El Papa catódico

                                                     Análisis de una agonía mediática

                                                                                             Justo Serna

 

Esta serie de artículos sobre la agonía de Juan Pablo II aparecieron en 2005 en Los archivos de Justo Serna   

                                                                                                                                              

 El rostro del Papa

            Cuando nos miramos ante el espejo con el fin de apreciar nuestro estado, nos exploramos, nos escrutamos, adoptamos una pose que nos favorezca o incluso forzamos gestos que siendo ajenos nos mejoren. Frente al espejo probamos guiños y estilos que, de ser aprobados, luego nos servirán en público. Por eso el reflejo es forjador de la identidad de cada uno y ante él recordamos lo que éramos y creemos seguir siendo, sea éste una efigie especular o un retrato. Decía Jorge Semprún al principio de La escritura o la vida que una de las peores vejaciones que soportó en el campo de concentración de Buchenwald, en donde estuvo preso meses y meses, fue la falta de un espejo en el que examinar su aspecto. Cuando carecemos de fotografías propias o cuando no podemos ni siquiera atisbar nuestra propia imagen, el recuerdo tiende a desvanecerse y es entonces cuando la identidad quebradiza del yo se fractura verdaderamente al no poder reconocernos.
     “El ojo que tú ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”, decía Antonio Machado en un célebre poema. Son los ojos propios o ajenos los que al ejercer su función, al mirarnos, confirman nuestra apariencia y refuerzan los rasgos esenciales, los atributos físicos predominantes. Precisamente porque podemos vernos y vigilar nuestro aspecto es por lo que, como se ha repetido mil veces, a partir de los cuarenta años, cuando se ha alcanzado la madurez, uno acaba siendo dueño y responsable de su cara. Es la retina la que nos recrea y nos identifica a partir de ciertos vestigios externos. A mirar aprendemos y al mirar nos servimos de la experiencia previa, unos recuerdos visuales propios o heredados que clasifican, que tipifican. En fin, cosas sabidas, pero cosas que volví a recordar entonces, en aquellas últimas semanas de vida, cuando vi al Papa en televisión, vencido por el Parkinson, humillada su cerviz, asomándose ante los fieles en San Pedro, con un hilo de voz, con el timbre ya quebrado, musitando palabras inaudibles.
     En el pasado, los monarcas y los pontífices tenían serías dificultades para hacer llegar su imagen a los súbditos y a los creyentes. Siempre que tropiezo con este asunto, me gusta recordar lo que detallaba Peter Burke en un excelente libro de historia cultural que dedicara a Luis XIV: su corte áulica dispuso y organizó una vasta gama o repertorio de soportes o recursos técnicos y artísticos para poder difundir torpemente la efigie del rey. En un momento histórico en que los medios de difusión de las imágenes eran tan precarios, incluso el poder temporal de los Papas se veía mermado por falta de conocimiento. Los creyentes no sabían cuál era el aspecto de sus pontífices. En el siglo XIX, los reyes pudieron llegar mejor a sus súbditos, pues a partir del Ochocientos contaron con el retrato fotográfico para hacerse ver y reconocer. Los monarcas europeos, en efecto, aceptaron entonces retratarse con el nuevo medio, porque la fotografía no se concebía como un arte vulgar, sino como un recurso que permitía transmitir también la efigie distinguida y la calidad del cliente. Y ello a pesar de las condenas o de las prevenciones de los clérigos ante esa imagen congelada del retratado. Como señalaba Walter Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía, no era extraño ver en la prensa artículos inspirados por la Iglesia en los que se deploraba el diabólico arte francés, justamente por lo que tenía de audacia humana frente a Dios. Si el hombre había sido creado a imagen del Supremo, reproducir su efigie auxiliado por medios técnicos era poco menos que una arrogancia culpable. Sin embargo, los soberanos europeos se valieron de ellos precisamente para difundir su rostro. No se trata de que transmitieran una imagen accesible o abierta, sino todo lo contrario: la efigie que se difundió seguía siendo regia, distante, rodeada de magnificencia.
     Ahora, con la fotografía que se quiere espontánea y con televisión que se quiere instantánea, los reyes y los príncipes y los políticos y los Papas, ya ven, multiplican su imagen, la duplican, se hacen ver aquí y allá, en las grandes celebraciones, en los platós y en el tablado de un mitin, en los balcones o en el interior, solos o en compañía de otros, pero ofreciendo siempre de sí mismos un cuadro de proximidad, de relajada simpatía o de afabilidad. Subrayan así con elementos enfáticamente campechanos su condición, su apostura o su aplomo sin recaer en el hieratismo icónico, en la efigie majestuosa, lo peor que les puede ocurrir, y se postulan afectando un aspecto saludable. Se evita, pues, dar una imagen deteriorada y más aún cuando esa efigie denota ya la decrepitud, el azote odioso de la naturaleza, el menoscabo que la enfermedad nos ocasiona.
     Aunque carezca de todo interés para quien me lea, diré, sin embargo, que soy ateo, no agnóstico o cosas así, sino expresamente ateo. Renuncié a Dios y a sus pompas hace ya treinta y tantos años. O sea que no soy un advenedizo y tengo plaza reservada, supongo, en el infierno que aguarda a quienes nos alejamos con arrogancia humana de la divinidad, de la gracia esperada. Soy incluso anticlerical, aunque sin aspavientos porque, como me gusta repetir con Josep Pla, el Pla de las Notas dispersas, las especulaciones de un ateo se tomarán siempre como irreparablemente ofensivas por los creyentes y, por eso, convendrá expresarlas con talante humilde y una considerable modestia, pues si uno pretende que lo acepten en sociedad a pesar de sus ideas chocantes y anticonvencionales, le convendrá adoptar un aire apacible y resignado. Pues bien, con talante humilde y con considerable modestia, con un aire apacible y resignado, aún me pregunto: ¿quién fue el responsable de que el Papa siguiera mostrándose ante las cámaras, siguiera balbuciendo un leve susurro que resultaba penoso oír en una persona tan enferma, tan malograda?

