Frankenstein en la Academia.

                                                      Literatura e historia cultural

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

 

Publicado en Claves de razón práctica (núm. 66, 1996, págs. 68-73).

 

 

"Resulta  desagradable  ver en  la especie humana tantas  deformidades y por  eso tenemos horror de los y los miserables,  pues  son  de nuestra especie  y representan  a los ojos de cada cual su  propia infelicidad".  

 

Tomaso Campanella, La ciudad del sol.

 

 

 "Lo que llamamos monstruos no lo  son  para Dios,  que ve en la inmensidad de su obra la infinitud de las formas que en ella  ha comprendido  (...). Llamamos  contra  natura aquello que acaece contra la  costumbre;  nada es sino según ella,  sea como sea. Expulse de nosotros esta razón universal y natural, el error y el asombro que la novedad nos produce".

 

Michel de Montaigne, Ensayos, II, 30.

        

        

        

 

         Hace unos meses,  una feliz coincidencia mercantil de la industria cinematográfica nos permitió resucitar a algunos de los muertos más ilustres de la tradición occidental.  Gracias a dicha operación,   pudimos   disfrutar  a  la  vez  con  Drácula,   con Frankenstein y con los dinosaurios:  Coppola, Branagh y Crichton-Spielberg  conspiraron a favor de nuestra  imaginación,  salvando para nuestro deleite a quienes,  sin duda,  son los mejores y más clásicos  enemigos  del  hombre  (1).  Entiéndaseme.  No  es  una boutade,  es una verdad que, de puro obvia, deviene trivial: es a partir de nuestros rivales que nos definimos,  justamente  porque nos desmienten,  y, como alguien dej" dicho, es a los adversarios a quienes debemos la atención y la deferencia que nos brindan con su odio,  con su ojeriza o con su hostilidad. Hay elogios que dan miedo:  al  fin y al cabo,  nos obligan a estar a la altura de la alabanza  hiperbólica,  como dice Cioran que le pasó al Papa  que recibió  la inmoderada apología de Joseph de  Maistre.  Hay,  por contra,  enemistades  cuyas  diatribas  nos  resultan  mucho  más favorecedoras:  ponen  el énfasis en este o en aquel  aspecto  de nuestro  yo con lo que nos prestan un auxilio involuntario en  el proceso  de  autoconocimiento,  como sugiere Isaiah  Berlin,  por ejemplo,   al  defender  la  ventaja  ilustrada  de  leer  a  los contrailustrados  (2).  Ahora  bien,  así  como  los  amigos  más aburridos  son aquellos con los que jamás tenemos  controversias, los enemigos más interesantes y,  por eso mismo, más inquietantes no son los más rotundos,  sino aquellos otros con los que todavía compartimos algún parecido, algún parentesco, alguna filiación.

 

         Sin  duda,  el monstruo de Frankenstein cumple  con  ese requisito  a  la  perfección.  No es  propiamente  un  adversario inhumano,   alguien  extraño  al  género  humano,   la  alteridad irreconocible:  no es, desde luego, una criatura sin sentimientos ni  zozobra,  incapaz  de manifestar afectos como el  odio  o  la ternura;  ni  tampoco sus toscos costurones son muy diferentes de las  cicatrices  que  roturan  nuestra  piel;   ni,  en  fin,  su perversidad destructora es sustancialmente distinta de la  maldad que,  en parte y según proporciones variables, nos constituye. Es una cuestión de grado,  de escala:  es y lo vemos como uno de los nuestros,  es  y  lo  tememos  como  nuestro  adversario.  Victor Frankenstein,  por ejemplo,  se refiere a él con frecuencia y con arrogancia   como  "ser  diabólico".   Le  admitamos  o  no   una designación  tan  ultrajante,  lo  cierto  es  que  la  invectiva describe  bien la condición con la que están investidos él  y  su creador: Victor cometió la osadía más antigua --ser como dioses-- y el monstruo corre la suerte de  Satán y,  por eso,  es un ángel rebelde, enemigo de Dios, pero ángel, al fin y al cabo, es decir, hecho con la misma sustancia de la que están dotados aquellos que forman su corte áulica.

        

         No es extraño que esa misma condición se refuerce en  el caso de Frankenstein mediante determinadas referencias literarias de  las  que se sirve la propia Mary Shelley en el pórtico de  su obra  y  algunas otras partes:  en  El  paraíso  perdido,  Milton atribuye  a  este  espíritu maligno el carácter  de  la  rebeldía sombría,  indómita  y  trágica,  una rebeldía por la que  podemos sentir simpatía o antipatía,  pero, a la postre, una rebeldía que también es nuestra para bien o para mal o,  mejor, para el bien y para el mal. Por tanto, es esa misma ambivalencia del monstruo la que  nos inquieta y la que hace que nos interesemos  por  él: al interpelarnos,  desmiente  y afirma lo que somos y lo que creemos ser.  Entre otras, esas son las razones que lo han  convertido en uno   de   los   mitos  más  queridos   y   perdurables   de   la contemporaneidad.  Generaciones  y generaciones de lectores o  de espectadores  se  han conmovido,  fascinado o atemorizado con  la criatura,  con  el poder letal del que está  constituida,  con  su triste  suerte,  con  la  extraordinaria fealdad con  la  que  lo invistió  su  creador y,  en fin,  con la profunda  tragedia  que definió  su  vida.  ¿De verdad hay alguien que  pueda  permanecer insensible a la atracción que ejerce o a la aversión que provoca? O  en  su forma novelesca o en  su  soporte  cinematográfico,  el monstruo  es  un  personaje en el que nos reconocemos  o  al  que evitamos,  pero  que,  en  cualquier  caso,  forma parte  de  los fantasmas que frecuentamos.

