Frankenstein en la Academia.
Literatura e historia cultural
Justo Serna
Publicado en Claves de razón práctica (núm. 66, 1996, págs. 68-73).
"Resulta desagradable ver en la especie humana tantas deformidades y por eso tenemos horror de los y los miserables, pues son de nuestra especie y representan a los ojos de cada cual su propia infelicidad".
Tomaso Campanella, La ciudad del sol.
"Lo que llamamos monstruos no lo son para Dios, que ve en la inmensidad de su obra la infinitud de las formas que en ella ha comprendido (...). Llamamos contra natura aquello que acaece contra la costumbre; nada es sino según ella, sea como sea. Expulse de nosotros esta razón universal y natural, el error y el asombro que la novedad nos produce".
Michel de Montaigne, Ensayos, II, 30.
Hace unos meses, una feliz coincidencia mercantil de la industria cinematográfica nos permitió resucitar a algunos de los muertos más ilustres de la tradición occidental. Gracias a dicha operación, pudimos disfrutar a la vez con Drácula, con Frankenstein y con los dinosaurios: Coppola, Branagh y Crichton-Spielberg conspiraron a favor de nuestra imaginación, salvando para nuestro deleite a quienes, sin duda, son los mejores y más clásicos enemigos del hombre (1). Entiéndaseme. No es una boutade, es una verdad que, de puro obvia, deviene trivial: es a partir de nuestros rivales que nos definimos, justamente porque nos desmienten, y, como alguien dej" dicho, es a los adversarios a quienes debemos la atención y la deferencia que nos brindan con su odio, con su ojeriza o con su hostilidad. Hay elogios que dan miedo: al fin y al cabo, nos obligan a estar a la altura de la alabanza hiperbólica, como dice Cioran que le pasó al Papa que recibió la inmoderada apología de Joseph de Maistre. Hay, por contra, enemistades cuyas diatribas nos resultan mucho más favorecedoras: ponen el énfasis en este o en aquel aspecto de nuestro yo con lo que nos prestan un auxilio involuntario en el proceso de autoconocimiento, como sugiere Isaiah Berlin, por ejemplo, al defender la ventaja ilustrada de leer a los contrailustrados (2). Ahora bien, así como los amigos más aburridos son aquellos con los que jamás tenemos controversias, los enemigos más interesantes y, por eso mismo, más inquietantes no son los más rotundos, sino aquellos otros con los que todavía compartimos algún parecido, algún parentesco, alguna filiación.
Sin duda, el monstruo de Frankenstein cumple con ese requisito a la perfección. No es propiamente un adversario inhumano, alguien extraño al género humano, la alteridad irreconocible: no es, desde luego, una criatura sin sentimientos ni zozobra, incapaz de manifestar afectos como el odio o la ternura; ni tampoco sus toscos costurones son muy diferentes de las cicatrices que roturan nuestra piel; ni, en fin, su perversidad destructora es sustancialmente distinta de la maldad que, en parte y según proporciones variables, nos constituye. Es una cuestión de grado, de escala: es y lo vemos como uno de los nuestros, es y lo tememos como nuestro adversario. Victor Frankenstein, por ejemplo, se refiere a él con frecuencia y con arrogancia como "ser diabólico". Le admitamos o no una designación tan ultrajante, lo cierto es que la invectiva describe bien la condición con la que están investidos él y su creador: Victor cometió la osadía más antigua --ser como dioses-- y el monstruo corre la suerte de Satán y, por eso, es un ángel rebelde, enemigo de Dios, pero ángel, al fin y al cabo, es decir, hecho con la misma sustancia de la que están dotados aquellos que forman su corte áulica.
No es extraño que esa misma condición se refuerce en el caso de Frankenstein mediante determinadas referencias literarias de las que se sirve la propia Mary Shelley en el pórtico de su obra y algunas otras partes: en El paraíso perdido, Milton atribuye a este espíritu maligno el carácter de la rebeldía sombría, indómita y trágica, una rebeldía por la que podemos sentir simpatía o antipatía, pero, a la postre, una rebeldía que también es nuestra para bien o para mal o, mejor, para el bien y para el mal. Por tanto, es esa misma ambivalencia del monstruo la que nos inquieta y la que hace que nos interesemos por él: al interpelarnos, desmiente y afirma lo que somos y lo que creemos ser. Entre otras, esas son las razones que lo han convertido en uno de los mitos más queridos y perdurables de la contemporaneidad. Generaciones y generaciones de lectores o de espectadores se han conmovido, fascinado o atemorizado con la criatura, con el poder letal del que está constituida, con su triste suerte, con la extraordinaria fealdad con la que lo invistió su creador y, en fin, con la profunda tragedia que definió su vida. ¿De verdad hay alguien que pueda permanecer insensible a la atracción que ejerce o a la aversión que provoca? O en su forma novelesca o en su soporte cinematográfico, el monstruo es un personaje en el que nos reconocemos o al que evitamos, pero que, en cualquier caso, forma parte de los fantasmas que frecuentamos.
