Publicado en Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, núm. 10 (2002).

 

 

Clifford Geertz, Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos, trad. de Nicolás Sánchez Durá y Gloria Llorens, Paidós, Barcelona, 2002, 276 páginas.  

 

           

POR QUÉ HAY QUE LEER A CLIFFORD GEERTZ

                        Justo Serna

 

Desde hace años, desde hace un par de décadas al menos, el antropólogo Clifford Geertz es muy conocido entre el público culto y entre destinatarios muy distintos: su influencia y su reputación parecen agigantarse justificadamente y sus usos se multiplican. Su caso sería semejante al que él atribuye a Thomas S. Kuhn: ha tenido que sobrevivir a los efectos posteriores de un terremoto a cuyo temblor original ha contribuido él mismo. Que la audiencia de Geertz sea amplia no es un logro menor ni objetable, como tantos académicos suelen pensar. Llegar a un público vasto es una auténtica proeza porque también es creciente el número de los lectores inquietos y cultivados que saben oponer resistencia a la avalancha de los libros, individuos que no se dejan impresionar fácilmente por los reclamos de la industria cultural. Se edita mucho, un volumen desplaza a otro volumen y la publicidad multiplica la suma de las obras aparentemente maestras o decisivas. Decir de Geertz, como rezan los paratextos editoriales, que es “el antropólogo norteamericano más relevante de las últimas décadas” o que es “uno de los antropólogos más influyentes de nuestro tiempo” puede parecer hiperbólico, otra exageración más que añadir a lista de reclamos mercantiles. Y, sin embargo, no es así y su celebridad y ese dictamen están perfectamente justificados.

Se le cita como exponente, como interlocutor privilegiado o como inspirador del giro interpretativo de las ciencias sociales, como portavoz reciente de la Verstehen; se comentan sus obras subrayando su condición interdisciplinaria o transdisciplinaria, obras confeccionadas a partir de un patrimonio cultural vasto y variado, un repertorio de fuentes plurales que se dan cita en sus textos con toda fertilidad; se admira su prosa, tan brillante, tan elaborada aunque aparentemente desenvuelta, tan poblada de metáforas con las que ilustrar ideas, intuiciones, logros del pensamiento; se mencionan con frecuencia algunos de sus hallazgos más afortunados, la descripción densa o los géneros confusos, fórmulas que se emplean para fines diversos y en disciplinas distantes; se toman ciertos casos estudiados por el antropólogo, su análisis sobre las peleas de gallos en Bali, por ejemplo, como fuente explícita, más o menos remota, de los estudios microanalíticos que han proliferado, como muestra en la que inspirarse para tratar la dramaturgia cotidiana de los actores sociales. Andando el tiempo y como consecuencia de ese éxito intelectual, a Geertz lo han convertido en referente ineludible, en autor justificadamente decisivo, entrevistado aquí y allá y reclamado para dar opiniones, para pronunciarse, para conferenciar. Se interesan por él, por sus obras y por sus ideas, no sólo quienes comparten su misma disciplina, sino también esa vasta comunidad de lectores a la que aludíamos, muchos de ellos ajenos en principio al quehacer del etnólogo, pero motivados por su particular modo de decir y de tratar las cosas, cosas a la vez universales y concretas, propias de los seres humanos y características de ciertos pueblos. Pongamos sólo dos casos, geográfica y cronológicamente distantes, que nos sirvan de indicio suficiente, que nos muestren un par de ejemplos de esa fortuna académica alcanzada más allá de la antropología. El primero hace referencia a los historiadores y a la influencia temprana que este etnólogo habría empezado a tener entre aquéllos, según un diagnóstico italiano hecho en los ochenta; el segundo lo tomamos de un diccionario norteamericano de estudios culturales de los noventa.