        

         Como  otros,  el  lector español  cuenta  con  numerosas ediciones  de la novela que publicara Mary Wollstonecraft Shelley en 1818.  Además, ese mismo lector dispone de un auténtico tesoro cinematográfico en el que se acumulan versiones e imágenes que se inspiran  directa o remotamente en la  narración  original.  Cada generación  se  ha  medido  con el mito  --los  mitos  no  quedan aclarados de una vez para siempre y,  además, es difícil tener la certeza  de  habérselas  con el mito original-- y  ha  tomado  el destino  que aquél encarna como la triste suerte que a todos  nos amenaza  o que nos aflige (3).  Y esto,  ¿por qué?  Pues  porque, entre  otras funciones,  el mito lo concebimos como "una forma de dar  sentido a un mundo que no lo tiene.  Los mitos son  --añadía Rollo  May-- patrones  narrativos que dan significado  a  nuestra existencia" (4).  De ahí, precisamente, que cada nueva cohorte de contemporáneos  se las  vea con un caudal narrativo  de  imágenes varias  y  de representaciones heteróclitas con el  propósito  de dispensar  sentido  a  lo que de novedoso y ansiógeno hay  en  el mundo:  no  todos  los mitos perduran,  ya que su  permanencia  y repetición dependen de la calidad de una narrativa que permita  a la  vez  un  significado literal y una potencia  ambigua  que  lo amplifique. 

        

         Con ello, el personaje literario, por ejemplo, significa algo históricamente concreto,  pero también algo más,  y ese algo más  --el  significado  parcial  o  totalmente   amputado  de  su significante original y saturado con otros nuevos, de acuerdo con Roland Barthes-- es lo que lo convierte en mito (5).  Ahora bien, si cada nueva generación incorpora al mito significados  que,  al menos  en  parte,   son  nuevos,   ¿quiere  eso  decir  que  esas interpretaciones son meramente arbitrarias?  Decía Barthes,  y no le   faltaba  razón,   que  "la  significación  mítica  nunca  es completamente  arbitraria,   siempre  es  parcialmente  motivada, contiene fatalmente una dosis de analogía (...),  se necesita una analogía, que es la concordancia del atributo" entre aquel mito y nosotros (6). Esto es, en Frankenstein, cada generación ha podido ver  algo  análogo o próximo,  justo porque la  novela  posee  la suficiente  dosis  de  ambigüedad como para impedir  llegar  a  su significado total y definitivo.

        

         A partir de todo lo anterior,  convendría preguntarse si se  justifica una nueva edición en castellano de aquella  novela. Desde  mi punto de vista,  siempre es bueno volver sobre aquellos textos que son o forman parte de nuestro patrimonio de  imágenes, sentimientos e ideas.  Para el caso que nos ocupa,  las ediciones recientes  de Frankenstein podemos agruparlas en dos  tipos.  Hay algunas,  en  primer lugar,  que están motivadas por  la  novedad cinematográfica:  la  coincidencia  mercantil  de  la  que  antes hablábamos ha llevado, por ejemplo, a reimprimir viejas versiones con  el  propósito razonable de sacar provecho de lo que  es  una publicidad  planetaria.  No hay nada que objetar o deplorar en lo que  es una sabia y razonable operación comercial parasitaria  de un marketing gratuito. Hay otras, sin embargo, --otra, deberíamos decir  mejor-- que  tratan de sustraerse a esa  corriente  y  que asumen la condición del libro extemporáneo que,  según decía José Lezama Lima,  exige la permanencia y el reposo en el anaquel.  Me refiero,  en  este  caso,  a la edición que al cuidado de  Isabel Burdiel  y  bajo  el sello de Cátedra se publica  ahora  con  una extensa introducción y estudio crítico, y que es lo que justifica este texto (7).

 

         Digámoslo  sin  mayores  preámbulos y  sin  los  ambages académicos  que  son  fruto  de la   desconfianza  o  del  desdén encubierto:  esta  edición  de  Frankenstein y  el  texto  de  la profesora   Burdiel  que  lo  acompaña  me  han  entusiasmado   y asombrado, justificando, desde mi punto de vista, la lectura o la relectura de la novela de Mary Shelley. Me ha entusiasmado porque dice  lo  que yo siempre he querido ver en aquel  libro,  cierto, pero también y principalmente porque dice mucho más de lo que  yo mismo sabía,  sospechaba,  intuía o presumía.  Es decir,  no sólo confirma  algo  que ya sabemos explícitamente,  sino  que,  sobre todo, nos describe un universo intra y extratextual cuya urdimbre se  traza  a partir de las innumerables  referencias  que  tienen cabida  en  la  novela y cuya exhumación depende de  una  lectura rica,  prolija y atenta. Por otro lado, la introducción de Isabel Burdiel me ha asombrado, no porque desconfíe de la competencia de quien  la elabora,  en este caso su especialidad es  la  historia contemporánea,  sino  porque  no  consigo explicarme  cómo  hemos podido llegar hasta 1996 sin una --sin esta-- edición crítica  de Frankenstein.  Detallemos, pues, las razones de este entusiasmo y de este asombro.

        

         Refiriéndose  a uno de sus personajes más celebrados,  a Menocchio,  el  historiador  italiano Carlo Ginzburg  admitía  la ambivalencia de sus resultados,  de su investigación. La exégesis le  había permitido decir,  conjeturar o afirmar muchas cosas  de quien   antes   sólo   podía  postularse  el   anonimato   o   la incomprensión,  es  decir,  la  operación cognoscitiva  le  había permitido  arrojar luz sobre aquella zona de sombra que  ocultaba la  acción,  las decisiones y los pensamientos de aquel extraño e irrepetible  molinero.   La  iluminación,  añadía  Ginzburg,  nos permite distanciarnos del neopirronismo estetizante de  Foucault, por ejemplo,  quien siempre invocaba la impropiedad de hablar por los otros,  al tiempo que rechazaba lo que,  para él, era el acto de violencia que hay detrás del cógito cartesiano. Por contra, un conocimiento  moderadamente sólido era,  de acuerdo con Ginzburg, aquello  que  de  manera razonable podía  esperarse  de  y  podía lograrse  con  la  investigación:  una  forma de  escapar  de  la tentación   y  del  "embeleco  estúpido  de  lo  exótico   y   lo incomprensible" de un cierto irracionalismo estetizante en el que se  ha  instalado una parte de la crítica filológica o  histórica reciente. Ahora bien, Menocchio, apostillaba Ginzburg, perteneció a "un mundo oscuro,  opaco, y al que sólo con un gesto arbitrario podemos  asimilar  a  nuestra  propia  historia",  un  mundo,  en definitiva, cuyo conocimiento no podemos liquidar y en el queda y quedar  un "residuo de indescifrabilidad que resiste todo tipo de análisis" (8).