Como otros, el lector español cuenta con numerosas ediciones de la novela que publicara Mary Wollstonecraft Shelley en 1818. Además, ese mismo lector dispone de un auténtico tesoro cinematográfico en el que se acumulan versiones e imágenes que se inspiran directa o remotamente en la narración original. Cada generación se ha medido con el mito --los mitos no quedan aclarados de una vez para siempre y, además, es difícil tener la certeza de habérselas con el mito original-- y ha tomado el destino que aquél encarna como la triste suerte que a todos nos amenaza o que nos aflige (3). Y esto, ¿por qué? Pues porque, entre otras funciones, el mito lo concebimos como "una forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene. Los mitos son --añadía Rollo May-- patrones narrativos que dan significado a nuestra existencia" (4). De ahí, precisamente, que cada nueva cohorte de contemporáneos se las vea con un caudal narrativo de imágenes varias y de representaciones heteróclitas con el propósito de dispensar sentido a lo que de novedoso y ansiógeno hay en el mundo: no todos los mitos perduran, ya que su permanencia y repetición dependen de la calidad de una narrativa que permita a la vez un significado literal y una potencia ambigua que lo amplifique.
Con ello, el personaje literario, por ejemplo, significa algo históricamente concreto, pero también algo más, y ese algo más --el significado parcial o totalmente amputado de su significante original y saturado con otros nuevos, de acuerdo con Roland Barthes-- es lo que lo convierte en mito (5). Ahora bien, si cada nueva generación incorpora al mito significados que, al menos en parte, son nuevos, ¿quiere eso decir que esas interpretaciones son meramente arbitrarias? Decía Barthes, y no le faltaba razón, que "la significación mítica nunca es completamente arbitraria, siempre es parcialmente motivada, contiene fatalmente una dosis de analogía (...), se necesita una analogía, que es la concordancia del atributo" entre aquel mito y nosotros (6). Esto es, en Frankenstein, cada generación ha podido ver algo análogo o próximo, justo porque la novela posee la suficiente dosis de ambigüedad como para impedir llegar a su significado total y definitivo.
A partir de todo lo anterior, convendría preguntarse si se justifica una nueva edición en castellano de aquella novela. Desde mi punto de vista, siempre es bueno volver sobre aquellos textos que son o forman parte de nuestro patrimonio de imágenes, sentimientos e ideas. Para el caso que nos ocupa, las ediciones recientes de Frankenstein podemos agruparlas en dos tipos. Hay algunas, en primer lugar, que están motivadas por la novedad cinematográfica: la coincidencia mercantil de la que antes hablábamos ha llevado, por ejemplo, a reimprimir viejas versiones con el propósito razonable de sacar provecho de lo que es una publicidad planetaria. No hay nada que objetar o deplorar en lo que es una sabia y razonable operación comercial parasitaria de un marketing gratuito. Hay otras, sin embargo, --otra, deberíamos decir mejor-- que tratan de sustraerse a esa corriente y que asumen la condición del libro extemporáneo que, según decía José Lezama Lima, exige la permanencia y el reposo en el anaquel. Me refiero, en este caso, a la edición que al cuidado de Isabel Burdiel y bajo el sello de Cátedra se publica ahora con una extensa introducción y estudio crítico, y que es lo que justifica este texto (7).
Digámoslo sin mayores preámbulos y sin los ambages académicos que son fruto de la desconfianza o del desdén encubierto: esta edición de Frankenstein y el texto de la profesora Burdiel que lo acompaña me han entusiasmado y asombrado, justificando, desde mi punto de vista, la lectura o la relectura de la novela de Mary Shelley. Me ha entusiasmado porque dice lo que yo siempre he querido ver en aquel libro, cierto, pero también y principalmente porque dice mucho más de lo que yo mismo sabía, sospechaba, intuía o presumía. Es decir, no sólo confirma algo que ya sabemos explícitamente, sino que, sobre todo, nos describe un universo intra y extratextual cuya urdimbre se traza a partir de las innumerables referencias que tienen cabida en la novela y cuya exhumación depende de una lectura rica, prolija y atenta. Por otro lado, la introducción de Isabel Burdiel me ha asombrado, no porque desconfíe de la competencia de quien la elabora, en este caso su especialidad es la historia contemporánea, sino porque no consigo explicarme cómo hemos podido llegar hasta 1996 sin una --sin esta-- edición crítica de Frankenstein. Detallemos, pues, las razones de este entusiasmo y de este asombro.
Refiriéndose a uno de sus personajes más celebrados, a Menocchio, el historiador italiano Carlo Ginzburg admitía la ambivalencia de sus resultados, de su investigación. La exégesis le había permitido decir, conjeturar o afirmar muchas cosas de quien antes sólo podía postularse el anonimato o la incomprensión, es decir, la operación cognoscitiva le había permitido arrojar luz sobre aquella zona de sombra que ocultaba la acción, las decisiones y los pensamientos de aquel extraño e irrepetible molinero. La iluminación, añadía Ginzburg, nos permite distanciarnos del neopirronismo estetizante de Foucault, por ejemplo, quien siempre invocaba la impropiedad de hablar por los otros, al tiempo que rechazaba lo que, para él, era el acto de violencia que hay detrás del cógito cartesiano. Por contra, un conocimiento moderadamente sólido era, de acuerdo con Ginzburg, aquello que de manera razonable podía esperarse de y podía lograrse con la investigación: una forma de escapar de la tentación y del "embeleco estúpido de lo exótico y lo incomprensible" de un cierto irracionalismo estetizante en el que se ha instalado una parte de la crítica filológica o histórica reciente. Ahora bien, Menocchio, apostillaba Ginzburg, perteneció a "un mundo oscuro, opaco, y al que sólo con un gesto arbitrario podemos asimilar a nuestra propia historia", un mundo, en definitiva, cuyo conocimiento no podemos liquidar y en el queda y quedar un "residuo de indescifrabilidad que resiste todo tipo de análisis" (8).