     

              El Papa contra Descartes
 
             Días después de esas imágenes, en plena Semana Santa de 2005, mientras descansaba del ajetreo cotidiano, me embarqué en lo que los antiguos llamarían una lectura edificante. Me refiero a Memoria e identidad, de Juan Pablo II. Memoria e identidad es un libro en el que se exponen en forma de diálogo las tesis principales del Papa fallecido. Lejos de reconciliarme con una figura decisiva en la política de nuestro tiempo, dicho volumen me distanció aún más de sus ideas. Lamento ser incorrecto, pero creo obrar con justicia al hacer este breve escrutinio.
     Es desolador que Juan Pablo II sostenga nociones históricas tan equivocadas en dicho volumen; es triste que quien ha tenido tanta influencia práctica en el curso de Europa, ayudando al desplome del sovietismo, tenga unas ideas tan ultramontanas; es lamentable que quien luchó por la libertad del catolicismo en Polonia crea, en fin, que el rumbo de Occidente comenzó a perderse con el cartesianismo, con el cógito cartesiano, con el "pienso luego existo". Al racionalismo que se esfuerza en pensarse sin Dios, al hombre rebelde que se aúpa hasta su trono, le achacaba el Papa el espanto del siglo XX, las “ideologías del mal”, y ese reproche me hacía recordar algunas palabras del capítulo del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov.
     Escribe Dostoievski: “hay tres fuerzas, en la tierra, únicamente tres fuerzas que pueden vencer y cautivar por los siglos de los siglos la conciencia de estos canijos rebeldes, por su propia felicidad, y estas fuerzas son: el milagro, el misterio y la autoridad (...). Los hombres son como niños que se han amotinado en clase y han echado al maestro. Pero también se acabará el alborozo de los niños, y les costará caro. Demolerán los templos e inundarán de sangre la tierra. Mas, al fin, esos estúpidos niños se darán cuenta de que, aunque rebeldes, tienen pocas fuerzas, y son incapaces de resistir su propia sublevación”.
     La interpretación histórica de Juan Pablo II es decididamente reaccionaria y me recordaba también a la de Joseph de Maistre a finales del siglo XVIII, aquel inteligentísimo retrógrado, aquel adversario acérrimo de la Ilustración que, muchos años después, aún provocaba el interés de Emil Cioran o de Isaiah Berlin. ¿Y por qué me la evoca? El Papa, como Maistre, experimenta una gran añoranza del mundo medieval, un tiempo en que los creyentes vivían su fe "con su universalismo cristiano”, una “fe simple, fuerte y profunda”, sin dudas, sin incertidumbres, añade Juan Pablo II. Eran aquéllos unos viejos “buenos tiempos” que “fueron barridos por el Siglo de las Luces y el iluminismo”, una concepción que “se opuso a aquello que Europa era por efecto de la evangelización". El Mal, a juicio de Juan Pablo II, habría tenido, sin embargo, un efecto positivo: haber funcionado como un castigo regenerador.
     También para el antirrevolucionario Joseph de Maistre la Revolución francesa habría sido un acto paradójicamente milagroso. De hecho, no fueron los propios rebeldes quienes la habrían provocado, sino los mismos acontecimientos como “fuerza arrolladora” que escapa a la voluntad humana. Para Maistre, la revolución vendría a ser una suerte de prodigio en la medida en que sería directamente querida por Dios, el cual, por su parte, habría permitido que las fuerzas satánicas que vuelven insurrecto al hombre triunfasen temporalmente para así perderse.
     Al haberse dado la irrupción desnuda del Mal, añade Maistre, habría podido desvelarse de manera providencial la corrupción inherente del racionalismo en que se fundaría. De ahí podría derivarse una regeneración catártica: “Si ¡Dios! emplea los instrumentos más viles, es porque castiga para regenerar (...). Si la Providencia borra, es sin duda para escribir de nuevo (...). Verdaderamente, se siente uno inclinado a creer que la Revolución política no es más que un objetivo secundario del gran plan que se desarrolla ante nosotros con una majestad terrible”. Es decir, el Mal sobreviene, pues, en un mundo ya corrupto como realización del proyecto moderno que niega a Dios. Sólo la vuelta a la esencia del catolicismo salvará a la Europa degradada: como Maistre, como Bonald, como Lamennais o como Cortés, entre otros, también Juan Pablo II se refugia en Memoria e identidad en la nostalgia de una civilización católica inmune al contagio de los modernos, una cristiandad medieval de creyentes firmes, de hombres puros.
     “La libertad, el librepensamiento y la ciencia”, escribe Dostoievski, “los conducirán a tal laberinto y los situarán en presencia de tales prodigios y misterios insolubles, que algunos hombres, los indomables y furiosos, se matarán a sí mismos; otros, indomables, pero poco fuertes, se matarán entre sí, y un tercer grupo, los que queden, débiles y desdichados, se arrastrarán a nuestros pies y clamarán: Sí, vosotros teníais razón, únicamente vosotros estabais en posesión de su misterio y volvemos a vosotros, ¡salvadnos de nosotros mismos!“ 
     

           ¿Un Papa taumaturgo? 
     

