CRIMINAL Y CABALLERO
Justo Serna
(Publicado en Claves de razón
práctica, núm. 144/145, julio-agosto de 2004)
A
propósito de Javier Marías, Harán de mí un criminal. Madrid, Alfaguara,
2003.
Los malos modos, la rudeza, la
violencia vandálica, el desplante chulesco, el insulto proferido a voces, el
habla ordinaria y jactanciosamente inculta, la falta de delicadeza, el grito
soez, beodo y afónico, la conducta retadora, ruidosa. Siglos de humanidad y de
cultivo de las bellas artes, milenios de educación y de formación, nos han
mejorado y han permitido que puliéramos las partes más antipáticas de nuestro
comportamiento. La instrucción pública ha hecho mucho por nosotros, desde
luego, porque además del saber los maestros nos han transmitido buenos modales,
respeto y mansedumbre, cortesía y deferencia, escucha y atención, silencio y
lentitud, virtudes que también aprendimos de nuestros señores padres. Esos
hábitos eran un modo de adaptarse a lo que la vida misma nos enseñaba, esto es,
a la frustración de los sueños urgentes y quimeras con que fantaseábamos. Si te
han educado en la mansedumbre y en la demora necesaria --si te han instruido en
el esfuerzo y en la lentitud--, el ruido, el vértigo y la velocidad son
agresión, exceso y temeridad. La vida acelerada de hoy, sin embargo, parece dar
un rotundo mentís a esas virtudes: como nos servimos de todo tipo de prótesis
amplificadoras, como nos hemos adentrado en un espacio sin límites ni
distancias, como la publicidad nos hace creer en un mundo simultáneo e
inmediato, en un mundo en el que la urgencia es su cualidad, para muchos no
parece haber ya horma que los frene, y el silencio y la reflexión se ven como
cosas de viejos, taras de ancianos.
Los ordenadores nos hacen navegar a
toda pastilla por la Red, a velocidad de vértigo: toleramos mal los plazos de
espera. Los teléfonos móviles nos hacen sortear obstáculos y distancias, y ya
no parece haber espacio remoto ni mundo aparte al que retirarse. Los vehículos,
esos cacharros de grandes cilindradas que pilotamos con vértigo placentero, nos
trasladan sin freno y sin límite, y hasta el espacio más recóndito o abrupto
puede ser escalado por poderosos todoterrenos. La velocidad, la tiranía
del tiempo real, insiste Paul Virilio, es el signo de nuestra época y es el
rasgo que se marca indeleble en nuestra piel, en el mundo de ahí fuera y en los
confines del ciberespacio. ¿Y por qué llama tiranía al vértigo de la velocidad?
Porque el tiempo real, la creencia de que es posible hacerlo y lograrlo todo a
la vez, aminora la reflexión en beneficio del reflejo, del puro automatismo, de
la ilusión sin freno. Reflexionar es cosa de hombres, de seres humanos, y el
tiempo real sólo es cualidad de Dios. Nos recordaba el propio Virilio que los
atributos de lo divino son la ubicuidad, la instantaneidad y la inmediatez, es
decir, la visión total y el poder absoluto. Dios no reflexiona, no calcula, no
se abisma melancólico en sus dudas, no se demora, no se interroga, lo es todo a
un tiempo y no tolera el retraso o la distancia.