En la introducción que Isabel Burdiel ha hecho de Frankenstein ocurre algo similar: esto es, en el análisis desarrollado, que ilumina hechos y aspectos oscuros que concurrieron en la escritura de la novela, la autora no se abandona a la osadía intelectual de decirlo todo, no se entrega a la tentación más común que la academia patrocina, la de aclararlo todo. El resultado, en efecto, no es exactamente el de un Frankenstein aclarado o liquidado de manera unívoca: hay, como dice la introductora, una parte o un fondo "que hoy todavía inquieta y sorprende", un fondo que "se resiste a ser explicado" y que las interpretaciones radical o conservadora, las contemporáneas a la propia obra, no agotan; hay, en palabras de Isabel Burdiel, una "potencia mítica" en Frankenstein, una potencia mítica, añadiríamos nosotros, que resiste los intentos más tenazmente desmitificadores de la descodificación histórica y filológica. A algo similar se refería Fernando Savater hace años, aludiendo justamente a narraciones que, como la que ahora nos ocupa, han formado parte de nuestra educación sentimental: la desmitificación no mejora nuestra comprensión de los textos; es, por contra, una igualación absurda y una auténtica amputación (9). ¿Por qué razón? Pues porque lo que convierte en mítico un relato no es aquello que comparte con otros textos, sino, al contrario, aquello otro que lo hace irrepetible más allá de la fórmula de éxito que algún avispado quiera plagiar.
Ahora bien, admitir la inanidad de ciertas interpretaciones no le lleva a la introductora a hacerse cómplice de ciertos usos recientes de ese neopirronismo estetizante que antes mencionábamos: no hay, pues, una confusa entrega al escepticismo hermenéutico. El resultado es la descripción de un cierto Frankenstein, un Frankenstein posible: un Frankenstein verdadero --si se nos permite un adjetivo tan deliciosamente anticuado-- de acuerdo con los conocimientos que se tienen de su propia época y de sus condiciones de producción; de acuerdo con nuestra sensibilidad contemporánea y, por tanto, de acuerdo con nuestra doble filiación ilustrada y romántica; de acuerdo con las inquietudes que aún hoy nos provoca su potencia mítica; y, en fin, de acuerdo con las resonancias que esas innumerables referencias provocan en Isabel Burdiel y en los lectores inteligentes que la han precedido y sobre las que ella misma se apoya. Dicho en otros términos, en la introducción hay iluminación, pero hay también ese residuo de indescifrabilidad que todo exégeta respetuoso acepta como inevitable y hasta como deseable.
Isabel Burdiel ha dividido su texto en varias partes, partes que nos ilustran acerca de las unidades de construcción de la novela, acerca del significado que cabe atribuir a una historia convertida en argumento literario y acerca de las instrucciones de lectura y de los usos pragmáticos con los que ha sido investida. La primera, titulada "Entre los elegidos", constituye una aproximación histórica a ciertos aspectos de la biografía de Mary Shelley. Precisemos: no es una biografía, es, por contra, una inspección sobre ciertos avatares personales, familiares o históricos que o son contemporáneos de la novela o que, sin serlo, se revelan pertinentes para una mejor comprensión de lo que fueron sus condiciones de producción. No se trata de aceptar la intromisión de la voz autorial en lo que es la función narrativa; no se trata tampoco, como la propia introductora advierte, de convertir "la Historia (con mayúsculas) (...) en fuente de significado para una historia (con minúsculas) y para unos personajes, que son símbolos de algo que no son ellos mismos o que, en todo caso, está situado fuera de ellos".
En ocasiones, un cierto uso perverso e incompetente de la literatura por parte de los historiadores se ha basado en operaciones como la que denuncia Isabel Burdiel: un reduccionismo mecanicista basado en formas más o menos degradadas de una teoría del reflejo sedicente o remotamente lukacsiana, en el mejor de los casos, ha dado como resultado tristísimas e inapropiadas explicaciones. Ahora bien, enfrentar la rudeza analítica de la que hace gala un cierto realismo genético --por emplear las palabras de Darío Villanueva (10)--, adoptando la posición contraria, no es tampoco la mejor solución: aquello que es la negación de una mentira no es, por necesidad, una verdad. Pues bien, la lectura de Frankenstein, como nos demuestra con tino Isabel Burdiel, no puede ignorar la fuente de conflictos internos de Mary Shelley que lo alumbran ni tampoco la intertextualidad explícita o implícita que resuena en su interior, pretextando la muerte del referente o la abolición del autor. Una cierta crítica contemporánea ha ido más all de lo razonable en este asunto y ha convertido en palabra de orden la eliminación de lo extratextual invocando la autorreferencialidad del propio texto. Con mejor o peor fortuna, salimos hoy de esas antítesis exigiéndonos una competencia transcultural que enriquezca los textos y que nos los empobrezca.