            Se hablaba, con hipérbole deliberada, de Juan Pablo II el Grande, el San Pablo de nuestro tiempo; se conminaba a aceptar su magisterio, destacando el ecumenismo, el ejemplo, la invocación cosmopolita; se insistía en su gesta prodigiosa, un héroe que casi habría abatido las murallas de Jericó, digo de Berlín, como insistentemente repetía Hermann Tertsch en El País; se decían ditirambos que eran pura desmesura, prácticamente canonizándole; se descartaba, como hacía Juan Manuel de Prada en Abc, toda valoración ideológica de las encíclicas que examinara su obra de acuerdo con cánones propiamente humanos; se satanizaba a quienes no comulgasen con su ideario o con su ejemplo, o eso al menos hacía Víctor de la Serna en El Mundo; se alababa lo que muchos llamaron martirio, una enfermedad terminal, esa abnegada exposición ante los fieles, asomado, mudo, a la ventana del Vaticano que, a la postre, sería la propia televisión universal. Fue, en efecto, un exceso mediático que se nos infligió a quienes somos agnósticos o simplemente ateos. Pero, como reza el estándar americano: The best is yet to come. Entre su entierro retransmitido y la fumata bianca que proclamó al nuevo pontífice asistimos a la producción de un hecho casi milagroso, un hecho colectivo que evocaba antiguas formas de representación del poder.
     En un viejo libro de 1924, Los reyes taumaturgos, un libro que es un clásico de la historiografía, Marc Bloch estudió un asunto extraño, extravagante, una creencia que hoy nos parece inverosímil: la capacidad sanadora atribuida a los reyes franceses e ingleses, el poder milagroso, aunque provisional, que habrían tenido esos monarcas precisamente en el momento de su coronación, un poder que permitiría curar las escrófulas de sus súbditos con el simple tocamiento de manos. Esa manifestación, nos cuenta Bloch, tuvo su momento de esplendor en la Edad Media, pero la creencia habría persistido a lo largo de los tiempos modernos hasta finalmente desaparecer, a comienzos del siglo XIX. Lo que el historiador estudiaba era una institución del poder, la Monarquía, y lo hacía a través de las representaciones colectivas y mediante el examen de la conciencia también colectiva, analizando lo que tantos vieron como un milagro: la política es aquí, sobre todo, una manifestación de ciertas creencias que producen efectos en la vida de las personas de aquellos tiempos. “La escrófula no es una enfermedad que se cure fácilmente”, dice Bloch. “Puede regresar al cabo de mucho tiempo, a veces indefinidamente; pero en cambio debe ser la enfermedad que mejor puede producir la ilusión de haberse curado (...). Y una desaparición transitoria de esta clase”, añade Bloch, habría bastado “para justificar la creencia en el poder taumatúrgico de los reyes (...). Por cierto que nadie habría pensado en proclamar el milagro si de antemano no se estuviese habituado a esperar de los reyes precisamente milagros. Y todo inclinaba a los espíritus de aquellos tiempos a esperarlos (...).
     Por otra parte, en el mundo maravilloso donde creían vivir nuestros antepasados”, en ese mundo en el que ciertos prohombres obraban prodigios presuntamente ajenos a la física, “¿qué fenómeno no se explicaba por causas que sobrepasaban el orden normal del universo? (...) Y en cuanto a los casos, que debemos suponer bastante numerosos, en que el mal resistió al tacto de los augustos dedos, se los olvidaba rápido. Tal es el feliz optimismo de las almas creyentes”, insiste Bloch. Además, como anotó “el médico inglés Carr (...) en tiempos de Guillermo de Orange”, en