiene un gran valor
expresivo y enuncia un modo de pensar, de existir, de conjeturar y de narrar. La
vida, nuestra vida, está constituida no sólo por lo que nos acaece, por hechos
que verdaderamente nos suceden o por las acciones que, en efecto, emprendemos.
Nuestra vida es un repertorio de ensoñaciones, de conjeturas, de quimeras, de
escenarios hipotéticos en los que nos vislumbramos. La expresión verbal de esas
acciones hipotéticas es la que realizamos con el subjuntivo y con ella aludimos
a nuestras vidas posibles, ésas que no se consuman, que no forman parte de las
biografías y de las que casi nunca se deja huella en las memorias. ¿Lo juzga
así?
Sí, todo eso es cierto, y yo lo he dicho más de una vez referido al contexto autobiográfico: no es solo lo que se vio y se hizo, sino lo que se soñó, dormido o despierto; pero hay que atender también a otra cuestión. Hay mundos posibles en un sentido general, de entre ellos, algunos pudieron convertirse en reales, fácticos, ¿Cuántos de los mundos posibles hubieran podido ser mundos reales, y dejaron de hacerse por nosotros mismos, y ahora nos duele, nos pesa que haya sido así?. Por eso, el uso de la primera persona del imperfecto de subjuntivo del verbo hacer – “si yo hubiera hecho” (o ido, o leído, o hablado, etc., verbos, todos, que implican una acción -- tiene carácter de lamento, porque tardíamente se nos hace consciente de que el mundo posible no fue solo un mundo de ensoñación sino un mundo factible, que no lo hicimos por lo que fuera. El subjuntivo se convierte en expresión del pesar por una culpa concreta.
Pero
Pretérito
imperfecto son unas memorias. ¿Qué
relación guarda este género con la ficción? ¿La verdad de su enunciado depende
de su correspondencia con la realidad factual o se acredita gracias al pacto
autobiográfico (o fiduciario) del que habló Philippe
Lejeune?
Memoria
y ficción
son propuestas radicalmente distintas. Otra cosa es que los resultados de ambas
puedan llegar a asemejarse (hay quien cree evocar y está haciendo ficción sin
saberlo). El problema del memorialista es o que oculta (lo que no debiera,
porque tácitamente se le exige que hable) o que miente (Laín Entralgo, Serrano
Súñer, por citar sólo dos) Lo fundamental en las memorias es el pacto de
veracidad, que no es sólo un problema factual sino ante todo moral. Se cumple
aunque se esté en el error (el sujeto está equivocado pero es veraz); y se
incumple en la mentira, que no es nunca un error sino algo activo, un “faltar a la verdad”
(preciosa expresión), “no decir la verdad a sabiendas”, verdad a la que el
memorialista se debe.
La narración es un universal. Relatar es poner en orden y dar sentido a las cosas que nos ocurren o que, sin habernos sucedido, tienen alguna analogía con las que nos acaecen. Pero narrar es también un instrumento terapéutico. Por ejemplo, la cura por la palabra freudiana o el acto de significado narrativo que propusiera el cognitivista Jerome Bruner.
En
mi caso, el proyecto inicial de Pretérito
fue no tanto poner en orden mis “cosas”
– ya lo tenía a este respecto en mi cabeza – cuanto liquidarlas, dejar
que el pasado gravitara tan pesadamente en mi vida actual. Claro es que no toda
mi vida pasada gravitaba por igual. Lo que quería liquidar de una vez por todas
era la experiencia de la guerra civil y, en menor medida, la de todo el
franquismo (que llevó a tantos al envilecimiento por el miedo, por la necesidad
de subsistir, por la posibilidad de trepar en el río revuelto, etc.) Relatar es,
sí, un universal, pero hay muchas formas de relatar, dependiendo de los fines
propuestos.
En
Pretérito
imperfecto, ¿quién vive, quién recuerda y
quién narra? O, en otros términos, ¿cómo hacer manifiesta la distinción entre
acto, evocación y trama?