        

         En  la  introducción  que  Isabel Burdiel  ha  hecho  de Frankenstein  ocurre  algo  similar:  esto  es,  en  el  análisis desarrollado,   que   ilumina  hechos  y  aspectos  oscuros   que concurrieron  en  la  escritura de la novela,  la  autora  no  se abandona a la osadía intelectual de decirlo todo, no se entrega a la tentación más común que la academia patrocina, la de aclararlo todo.  El  resultado,  en  efecto,  no es exactamente  el  de  un Frankenstein  aclarado o liquidado de manera unívoca:  hay,  como  dice  la  introductora,  una parte o un fondo  "que  hoy  todavía inquieta y sorprende",  un fondo que "se resiste a ser explicado" y   que   las  interpretaciones  radical  o   conservadora,   las contemporáneas a la propia obra,  no agotan;  hay, en palabras de Isabel  Burdiel,  una  "potencia  mítica"  en  Frankenstein,  una potencia mítica,  añadiríamos nosotros,  que resiste los intentos más tenazmente desmitificadores de la descodificación histórica y filológica. A algo similar se refería Fernando Savater hace años, aludiendo  justamente a narraciones que,  como la que  ahora  nos ocupa,  han  formado parte de nuestra educación  sentimental:  la desmitificación no mejora nuestra comprensión de los textos;  es, por  contra,  una  igualación absurda y una auténtica  amputación (9).  ¿Por qué razón?  Pues porque lo que convierte en mítico  un relato  no  es aquello que comparte con otros  textos,  sino,  al contrario,  aquello  otro que lo hace irrepetible más allá  de  la fórmula de éxito que algún avispado quiera plagiar.

        

         Ahora   bien,    admitir   la   inanidad   de    ciertas interpretaciones no le lleva a la introductora a hacerse cómplice de  ciertos usos recientes de  ese neopirronismo estetizante  que antes  mencionábamos:  no  hay,  pues,  una  confusa  entrega  al escepticismo  hermenéutico.  El resultado es la descripción de un cierto  Frankenstein,  un Frankenstein posible:  un  Frankenstein verdadero  --si  se nos permite un  adjetivo  tan  deliciosamente anticuado-- de  acuerdo con los conocimientos que se tienen de su propia época y de sus condiciones de producción;  de acuerdo  con nuestra sensibilidad contemporánea y,  por tanto,  de acuerdo con nuestra doble filiación ilustrada y romántica; de acuerdo con las inquietudes  que aún hoy nos provoca su potencia  mítica;  y,  en fin,  de  acuerdo  con  las  resonancias  que  esas  innumerables referencias   provocan  en  Isabel  Burdiel  y  en  los  lectores inteligentes  que la han precedido y sobre las que ella misma  se apoya.   Dicho  en  otros  términos,   en  la  introducción   hay iluminación,  pero  hay también ese residuo de  indescifrabilidad que  todo  exégeta  respetuoso  acepta como  inevitable  y  hasta como deseable.

 

         Isabel  Burdiel ha dividido su texto  en varias  partes, partes que nos ilustran acerca de las unidades de construcción de la  novela,  acerca  del  significado que cabe  atribuir  a   una historia  convertida  en  argumento literario  y  acerca  de  las instrucciones de lectura y de los usos pragmáticos con los que ha sido  investida.  La  primera,  titulada  "Entre  los  elegidos", constituye  una  aproximación histórica a ciertos aspectos de  la biografía de Mary Shelley.  Precisemos: no es una biografía, es, por  contra,  una inspección sobre ciertos  avatares  personales, familiares  o históricos que o son contemporáneos de la novela  o que, sin serlo, se revelan pertinentes para una mejor comprensión de  lo que fueron sus condiciones de producción.  No se trata  de aceptar la intromisión de la voz autorial en lo que es la función narrativa;  no  se  trata tampoco,  como la  propia  introductora advierte,  de  convertir  "la Historia (con mayúsculas) (...)  en fuente  de significado para una historia (con minúsculas) y  para unos personajes, que son símbolos de algo que no son ellos mismos o que, en todo caso,  está  situado fuera de ellos".

         

         En ocasiones,  un cierto uso perverso e incompetente  de la  literatura  por  parte de los historiadores se ha  basado  en operaciones como la que denuncia Isabel Burdiel: un reduccionismo mecanicista basado en formas más o menos degradadas de una teoría del  reflejo sedicente o remotamente lukacsiana,  en el mejor  de los  casos,  ha  dado como resultado tristísimas  e  inapropiadas explicaciones.  Ahora  bien,  enfrentar la rudeza analítica de la que  hace  gala  un cierto realismo genético  --por  emplear  las palabras  de  Darío  Villanueva  (10)--,  adoptando  la  posición contraria,  no  es tampoco la mejor solución:  aquello que es  la negación de una mentira no es,  por necesidad,  una verdad.  Pues bien,  la  lectura de Frankenstein,  como nos demuestra con  tino Isabel Burdiel, no puede ignorar la fuente de conflictos internos de  Mary Shelley que lo alumbran ni tampoco  la  intertextualidad explícita o implícita que resuena en su interior,  pretextando la muerte del referente o la abolición del autor. Una cierta crítica contemporánea ha ido más all  de lo razonable en este asunto y ha convertido  en palabra de orden la eliminación de lo extratextual invocando la autorreferencialidad del propio texto.  Con mejor  o peor fortuna,  salimos hoy de esas antítesis exigiéndonos una competencia transcultural que enriquezca los textos y que nos los empobrezca.         