este error o delirio colectivo “al menos había una ventaja en creer en la eficacia del tacto real: que éste no podía ser nocivo. ¡Gran superioridad sobre buen número de remedios que la antigua farmacopea prescribía a los escrofulosos”. Los reyes taumaturgos es un auténtico examen antropológico y cultural en el que se desmenuzan los valores y las formas de comportamiento de los pueblos, la magia del poder. En efecto, esos europeos que creyeron tan obstinadamente en la curación milagrosa atribuida a los reyes eran en este sentido muy parecidos a los salvajes de los etnólogos.
     Pero, bien mirados, también se asemejan a las muchedumbres que se congregaban en la Plaza de San Pedro o que se arracimaban ante la televisión con el fin de entregarse a un libramiento colectivo, esas muchedumbres que esperaban, tal vez, la curación vicaria de las escrófulas del alma, los malestares de la modernidad. Permítanme discrepar de este populismo contemporáneo, distanciarme de esta redención colectiva. Y lo haré de la mejor manera posible, de modo individual, burgués y solitario: leyendo o, mejor, releyendo un texto cuya edición española data de 1994. Se trata de un volumen de Paolo Flores d’Arcais titulado El desafío oscurantista. Ética y fe en la doctrina papal. Es un excepcional preservativo contra el clericalismo, contra el Dios del fundamentalismo cristiano, contra el Sentido del devenir absoluto, contra el Ser eterno y sus Hipóstasis alternativas. Es también una apuesta firme por la consecuencia aún incumplida de la modernidad: el desencantamiento, el olvido de lo milagroso. En sus páginas, que son un alivio, un lenitivo ateo, puede leerse: “...crece entonces y se agiganta la figura del papa Wojtyla, alabado ayer como el papa de la justicia, anteayer como el de la paz, y siempre, en todo caso, como el papa de los oprimidos (...). Pero el papa Juan Pablo II no era, en absoluto, antitotalitario; no lo era, por lo menos, íntegramente y por encima de todo. Estaba también en contra del totalitarismo comunista, pero en cuanto ateo y negador del primer y fundamental derecho del hombre: el derecho a la religión; y de su corolario: la libre práctica del cristianismo. Libre... y privilegiada, incluso; pues en nombre de la dignidad humana, Wojtyla reivindicará (...) que (...) las leyes de cada Estado han de conformarse a los dogmas de la santa Iglesia romana y a los ucases del Vaticano”, dado que “para Karol Wojtyla los derechos humanos y civiles constituyen el corolario, no la premisa, de los derechos religiosos”.
     Por eso, Juan Pablo II proponía “una nueva evangelización, recristianización, como restauración de oscurantismos, ya que las tragedias del siglo que concluye –y las nuevas que anticipan el próximo—son atribuidas por Karol Wojtyla a la Ilustración, al espíritu crítico, a la secularización; a la idea, en suma, de un ciudadano capaz de prescindir de Dios (...). Para Wojtyla, el único crimen auténtico de la modernidad es la pretensión del hombre de darse una ley propia: la autonomía del hombre. Immanuel Kant, en suma. Desde este punto de vista, hedonismo y totalitarismo pueden intercambiar sus papeles (...). Y, sin embargo, Wojtyla arrasa porque sintoniza con el espíritu dominante, con el secreto más profundo de una secularización que es sobre todo extravío, por lo que tiene de distancia y desencantamiento frustrado (...). Éstos son los vientos que hoy soplan, los que hinchan los hábitos de la flota de Pedro: el odio por el individuo y por su pretensión radical de autonomía frente a cualquier hipótesis teológica”.