Si hablamos de velocidad y de
omnipotencia, si hablamos de malos modos y de ruido, no estaría de más que
observáramos cómo han cambiado ciertos hábitos circulatorios y civiles en
nuestras ciudades, sobre todo en las noches del fin de semana, cuando comienza
el botellón maratoniano. Cualquiera de nosotros habrá sido testigo frecuente de
esa aceleración, de cómo se han impuesto el estruendo continuo y desconsiderado
y el frenesí ciclomotor, hasta el punto de que las prisas injustificadas han
acabado por adueñarse de las calles a ciertas horas: muchos de los que pilotan
motos y otras máquinas de mayores dimensiones con estrépito musical viven el
ímpetu de la velocidad, acelerados tal vez por estimulantes varios o por el
desenfreno del espíritu. Por ejemplo, tomemos una calle de cierta ciudad un
sábado por la noche, aunque no sólo ese día: hay adolescentes o jovencitos que
cuando llegan a un semáforo, cuando deben detener su moto porque les impide el
tránsito un disco rojo, la norma común y compartida, el código implícito de
circulación, es el non stop; es petardear y mantener el equilibrio sin
parar el vehículo, hacer piruetas y cabriolas junto al paso de cebra, evitando
depositar los pies en el suelo, acción que se vive como la derrota del
motociclista. Los más aventurados, los más temerarios, los que se creen como
dioses siendo sólo los diablos de la calzada, aún se atreven a más y la
ejecución de su número va en aumento: siguen o irrumpen, sin que el semáforo
les dé paso, y aceleran con rugido de neumáticos, cabalgando su máquina como si
de un potro se tratara, amenazando la vida de los viandantes y de otros
conductores que por edad o por juicio aún se paran ante un disco en rojo, dando
aullidos fieros, prebabélicos, bramando con placer de insensatos ante la mirada
atónita de ancianos, niños y mujeres, principalmente. Porque, en efecto, ese
nuevo hábito, ese certamen preferiblemente nocturno al que concurren algunos
pilotos avenados, suele ser masculino y reproduce de otro modo la vieja
violencia varonil, la antigua manera de hacer ostentación de los atributos
viriles. Con esa carrera indómita a la que no parece o no sabe detener la
autoridad municipal se pone en peligro a los vecinos de calzada y a los
peatones, pero, además de esta amenaza, esa exhibición jactanciosa de
hombrecitos hace revivir lo peor del vandalismo y del ruido, ahora
multiplicados por la máquina. Las motocicletas ruidosas y pilotadas
agresivamente, que tanto menudean en verano y en fin de semana, son el arma de
los nuevos conquistadores y, en muchos casos, multiplican su fuerza bruta, la
casualidad nacida de la debilidad de los otros, de los peatones o de los
conductores civilizados.
El rugido bestial de la máquina, la
velocidad, la amenaza ciudadana, en fin, son la derrota de la buena educación,
de la urbanidad y del civismo. A veces creo que la vida urbana de hoy se
asemeja a un infierno de decibelios y de malos modos. Hablar despacio, aceptar
la demora, ceder el paso, tratar con mansedumbre, etcétera, son artificios que
no tienen nada de naturales. Son, por el contrario, el resultado milagroso y
sutil de un proceso de secularización, de sofisticación, de civilización
milenaria que instituyó el respeto de las buenas costumbres y que reprimió o
contuvo en nosotros a la fiera que llevamos alojada en nuestro interior. Y ya
que hablamos de velocidad, ya que hablamos de freno, estos artificios son, en
fin, una brida necesaria, un modo imprescindible de distanciarnos de la
Naturaleza, esa amenaza, e incluso del Dios veterotestamentario, ese Dios
tonante, tiránico, irritable, que alzaba siempre la voz y que exigía
permanentes sacrificios; son formas históricas en las que se condensan la
dulzura de vivir y miles de años de refinamiento humano, formas eficaces y
civiles de tratarse y de tratarnos, de comunicarnos y hacernos mutuamente
accesibles en la polis, maneras de obrar que se dan en el mundo sublunar y que
son cultura, paz social y cortesía.
De estas virtudes, pero también de su
contrario, habla Javier Marías en su último libro, Harán de mí un criminal
(2003). Se trata de un volumen que recoge los textos publicados El Semanal
a comienzos del nuevo milenio y que se añade a los otros que, con idéntica
procedencia, habían ido apareciendo anteriormente en Alfaguara: Mano de
sombra (1997), Seré amado cuando falte (1999) y A veces un
caballero (2001). La colaboración en esa revista cesó con motivo de la
censura a que fue sometido uno de sus artículos, una saludable pieza
librepensadora y anticlerical. Se trataba de un texto en el que el autor
arremetía contra la influencia, contra el poder de la Iglesia católica, y lo
hacía en colusión con su vecino de El Semanal, Arturo Pérez-Reverte.
Frente al Javier Marías jocoso, el analista con guasa, bien presente en
volúmenes anteriores, predomina aquí el escritor más sombrío, más dolido, con
un malhumor habitualmente justificado, con un agravio cada vez más escéptico,
el de un observador que reprende y que amonesta por la dejación o por las
distintas corrupciones a que tantos se abandonan. Leemos la misma prosa recia,
el español robusto y sofisticado a que nos tiene acostumbrados, pero da
lanzadas y reparte denuestos en mayor número. La insistencia con la que vuelve
a sus denuncias puede interpretarse de dos modos. Por un lado, documenta un
fracaso, dado que su voz no corrige ni endereza ni enmienda los malos modos, la
desconsideración, el tono faltón, el colectivismo agresivo de sus
contemporáneos. Por otro, sin
embargo, su misma reiteración prueba
que Marías está en plena forma: escribe y cobra por ello, por supuesto, pero no
se decepciona y da la lata con obstinación, con la esperanza de que las cosas
cambien.
