El Papa catódico
Análisis de una agonía mediática
Justo Serna
Esta serie de artículos sobre la agonía de Juan Pablo II aparecieron en 2005 en Los archivos de Justo Serna
Cuando nos miramos ante el espejo con el
fin de apreciar nuestro estado, nos exploramos, nos escrutamos, adoptamos una
pose que nos favorezca o incluso forzamos gestos que siendo ajenos nos
mejoren. Frente al espejo probamos guiños y estilos que, de ser aprobados,
luego nos servirán en público. Por eso el reflejo es forjador de la identidad
de cada uno y ante él recordamos lo que éramos y creemos seguir siendo, sea
éste una efigie especular o un retrato. Decía Jorge Semprún al principio de
La escritura o la vida que una de las peores vejaciones que soportó en el
campo de concentración de Buchenwald, en donde estuvo preso meses y meses, fue
la falta de un espejo en el que examinar su aspecto. Cuando carecemos de
fotografías propias o cuando no podemos ni siquiera atisbar nuestra propia
imagen, el recuerdo tiende a desvanecerse y es entonces cuando la identidad
quebradiza del yo se fractura verdaderamente al no poder reconocernos.
“El ojo que tú ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”,
decía Antonio Machado en un célebre poema. Son los ojos propios o ajenos los
que al ejercer su función, al mirarnos, confirman nuestra apariencia y
refuerzan los rasgos esenciales, los atributos físicos predominantes.
Precisamente porque podemos vernos y vigilar nuestro aspecto es por lo que,
como se ha repetido mil veces, a partir de los cuarenta años, cuando se ha
alcanzado la madurez, uno acaba siendo dueño y responsable de su cara. Es la
retina la que nos recrea y nos identifica a partir de ciertos vestigios
externos. A mirar aprendemos y al mirar nos servimos de la experiencia previa,
unos recuerdos visuales propios o heredados que clasifican, que tipifican. En
fin, cosas sabidas, pero cosas que volví a recordar entonces, en aquellas
últimas semanas de vida, cuando vi al Papa en televisión, vencido por el
Parkinson, humillada su cerviz, asomándose ante los fieles en San Pedro, con
un hilo de voz, con el timbre ya quebrado, musitando palabras inaudibles.
En el pasado, los monarcas y los pontífices tenían serías dificultades
para hacer llegar su imagen a los súbditos y a los creyentes. Siempre que
tropiezo con este asunto, me gusta recordar lo que detallaba Peter Burke en un
excelente libro de historia cultural que dedicara a Luis XIV: su corte áulica
dispuso y organizó una vasta gama o repertorio de soportes o recursos técnicos
y artísticos para poder difundir torpemente la efigie del rey. En un momento
histórico en que los medios de difusión de las imágenes eran tan precarios,
incluso el poder temporal de los Papas se veía mermado por falta de
conocimiento. Los creyentes no sabían cuál era el aspecto de sus pontífices.
En el siglo XIX, los reyes pudieron llegar mejor a sus súbditos, pues a partir
del Ochocientos contaron con el retrato fotográfico para hacerse ver y
reconocer. Los monarcas europeos, en efecto, aceptaron entonces retratarse con
el nuevo medio, porque la fotografía no se concebía como un arte vulgar, sino
como un recurso que permitía transmitir también la efigie distinguida y la
calidad del cliente. Y ello a pesar de las condenas o de las prevenciones de
los clérigos ante esa imagen congelada del retratado. Como señalaba Walter
Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía, no era extraño ver en
la prensa artículos inspirados por la Iglesia en los que se deploraba el
diabólico arte francés, justamente por lo que tenía de audacia humana frente a
Dios. Si el hombre había sido creado a imagen del Supremo, reproducir su
efigie auxiliado por medios técnicos era poco menos que una arrogancia
culpable. Sin embargo, los soberanos europeos se valieron de ellos
precisamente para difundir su rostro. No se trata de que transmitieran una
imagen accesible o abierta, sino todo lo contrario: la efigie que se difundió
seguía siendo regia, distante, rodeada de magnificencia.