     

            El Vaticano como plató
 
              Los eventos masivos, aquellos en los que una muchedumbre se congrega, facilitan la expresión de sentimientos colectivos, esos que nos permiten abandonarnos hasta hacer desaparecer nuestra individualidad. Y esto ocurre no sólo cuando emprendemos una acción común (una manifestación, una marcha que avanza como un solo hombre), sino también cuando la multitud reunida sólo es una vasta población que está congregada y en la que cada uno de los integrantes de la masa es parte infinitesimal. No hace falta que nos agitemos todos a un tiempo (haciendo la ola, por ejemplo), que vociferemos con dicha o con furor colectivos. El simple hecho de compartir el espacio y de hacer visible esa muchedumbre transfiguran: uno a uno podemos vivir de manera sublime y en comunión lo que una gigantesca totalidad experimenta.
     A esta vivencia Freud la denominó sentimiento oceánico, ese sentimiento verdaderamente excepcional en el que el yo se desdibuja, en el que los individuos se libran al empuje de lo unánime. Es una circunstancia que, en sus momentos de mayor excitación, se asemeja a la ebriedad, al abismo, al vértigo, un momento transitorio de descarga, de alivio, de ensoñación, un momento más o menos duradero, pero que siempre tiene comienzo y conclusión, transcurrido el cual volvemos a la vida de vigilia, a la rutina cotidiana. Lo oceánico, leo en El malestar en la cultura, de Sigmund Freud, es “un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior”. En efecto, lo oceánico es lo que nos hace vivirnos como solidarios de algo que, por principio, nos sobrepasa y que, incluso, nos amenaza: una vasta muchedumbre que se agrega, que bulle, que chilla, que se excita, una muchedumbre formada por individuos que experimentan la proximidad, la cercanía. Educados para contenernos, para guardar las formas y las distancias (eso que en el mundo anglosajón es verdaderamente preceptivo), instruidos para atemperar en público las emociones, muchos sólo se permiten esas expansiones cuando están dentro de una multitud que los cobija. Es entonces, en ese momento, cuando tantas personas que, en circunstancias normales, nada compartirían con ese vecino de muchedumbre, se tocan, se frotan, con transpiración y con aliento. Es bajo esa especial situación cuando se franquea la barrera que dicta la buena educación y el pudor, cuando se acepta la cercanía de los otros cuerpos.
     Tengo la impresión de que algo de esto sucedió con esa vasta multitud que se arremolinaba en la Plaza de San Pedro o, mejor, que avanzaba en fila, una multitud de creyentes, turistas y curiosos que juntos debían de sentir la excitación de la colectividad oceánica. Por lo que pudo verse en televisión había un murmullo respetuoso pero había también un estrépito común, una solidaridad y una curiosidad de la espera (como en aquel relato del atasco automovilístico de Julio Cortázar): se entonaban cánticos píos, con esas guitarras y con esa buena predisposición propias de los años sesenta. Era una fila que permaneció durante horas y que se agitaba vistosamente para constituir por sí misma un espectáculo televisivo. ¿Un esfuerzo agotador, un abatimiento corporal? No importa: en las acciones colectivas es donde hay que distinguir entre comodidad y placer, decía Albert O. Hirschman. Cuando emprendemos un acto común, hecho que nos arranca del confort sedentario, solemos estar incómodos, pero generalmente en el empeño que ponemos está su propia recompensa ya que se producen la fusión o la confusión entre el esfuerzo y el placer.