 

         En  buena  medida,  lo que hace Isabel  Burdiel  en  esa primera parte de su introducción se encamina en esta dirección y, gracias   a  sus  juiciosos  comentarios,  podemos  comprobar  la pertinencia y la oportunidad de esas informaciones acerca de Mary Shelley,  de sus dudas y de sus incertidumbres: de sus tratos con un  padre inteligente,  distante,  culto e incoherente;  con  una madre radical y brillante, aunque fallecida y, por tanto, ausente desde  su  mismo alumbramiento;  con un marido al que profesó  un apasionado amor y con el mantuvo una rivalidad que a ambos  dañó; con  ella  misma,  ambivalente en su doble condición de hija  del radicalismo  y  crecientemente  moderada;  y,  en  fin,  con  una sociedad,   la   suya,   que  se  veía  sacudida  por   la   gran transformación  que  se operaba en su interior y por  la  mudanza extraña que iba adoptando el mundo.

 

         La  segunda parte nos introduce en la composición de  la obra, en la autoría evidente (Mary W. Shelley) o en la paternidad supuesta  (Percy B.  Shelley) a las que pueda deberse,   y en  el mapa de lecturas que la narración provoc" o,  mejor, en el dédalo de  interpretaciones  que  la propia  autora,  su  marido  o  sus contemporáneos auspiciaron a partir de sus respectivos horizontes de expectativas.  Bajo el epígrafe de "Historias de fantasmas" --título  en el que se observa el aprecio literario que  la  autora siente  por  Javier Marías (11),  al que cita--,  se  trataba  de comprobar,  por  decirlo  con  Edgar Poe,  hasta qué  punto  hubo consonancia  entre  su  presunta  y  declarada  filosofía  de  la composición y lo que,  por otro lado, los lectores quisieron ver, lo que algunos creyeron entender o, en fin, lo que la propia Mary Shelley quiso imponer como interpretación canónica en su  edición de 1831 (12).

        

         Además  de  unos apéndices finales,  la introducción  se completa   con  una  imprescindible  parte  tercera,   bellamente titulada  "La  identidad  monstruosa".  En ella  se  emprende  un análisis del mito,  de la arquitectura narrativa que le sirve  de soporte   y,   a  la  postre,   de  la  lectura  que  hoy,   como contemporáneos,  podemos consentirnos:  dicho en otros  términos, hay aquí un examen de la sintonía que pueda darse entre su fábula y  su  trama,  entre  la  historia que se nos cuenta  y  el  ordo artificialis  que la autora le dio a su novela.  Como tratar  de subrayar  inmediatamente,  es  esta parte la  que  constituye  el corazón  del  texto,  la aportación más original y,  en  fin,  la contribución más sobresaliente.  ¿Sobresaliente,  desde qu punto de  vista?  La respuesta est  en este caso en estrecha y,  si  se quiere,  en  paradójica consonancia con lo que es la  competencia profesional de Isabel Burdiel: su condición de historiadora.  En efecto, aquella parte más decididamente textual, aquella parte en la  que lo que se trata y analiza es la estructura narrativa,  es lo  que  con  frecuencia  ni  pueden  ni  saben  resolverla   los historiadores que se enfrentan a la literatura. En Isabel Burdiel ocurre  justamente lo contrario: es ah! cuando vemos la historia en la narración, no esa historia externa dispensado sentido desde fuera,  sino la historia que se materializa en la forma literaria y en la arquitectura del relato. Veámosla, pues.

        

         Como se sabe, la novela está  estructurada de acuerdo con tres narraciones diferentes y envolventes:  una correspondería  a Robert Walton,  que engloba a las restantes y que se completa con los diálogos que aquél mantuvo con los principales protagonistas; otro  relato  es  el  de Victor  Frankenstein,  relato  que  éste transmite   al   anterior   y   que   escribe   reproduciendo   y transcribiendo sus palabras,  según su declaración,  con la mayor fidelidad posible;  y,  en fin,  otra narración, la del monstruo, relatada  a  Victor por la  propia  criatura  y,  posteriormente, rememorada  por su creador para Robert Walton.  Son tres  relatos cuya  información  se  transmite de acuerdo con  sus  respectivos puntos  de vista,  aunque para ser exactos la voz narrativa  sólo sea una, la de Robert Walton, primer destinatario de las noticias de Victor y del monstruo y, a la vez, narrador de esas peripecias a  su hermana,  Margaret Walton Saville,  corresponsal ausente  e improbable  de  unas cartas de  imposible  destino.

        

         Isabel  Burdiel  pone  el  énfasis  adecuado  en   estos recursos.  De hecho, es la clave analítica que sostiene su tesis: la  del conflicto de interpretaciones que la novela suscita  como consecuencia de las diferentes versiones de la verdad que en  sus páginas se despliegan. Hay, pues, modernidad en estos artificios, unos  artificios que disuelven la tiranía y la inverosimilitud de la voz autorial y del narrador omnisciente.  La estructura de  la novela es,  como decíamos,  envolvente,  y se materializa, en las propias palabras de la introductora,  en una serie de "narrativas concéntricas",   es   decir,   en  una  espiral  de  relatos  que constituyen    la    forma   embrionaria    del  perspectivismo contemporáneo.  En ese sentido,  destaca su polifonía bajtiniana, esto es,  la pluralidad "de voces superpuestas y en conflicto que pugnan por hacerse comprender,  por justificarse, por exponer sus ambiciones y sus fracasos,  sus experiencias y sus sentimientos". ¿Adoptar  esta  estructura es sólo un  recurso  formal?  No,  por cierto:  "el  estilo  y la técnica narrativa de  Frankenstein  --añade-- se convierten (...) en ideología", o, mejor aún, "el cómo se  cuenta  forma  parte de aquello que se cuenta,  son  un  todo inseparable".        

