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                                           El Espíritu Nacional

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

 

                                                                                                        

 

Levante-EMV, 20 de julio de 2007

 

 

            No hay que hacer mucho esfuerzo para recordar el adoctrinamiento escolar al que fuimos sometidos bajo el franquismo. Pero hemos de poner más empeño para transmitirlo a los jóvenes. Pienso, por ejemplo, en una asignatura del bachiller rotulada como Formación del Espíritu Nacional (FEN). Los responsables del adiestramiento pensaban que dicha operación tendría éxito y que, por tanto, seríamos intoxicados por aquella ideología tan viril. En dicha asignatura, el profesor de turno –siempre un falangista valeroso— se esforzaba enseñándonos las Leyes Fundamentales del Reino. No era una Constitución lo que nos regía ni lo que aprendíamos, por supuesto. Tampoco era exactamente una Carta Otorgada. Era, por el contrario, una especie de Recopilación anacrónica, al modo de los repertorios preliberales, ahora con toques orgánicos y corporativistas.

 

            De aquella asignatura, lo que más nos interesaba no era su contenido, sino el sonsonete histórico con que nos anestesiaban. Podías simular estar despierto, pero el bla-bla-bla, ese sermón que iba y venía, te sumía en el estupor del sueño. De vez en cuando despertabas, sin embargo. Era cuando el instructor elevaba la voz dejándose llevar por el entusiasmo de la Historia,  un enardecimiento que le hacía remontarse a varios siglos atrás, cuando España era un Imperio enérgico y viril y cuando el mundo estaba a nuestros pies. Le notabas exaltado, con un cierto arrebato, hasta el punto de sonrojarse de dicha o de rabia, no sé.

 

            Charlaba del pasado en primera persona del plural, trasladándose propiamente a otro tiempo. No es que tuviera dotes para la dramatización: es que simplemente hablaba con entusiasmo y con sufrimiento de la invasión napoleónica o de Viriato o de los Reyes Católicos. Era un vaivén cronológico con el que nos mostraba el vigor varonil o la extenuación muelle de la patria. Si se pronunciaba empleando la primera persona del plural era porque cualquier herida infligida a un antepasado remotísimo era un ultraje cometido contra la Nación de hoy y de siempre. No había olvido posible y, tras largos siglos de decadencia imperial, nuestro profesor aún se dolía con rencor y con desdén del maltrato que ciertos soberanos (Austrias y Borbones) nos habían causado.

 

            Pero, más que un vaivén cronológico, el relato con el que aquel instructor franquista esperaba endurecernos, la narración con la que nos sotaneaba, era propiamente una huida paradójica: desde un presente de declinación que se aborrecía y que se agravaba.  Aquellas clases de historia eran un ahogo, la negación del hoy: nos hipotecaban con el fardo de lo heredado, de lo monumental y de lo anticuario. Eran las suyas, en efecto, una muestra grotesca de lo que Nietzsche llamaba historia monumental. Quienes la practicaban –en especial, los celosos guardianes de la Nación— siempre estaban dispuestos a arruinar nuestro disfrute a partir de un pasado glorioso de pertenencias irrevocables. O mejor aún: era un ejercicio de historia melancólica. Como advirtiera Freud, la melancolía no es la nostalgia: ésta es siempre el dolor por una pérdida real, el duelo que alguien experimenta al recordar un objeto material o personal desaparecido. En cambio, la melancolía es la dolencia que ocasiona la pérdida de algo no poseído. Es, por tanto, un padecimiento imaginario, un malestar sin etiología real.  

 

            Resulta grotesco comparar una asignatura actual, Educación para la ciudadanía, con aquella Formación del Espíritu Nacional. Así lo han hecho, sin embargo, comentaristas extremadamente conservadores y confesionales que entonces, bajo el franquismo, enmudecían. Cualquier estudio serio que hoy podamos leer sobre la ciudadanía pone el acento en la escuela, en el civismo que se transmite con el ejemplo y con la enseñanza: son valores de lealtad al régimen constitucional, de obediencia a la ley, de tolerancia ante las diferencias étnicas. Pero son también virtudes cívicas, características del ciudadano activo, participativo y deliberativo. He leído los Reales Decretos que establecen los contenidos para primaria y secundaria de Educación para la ciudadanía y la verdad es que no veo por ningún lado ese catecismo del buen socialista que algunos denuncian. Lo que les pediría a nuestros antiguos bachilleres es que releyeran los contenidos de sus viejos libros de FEN, si es que aún los conservan... Verán qué pesadilla: creerán regresar a ese pasado marcial de correajes, de charreteras y de héroes cristianísimos partidarios del corporativismo y de la “democracia orgánica”. Una alucinación: aún oigo la voz atiplada de aquel falangista animoso...