Ahora, con la fotografía que se quiere espontánea y con televisión que se
quiere instantánea, los reyes y los príncipes y los políticos y los Papas, ya
ven, multiplican su imagen, la duplican, se hacen ver aquí y allá, en las
grandes celebraciones, en los platós y en el tablado de un mitin, en los
balcones o en el interior, solos o en compañía de otros, pero ofreciendo
siempre de sí mismos un cuadro de proximidad, de relajada simpatía o de
afabilidad. Subrayan así con elementos enfáticamente campechanos su condición,
su apostura o su aplomo sin recaer en el hieratismo icónico, en la efigie
majestuosa, lo peor que les puede ocurrir, y se postulan afectando un aspecto
saludable. Se evita, pues, dar una imagen deteriorada y más aún cuando esa
efigie denota ya la decrepitud, el azote odioso de la naturaleza, el menoscabo
que la enfermedad nos ocasiona.
Aunque carezca de todo interés para quien me lea, diré, sin embargo, que
soy ateo, no agnóstico o cosas así, sino expresamente ateo. Renuncié a Dios y
a sus pompas hace ya treinta y tantos años. O sea que no soy un advenedizo y
tengo plaza reservada, supongo, en el infierno que aguarda a quienes nos
alejamos con arrogancia humana de la divinidad, de la gracia esperada. Soy
incluso anticlerical, aunque sin aspavientos porque, como me gusta repetir con
Josep Pla, el Pla de las Notas dispersas, las especulaciones de un ateo
se tomarán siempre como irreparablemente ofensivas por los creyentes y, por
eso, convendrá expresarlas con talante humilde y una considerable modestia,
pues si uno pretende que lo acepten en sociedad a pesar de sus ideas chocantes
y anticonvencionales, le convendrá adoptar un aire apacible y resignado. Pues
bien, con talante humilde y con considerable modestia, con un aire apacible y
resignado, aún me pregunto: ¿quién fue el responsable de que el Papa siguiera
mostrándose ante las cámaras, siguiera balbuciendo un leve susurro que
resultaba penoso oír en una persona tan enferma, tan malograda?
El Papa contra Descartes
Días después de esas imágenes, en plena
Semana Santa de 2005, mientras descansaba del ajetreo cotidiano, me embarqué
en lo que los antiguos llamarían una lectura edificante. Me refiero a
Memoria e identidad, de Juan Pablo II. Memoria e identidad es un
libro en el que se exponen en forma de diálogo las tesis principales del Papa
fallecido. Lejos de reconciliarme con una figura decisiva en la política de
nuestro tiempo, dicho volumen me distanció aún más de sus ideas. Lamento ser
incorrecto, pero creo obrar con justicia al hacer este breve escrutinio.
Es desolador que Juan Pablo II sostenga nociones históricas tan
equivocadas en dicho volumen; es triste que quien ha tenido tanta influencia
práctica en el curso de Europa, ayudando al desplome del sovietismo, tenga
unas ideas tan ultramontanas; es lamentable que quien luchó por la libertad
del catolicismo en Polonia crea, en fin, que el rumbo de Occidente comenzó a
perderse con el cartesianismo, con el cógito cartesiano, con el "pienso luego
existo". Al racionalismo que se esfuerza en pensarse sin Dios, al hombre
rebelde que se aúpa hasta su trono, le achacaba el Papa el espanto del siglo
XX, las “ideologías del mal”, y ese reproche me hacía recordar algunas
palabras del capítulo del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov.
Escribe Dostoievski: “hay tres fuerzas, en la tierra, únicamente tres
fuerzas que pueden vencer y cautivar por los siglos de los siglos la
conciencia de estos canijos rebeldes, por su propia felicidad, y estas fuerzas
son: el milagro, el misterio y la autoridad (...). Los hombres son como niños
que se han amotinado en clase y han echado al maestro. Pero también se acabará
el alborozo de los niños, y les costará caro. Demolerán los templos e
inundarán de sangre la tierra. Mas, al fin, esos estúpidos niños se darán
cuenta de que, aunque rebeldes, tienen pocas fuerzas, y son incapaces de
resistir su propia sublevación”.
La interpretación histórica de Juan Pablo II es decididamente
reaccionaria y me recordaba también a la de Joseph de Maistre a finales del
siglo XVIII, aquel inteligentísimo retrógrado, aquel adversario acérrimo de la
Ilustración que, muchos años después, aún provocaba el interés de Emil Cioran
o de Isaiah Berlin. ¿Y por qué me la evoca? El Papa, como Maistre, experimenta
una gran añoranza del mundo medieval, un tiempo en que los creyentes vivían su
fe "con su universalismo cristiano”, una “fe simple, fuerte y profunda”, sin
dudas, sin incertidumbres, añade Juan Pablo II. Eran aquéllos unos viejos
“buenos tiempos” que “fueron barridos por el Siglo de las Luces y el
iluminismo”, una concepción que “se opuso a aquello que Europa era por efecto
de la evangelización". El Mal, a juicio de Juan Pablo II, habría tenido, sin
embargo, un efecto positivo: haber funcionado como un castigo regenerador.