En buena medida, lo que hace Isabel Burdiel en esa primera parte de su introducción se encamina en esta dirección y, gracias a sus juiciosos comentarios, podemos comprobar la pertinencia y la oportunidad de esas informaciones acerca de Mary Shelley, de sus dudas y de sus incertidumbres: de sus tratos con un padre inteligente, distante, culto e incoherente; con una madre radical y brillante, aunque fallecida y, por tanto, ausente desde su mismo alumbramiento; con un marido al que profesó un apasionado amor y con el mantuvo una rivalidad que a ambos dañó; con ella misma, ambivalente en su doble condición de hija del radicalismo y crecientemente moderada; y, en fin, con una sociedad, la suya, que se veía sacudida por la gran transformación que se operaba en su interior y por la mudanza extraña que iba adoptando el mundo.
La segunda parte nos introduce en la composición de la obra, en la autoría evidente (Mary W. Shelley) o en la paternidad supuesta (Percy B. Shelley) a las que pueda deberse, y en el mapa de lecturas que la narración provoc" o, mejor, en el dédalo de interpretaciones que la propia autora, su marido o sus contemporáneos auspiciaron a partir de sus respectivos horizontes de expectativas. Bajo el epígrafe de "Historias de fantasmas" --título en el que se observa el aprecio literario que la autora siente por Javier Marías (11), al que cita--, se trataba de comprobar, por decirlo con Edgar Poe, hasta qué punto hubo consonancia entre su presunta y declarada filosofía de la composición y lo que, por otro lado, los lectores quisieron ver, lo que algunos creyeron entender o, en fin, lo que la propia Mary Shelley quiso imponer como interpretación canónica en su edición de 1831 (12).
Además de unos apéndices finales, la introducción se completa con una imprescindible parte tercera, bellamente titulada "La identidad monstruosa". En ella se emprende un análisis del mito, de la arquitectura narrativa que le sirve de soporte y, a la postre, de la lectura que hoy, como contemporáneos, podemos consentirnos: dicho en otros términos, hay aquí un examen de la sintonía que pueda darse entre su fábula y su trama, entre la historia que se nos cuenta y el ordo artificialis que la autora le dio a su novela. Como tratar de subrayar inmediatamente, es esta parte la que constituye el corazón del texto, la aportación más original y, en fin, la contribución más sobresaliente. ¿Sobresaliente, desde qu punto de vista? La respuesta est en este caso en estrecha y, si se quiere, en paradójica consonancia con lo que es la competencia profesional de Isabel Burdiel: su condición de historiadora. En efecto, aquella parte más decididamente textual, aquella parte en la que lo que se trata y analiza es la estructura narrativa, es lo que con frecuencia ni pueden ni saben resolverla los historiadores que se enfrentan a la literatura. En Isabel Burdiel ocurre justamente lo contrario: es ah! cuando vemos la historia en la narración, no esa historia externa dispensado sentido desde fuera, sino la historia que se materializa en la forma literaria y en la arquitectura del relato. Veámosla, pues.
Como se sabe, la novela está estructurada de acuerdo con tres narraciones diferentes y envolventes: una correspondería a Robert Walton, que engloba a las restantes y que se completa con los diálogos que aquél mantuvo con los principales protagonistas; otro relato es el de Victor Frankenstein, relato que éste transmite al anterior y que escribe reproduciendo y transcribiendo sus palabras, según su declaración, con la mayor fidelidad posible; y, en fin, otra narración, la del monstruo, relatada a Victor por la propia criatura y, posteriormente, rememorada por su creador para Robert Walton. Son tres relatos cuya información se transmite de acuerdo con sus respectivos puntos de vista, aunque para ser exactos la voz narrativa sólo sea una, la de Robert Walton, primer destinatario de las noticias de Victor y del monstruo y, a la vez, narrador de esas peripecias a su hermana, Margaret Walton Saville, corresponsal ausente e improbable de unas cartas de imposible destino.
Isabel Burdiel pone el énfasis adecuado en estos recursos. De hecho, es la clave analítica que sostiene su tesis: la del conflicto de interpretaciones que la novela suscita como consecuencia de las diferentes versiones de la verdad que en sus páginas se despliegan. Hay, pues, modernidad en estos artificios, unos artificios que disuelven la tiranía y la inverosimilitud de la voz autorial y del narrador omnisciente. La estructura de la novela es, como decíamos, envolvente, y se materializa, en las propias palabras de la introductora, en una serie de "narrativas concéntricas", es decir, en una espiral de relatos que constituyen la forma embrionaria del perspectivismo contemporáneo. En ese sentido, destaca su polifonía bajtiniana, esto es, la pluralidad "de voces superpuestas y en conflicto que pugnan por hacerse comprender, por justificarse, por exponer sus ambiciones y sus fracasos, sus experiencias y sus sentimientos". ¿Adoptar esta estructura es sólo un recurso formal? No, por cierto: "el estilo y la técnica narrativa de Frankenstein --añade-- se convierten (...) en ideología", o, mejor aún, "el cómo se cuenta forma parte de aquello que se cuenta, son un todo inseparable".