 

         ¿Por  qué  razón?  Porque la información y el  punto  de vista  de las distintas narraciones son literalmente diferentes y en cada una de ellas se implica la verdad de los hechos sucedidos y  su  interpretación,  el  significado de la propia  vida  y  la responsabilidad de los actos que la definen.  Tenemos  dificultad de  establecer  quién tiene razón,  quién está  más próximo  a  la verdad,   quién   argumenta   mejor,   quién   es   coherente   o inconsistente,  quién y cómo es responsable y,  en fin,  de quién nos  sentimos  más  solidarios.  Como   apunta  con  tino  Isabel Burdiel,   "la obra de Mary Shelley es, sobre todo, una reflexión sobre las nociones de verdad y de juicio moral en relación con la problemática  (...)  del ser y sus representaciones".  Si eso  es así,  convendremos  en que no hay una interpretación unívoca  del significado y del potencial mítico de Frankenstein,  como  tantas veces se ha intentado,  incluso a partir de la propia falsilla de lectura que la autora propuso en 1831.

        

         No  es  de  Mary Shelley,  como autora empírica  o  como introductora según el texto de 1831,  de quien depende la  verdad del  relato;  no  es tampoco Percy B.  Shelley,  responsable  del prólogo   anónimo  de  la  primera  edición,   quien   dicta   la interpretación correcta de una narración que no es una ni dispone de una única conclusión cuya enseñanza valga por igual para todos los  narradores  internos  de la novela;  no hay tampoco  un  uso pragmático  dominante  que  sus  fruidores  hayan  impuesto   sin discusión  a  partir de su difusión contemporánea.  La novela  es contradicción, es conflicto y, como apostilla Isabel Burdiel, "el carácter   mismo  de  la  noción  de  verdad  se   convierte   en problemático  y,  con  él,  la confianza en las  operaciones  del conocimiento  racional como garante del descubrimiento de  alguna solución  unívocamente verdadera que traiga con ella el final  de la incertidumbre".  Nos guste o no nos guste,  convendrán conmigo en  que  esta discusión acerca de la verdad y  de  sus  versiones forma parte de nuestras urgencias actuales, es decir, que nuestra lectura  subraya y destaca algo que est  en la propia novela pero que sólo ahora estamos en disposición de exhumar. Esta dificultad epistemológica  --es  decir,   estos  relatos  contradictorios  e insuficientes   que   se   oponen,   que  no   se   complementan, multiplicando  en  cambio  las  perspectivas   contrarias-- tiene implicaciones morales en la medida en que la discriminación de lo que juzgamos como bueno pueda verse afectada.

        

         Los personajes principales son,  sobre todo,  individuos que  emprenden  una serie de actos,  que  toman  decisiones,  que eligen,  en definitiva, por reducidas que sean sus posibilidades. Pueden hacer el bien o el mal,  pueden mostrar piedad o crueldad, benevolencia u  hostilidad.  Las desiguales opciones que  se  les plantean son objeto,  precisamente, de evocación narrativa, y sus relatos son,  en principio,  racionalizaciones de sus  decisiones para  el bien o para el mal.  Si Frankenstein sólo fuera eso,  la conclusión epistemológica sería la del relativismo,  es decir, la de la incapacidad para establecer la verdad y,  en  consecuencia, para  determinar qu sea lo legítimo.  Pero hay algo más: no hay mero  conformismo  en aceptar resignadamente  las  narrativas  en competencia.

        

         Lo    que   hace   interesantes   e   inquietantes   sus rememoraciones  es la única certidumbre final que a Victor  y  al monstruo les queda: una matizada autocrítica y una duda acerca de sí mismos que se expresa en el reconocimiento de la ambivalencia de las propias acciones,  y en la admisión de la incompatibilidad de las distintas soluciones.  Isabel Burdiel cita al respecto,  y muy  pertinentemente,  el análisis que realizara Isaiah Berlin de una  tesis en la que han creído los occidentales desde antiguo  y que,  en  sus  versiones  extremas,  ha  mostrado  una  auténtica derivación  perversa.  En  El fuste torcido de  la  humanidad  se indica  repetidamente  que,  en efecto,  Occidente ha  creído,  a partir  de un cierto momento,  que a un problema corresponde  una sola solución verdadera, que esta solución global y definitiva es cognoscible  y  que,  por  ser  verdadera,  no  puede  entrar  en contradicción   con   otras  soluciones   igualmente   verdaderas enunciadas  para otros problemas.  Esta tesis,  que conduce a  la ilusión de la solución final,  en el sentido más totalitario  del término,  niega la pluralidad,  agosta la contradicción y elimina artificialmente  las inevitables inconsistencias e  incoherencias que   definen  de  manera  irremediable  nuestro  conocimiento  y nuestras decisiones morales (13).

 

         En Frankenstein,  por el contrario,  no hay solución final, no hay interpretación única: ni siquiera en el caso de escuchar sólo la  voz autorial como responsable de las narrativas  concéntricas podemos concluir con una lectura integralmente  coherente,  como, por otra parte,  la propia Mary Shelley pretendió en 1831.   ¿Por qué? Por las propias y ricas inconsistencias en las que se enreda la autora,  por la fuente contradictoria de sus imágenes y de sus informaciones,  por  la ambivalencia de sentido con la que  están investidas sus palabras y,  en fin, por la intertextualidad y por la   mezcla   de   géneros  y  tradiciones   que   voluntaria   o involuntariamente tuvieron su expresión en aquellas páginas. Pero también  y sobre todo por los relatos diferentes que dan forma  a la  novela.  No hay solución final,  cierto,  pero tampoco hay su contrario:  la integridad y la polivalencia de los relatos,  y el encastillamiento autosuficiente de los narradores.  Ni Victor  ni el monstruo, que tienen versiones diferentes de la verdad y de la responsabilidad   que  cabe  atribuir  a  sus   acciones,   están completamente  seguros de lo correcto de su percepción.  Más aún, deploran  la  incompatibilidad  de esas  distintas  soluciones  y aceptan,  al final, la principal carencia de sus narraciones y de sus conductas: la empatía. Precisemos brevemente este argumento, que,  además,  constituye un dato relevante --el dato relevante-- subrayado por Isabel Burdiel.