Angelo Torre, en un ensayo titulado “Antropologia sociale e ricerca storica”, publicado en un volumen colectivo editado en 1987 por Pietro Rossi y titulado La storiografia contemporanea. Indirizzi e problemi señalaba el peso creciente de la etnología entre los historiadores. El asunto es conocido: superada la fase de influencia de la economía y de la sociología, serían ciertos antropólogos quienes resultarían más apreciados. Primero habría sido Claude Lévi-Strauss,  autor decisivo para los historiadores estructurales, ocupados de abordar fenómenos propios de la longue durée. El peso del modelo instituido por Fernand Braudel habría convertido a su viejo amigo y colega en referente con el que polemizar. La crisis de las investigaciones  estructurales, el nuevo aprecio dispensado a la dimensión micro, el relieve dado a la acción de los actores, la pregunta acerca del significado habrían acercado a los historiadores a Clifford Geertz. Al margen de sus usos, aparte de su modo de empleo, lo cierto es que fueron Natalie Zemon Davis o Robert Darnton quienes primero se aproximaron a las maneras y a las nociones del antropólogo. Sus investigaciones sobre la religión católica como sistema de significados o sus estudios sobre la lógica expresiva de prácticas culturales del pasado aparentemente irracionales sería ejemplos de dicha influencia. Estamos hablando de finales de los años setenta y comienzos de los ochenta. El otro caso que quería proponer como noticia de la fortuna académica lograda por Geertz lo tomo nuevamente de un volumen colectivo: A Dictionary of Cultural and Critical Theory, una obra de consulta editada en 1997, es decir, diez años después del libro italiano, una obra que rebasa las fronteras de la antropología y que presenta voces propias de los estudios culturales. Michael Payne, que es su responsable, hace un atinada introducción en donde detalla los autores básicos precisando las nociones de cultura. Así, en buena medida, ese texto inicial serviría para aludir con algún pormenor a esos contemporáneos esenciales que habrían devenido fuente o estímulo de dichos estudios. Junto a Raymond Williams, E.P. Thompson o Michel Foucault, entre otros, destaca la labor y la presencia de Clifford Geertz, nombre clave y decisivo en la difusión de un concepto semiótico de cultura. Si dicho antropólogo, anota Payne, resulta tan influyente es por haber concebido la acción humana en el seno de redes complejas de significación, una idea que desarrollaría intuiciones explícitamente weberianas. Etcétera, etcétera. Los casos citados no son suficientes, son externos al autor y a la obra y, por tanto, deberemos ahondar en el propio Geertz, en su contribución textual interrogándonos por qué tantos lo leen, qué encuentran en su manera de decir las cosas y qué objetos tratados y de qué modo son los que tanto interés despiertan.

Las posibilidades de acceso y de análisis son múltiples, dependiendo del comentarista y de los libros, dependiendo de la autoridad que se conceda a quien ahora escribe y del tipo de volumen que aborde. Vayamos a lo primero. Soy historiador y cometo la imprudencia de hablar de un antropólogo, lo cual no es la primera vez que sucede. No es obvio que esto tenga que ser así, que haya que aproximarse a la etnología esperando de ella alguna ventaja: un historiador español, Juan José Carreras, habitualmente sagaz en sus análisis, se pronunciaba en Razón de historia contra estos préstamos y contra estos matrimonios de conveniencia entre disciplinas, deplorando particularmente los rendimientos que nos reportaría la asociación con Geertz al suponer que éste propone pensar como un nativo, adoptar el punto de vista del nativo. No discutiré ahora su presentación del problema ni la justeza de sus palabras, simplemente lo señalo como ejemplo de que no es raro que los historiadores hablen de antropología y que esto sea objeto de debate. Ahora bien, que esto haya sido más o menos frecuente no me permite tratar a Geertz como lo haría un experto ni hablar con lenguaje de especialista. Sencillamente  carezco de la competencia que me podría autorizar a hacerlo así. Pero también por otra razón: por considerar que el especialismo no ayuda a entender a Geertz, libre, libérrimo, capaz de desanudar los corsés de su disciplina y de interesar a los historiadores, por ejemplo. Por eso lo he leído y lo comento sin emplear el lenguaje fatigosamente experto al que parecen resignarse tantos estudiosos y exégetas, aquejados de ese vicio tan común que, lejos de ser precisión filológica, es simple  adhesión o mera fidelidad. Pero ahora que me doy cuenta, con todo ello, con estos circunloquios, ya estoy hablando de sus libros, de nuestro autor, de su estilo, de ese procedimiento plural, metarreflexivo y fragmentario que le es característico y que se da en sus diferentes volúmenes.