También para el antirrevolucionario Joseph de Maistre la Revolución
francesa habría sido un acto paradójicamente milagroso. De hecho, no fueron
los propios rebeldes quienes la habrían provocado, sino los mismos
acontecimientos como “fuerza arrolladora” que escapa a la voluntad humana.
Para Maistre, la revolución vendría a ser una suerte de prodigio en la medida
en que sería directamente querida por Dios, el cual, por su parte, habría
permitido que las fuerzas satánicas que vuelven insurrecto al hombre
triunfasen temporalmente para así perderse.
Al haberse dado la irrupción desnuda del Mal, añade Maistre, habría
podido desvelarse de manera providencial la corrupción inherente del
racionalismo en que se fundaría. De ahí podría derivarse una regeneración
catártica: “Si ¡Dios! emplea los instrumentos más viles, es porque castiga
para regenerar (...). Si la Providencia borra, es sin duda para escribir de
nuevo (...). Verdaderamente, se siente uno inclinado a creer que la Revolución
política no es más que un objetivo secundario del gran plan que se desarrolla
ante nosotros con una majestad terrible”. Es decir, el Mal sobreviene, pues,
en un mundo ya corrupto como realización del proyecto moderno que niega a
Dios. Sólo la vuelta a la esencia del catolicismo salvará a la Europa
degradada: como Maistre, como Bonald, como Lamennais o como Cortés, entre
otros, también Juan Pablo II se refugia en Memoria e identidad en la nostalgia
de una civilización católica inmune al contagio de los modernos, una
cristiandad medieval de creyentes firmes, de hombres puros.
“La libertad, el librepensamiento y la ciencia”, escribe Dostoievski,
“los conducirán a tal laberinto y los situarán en presencia de tales prodigios
y misterios insolubles, que algunos hombres, los indomables y furiosos, se
matarán a sí mismos; otros, indomables, pero poco fuertes, se matarán entre
sí, y un tercer grupo, los que queden, débiles y desdichados, se arrastrarán a
nuestros pies y clamarán: Sí, vosotros teníais razón, únicamente vosotros
estabais en posesión de su misterio y volvemos a vosotros, ¡salvadnos de
nosotros mismos!“
¿Un Papa taumaturgo?
Se hablaba, con hipérbole
deliberada, de Juan Pablo II el Grande, el San Pablo de nuestro tiempo; se
conminaba a aceptar su magisterio, destacando el ecumenismo, el ejemplo, la
invocación cosmopolita; se insistía en su gesta prodigiosa, un héroe que casi
habría abatido las murallas de Jericó, digo de Berlín, como insistentemente
repetía Hermann Tertsch en El País; se decían ditirambos que eran pura
desmesura, prácticamente canonizándole; se descartaba, como hacía Juan Manuel
de Prada en Abc, toda valoración ideológica de las encíclicas que examinara su
obra de acuerdo con cánones propiamente humanos; se satanizaba a quienes no
comulgasen con su ideario o con su ejemplo, o eso al menos hacía Víctor de la
Serna en El Mundo; se alababa lo que muchos llamaron martirio, una enfermedad
terminal, esa abnegada exposición ante los fieles, asomado, mudo, a la ventana
del Vaticano que, a la postre, sería la propia televisión universal. Fue, en
efecto, un exceso mediático que se nos infligió a quienes somos agnósticos o
simplemente ateos. Pero, como reza el estándar americano: The best is yet
to come. Entre su entierro retransmitido y la fumata bianca que proclamó
al nuevo pontífice asistimos a la producción de un hecho casi milagroso, un
hecho colectivo que evocaba antiguas formas de representación del poder.