 

         Empezaremos por las cartas que dan inicio a la  novela y que, como sabemos, se deben a un tal Robert Walton. Se trata, por lo que él mismo confiesa en esa introducción epistolar dirigida a su  hermana  Margaret,  de un joven capitán inglés de  veintiocho años  que  ha  emprendido  un  arriesgado  viaje  al  Polo  Norte espoleado  por una ardiente aunque temeraria  imaginación.  Entre otras   novedades  le  cuenta  el  hecho  sorprendente   de   dos apariciones  en aquel paraje inhóspito:  la primera parece ser la figura de un salvaje en trineo cuyo vestigio se pierde y que, más adelante,  en el capítulo cuarto del primer volumen, sabremos que corresponde al monstruo;  la segunda aparición, también en trineo y en estado de ruina física, es la de un extranjero melancólico y culto,  al  que  Robert  quiere profesar su  amistad  después  de haberlo rescatado. Por alguna razón, aquel extranjero, un súbdito ginebrino de nombre Victor Frankenstein,  le abre su corazón y le dice  estar dispuesto relatarle las desventuras y  los  dolorosos sucesos  que  le han conducido a aquel estado de  degradación  en aquel  insólito  paraje.  Hasta aquí,  y en  forma  de  narración epistolar,  tan  característica  del  siglo  XVIII,  hallamos  el proemio  de la historia que va a ser contada,  una historia de un curso  de acción y las consecuencias que le  suceden.  El  lector conoce  en lo esencial a qu acción nos referimos.  Aludimos,  en efecto,  a  una  empresa  que  fue una osadía  y  a  los  efectos perversos que se derivaron de su consumación, la mayor osadía, en definitiva,  jamás  alumbrada:  "la creación de un  ser  humano", tarea  que  le  esclavizó  como una  obsesión  insana,  como  una auténtica  pasión,   durante  dos  años  y  que  logró   ejecutar finalmente infundiendo vida a una criatura hecha de fragmentos de cadáver, una criatura de visión repugnante, monstruosa.

        

         La  creación  del monstruo,  los  precedentes  que  como indicios  biográficos anunciaban la obsesión insana de Victor,  y las consecuencias de aquella acción  se  narran  de  acuerdo  con capítulos convencionales.  Es decir,  abandonando propiamente  el género epistolar, la novela adquiere la forma de una evocación en primera  persona,  una  rememoración de Victor  Frankenstein  que integra,  a  su vez,  otra rememoración del monstruo que creó y a quien  se vio obligado a escuchar en un determinado  momento.  Lo que sigue,  pues, es el manuscrito que Robert Walton escribir  en las noches de una semana,  del veinte al veintiséis de agosto  de 17...,  de  acuerdo con la información y con las palabras que  el extranjero  le  transmita  y  que el  capitán  logre  reproducir, información y palabras que corresponden a dos puntos de vista: al de  Victor  Frankenstein y al del monstruo,  relato  el  de  este último al que accedemos de acuerdo con la propia evocación que su creador  transcribe.   Por  tanto,  el  artificio  literario  del manuscrito  --naturalmente,  un manuscrito-- es,  en  este  caso, paradójico:  quien  lo escribe no es a quienes afecta.  La autora empírica es consciente de ello y por eso, muchas páginas después, cuando la trama está  a punto de consumarse,  da pistas al  lector acerca  de  la adecuación de este artificio:  de ese  modo,  hace intervenir  a  quien  narra --el  extranjero-- que  no  es  quien escribe  --Robert  Walton-- en  la propia escritura  del  relato. ¿Cómo?  Corrigiendo las notas manuscritas y aumentándolas, "sobre todo  en  los diálogos con su enemigo,  a los que dotó  de  mayor autenticidad".  De ese modo, la voz narrativa de Walton adquiere, en lo esencial, la función de mero transcriptor.

        

         Cuando,  al  final,  Robert  Walton  recupera  la  forma epistolar es porque han concluido ambos relatos: el de Victor, el del monstruo y nuevamente el de Victor. Es entonces cuando Walton se  las  tiene  que ver con el amigo que,  al  acabar  su  propia narración,  muere y con el mismísimo monstruo, que después de una larga  y mutua persecución,  admite también la autoimolación como destino  y como solución.  Es entonces también cuando  el  lector confirma  la  ambivalencia de los dos  relatos.  Por  una  parte, Victor reconoce,  al final,  "el deber" que contraía como creador "de  asegurarle  toda  la  felicidad y  bienestar  que  me  fuera posible" a quien era un producto de su osadía, y, a la vez, sobre él  recaía  la  obligación  para  con  la  humanidad,  es  decir, enfrentar  y  conjurar el riesgo que aquella monstruosa  creación tenía  para  "mis semejantes".  Pues bien,  ninguna  de  las  dos acciones  responsables,  ciertamente incompatibles entre s!  como soluciones  verdaderas,  se adoptan de inmediato.  La  huida,  la irresponsabilidad  y la inacción sólo se abandonarán cuando  haya la certidumbre de la maldad del monstruo,  esto es, cuando Victor sepa  fehacientemente que es a la diabólica criatura a quien cabe atribuir  la  culpabilidad de los crímenes  que  se  suceden.  Es entonces,  en efecto,  cuando, ante las demandas del monstruo, el osado  ginebrino intentar  crear con repugnancia a una  compañera que  d  sociabilidad y relación a un ser que  est   literalmente solo  en  el  mundo.  Pronto  renunciar  a  dicha  empresa  y  se juramenta,  en  nombre de la humanidad y de la obligación que con ella tiene contraída,  para acabar con el monstruo.  Es, pues, el suyo el itinerario de una fatalidad,  de un destino que él  mismo se  ha  labrado  pero  al que debe  hacer  frente  optando  entre soluciones incompatibles.