Pienso
que aquí
hay una trampa del lenguaje, me refiero a las dos preguntas. Yo no vivo cuando
recuerdo (ni usted tampoco, ni nadie): evoco. En sentido estricto, sólo se vive
el presente. La evocación no es re-vivir, que se consideran sinónimos en el
diccionario (María Moliner), sino seudovivir. Aunque en la evocación haya restos
de lo que fue vivido, tanto en lo cognitivo cuanto en lo emocional se trata
evidentemente de dos posiciones distintas del Sujeto, una ante la denotación del hecho, otra ante la representación del hecho. El pasado se
definiría por “aquello que sólo puede ser evocado”, cosa que obviamente no se
puede hacer con el presente ni con el futuro. La trama es la situación conmigo
“dentro” (como agonista). Pero hay otra cuestión: cada evocación de una misma experiencia
es, sin embargo, distinta (se le añaden o se le sustraen
rasgos).
El
nombre propio, Carlos Castilla del Pino, es un designador rígido que rotula a
nuestro yo, un yo múltiple que al que creemos igual a sí mismo, emboscado. En
Pretérito
imperfecto, la narración muestra los cambios de esas
identidades y, por tanto, rompe con la inmediata ilusión autobiográfica –por
parafrasear la expresión de Bourdieu-- en que solemos incurrimos al rememorar
nuestra vida: la de bajo la continuidad y la coherencia.
Me
parece que,
como es lo usual, se identifica Yo con Sujeto y por eso surge no un problema
sino un lío. “Carlos”...es el nombre – un identificador -- de un sujeto, el del
que ha ido creando yoes innumerables con los cuales vivir, haciendo mutis por el
foro de momento para hacer otro y en otra escena y más tarde recoger
eventualmente el anterior...La realidad es versátil y el sujeto, que está en la
realidad, ha de hacer yoes versátiles. El sujeto es el conjunto de los Yoes, la
denominación de la clase de todos los
yoes que hace el designado. Por eso, se puede dar una metacoherencia del Sujeto coincidiendo
con incoherencia de sus yoes. ¿Cuándo? Cuando se es veraz en cada uno de los
yoes con los que el sujeto se presenta. Si Juan no miente cuando ríe con Rita ni
cuando llora con Antonia, entonces Juan es coherente, pese a que reír y llorar
son no ya distintos sino opuestos.
Volvamos a la
infancia y primera juventud, a ese periplo que le lleva de San Roque a Córdoba,
de los años veinte a los años cuarenta. Son años de formación, de aprendizaje de
la vida, y son los años de descubrimiento de la guerra, del horror, del odio,
pero también de lo cómico, de lo risible de la existencia. ¿Qué hay de trágico y
de grotesco en aquella infancia gaditana?
Poco
hay para mí
de grotesco mientras la viví. Sí de trágico, pero también de excepcional, de
heroico – en el sentido de protagonista de excepción. Además, ante la vida he
sido un voyeur, y por eso miraba y
fijaba, a veces con ansia, vorazmente.
El resultado de
esa infancia trágica, excepcional, heroica fue el de una familia diezmada y el
de un muchacho que aspira a ser él mismo. En uno de los pasajes de El Quadern gris decía Josep Pla con acento nietzscheano: “Yo navego contra la corrupción de la
corriente. Yo no soy un producto de mi tiempo, soy un producto contra mi
tiempo”. ¿Se reconoce en esa divisa?
Sí,
hay algo de ello.
Me he hecho contra mi tiempo, pero ocurre que entre lo imaginado y lo conseguido
la relación no es de 1:1. Quiero decir que lo conseguido no es respecto de lo
imaginado sólo cuestión de más o menos; sino además de cosas distintas.
La sexualidad,
el placer y la culpa de un adolescente en la España santurrona de entonces, con
salesianos untuosos y con represión.
Apenas
dejé el colegio
tuve que des-hacerme de como en algún
sentido se me había hecho en aquellos años. De todas formas, tenía una cierta
ventaja, porque yo fui allí al ingreso del bachiller (9 años), con el Salomón
Reinach (Historia de las artes
plásticas); al año siguiente, con Recuerdos de mi vida, de Cajal. Ambos me
los recogieron, pero los reclamé al final del curso y me los devolvieron. Sabía
de alguna manera lo que quería y lo que no quería. Luego, la España santurrona
de la que me habla, desde mis trece años, la despreciaba desde la
superioridad intelectual que me
daba mi ateísmo, mimético del de Cajal, Freud, Einstein, de Ortega y Baroja, y
sobre todo el de mi preceptor. Me hice contra esa España estúpida y cruel que se
nos vino encima en el 36, y eso me dio una ventaja – cuando menos en orden a la
libertad de pensar – frente a los intelectuales “mejores” de entonces (Zubiri,
Aranguren, Marías, Laín y algunos otros, católicos pero no zafios) a los cuales,
por otra parte, reconocía su tanto de valor, pero en los que descubría un techo
que suponía una insubsanable contradicción para un auténtico intelectual. Por eso, aunque
podía reconocer en algunos de ellos su saber, en lo demás no me
interesaban.