En un viejo libro de 1924, Los reyes taumaturgos, un libro que es
un clásico de la historiografía, Marc Bloch estudió un asunto extraño,
extravagante, una creencia que hoy nos parece inverosímil: la capacidad
sanadora atribuida a los reyes franceses e ingleses, el poder milagroso,
aunque provisional, que habrían tenido esos monarcas precisamente en el
momento de su coronación, un poder que permitiría curar las escrófulas de sus
súbditos con el simple tocamiento de manos. Esa manifestación, nos cuenta
Bloch, tuvo su momento de esplendor en la Edad Media, pero la creencia habría
persistido a lo largo de los tiempos modernos hasta finalmente desaparecer, a
comienzos del siglo XIX. Lo que el historiador estudiaba era una institución
del poder, la Monarquía, y lo hacía a través de las representaciones
colectivas y mediante el examen de la conciencia también colectiva, analizando
lo que tantos vieron como un milagro: la política es aquí, sobre todo, una
manifestación de ciertas creencias que producen efectos en la vida de las
personas de aquellos tiempos. “La escrófula no es una enfermedad que se cure
fácilmente”, dice Bloch. “Puede regresar al cabo de mucho tiempo, a veces
indefinidamente; pero en cambio debe ser la enfermedad que mejor puede
producir la ilusión de haberse curado (...). Y una desaparición transitoria de
esta clase”, añade Bloch, habría bastado “para justificar la creencia en el
poder taumatúrgico de los reyes (...). Por cierto que nadie habría pensado en
proclamar el milagro si de antemano no se estuviese habituado a esperar de los
reyes precisamente milagros. Y todo inclinaba a los espíritus de aquellos
tiempos a esperarlos (...).
Por otra parte, en el mundo maravilloso donde creían vivir nuestros
antepasados”, en ese mundo en el que ciertos prohombres obraban prodigios
presuntamente ajenos a la física, “¿qué fenómeno no se explicaba por causas
que sobrepasaban el orden normal del universo? (...) Y en cuanto a los casos,
que debemos suponer bastante numerosos, en que el mal resistió al tacto de los
augustos dedos, se los olvidaba rápido. Tal es el feliz optimismo de las almas
creyentes”, insiste Bloch. Además, como anotó “el médico inglés Carr (...) en
tiempos de Guillermo de Orange”, en este error o delirio colectivo “al menos
había una ventaja en creer en la eficacia del tacto real: que éste no podía
ser nocivo. ¡Gran superioridad sobre buen número de remedios que la antigua
farmacopea prescribía a los escrofulosos”. Los reyes taumaturgos es un
auténtico examen antropológico y cultural en el que se desmenuzan los valores
y las formas de comportamiento de los pueblos, la magia del poder. En efecto,
esos europeos que creyeron tan obstinadamente en la curación milagrosa
atribuida a los reyes eran en este sentido muy parecidos a los salvajes de los
etnólogos.
Pero, bien mirados, también se asemejan a las muchedumbres que se
congregaban en la Plaza de San Pedro o que se arracimaban ante la televisión
con el fin de entregarse a un libramiento colectivo, esas muchedumbres que
esperaban, tal vez, la curación vicaria de las escrófulas del alma, los
malestares de la modernidad. Permítanme discrepar de este populismo
contemporáneo, distanciarme de esta redención colectiva. Y lo haré de la mejor
manera posible, de modo individual, burgués y solitario: leyendo o, mejor,
releyendo un texto cuya edición española data de 1994. Se trata de un volumen
de Paolo Flores d’Arcais titulado El desafío oscurantista. Ética y fe en la
doctrina papal. Es un excepcional preservativo contra el clericalismo,
contra el Dios del fundamentalismo cristiano, contra el Sentido del devenir
absoluto, contra el Ser eterno y sus Hipóstasis alternativas. Es también una
apuesta firme por la consecuencia aún incumplida de la modernidad: el
desencantamiento, el olvido de lo milagroso. En sus páginas, que son un
alivio, un lenitivo ateo, puede leerse: “...crece entonces y se agiganta la
figura del papa Wojtyla, alabado ayer como el papa de la justicia, anteayer
como el de la paz, y siempre, en todo caso, como el papa de los oprimidos
(...). Pero el papa Juan Pablo II no era, en absoluto, antitotalitario; no lo
era, por lo menos, íntegramente y por encima de todo. Estaba también en contra
del totalitarismo comunista, pero en cuanto ateo y negador del primer y
fundamental derecho del hombre: el derecho a la religión; y de su corolario:
la libre práctica del cristianismo. Libre... y privilegiada, incluso; pues en
nombre de la dignidad humana, Wojtyla reivindicará (...) que (...) las leyes
de cada Estado han de conformarse a los dogmas de la santa Iglesia romana y a
los ucases del Vaticano”, dado que “para Karol Wojtyla los derechos humanos y
civiles constituyen el corolario, no la premisa, de los derechos religiosos”.