Su autor confiesa no tener ordenador,
ni teléfono móvil, ni coche ni ninguno de esos adminículos o medios de la vida
actual que nos aceleran o envalentonan. Dicho así, Marías parece un tipo
contrario a la modernidad. ¿Es un misántropo al que le gusta vivir en un tiempo
que no es el suyo, huido a un pasado excéntrico, arbitrario? ¿Odia ferozmente
el progreso, el éter, la luz eléctrica o el motor de explosión? Antes al
contrario, Marías admite que la civilización tiene una vertiente material y que no es sensato
renunciar a los adelantos y a las mejoras que nos dan desahogo y que abrevian
las operaciones más rutinarias de la vida. Pero civilizarse de verdad entraña
un refinamiento moral, unas restricciones que regulen la relación de los
humanos, esa hipocresía necesaria y sofisticada: una intimidad y un cobijo
individual que garanticen la supervivencia de cada uno. Por eso, podríamos
citar a Joseph Conrad –tan amado por Marías-- cuando denunciaba la fuerza
bruta. “Pero aquellos jóvenes en realidad no tenían
demasiado en que apoyarse (...). Eran conquistadores, y eso lo único que
requiere es fuerza bruta”, insistía Conrad: “nada de lo que pueda uno
vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad
nacida de la debilidad de los otros”. La restricción moral, la ley, la
democracia y, paradójicamente, el individualismo son la garantía del débil.
Creo que Marías lo indica en cada uno de sus artículos. Trataré de demostrarlo.
Pese a lo que pueda parecer, pese al
aparente individualismo del que estaríamos aquejados los occidentales, lo
cierto es que el individuo y su elogio tienen muy mala prensa entre nosotros.
Si alguien se atreve con audacia, con temeridad incluso, a profesarse como tal,
y ése es el caso de Marías, no se le tomará demasiado en serio y se le tratará
como un egoísta contumaz, como un tipo insolidario y algo lunático que se
empeña rabiosamente en lo propio al carecer de un sentido de lo ajeno. Por eso
no acaba de entenderse por qué es tan frecuente la crítica edificante y severa
de clérigos, moralistas, preceptores, teólogos y líderes de opinión, que
vigilarían con celo y denuedo cualquier propensión de las gentes a reconocerse
y a aceptarse como individuos. La tendencia habitual es justamente la
contraria, como ya advirtiera Alexis de Tocqueville: la tendencia –según anotó
en La democracia en América-- es a emboscarse tras la masa, a abdicar de
la condición de individuo distinto, irrepetible, para adentrarse en “una enorme
masa de hombres semejantes o iguales que incansablemente giran sobre sí mismos
con objeto de procurarse los pequeños placeres vulgares con que llenar sus
almas”. Aceptarse como individuo es costoso y es un empeño que exige esfuerzo,
dedicación, laboriosidad, sabiendo, además, lo incierto de esa tarea y la
frustración inevitable, la derrota final, de esa pequeña obra de arte que puede
ser cada uno de nosotros, de ese artificio tan pacientemente alcanzado.
No pretendo polemizar con esos clérigos
y esos moralistas de los que antes hacía mención, ni enmendar su vaticinio
triste y frecuente sobre la naturaleza humana. Para eso, ya contamos con un
incansable Marías, que afirma una y otra vez la necesidad de individuos vigorosos,
de individuos que se reconozcan como tales, para que la democracia funcione
realmente, una democracia bien constituida. Por eso, aboga por individuos
distintos, orgullosamente distintos, sabedores y celosos guardianes de sí
mismos, de su contingencia, de su escasez, conscientes de ese infortunio
definitivo que es la muerte, de esa promesa y dicha que es su libertad. La
defensa de la esfera pública suele hacerse entre nosotros invocando el
altruismo o el desinterés personal, como esa renuncia que permitiría la vida en
común. Contra esa idea errónea combate un amigo muy querido de Javier Marías:
Fernando Savater. Creo, con ambos, que es un error estratégico el argumento
altruista, puesto que la defensa de lo público habría que emprenderse urgiendo
a los individuos a satisfacer su amor propio, el propio interés de cada uno,
que es en primer lugar el de sobrevivir, el de mantenerse, el de perseverar. Es
allí, en lo público, en donde se afirma la garantía de ese individuo privado,
particular e irrepetible que es cada uno de nosotros.