¿Por qué razón? Porque la información y el punto de vista de las distintas narraciones son literalmente diferentes y en cada una de ellas se implica la verdad de los hechos sucedidos y su interpretación, el significado de la propia vida y la responsabilidad de los actos que la definen. Tenemos dificultad de establecer quién tiene razón, quién está más próximo a la verdad, quién argumenta mejor, quién es coherente o inconsistente, quién y cómo es responsable y, en fin, de quién nos sentimos más solidarios. Como apunta con tino Isabel Burdiel, "la obra de Mary Shelley es, sobre todo, una reflexión sobre las nociones de verdad y de juicio moral en relación con la problemática (...) del ser y sus representaciones". Si eso es así, convendremos en que no hay una interpretación unívoca del significado y del potencial mítico de Frankenstein, como tantas veces se ha intentado, incluso a partir de la propia falsilla de lectura que la autora propuso en 1831.
No es de Mary Shelley, como autora empírica o como introductora según el texto de 1831, de quien depende la verdad del relato; no es tampoco Percy B. Shelley, responsable del prólogo anónimo de la primera edición, quien dicta la interpretación correcta de una narración que no es una ni dispone de una única conclusión cuya enseñanza valga por igual para todos los narradores internos de la novela; no hay tampoco un uso pragmático dominante que sus fruidores hayan impuesto sin discusión a partir de su difusión contemporánea. La novela es contradicción, es conflicto y, como apostilla Isabel Burdiel, "el carácter mismo de la noción de verdad se convierte en problemático y, con él, la confianza en las operaciones del conocimiento racional como garante del descubrimiento de alguna solución unívocamente verdadera que traiga con ella el final de la incertidumbre". Nos guste o no nos guste, convendrán conmigo en que esta discusión acerca de la verdad y de sus versiones forma parte de nuestras urgencias actuales, es decir, que nuestra lectura subraya y destaca algo que est en la propia novela pero que sólo ahora estamos en disposición de exhumar. Esta dificultad epistemológica --es decir, estos relatos contradictorios e insuficientes que se oponen, que no se complementan, multiplicando en cambio las perspectivas contrarias-- tiene implicaciones morales en la medida en que la discriminación de lo que juzgamos como bueno pueda verse afectada.
Los personajes principales son, sobre todo, individuos que emprenden una serie de actos, que toman decisiones, que eligen, en definitiva, por reducidas que sean sus posibilidades. Pueden hacer el bien o el mal, pueden mostrar piedad o crueldad, benevolencia u hostilidad. Las desiguales opciones que se les plantean son objeto, precisamente, de evocación narrativa, y sus relatos son, en principio, racionalizaciones de sus decisiones para el bien o para el mal. Si Frankenstein sólo fuera eso, la conclusión epistemológica sería la del relativismo, es decir, la de la incapacidad para establecer la verdad y, en consecuencia, para determinar qu sea lo legítimo. Pero hay algo más: no hay mero conformismo en aceptar resignadamente las narrativas en competencia.
Lo que hace interesantes e inquietantes sus rememoraciones es la única certidumbre final que a Victor y al monstruo les queda: una matizada autocrítica y una duda acerca de sí mismos que se expresa en el reconocimiento de la ambivalencia de las propias acciones, y en la admisión de la incompatibilidad de las distintas soluciones. Isabel Burdiel cita al respecto, y muy pertinentemente, el análisis que realizara Isaiah Berlin de una tesis en la que han creído los occidentales desde antiguo y que, en sus versiones extremas, ha mostrado una auténtica derivación perversa. En El fuste torcido de la humanidad se indica repetidamente que, en efecto, Occidente ha creído, a partir de un cierto momento, que a un problema corresponde una sola solución verdadera, que esta solución global y definitiva es cognoscible y que, por ser verdadera, no puede entrar en contradicción con otras soluciones igualmente verdaderas enunciadas para otros problemas. Esta tesis, que conduce a la ilusión de la solución final, en el sentido más totalitario del término, niega la pluralidad, agosta la contradicción y elimina artificialmente las inevitables inconsistencias e incoherencias que definen de manera irremediable nuestro conocimiento y nuestras decisiones morales (13).
En Frankenstein, por el contrario, no hay solución final, no hay interpretación única: ni siquiera en el caso de escuchar sólo la voz autorial como responsable de las narrativas concéntricas podemos concluir con una lectura integralmente coherente, como, por otra parte, la propia Mary Shelley pretendió en 1831. ¿Por qué? Por las propias y ricas inconsistencias en las que se enreda la autora, por la fuente contradictoria de sus imágenes y de sus informaciones, por la ambivalencia de sentido con la que están investidas sus palabras y, en fin, por la intertextualidad y por la mezcla de géneros y tradiciones que voluntaria o involuntariamente tuvieron su expresión en aquellas páginas. Pero también y sobre todo por los relatos diferentes que dan forma a la novela. No hay solución final, cierto, pero tampoco hay su contrario: la integridad y la polivalencia de los relatos, y el encastillamiento autosuficiente de los narradores. Ni Victor ni el monstruo, que tienen versiones diferentes de la verdad y de la responsabilidad que cabe atribuir a sus acciones, están completamente seguros de lo correcto de su percepción. Más aún, deploran la incompatibilidad de esas distintas soluciones y aceptan, al final, la principal carencia de sus narraciones y de sus conductas: la empatía. Precisemos brevemente este argumento, que, además, constituye un dato relevante --el dato relevante-- subrayado por Isabel Burdiel.
