El tocino y la velocidad
Justo
Serna
(Publicado en El País, Comunidad
Valenciana, 16 de octubre de 2003)
Aquí,
en Valencia, al amparo de una editorial prestigiosa, acaba de publicarse un
librito importante, un texto traducido por Faustino Oncina y significativo por
lo que trata y por quien lo aborda: su título, Aceleración, prognosis y
secularización; su autor, Reinhart Koselleck. Como en otras obras de este
investigador alemán, también en ésta la prosa es pesadamente germánica y sus
objetos tienen ese tratamiento prolijo que uno adivina entre los teutones.
Ahora bien, más allá del estilo y del lenguaje abstruso, el objeto es relevante
para el público en general, para ese ciudadano desconcertado que hay en cada
uno de nosotros. ¿Es posible un arte o una ciencia del pronóstico en una época,
la nuestra, en que el vértigo, el desarraigo y la sucesión sin fin parecen ser
nuestra condena?, se pregunta Koselleck. Si prescindimos de la experiencia
histórica, podría decirse el futuro nos es totalmente desconocido y entonces
cualquier pronóstico se convierte en un azaroso juego de dados, admitimos con
este historiador. Así no se puede vivir, claro. Si, por el contrario, “hay, y
en su favor habla la experiencia histórica, grados de mayor o menor
probabilidad, que permite prever la realidad por venir”, entonces podemos
avizorar “haces de posibilidades que, por separado o en conjunto, constituyen
un indicio de la diversas oportunidades para su realización”. Nada que objetar.
Ahora bien, ¿qué solución concreta le da este historiador a esta segunda
opción? Koselleck es un viejo conservador que deplora la aceleración del tiempo
presente, esa que relatan cada día los cronistas angustiados del más acá. La
respuesta que halla es, pues, la de adoptar un freno simbólico: insertar en el
futuro lo que él llama los efectos dilatorios, de modo que las condiciones
sociales sean cada vez más estables. Es conservador, pero no insensato, y
Koselleck inmediatamente se corrige: hoy, en un presente vertiginoso, esto sólo
es una utopía, deplora con melancolía. Sigamos, que hay prisa.
La
idea de freno, de contención, podrá tener efectos saludables, añade Koselleck.
Cuando creíamos tenerlo todo ganado, nos alarmamos día a día por el incremento
de la velocidad y de la rudeza, por las
malas maneras expeditivas, por la conducta retadora, ruidosa, vertiginosa.
Cuando creíamos que el cultivo de las bellas artes y de la instrucción nos
habían mejorado y pulido, observamos el apresuramiento tosco. La educación
pública había hecho mucho por nosotros, desde luego, porque además del saber
nuestros mentores nos habían transmitido buenos modales, un poco de respeto, la
virtud de la cortesía y el gesto de la deferencia, y, sobre todo, el hábito de
la lentitud. Esos hábitos milenarios eran un modo de urbanidad, una forma de
adaptarse a lo que la vida misma nos exigía: la frustración de todo sueño
omnipotente. Si generación tras generación hemos sido instruidos en la
mansedumbre y en la demora necesaria, si generación tras generación hemos sido
educados en el esfuerzo y en la lentitud, entonces el estruendo, la aceleración
y la velocidad son su negativo exacto. Al valernos de todo tipo de instrumentos
y prótesis, al aventurarnos en ese lugar sin límites ni distancias que es el
ciberespacio, al adentrarnos en el mundo urgente, inmediato y gratificante de
la publicidad, al comer la sopaboba de la sociedad opulenta, muchos no
parecen tener horma ni freno, y el silencio y la lentitud ya no parecen servir.
El tiempo real, la superstición contemporánea de que es posible hacerlo y
lograrlo todo a la vez, dispara nuestros automatismos y dificulta la reflexión,
la conjetura razonable, el escrutinio sensato de nuestro devenir. Hablar
despaciosamente, tolerar la demora, ceder el asiento, tratar con cortesía,
etcétera, son refinamientos que no tienen nada de naturales. Son, por el
contrario, el producto costoso y sutil de un proceso de secularización, de
sofisticación y de civilización, añaden los moralistas, un proceso que
instituyó la contención y la urbanidad, las buenas costumbres, un proceso que
domesticó a la fiera que éramos y aún no hemos dejado ser.
Hasta aquí, las ideas de Koselleck o, al
menos, las ideas parafraseadas de este historiador alemán que, al hablar de la
aceleración y de las escasas posibilidades de hacer pronósticos hoy en día, se
pronuncia sobre la secularización moderna y sus efectos. Todo muy sensato,
pues. Pero hay, sin embargo, un error: creer que la descivilización
presente se debería al vértigo, a la recompensa inmediata y convulsa, a la
precipitación actual. ¿Y de los antiguos qué decimos? Según él, los contemporáneos corremos tanto que somos
irreflexivos, que obramos irreflexivamente, revelándonos incapaces de la acción
cuerda, incapaces de la previsión racional, incapaces de contener desenlaces
catastróficos. Creo, por el contrario, que la velocidad no es exactamente la
causa de nuestra desazón o crisis, ni de nuestros desaciertos predictivos:
siempre hubo agoreros que confundían el tocino con la velocidad, que lamentaban
el estado ruinoso del mundo por el desenfreno de los placeres y que achacaban
las propensiones vesánicas de los humanos a la falta de contención. Creo que
los horrores del pasado y los
cataclismos imprevistos de todas las épocas, igualmente espantosos, no se deben
al vértigo, sino a la voluntad expresa de infligir el mal, de optar moralmente
por el mal, de reflexionar en virtud del mal. En cada acto nos la jugamos,
pues.
Estamos autorizados a hablar en
voz alta, seguimos necesitando anticiparnos, pero sabemos que no hay pronóstico
importante que acierte ni especialistas, de pensamiento lento y profundo, cuyos
diagnósticos sean inapelables, como añora Koselleck. Es preferible, por tanto,
avizorar lo que ocurre, hablar, como cronistas desconcertados en medio del
ruido y la furia, como ciudadanos que asumen esa falibilidad de juicio de
quienes quieren informarse porque se saben finitos y escasos. No hay una
ubicación omnisciente que nos permita ver el acontecimiento, sus causas y sus
consecuencias, al modo de Dios o a la manera de dioses chiquititos. Hay, sí,
posiciones parciales, moralmente situadas, enfoques velados que nos dejan ver
ciertas cosas al tiempo que nos ocultan otras. Somos testigos y víctimas y no
queremos ser verdugos, y, al modo de espectadores estupefactos, no siempre
distinguimos lo realmente decisivo, la circunstancia que cambia el mundo o que
provoca el cataclismo que no supimos adivinar. En
realidad, somos y hemos sido observadores de derrumbes
imprevistos, observadores que padecen un pánico cerval al que han intentado
aplacar diagnosticando los desastres retrospectivamente, haciendo explícita y
clara la catástrofe, restándole hondura al azar, a la libertad o al absurdo.
Son racionalizaciones que nos evitan la visión del horror, de nuestras
flaquezas, de la muerte, ese destino escandaloso. Pobre Koselleck, tan sabio,
tan conservador; pobres de nosotros: ni la historia nos redime ni el futuro nos
apaciguará.