        

         Por  otra parte,  también el relato del  monstruo  acaba investido por una ambivalencia similar. En principio, aquello que fue  la  narración  de sus primeros años era la evocación  de  la inocencia  prístina  de quien la sociedad aún no  ha  corrompido. Ahora bien, no hay inocencia presocial como él mismo ingenuamente reclama, hay, por contra, una máscara que a todos nos identifica: la  mirada  del otro nos constituye y también a  la  criatura  la convierte  en  monstruo,  como con gran tino nos recuerda  Isabel Burdiel.  La  venganza  de aquella criatura se dirige  contra  la humanidad  que lo rechaza y,  personalizando,  contra  aquel  que debiéndole   la   vida   se  convierte  en  un   padre   ausente, irresponsable,  horrorizado de su propia obra.  Sin  embargo,  al final,  cuando  Walton tropieza con el monstruo,  éste se lamenta del delirio, de la pasión irrefrenable que le ha convertido en un ser  depravado  y  de la muerte de quien le  infundió  el  hálito vital. Como protestó en algún momento, si era malo, es porque era desgraciado,  porque se le habían amputado las condiciones mismas de la humanidad.  Ahora bien,  eso no le exculpa: la maldad se ha enseñoreado de su vida y siente repulsión de s! mismo,  no por la fealdad que lo define, sino por la destrucción y la muerte que ha sembrado y de la que también fatalmente se siente responsable. 

        

         En conclusión,  no sólo hay narrativas en conflicto,  no sólo  debemos  admitir  la  modernidad  de  Frankenstein  por  el perspectivismo  narrativo  que admite y por la  colisión  de  los relatos:  hay,  además, incertidumbre acerca de la propia versión de los hechos, dudas acerca de la lógica de los propios actos. Es decir,  si  no  hay una solución final coherente y global eso  no implica  que  debamos  aceptar  su  contrario,   una   pluralidad inconmensurable  de  versiones bien fundadas  y  autosuficientes, sino que, por contra, conviene dudar incluso de la bondad y de la consistencia de nuestra narración y de nuestras  soluciones.  Por eso  mueren  Victor  y el monstruo: ambos  se  saben  finalmente atrapados  por contradicciones a la hora de enfrentar  soluciones que no son compatibles entre sí. Pero, además, el propio yo queda seriamente aquejado de inconsistencia,  hecho de partes, concluye Isabel  Burdiel,  y descrito a partir de "una noción de identidad (...)  que  se adivina inevitablemente conflictiva y  poblada  de fantasmas"  que  no  es otra cosa que "un viaje  que  conduce  al íntimo y doloroso sentimiento de una fragmentación  insuperable". Y  de  ello,  al menos al final de la  novela,  son  copartícipes Frankenstein y el monstruo.

        

         Por  tanto,  los costurones del yo no son sólo los de la criatura  roturada,  sino también son los propios  del  individuo contemporáneo,   esa   persona-máscara   que,   como   añade   la introductora,   "se   cuestiona   a   sí   misma   y   busca   --infructuosamente--  la unidad del ser".  Frankenstein da fuerza a esta  evidencia  histórica y,  desde mi punto  de  vista,  recoge algunas de las mejores tradiciones de la cultura occidental:  las que  se  fundamentan en la idea de tolerancia y en el respeto  al otro   a  partir  del  propio  reconocimiento  de  la   identidad fragmentada del yo.  Estoy pensando,  por ejemplo,  en Michel  de Montaigne  y  en su conocido texto acerca de "la inconstancia  de nuestros actos".  Como el lector recordará, es en algún pasaje de ese  ensayo  en donde Montaigne afirma que  "los  buenos  autores hacen  mal en obstinarse en formar de nosotros una manera de  ser sólida   y  constante"  siendo  como  somos  ejemplo  y   emblema insuperable de inconstancia y de inconsistencia.  La "variación y contradicción que en nosotros se da" no son,  sin embargo, un mal a  corregir  o una dolencia a sanar: son,  por  contra,  nuestra propia constitución. "Todas las contradicciones --añade Montaigne en  su  particular autoanálisis-- se dan en mí alguna  vez  y  de alguna forma. Vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno;   duro,   delicado;   ingenioso,  atontado;  iracundo, bondadoso;  mentiroso,  sincero;  sabio,  ignorante, y liberal, y avaro,  y pródigo,  todo ello véolo en mí a veces, según qué giro tome".  Es  por  eso que no estamos equipados con  una  identidad única,  e, incluso, esa misma creencia es engañosa: somos como un monstruo  hecho  de  fragmentos;  o,  como  el  propio  Montaigne concluye,   "estamos   todos   hechos  de  retazos  y  somos   de constitución  tan  informe  y diversa  que  cada  pieza,  a  cada momento,  juega  su papel.  Y existe tanta diferencia entre uno y uno  mismo,  como  entre uno y los  demás"  (14).  Es  decir,  la diferencia no sólo está  en los otros, la diferencia está  en mí.