Empezaremos por las cartas que dan inicio a la novela y que, como sabemos, se deben a un tal Robert Walton. Se trata, por lo que él mismo confiesa en esa introducción epistolar dirigida a su hermana Margaret, de un joven capitán inglés de veintiocho años que ha emprendido un arriesgado viaje al Polo Norte espoleado por una ardiente aunque temeraria imaginación. Entre otras novedades le cuenta el hecho sorprendente de dos apariciones en aquel paraje inhóspito: la primera parece ser la figura de un salvaje en trineo cuyo vestigio se pierde y que, más adelante, en el capítulo cuarto del primer volumen, sabremos que corresponde al monstruo; la segunda aparición, también en trineo y en estado de ruina física, es la de un extranjero melancólico y culto, al que Robert quiere profesar su amistad después de haberlo rescatado. Por alguna razón, aquel extranjero, un súbdito ginebrino de nombre Victor Frankenstein, le abre su corazón y le dice estar dispuesto relatarle las desventuras y los dolorosos sucesos que le han conducido a aquel estado de degradación en aquel insólito paraje. Hasta aquí, y en forma de narración epistolar, tan característica del siglo XVIII, hallamos el proemio de la historia que va a ser contada, una historia de un curso de acción y las consecuencias que le suceden. El lector conoce en lo esencial a qu acción nos referimos. Aludimos, en efecto, a una empresa que fue una osadía y a los efectos perversos que se derivaron de su consumación, la mayor osadía, en definitiva, jamás alumbrada: "la creación de un ser humano", tarea que le esclavizó como una obsesión insana, como una auténtica pasión, durante dos años y que logró ejecutar finalmente infundiendo vida a una criatura hecha de fragmentos de cadáver, una criatura de visión repugnante, monstruosa.
La creación del monstruo, los precedentes que como indicios biográficos anunciaban la obsesión insana de Victor, y las consecuencias de aquella acción se narran de acuerdo con capítulos convencionales. Es decir, abandonando propiamente el género epistolar, la novela adquiere la forma de una evocación en primera persona, una rememoración de Victor Frankenstein que integra, a su vez, otra rememoración del monstruo que creó y a quien se vio obligado a escuchar en un determinado momento. Lo que sigue, pues, es el manuscrito que Robert Walton escribir en las noches de una semana, del veinte al veintiséis de agosto de 17..., de acuerdo con la información y con las palabras que el extranjero le transmita y que el capitán logre reproducir, información y palabras que corresponden a dos puntos de vista: al de Victor Frankenstein y al del monstruo, relato el de este último al que accedemos de acuerdo con la propia evocación que su creador transcribe. Por tanto, el artificio literario del manuscrito --naturalmente, un manuscrito-- es, en este caso, paradójico: quien lo escribe no es a quienes afecta. La autora empírica es consciente de ello y por eso, muchas páginas después, cuando la trama está a punto de consumarse, da pistas al lector acerca de la adecuación de este artificio: de ese modo, hace intervenir a quien narra --el extranjero-- que no es quien escribe --Robert Walton-- en la propia escritura del relato. ¿Cómo? Corrigiendo las notas manuscritas y aumentándolas, "sobre todo en los diálogos con su enemigo, a los que dotó de mayor autenticidad". De ese modo, la voz narrativa de Walton adquiere, en lo esencial, la función de mero transcriptor.
Cuando, al final, Robert Walton recupera la forma epistolar es porque han concluido ambos relatos: el de Victor, el del monstruo y nuevamente el de Victor. Es entonces cuando Walton se las tiene que ver con el amigo que, al acabar su propia narración, muere y con el mismísimo monstruo, que después de una larga y mutua persecución, admite también la autoimolación como destino y como solución. Es entonces también cuando el lector confirma la ambivalencia de los dos relatos. Por una parte, Victor reconoce, al final, "el deber" que contraía como creador "de asegurarle toda la felicidad y bienestar que me fuera posible" a quien era un producto de su osadía, y, a la vez, sobre él recaía la obligación para con la humanidad, es decir, enfrentar y conjurar el riesgo que aquella monstruosa creación tenía para "mis semejantes". Pues bien, ninguna de las dos acciones responsables, ciertamente incompatibles entre s! como soluciones verdaderas, se adoptan de inmediato. La huida, la irresponsabilidad y la inacción sólo se abandonarán cuando haya la certidumbre de la maldad del monstruo, esto es, cuando Victor sepa fehacientemente que es a la diabólica criatura a quien cabe atribuir la culpabilidad de los crímenes que se suceden. Es entonces, en efecto, cuando, ante las demandas del monstruo, el osado ginebrino intentar crear con repugnancia a una compañera que d sociabilidad y relación a un ser que est literalmente solo en el mundo. Pronto renunciar a dicha empresa y se juramenta, en nombre de la humanidad y de la obligación que con ella tiene contraída, para acabar con el monstruo. Es, pues, el suyo el itinerario de una fatalidad, de un destino que él mismo se ha labrado pero al que debe hacer frente optando entre soluciones incompatibles.