Un referente y
un mito. Ramón y Cajal.
Cajal
es una figura fundamental en mi
vida. Es mi “sujeto ideal” (en el sentido del “yo ideal” de Freud). Todo lo de
él me resultaba sugestivo: su modo de estar en aquella España de ¡hace 120
años!, su teoría del patriotismo, su idea del magisterio, su naturalidad para
enfrentarse sólo a la racional; y después, aquellas anécdotas que oía de él a
gente que las había vivido de lejos o de cerca: Cajal en el café Prado, frente
al Ateneo, leyendo absorto algún tebeo a los ochenta años; la conversación con
el gran Penfield a través de un biombo, porque le era imposible dejarse ver ya
en sus últimos días; las últimas páginas que manuscribió horas antes de morir.
Además, a partir del 66 trabé muy buena amistad con Kety Levi, que fue la última
secretaria de don Santiago y con la cual repasé muchos papeles inéditos, meros
apuntes, le prologué un libro sobre él, me refirió muchas cosas. La figura de
Cajal está presente en mi desde mis diez años hasta ahora
mismo.
Los libros,
en la infancia, son –los
que lo son-- formadores; luego, de adultos, son (sobre todo) informadores. Quizá
lo primero de todo fueron aquellas páginas de la vida de Teresa de Jesús que me
dictaba mi hermana para mantenerme en forma durante las vacaciones de verano
(estaba aun en la escuela). Luego, el Salomón Reinach, de que he hablado: me
formó el gusto, sobre todo el clásico. La primera parte del Quijote, aun censurada por aquellos
salesianos pero riquísima en grabados de Doré: es un libro moral, me conmovía
aquel loco al que tenía que reconocer que era loco por ser bueno en un mundo en
el que no era posible serlo, pero que era el...Más tarde, Ortega, Baroja (a los
dos les debo mucho, mucho) y a Shakespeare, Stendhal, Goncharov, Dostoievski,
Chejov, Mann, Proust, Kafka, Axel Munthe y algunos más. Constituyen mi canon
personal.
Un
canon personal que comienza en la infancia y que se prolonga, por ejemplo, en un
ambiente dificilísimo y hostil, el
Madrid de posguerra, el que corresponde a los años de estudio, de formación,
años siniestros y sórdidos para un joven de
provincias.
Hambre
y frío,
pero para mí sobre todo hambre. Y la sordidez del ambiente, la percepción clara,
ostensible, de que en aquella España el pillo hacía carrera indefectiblemente. Y
al mismo tiempo, la iglesia católica imponiendo de una manera triunfalista y
cruel lo más indeseable de ella. Si antes era un ateo militante, luego me
convencí de que era un deber moral todo lo que significara desprestigiar a la
iglesia católica, contribuir a que disminuyera algo, lo que fuera, su peso sobre
nosotros. Aquello de Baroja, “la religión es mala porque es mentira” (y por
muchas mas cosas) me pareció, en mi adolescencia, una fórmula feliz. Luego, algo
más tarde, vino Bertrand Russell (le debo mucho también)
Es constante, en
efecto, su mención a Baroja, al Baroja ateo, a ese Baroja derribado y altivo
que, a la pregunta sobre sus creencias hecha por un guardia civil (“¿Y cómo
andamos de religión?”), responde con malicia: “Pues bastante medianamente”. Pero
hay, además, en usted la admiración del narrador, del Baroja inagotable, aquel
que supo captar como nadie el espíritu ruinoso de la universidad española en
El árbol de la
ciencia, una institución cuyo mal aún
llegaría a agravarse más.