Por eso, Juan Pablo II proponía “una nueva evangelización,
recristianización, como restauración de oscurantismos, ya que las tragedias
del siglo que concluye –y las nuevas que anticipan el próximo—son atribuidas
por Karol Wojtyla a la Ilustración, al espíritu crítico, a la secularización;
a la idea, en suma, de un ciudadano capaz de prescindir de Dios (...). Para
Wojtyla, el único crimen auténtico de la modernidad es la pretensión del
hombre de darse una ley propia: la autonomía del hombre. Immanuel Kant, en
suma. Desde este punto de vista, hedonismo y totalitarismo pueden intercambiar
sus papeles (...). Y, sin embargo, Wojtyla arrasa porque sintoniza con el
espíritu dominante, con el secreto más profundo de una secularización que es
sobre todo extravío, por lo que tiene de distancia y desencantamiento
frustrado (...). Éstos son los vientos que hoy soplan, los que hinchan los
hábitos de la flota de Pedro: el odio por el individuo y por su pretensión
radical de autonomía frente a cualquier hipótesis teológica”.
El Vaticano como plató
Los eventos masivos, aquellos en los que
una muchedumbre se congrega, facilitan la expresión de sentimientos
colectivos, esos que nos permiten abandonarnos hasta hacer desaparecer nuestra
individualidad. Y esto ocurre no sólo cuando emprendemos una acción común (una
manifestación, una marcha que avanza como un solo hombre), sino también cuando
la multitud reunida sólo es una vasta población que está congregada y en la
que cada uno de los integrantes de la masa es parte infinitesimal. No hace
falta que nos agitemos todos a un tiempo (haciendo la ola, por ejemplo), que
vociferemos con dicha o con furor colectivos. El simple hecho de compartir el
espacio y de hacer visible esa muchedumbre transfiguran: uno a uno podemos
vivir de manera sublime y en comunión lo que una gigantesca totalidad
experimenta.
A esta vivencia Freud la denominó sentimiento oceánico, ese sentimiento
verdaderamente excepcional en el que el yo se desdibuja, en el que los
individuos se libran al empuje de lo unánime. Es una circunstancia que, en sus
momentos de mayor excitación, se asemeja a la ebriedad, al abismo, al vértigo,
un momento transitorio de descarga, de alivio, de ensoñación, un momento más o
menos duradero, pero que siempre tiene comienzo y conclusión, transcurrido el
cual volvemos a la vida de vigilia, a la rutina cotidiana. Lo oceánico, leo en
El malestar en la cultura, de Sigmund Freud, es “un sentimiento de
indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo
exterior”. En efecto, lo oceánico es lo que nos hace vivirnos como solidarios
de algo que, por principio, nos sobrepasa y que, incluso, nos amenaza: una
vasta muchedumbre que se agrega, que bulle, que chilla, que se excita, una
muchedumbre formada por individuos que experimentan la proximidad, la
cercanía. Educados para contenernos, para guardar las formas y las distancias
(eso que en el mundo anglosajón es verdaderamente preceptivo), instruidos para
atemperar en público las emociones, muchos sólo se permiten esas expansiones
cuando están dentro de una multitud que los cobija. Es entonces, en ese
momento, cuando tantas personas que, en circunstancias normales, nada
compartirían con ese vecino de muchedumbre, se tocan, se frotan, con
transpiración y con aliento. Es bajo esa especial situación cuando se franquea
la barrera que dicta la buena educación y el pudor, cuando se acepta la
cercanía de los otros cuerpos.
Tengo la impresión de que algo de esto sucedió con esa vasta multitud que
se arremolinaba en la Plaza de San Pedro o, mejor, que avanzaba en fila, una
multitud de creyentes, turistas y curiosos que juntos debían de sentir la
excitación de la colectividad oceánica. Por lo que pudo verse en televisión
había un murmullo respetuoso pero había también un estrépito común, una
solidaridad y una curiosidad de la espera (como en aquel relato del atasco
automovilístico de Julio Cortázar): se entonaban cánticos píos, con esas
guitarras y con esa buena predisposición propias de los años sesenta. Era una
fila que permaneció durante horas y que se agitaba vistosamente para
constituir por sí misma un espectáculo televisivo. ¿Un esfuerzo agotador, un
abatimiento corporal? No importa: en las acciones colectivas es donde hay que
distinguir entre comodidad y placer, decía Albert O. Hirschman. Cuando
emprendemos un acto común, hecho que nos arranca del confort sedentario,
solemos estar incómodos, pero generalmente en el empeño que ponemos está su
propia recompensa ya que se producen la fusión o la confusión entre el
esfuerzo y el placer.