     En el caso de las columnas vaticanas, lo de menos era la conclusión, la llegada al catafalco en el que estaba el cadáver del Papa: breve recompensa, incluso decepcionante, por su escasa duración. Lo de más era la espera de esa muchedumbre multicolor, el hecho de la aglomeración, del lleno, que diría Ortega y Gasset: esas riadas humanas a las que, como en las filas de espera de los parques temáticos, se las hace serpentear para así aliviar la percepción de la distancia y para favorecer el sentimiento de familiaridad. En efecto, lo lejano o lo cercano o lo extraño pueden alterarse subjetivamente. O, como sostuvieron Abraham Moles y Elisabeth Rohmer en Psicología del espacio, un territorio delimitado parte de un punto Aquí a partir del cual decrece la percepción de la meta y nuestra implicación emocional. Si ese territorio es vasto, si se vive como vasto, inabordable y sin recompensas parciales que se den por etapas, la inversión pasional que hacemos decae. Entonces, podríamos llegar a desinteresarnos, ajenos, efectivamente distantes del objetivo final que pretendemos alcanzar. Para evitar este desistimiento, las autoridades vaticanas adoptaron, con buen criterio, una forma organizativa de parque temático, ya digo.
     Por eso, mientras tanto, los extraños se acomodaban y se acostumbraban, hablaban entre sí supongo que sintiéndose copartícipes de una comunidad, cosa que facilita saberse miembros de una Iglesia. Insisto: extraños que no se dirigirían la palabra fuera de la fila se hacían solidarios en un contento tumultuoso. Pero esa circunstancia no sólo se daba entre quienes allí estaban: gracias a la televisión, que se alimenta de acontecimientos y tanto sirve para retransmitir las acciones colectivas, las columnas multitudinarias del Vaticano se convirtieron en un espectáculo que no nos exigía estar allí, que no nos forzaba a congregarnos. En esa circunstancia y en otras semejantes, la televisión acrecienta el sentimiento de protagonismo de quienes se agolpan, aumenta por inducción o mimetismo la afluencia de quienes se saben retransmitidos, y facilitó un sentimiento oceánico entre creyentes o espectadores que vivían vicariamente la larga espera: una especie de confraternización catódica.
     El sentimiento oceánico es algo confuso y tendencialmente peligroso: amenaza con anegarnos. Más aún cuando la calle que congrega a muchedumbres se convierte en un inmenso plató en el que los figurantes creen estar representando los papeles de una obra. “La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad”, decía Ortega y Gasset, atónito por el protagonismo de la masa. “Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro”, concluía. Pero no, no es así: es sólo lo vistoso de la sociedad de masas y de la sociedad del espectáculo, una sociedad en la que la muchedumbre retransmitida es el señuelo. Mientras tanto, mientras la vasta multitud aguardaba paciente su turno, los cardenales, los auténticos personajes y responsables del drama, estaban fuera de campo nombrando al nuevo director de escena.
 
 

 

Referencias bibliográficas citadas

 

Walter Benjamín, Sobre la fotografía. Valencia, Pre-textos, 2004.

Marc Bloch, Los reyes taumaturgos. México, FCE, 1988.

Peter Burke, La fabricación de Luis XIV. Madrid, Nerea, 1995,

Paolo Flores d’Arcais, El desafío oscurantista. Ética y fe en la doctrina papal.

Sigmund Freud, El malestar en la cultura. Madrid, Alianza, 1997.

Albert O. Hirschman, De la economía a la política y más allá. Ensayos de penetración y superación de fronteras. México, FCE,  1984.

Abraham Moles y Elisabeth Rohmer en Psicología del espacio. Barcelona Círculo de lectores, 1990.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Madrid, Espasa, 2005.

Josep Pla, Notas dispersas (Dietarios, 1). Madrid, Espasa, 2001.

Jorge Semprún, La escritura o la vida. Barcelona, Tusquets, 1995.