Estas ideas, que deberían ser expresión
archisabida, tienen poco que ver con algunas de las supersticiones de nuestro
tiempo, en especial con la idea de que el colectivismo sería la única forma
posible del sistema democrático: hay, en efecto, un tópico muy extendido que
sostiene que para que perviva la democracia los individuos deberían ir haciendo
renuncia de sí mismos. Creo que es todo lo contrario, que el colectivismo nos
sume en la irresponsabilidad de lo que es aparentemente gratuito, de lo que es
común y obligatorio, de lo que no tiene dueño, y en un cierto fatalismo de lo
anónimo, de la masa, a la que invocamos, en la que nos sumergimos y de la que
esperamos cobijo. Una y otra vez, Javier Marías denuncia esa actitud, esa
indolencia finalmente culpable. Necesitamos, insiste el autor, individuos
vigorosos, empeñados en hacer de sí mismos algo diferente, incluso
contradictorio con las expectativas que sobre ellos se han volcado, con ese
placer que da la mezcla de esfuerzo y logro, empeñados en labrarse, convencidos
de que la existencia es finitud, de que no tienen recambio y de que en ello
precisamente, en su disfrute maduro, templado, paciente, les va la vida;
necesitamos individuos –apostillaríamos con
Marías— que sean conscientes de que pueden muy poco, de que su
existencia es frágil, pero a la que aspiran y merecen dotándose de garantías.
La democracia es nuestra garantía, ese
artificio al que hemos llegado después de un periplo milenario y que nos
permite aspirar no a ser, que es mero azar, casualidad, sino a hacernos a
nosotros mismos, aquello que nos da el marco al que acogernos para que la vida
no sea pura chiripa, desdicha, infortunio o instinto. Invocar la ley, la regla,
la norma, no es tarea ordenancista de aburridos burgueses o de caballeros desnortados,
es empresa de libertad, es una iniciativa por la que vale la pena batirse con
bravura: la garantía de que cada uno de esos individuos no será aplastado por
la arrogancia de los fuertes, por la estricta arbitrariedad y por la
desconsideración. No se trata de multiplicar las leyes, de legislar sobre todo,
de invadir minuciosamente todas las esferas de la vida. De lo que se trata es
de tomarse en serio que la ley sea el principio general que nos asiste, la
defensa de la vida efímera, que es la nuestra. Por eso son tan importantes los
procedimientos, esa sofisticación en la que insiste Javier Marías. Por eso, la
esfera pública democrática no es, no puede ser, la suma de los iguales, sino el
foro de los diversos, de los disidentes, el lugar al que acceden, al que
deberían y podrían acceder los que disienten.
De ahí que no haya especie más detestada por el autor que la de los
políticos ordenancistas, la de los demagogos y meapilas que dicen contentar a
la masa y se avienen al dictado clerical.
Una democracia vigorosa no es aquella
que se erige sobre esa “enorme masa de hombres semejantes o iguales que
incansablemente giran sobre sí mismos”, que denunciara Tocqueville, sino sobre
individuos distintos, orgullosa, celosamente distintos. Por eso, en la defensa
de la democracia nos va la vida, pues la compra de favores, la financiación
ilícita, el concurso amañado, la granjería, las amenazas o la promesa
clientelar, el consentimiento ante los abusos, los malos modos y cualquier otra
violencia ejercida para urdir consensos degradan los procedimientos a mera
ficción y nos amenazan a cada uno de nosotros. Tal vez todo lo anterior resulte
una trivialidad, incluso una verdad largo tiempo sabida. Pero también es
posible que esa cosa sabida necesite ser recordada con la inocencia de la
primera vez y con regularidad, con vehemencia, al modo de Marías, para que los
individuos confortablemente instalados en este sistema que los asiste, que los
garantiza, que los ensancha, no se lo tomen como gracia, como atributo natural.
No lo olviden: hubo un tiempo, no tan lejano, en que nada era así, en que los
vínculos irrevocables nos negaban como individuos y en que la adhesión a la
Iglesia o a la comunidad a la que naturalmente perteneceríamos era la materia
misma de la que estaba hecha la vida, el infierno de las determinaciones y de
la fatalidad. Contra esto, contra la fatalidad, se alza Javier Marías y,
probablemente por eso, los brutos harán de él un criminal.
Conrad,
Joseph, El corazón de las tinieblas.
Barcelona, Lumen, 1999.
Marías, Javier, Mano de sombra. Madrid, Alfaguara,
1997.
-- Seré amado cuando falte. Madrid, Alfaguara, 1999.
-- A veces un caballero. Madrid,
Alfaguara, 2001.
-- Harán de mí un criminal. Madrid,
Alfaguara, 2003.
Savater, Fernando, Ética como amor propio. Madrid, Mondadori, 1988.
Tocqueville, Alexis de, La democracia en América. Madrid,
Alianza ed., 1999.
Virilio,
Paul, El cibermundo. La política de lo
peor. Madrid, Cátedra, 1997.