Por otra parte, también el relato del monstruo acaba investido por una ambivalencia similar. En principio, aquello que fue la narración de sus primeros años era la evocación de la inocencia prístina de quien la sociedad aún no ha corrompido. Ahora bien, no hay inocencia presocial como él mismo ingenuamente reclama, hay, por contra, una máscara que a todos nos identifica: la mirada del otro nos constituye y también a la criatura la convierte en monstruo, como con gran tino nos recuerda Isabel Burdiel. La venganza de aquella criatura se dirige contra la humanidad que lo rechaza y, personalizando, contra aquel que debiéndole la vida se convierte en un padre ausente, irresponsable, horrorizado de su propia obra. Sin embargo, al final, cuando Walton tropieza con el monstruo, éste se lamenta del delirio, de la pasión irrefrenable que le ha convertido en un ser depravado y de la muerte de quien le infundió el hálito vital. Como protestó en algún momento, si era malo, es porque era desgraciado, porque se le habían amputado las condiciones mismas de la humanidad. Ahora bien, eso no le exculpa: la maldad se ha enseñoreado de su vida y siente repulsión de s! mismo, no por la fealdad que lo define, sino por la destrucción y la muerte que ha sembrado y de la que también fatalmente se siente responsable.
En conclusión, no sólo hay narrativas en conflicto, no sólo debemos admitir la modernidad de Frankenstein por el perspectivismo narrativo que admite y por la colisión de los relatos: hay, además, incertidumbre acerca de la propia versión de los hechos, dudas acerca de la lógica de los propios actos. Es decir, si no hay una solución final coherente y global eso no implica que debamos aceptar su contrario, una pluralidad inconmensurable de versiones bien fundadas y autosuficientes, sino que, por contra, conviene dudar incluso de la bondad y de la consistencia de nuestra narración y de nuestras soluciones. Por eso mueren Victor y el monstruo: ambos se saben finalmente atrapados por contradicciones a la hora de enfrentar soluciones que no son compatibles entre sí. Pero, además, el propio yo queda seriamente aquejado de inconsistencia, hecho de partes, concluye Isabel Burdiel, y descrito a partir de "una noción de identidad (...) que se adivina inevitablemente conflictiva y poblada de fantasmas" que no es otra cosa que "un viaje que conduce al íntimo y doloroso sentimiento de una fragmentación insuperable". Y de ello, al menos al final de la novela, son copartícipes Frankenstein y el monstruo.
Por tanto, los costurones del yo no son sólo los de la criatura roturada, sino también son los propios del individuo contemporáneo, esa persona-máscara que, como añade la introductora, "se cuestiona a sí misma y busca --infructuosamente-- la unidad del ser". Frankenstein da fuerza a esta evidencia histórica y, desde mi punto de vista, recoge algunas de las mejores tradiciones de la cultura occidental: las que se fundamentan en la idea de tolerancia y en el respeto al otro a partir del propio reconocimiento de la identidad fragmentada del yo. Estoy pensando, por ejemplo, en Michel de Montaigne y en su conocido texto acerca de "la inconstancia de nuestros actos". Como el lector recordará, es en algún pasaje de ese ensayo en donde Montaigne afirma que "los buenos autores hacen mal en obstinarse en formar de nosotros una manera de ser sólida y constante" siendo como somos ejemplo y emblema insuperable de inconstancia y de inconsistencia. La "variación y contradicción que en nosotros se da" no son, sin embargo, un mal a corregir o una dolencia a sanar: son, por contra, nuestra propia constitución. "Todas las contradicciones --añade Montaigne en su particular autoanálisis-- se dan en mí alguna vez y de alguna forma. Vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado; ingenioso, atontado; iracundo, bondadoso; mentiroso, sincero; sabio, ignorante, y liberal, y avaro, y pródigo, todo ello véolo en mí a veces, según qué giro tome". Es por eso que no estamos equipados con una identidad única, e, incluso, esa misma creencia es engañosa: somos como un monstruo hecho de fragmentos; o, como el propio Montaigne concluye, "estamos todos hechos de retazos y somos de constitución tan informe y diversa que cada pieza, a cada momento, juega su papel. Y existe tanta diferencia entre uno y uno mismo, como entre uno y los demás" (14). Es decir, la diferencia no sólo está en los otros, la diferencia está en mí.