Cuando
llegué a Madrid
en el 40, uno de mis objetivos era conocer a Baroja. Pasaba por encima de su
indisciplina mental (tan alejado de Ortega en ese respecto) para quedarme con su
libertad para pensar y decir. Y para escribir. Baroja es ante todo un narrador
nato, desde Vidas sombrías, a sus
veintiocho años. Sus novelas de Madrid – como luego la de Córdoba – fueron como
“guías” Y la Universidad: los pocos maestros que quedaron, silenciados, muertos
de miedo, sin que se les notara un gesto que pudiera significar rechazo de lo
que veían. Y entró una caterva de ineptos y desvergonzados sobre la que aun
queda mucho que decir.
El recuerdo y el olvido, los recuerdos encubridores y los recuerdos creadores. ¿Freud o Barlett?
No
comprendo
bien el sentido de esta alternativa. Le voy a contestar a una pregunta que no me
hace, la de si debe hablarse en algún caso de olvido creador. Y me respondo que
sí, porque hay experiencias que o se olvidan o bloquean todo posible desarrollo
en cualquiera que sea la dirección. Son olvidos útiles para la economía del
sujeto.
Hablando precisamente de olvidos, una de las cuestiones que últimamente se vienen planteando, probablemente en términos equivocados, es si la democracia española se funda en la memoria; si se funda en la reminiscencia de lo pasado o en el olvido del franquismo. Para ello, para evaluar políticamente la España reciente, llegan a emplearse términos y metáforas que incluso proceden de la psicopatología. Algunos hablan exageradamente de amnesia. Santos Juliá corregía este tópico diciendo que la transición se hizo no olvidando sino echando al olvido, que es algo bien distinto. ¿Es cierto que podemos hablar de olvido o es ésta un autoinculpación en la que se incurre por abuso o ignorancia?
Estoy
con Santos Juliá.
En la transición se hizo una estrategia de als ob, es decir, del como si. Como cuando de niños, después
de una reyerta, decíamos: “Echemos pelillos a la mar”. Era una calculada
negación de los 40 años de franquismo. Lo peor de todo es que permitió que
negasen su franquismo (explícito o tácito y cómplice) la mayoría de los que por
convicción o por vileza lo fueron todo el tiempo. Eso ha dado paso a una forma
de cinismo. Y es grave, porque la sociedad española requiere, después de esos
cuarenta años precisamente, de una cura moral, de que la decencia – sin
proclamarse: la decencia no se dice, se practica – sea de nuevo el supremo valor
en toda clase de relación (personal, social, política,
profesional)
Con
Pretérito
imperfecto hablamos de memorias, de una
memoria personal, de una perspectiva de lo que fue un pasado común y que a un yo
le tocó vivir. Por licencia del lenguaje –y desde Maurice Halbawchs-- se ha
impuesto la expresión “memoria colectiva”, una voz equívoca que traslada
metafóricamente a la sociedad lo que es una función estrictamente individual. Se
suele hablar en estos términos para dar cemento a una identidad y con ello
propiamente se abusa –como decía Todorov— de la memoria. ¿Qué empleo podemos
consentirnos de esa expresión?
Eso
de “memoria colectiva”
es un abuso de lenguaje, como lo fue aquello de “psicología de las masas”, que
llevó a disparates como “el alma del pueblo” y cosas así. Tuvo que venir la
psicología de grupo para acabar con aquellos galimatías. Preferiría “historia
común”, porque si se nos despoja de lo que hay de personal en nuestra biografía,
nos convertimos en entes históricos, en los que lo personal ha de ser marginado
a favor de lo colectivo.
Queda
todo eso.
Hay secuelas, lo que usted llama, metafóricamente, herencia. Hay memoria
personal, para muchos indestructible. Y hay esos vestigios que a mí me producen
un malestar insoportable: me revelan de qué manera esos años de historia de
España de crueldad, mediocridad e inmoralidad pueden seguir siéndonos impuestos
como “memorables”. Pasear por Burgos, Cantabria (Santander, Comillas) me hiere
ante esos vestigios de que usted habla.
Psicoanálisis
y marxismo, hoy. ¿Qué queda del
freudomarxismo?
En
nuestra cultura
se hace ya psicoanálisis y se hace marxismo sin saberlo. Del freudismo quedan
muchas cosas en muchos espacios: en el psicológico, en el cultural. El
inconsciente, la represión, el concepto de proyección, de racionalización junto
a los restantes dinamismos de defensa, los dinamismos del duelo y de la culpa.