En el caso de las columnas vaticanas, lo de menos era la conclusión, la
llegada al catafalco en el que estaba el cadáver del Papa: breve recompensa,
incluso decepcionante, por su escasa duración. Lo de más era la espera de esa
muchedumbre multicolor, el hecho de la aglomeración, del lleno, que diría
Ortega y Gasset: esas riadas humanas a las que, como en las filas de espera de
los parques temáticos, se las hace serpentear para así aliviar la percepción
de la distancia y para favorecer el sentimiento de familiaridad. En efecto, lo
lejano o lo cercano o lo extraño pueden alterarse subjetivamente. O, como
sostuvieron Abraham Moles y Elisabeth Rohmer en Psicología del espacio,
un territorio delimitado parte de un punto Aquí a partir del cual decrece la
percepción de la meta y nuestra implicación emocional. Si ese territorio es
vasto, si se vive como vasto, inabordable y sin recompensas parciales que se
den por etapas, la inversión pasional que hacemos decae. Entonces, podríamos
llegar a desinteresarnos, ajenos, efectivamente distantes del objetivo final
que pretendemos alcanzar. Para evitar este desistimiento, las autoridades
vaticanas adoptaron, con buen criterio, una forma organizativa de parque
temático, ya digo.
Por eso, mientras tanto, los extraños se acomodaban y se acostumbraban,
hablaban entre sí supongo que sintiéndose copartícipes de una comunidad, cosa
que facilita saberse miembros de una Iglesia. Insisto: extraños que no se
dirigirían la palabra fuera de la fila se hacían solidarios en un contento
tumultuoso. Pero esa circunstancia no sólo se daba entre quienes allí estaban:
gracias a la televisión, que se alimenta de acontecimientos y tanto sirve para
retransmitir las acciones colectivas, las columnas multitudinarias del
Vaticano se convirtieron en un espectáculo que no nos exigía estar allí, que
no nos forzaba a congregarnos. En esa circunstancia y en otras semejantes, la
televisión acrecienta el sentimiento de protagonismo de quienes se agolpan,
aumenta por inducción o mimetismo la afluencia de quienes se saben
retransmitidos, y facilitó un sentimiento oceánico entre creyentes o
espectadores que vivían vicariamente la larga espera: una especie de
confraternización catódica.
El sentimiento oceánico es algo confuso y tendencialmente peligroso:
amenaza con anegarnos. Más aún cuando la calle que congrega a muchedumbres se
convierte en un inmenso plató en el que los figurantes creen estar
representando los papeles de una obra. “La muchedumbre, de pronto, se ha hecho
visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad”, decía
Ortega y Gasset, atónito por el protagonismo de la masa. “Antes, si existía,
pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha
adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay
protagonistas: sólo hay coro”, concluía. Pero no, no es así: es sólo lo
vistoso de la sociedad de masas y de la sociedad del espectáculo, una sociedad
en la que la muchedumbre retransmitida es el señuelo. Mientras tanto, mientras
la vasta multitud aguardaba paciente su turno, los cardenales, los auténticos
personajes y responsables del drama, estaban fuera de campo nombrando al nuevo
director de escena.
Referencias bibliográficas citadas
Walter Benjamín, Sobre la fotografía. Valencia, Pre-textos, 2004.
Marc Bloch, Los reyes taumaturgos. México, FCE, 1988.
Peter Burke, La fabricación de Luis XIV. Madrid, Nerea, 1995,
Paolo Flores d’Arcais, El desafío oscurantista. Ética y fe en la doctrina papal.
Sigmund Freud, El malestar en la cultura. Madrid, Alianza, 1997.
Albert O. Hirschman, De la economía a la política y más allá. Ensayos de penetración y superación de fronteras. México, FCE, 1984.
Abraham Moles y Elisabeth Rohmer en Psicología del espacio. Barcelona Círculo de lectores, 1990.
José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Madrid, Espasa, 2005.
Josep Pla, Notas dispersas (Dietarios, 1). Madrid, Espasa, 2001.
Jorge Semprún, La escritura o la vida. Barcelona, Tusquets, 1995.