Al menos desde las grandes convulsiones del setecientos, desde la materialización del proyecto moderno, los contemporáneos se asombran de su poder, se admiran de su capacidad demiúrgica, pero, a la vez, perciben lo que hay de extraño en todo ello: sienten extrañeza, es decir, lo que hay de raro y de diferente en lo que nos constituye; y sienten extrañamiento, esto es, se viven como transterrados, como desplazados en un mundo, su mundo, en incesante cambio. Es por eso que añoran aquello que creen que fue la unidad del ser, la identidad sin fisuras, la paz primordial, la utopía arcádica. Pero su propio avance les hace comprender inmediatamente que lo extraño está en el corazón mismo del mundo moderno o, mejor, que lo extraño está dentro de uno mismo (15). Esa es una de las lecciones más profundas que extraemos de Frankenstein: ésa es la verdad frágil de una identidad fragmentada de la que nos habla Isabel Burdiel.
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NOTAS
(1) Sobre estos asuntos, es decir, sobre la relación del cine más reciente con los mitos se extiende sugestivamente Román Gubern en su libro Espejo de fantasmas. De John Travolta a Indiana Jones. Madrid, Espasa-Calpe, 1993, aunque, por la fecha de conclusión del trabajo, el autor no puede llegar a las últimas producciones de Hollywood que mencionamos. En concreto, en su capítulo titulado "Pesadillas", el análisis abarca desde Tiburón (1975) hasta Terciopelo azul (1986).
(2) Las referencias que aqu! se dan proceden de Emile Cioran, Ensayo sobre el pensamiento reaccionario y otros textos. Barcelona, Montesinos, 1985; y, por otro lado, de Isaiah Berlin, Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas. Madrid, FCE, 1992.
(3) Algunas de estas ideas las tomo en préstamo de Claude Lévi-Strauss, en concreto de sus estudios sobre las Mitológicas. Una revisión reciente sobre el asunto puede hallarse en Claude Lévi-Strauss y Didier Eribon, De prop i de lluny. Palafrugell, Oríon 93, editores, 1990. Aunque desde otra perspectiva, la función cognoscitiva y apaciguadora del mito ha sido destacada por otro autor del que me he servido: Rollo May, La necesidad del mito. La influencia de los modelos culturales en el mundo contemporáneo. Barcelona, Paidós, 1992.
(4) May, La necesidad..., p. 17.
(5) Roland Barthes, Mitologías. México, Siglo XXI, 1988, pp. 199 ss.
(6) Barthes, Mitologías..., pp. 218-219.
(7) Isabel Burdiel, "Introducción", en Mary W. Shelley, Frankenstein. Madrid, Cátedra, 1996.
(8) Las referencias corresponden a: Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI. Madrid, Muchnik editores, 1981; y a Michel Foucault, Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano... Barcelona, Tusquets, 196.
(9) Fernando Savater, La infancia recuperada. Madrid, Taurus, 1976, p. 14.
(10) Darío Villanueva, Teorías del realismo literario. Madrid, Instituto de España-Espasa Calpe, 1992, pp. 15 ss.
(11) El fantasma, como él mismo admite y proclama, forma parte de los tópicos literarios de Javier Marías. Véanse sus libros Literatura y fantasma. Madrid, Siruela, 1993; y Vida del fantasma. Madrid, El País-Aguilar, 1995.
(12) Como se sabe, la "Filosofía de la composición", de Edgar Allan Poe (Ensayos y críticas. Madrid, Alianza ed., 1973, pp. 65-79) es la supuesta (y, en fin, inevitablemente mendaz) explicación de la génesis del poema El cuervo.
(13) Isaiah Berlin, El fuste torcido de la humanidad. Barcelona, Península, 1992, p. 197. Isabel Burdiel cita esta página justamente porque es ah! en donde Berlin pone esta idea en relación con la crítica que emprende el romanticismo. Sin embargo, ese argumento es reiterado una y otra vez por este autor a lo largo del libro y de algunos otros suyos.
Por otra parte, la relación Berlin-Romanticismo le lleva indirectamente a la autora a la que creo que es su afirmación más atrevida y discutible: aquella según la cual seríamos más deudores del Romanticismo que de la Ilustración. Isabel Burdiel cita a Berlin y su artículo sobre el Romanticismo, pero lo que no dice es que el horizonte pluralista de Berlin no es ortodoxamente romántico a fuer de antiilustrado o posilustrado: es, como él mismo lo admite, irremediablemente moderno e ilustrado, en tanto que creyente en ciertos valores universales, tesis pluralista contraria al estricto relativismo que vincularía la reacción romántica con el radicalismo posmoderno. Tal vez, como señalaba recientemente Fernando Savater en su Diccionario filosófico (Barcelona, Planeta, 1995, pp. 414-415), ser modernos hoy es reconocerse ilustrados y románticos: universalistas dotados de ironía y de reticencia románticas.
(14) Michel de Montaigne, Ensayos. Madrid, Cátedra, 1987, II, 1, pp. 9-17. Subrayado nuestro.
(15) Algunas de estas ideas, que se añaden con otras palabras a la tesis de Isabel Burdiel, las tomo explícitamente en préstamo de Julia Kristeva, Extranjeros para nosotros mismos. Barcelona, Plaza y Janés, 1991, sobre todo, pp. 205 ss.; y también de Emilio Lamo de Espinosa, La sociedad reflexiva. Madrid, CIS, 1990, pp. 27 ss.