        

         Al menos desde las grandes convulsiones del setecientos, desde la materialización del proyecto moderno, los contemporáneos se  asombran de su poder,  se admiran de su capacidad demiúrgica, pero,  a  la vez,  perciben lo que hay de extraño en  todo  ello: sienten extrañeza, es decir, lo que hay de raro y de diferente en lo que nos constituye; y sienten extrañamiento, esto es, se viven como transterrados,  como desplazados en un mundo,  su mundo,  en incesante cambio. Es por eso que añoran aquello que creen que fue la unidad del ser,  la identidad sin fisuras,  la paz primordial, la  utopía  arcádica.  Pero su propio avance les hace  comprender inmediatamente que lo extraño está  en el corazón mismo del  mundo moderno o,  mejor,  que lo extraño está  dentro de uno mismo (15). Esa  es  una  de  las lecciones más profundas  que  extraemos  de Frankenstein:   ésa   es  la  verdad  frágil  de  una   identidad fragmentada de la que nos habla Isabel Burdiel.

 

        

 

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         NOTAS

        

         (1) Sobre estos asuntos, es decir, sobre la relación del cine más reciente con los mitos se extiende sugestivamente  Román Gubern  en  su  libro Espejo de fantasmas.  De  John  Travolta  a Indiana Jones.  Madrid,  Espasa-Calpe, 1993, aunque, por la fecha de  conclusión  del  trabajo,  el  autor no puede  llegar  a  las últimas producciones de Hollywood que mencionamos.  En  concreto, en  su capítulo titulado "Pesadillas",  el análisis abarca  desde Tiburón (1975) hasta Terciopelo azul (1986).

        

         (2)  Las  referencias que aqu! se dan proceden de  Emile Cioran,  Ensayo sobre el pensamiento reaccionario y otros textos. Barcelona,  Montesinos, 1985; y, por otro lado, de Isaiah Berlin, Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas. Madrid, FCE, 1992.

        

         (3)  Algunas  de  estas ideas las tomo  en  préstamo  de Claude  Lévi-Strauss,  en  concreto  de sus  estudios  sobre  las Mitológicas. Una revisión reciente sobre el asunto puede hallarse en  Claude  Lévi-Strauss y Didier Eribon,  De prop  i  de  lluny. Palafrugell,   Oríon  93,   editores,  1990.  Aunque  desde  otra perspectiva,  la  función cognoscitiva y apaciguadora del mito ha sido destacada por otro autor del que me he servido:  Rollo  May, La necesidad del mito. La influencia de los modelos culturales en el mundo contemporáneo. Barcelona, Paidós, 1992.

        

         (4) May, La necesidad..., p. 17.

        

         (5) Roland Barthes, Mitologías. México, Siglo XXI, 1988, pp. 199 ss.

        

         (6) Barthes, Mitologías..., pp. 218-219.

        

         (7) Isabel Burdiel,  "Introducción", en Mary W. Shelley, Frankenstein. Madrid, Cátedra, 1996.

        

         (8) Las referencias corresponden a: Carlo Ginzburg,  El queso y los gusanos.  El cosmos según un molinero del siglo  XVI. Madrid,  Muchnik editores,  1981; y a Michel Foucault, Yo, Pierre Rivière,   habiendo  degollado  a  mi  madre,  mi  hermana  y  mi hermano... Barcelona, Tusquets, 196.

        

         (9) Fernando Savater,  La infancia  recuperada.  Madrid, Taurus, 1976, p. 14.

        

         (10) Darío Villanueva,  Teorías del realismo  literario. Madrid, Instituto de España-Espasa Calpe, 1992, pp. 15 ss.

        

         (11) El fantasma, como él mismo admite y proclama, forma parte  de  los tópicos literarios de Javier  Marías.  Véanse  sus libros Literatura y fantasma.  Madrid,  Siruela, 1993; y Vida del fantasma. Madrid, El País-Aguilar, 1995. 

        

         (12) Como se sabe,  la "Filosofía de la composición", de Edgar Allan Poe (Ensayos y críticas.  Madrid,  Alianza ed., 1973, pp.  65-79) es la supuesta (y,  en fin,  inevitablemente  mendaz) explicación de la génesis del poema El cuervo.

        

         (13)  Isaiah Berlin,  El fuste torcido de la  humanidad. Barcelona,  Península,  1992,  p.  197.  Isabel Burdiel cita esta página justamente porque es ah! en donde Berlin pone esta idea en relación  con  la  crítica  que  emprende  el  romanticismo.  Sin embargo, ese argumento es reiterado una y otra vez por este autor a lo largo del libro y de algunos otros suyos.

        

         Por otra parte, la relación Berlin-Romanticismo le lleva indirectamente a la autora a la que creo que es su afirmación más atrevida  y  discutible:  aquella  según la  cual  seríamos   más deudores  del Romanticismo que de la Ilustración.  Isabel Burdiel cita a Berlin y su artículo sobre el Romanticismo, pero lo que no dice es que el horizonte pluralista de Berlin no es ortodoxamente romántico  a fuer de antiilustrado o posilustrado:  es,  como  él mismo lo admite,  irremediablemente moderno e ilustrado, en tanto que  creyente en ciertos valores  universales,  tesis  pluralista contraria  al  estricto  relativismo que vincularía  la  reacción romántica con el radicalismo posmoderno.  Tal vez,  como señalaba recientemente  Fernando  Savater  en  su  Diccionario  filosófico (Barcelona,  Planeta,  1995,  pp.  414-415),  ser modernos hoy es reconocerse  ilustrados y románticos:  universalistas dotados  de ironía y de reticencia románticas.

        

         (14)  Michel de  Montaigne,  Ensayos.  Madrid,  Cátedra, 1987, II, 1, pp. 9-17. Subrayado nuestro.

        

         (15)  Algunas de estas ideas,  que se añaden  con  otras palabras   a la tesis de Isabel Burdiel,  las tomo explícitamente en préstamo de Julia Kristeva,  Extranjeros para nosotros mismos. Barcelona,  Plaza  y Janés,  1991,  sobre todo,  pp.  205 ss.;  y también  de  Emilio  Lamo de  Espinosa,  La  sociedad  reflexiva. Madrid, CIS, 1990, pp. 27 ss.