La psicología general va asumiéndolos. Yo lo intenté en el vol. I de Introducción a la Psiquiatría. Del marxismo queda lo que en él se
contiene de antropología o de sociología general y de concepción cuando menos de
un determinante mayúsculo del acontecer histórico: lo económico. Es algo
consabido; por tanto, ya no hay ni que citar su fuente: pero ahí está el
marxismo.
Me
gusta eso que me dice,
que es algo hegeliano. ¿Recuerda que Hegel (a quien por lo demás no tengo
demasiada simpatía) decía que para la reflexión filosófica se requería la pasión
fría? Bueno, a mí el conocimiento me apasiona. Me intereso por mucho de lo que
desgraciadamente no puedo saber mucho y me gustaría saber más. Pero de ninguna
manera pienso en algo así como la Ciencia Unificada de los del Círculo de Viena
de los años 20. Mi epistemología es de niveles (los tipos lógicos), a lo Russell
y Carnap, por un lado, y por otro de sistemas, a lo Bertalanffy... La
literatura: para mí es conocimiento (si me divierte, tanto mejor): la literatura
nos ofrece la posibilidad de vivir (mediante los procesos de
identificación/proyección) experiencias que no nos son dables vivir en la
realidad empírica.
Si;
creo que lleva razón.
Mi experiencia está en mi consulta, y en la reflexión y la lectura. Pero soy un
absoluto convencido de la fecundidad del diálogo. Si el hombre es el que es
mediante la interrelación con los demás, lo es también en la esfera misma del
pensamiento creador. Todo saber debe, tiene que hacerse
comunitario.
Pero esa
dimensión comunitaria es también un leguaje compartido. Las voces que emplea un
psiquiatra, por ejemplo, no son sencillas para un profano y las ciencias
auxiliares de que usted se sirve complican aún más el discurso analítico. En
primer lugar, por la propia complejidad de lo tratado (las psicosis, las
neurosis, el delirio, etcétera), pero, en segundo lugar, por inclinarse al acto
verbal creativo, al neologismo, y a la condensación gráfica, a la abreviatura y
a la fórmula. ¿Es propio de su quehacer o son hábitos expresivos que comparte
con otros colegas?
Cada
disciplina tiene su lenguaje
y ha de aprenderse. No le puedo pedir a un matemático que no me emplee fórmulas
cuando se dirige a mí. La ciencia, decía Condillac, es un lenguaje bien hecho.
En este sentido, yo no abdico del léxico de mi disciplina, porque sería un
insulto a la inteligencia del presunto lector. Pero, además, se puede y se debe usar del lenguaje de otra ciencia si resulta útil
para la nuestra. Le voy a poner un ejemplo: en Teoría de los sentimientos uso de un
algoritmo para formular la relación Sujeto/Realidad, tanto desde el punto de
vista cognitivo cuanto emocional (lo emocional como functor, como modalizador). Esa fórmula me es útil
porque me permite localizar el punto desde el cual se produce la alteración del
sentido de realidad (en lo cognitivo, en lo emocional, por fuera del sujeto).
Recibí una carta de un físico teórico en donde me decía que esa fórmula era
idéntica a la que ellos usaban para esquematizar la relación de una partícula
con su entorno.
Para acabar, vuelvo al principio y
regreso al final. La guerra civil y el franquismo trastornaron el pequeño mundo
de un muchacho que estaba por crecer y seccionaron una España culta obligándole
a respirar el aire pútrido y remansado de la dictadura. Vivir en democracia es
una felicidad, pero el 11 de septiembre y las amenazas terroristas y las
incertidumbres bélicas son nuestro escenario.
Han
pasado casi 30 años
de la muerte del dictador. Aun me parece un sueño feliz que gocemos de libertad.
En las primeras etapas soñé de verdad con la nueva situación de la que
gozábamos. La dictadura fue un mal y prolongado sueño en el sentido literal del
vocablo: por eso resulta muy difícil que alcancen a comprenderla las muchas
generaciones que no la vivieron. Hasta el punto de que muchos exclaman: “¡pero
no puede ser verdad eso que dice!” Fue verdad. Con la democracia el hombre se
puede permitir no ser vil sin que le pase nada; en la dictadura, la dignidad es
un riesgo... Lo del 11 de septiembre es otra cosa distinta, muy distinta, como
lo es un terremoto: devuelve a cada existente la condición incierta de la vida
humana hasta sumirlo en el pánico.