¿Pero qué libro podría servirnos para abordarlo? Podríamos tomar alguno de los grandes libros que le han dado fama: Negara, por ejemplo, cuya edición original data de 1980. Pero quizá ese modo de obrar sea demasiado recto y predecible. Podríamos, por el contrario, acometer dicha tarea de otra forma, de una forma algo temeraria, quizá lateral, una manera distinta de abordar a un autor. “Todos los auténticos saltos se realizan lateralmente, como los saltos del caballo en el ajedrez. Lo que se desarrolla en línea recta y es predecible resulta irrelevante”, apostillaba Elias Canetti. Pues bien, lo que propongo es abordar a Geertz de un modo torcido, lateral, tomando un texto aparentemente menor o circunstancial, de reducidas dimensiones, hecho de retales de diferente origen y de difícil casación, hecho con trozos dispersos y de arduo ensamblaje, unos de índole autobiográfica, otros analíticos y otros, en fin, tributarios: Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos. 

Aunque, tal vez, tomar una obra de estas características no sea tan discutible o audaz de mi parte: muchos de los volúmenes de Geertz están concebidos así, a partir de trozos previamente publicados que ahora se avecindan y adquieren nueva forma y ulterior sentido al reunirlos en un libro. Que tantos de sus volúmenes estén confeccionados así no es sólo un modo alimenticio de dar salida al esfuerzo menor, efímero o circunstancial, ni es necesariamente prueba de incapacidad para la gran obra. Los libros de Geertz suelen ser un compendio de sus investigaciones microscópicas, hechas en geografías distantes o inspiradas por libros de colegas, y son así porque nuestro antropólogo desconfía de la idea misma de totalidad, que tanta sugestión despierta a los investigadores. Es el suyo, como dice él mismo de un colega prestigioso, un esprit de finesse más que un esprit de système. Desde este punto de vista, sus obras suelen ser libros de ocasión, de situación, en el mejor sentido que podemos dar a esta voz: textos que reúnen episodios, intuiciones, comentarios, cachitos de la realidad sobre los que él se pronuncia, enjuicia o analiza observando qué papel desempeñan los actores que intervienen. En alguna ocasión, en La interpretación de las culturas por ejemplo, ha citado a Erving Goffman y lo ha mencionado como su par, como aquel que emprendiera análisis de situación para hacer ver lo que por arrogancia o por distancia no vemos, esos trozos de vida en los que desempeñamos funciones o roles y a partir de los que establecemos interacciones, trozos que encierran un significado profundo. Y ya que citábamos a Canetti, igual que la literatura aforística no es síntoma de incapacidad, sino de condensación y de iluminación, los volúmenes de Geertz son una mezcla de lo episódico, de lo vario, de lo plural, de lo irremisiblemente fragmentario que es el mundo. Por tanto, que me detenga en una obra hecha de aleaciones, de yuxtaposiciones y añadidos no es en el fondo tan temerario y se acomoda bien al proceder de nuestro antropólogo. Tomo, además, una versión traducida, una edición en español, lo que en principio parece filológicamente inaceptable por entorpecer el acceso directo, en la lengua original, al autor norteamericano. Sin embargo, lo hago así porque esa versión castellana me permite tratar no sólo a Geertz sino también apreciar su peculiar difusión entre nosotros, las formas en que los últimos ensayos de este pensador nos llegan y son asimilados.

Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos es una obra editada por Paidós y eficazmente traducida por Nicolás Sánchez Durá y Gloria Llorens. Este libro es un caso raro que nos obliga a extendernos sobre avatares editoriales que, lejos de ser un dato externo, condicionan sus contenidos. Es un volumen que carece de equivalente en inglés, un volumen, por tanto, que tiene algo de fantasmal, de equívoco, y que nos obliga a informar y a pensar sobre los modos de producción del propio Geertz, sobre las formas de edición y sobre los modos de aleación que hay entre sus partes. ¿Por qué esta rareza, la de una obra sin su correspondiente inglesa? Paidós, en la imprescindible colección de Pensamiento Contemporáneo que dirige Manuel Cruz, y Nicolás Sánchez Durá, su irónico editor e introductor en español, cometieron una audacia: se adelantaron a Clifford Geertz confeccionando en 1996 un librito titulado Los usos de la diversidad. Allí se reunían textos breves de este antropólogo que resumían y desarrollaban algunos de los asuntos decisivos por los que es conocido. Ese libro español fue el esbozo, el embrión, de un volumen mayor y norteamericano. En efecto, en 2000, Geertz completaba una obra nueva y añadía a esos artículos y en ese mismo orden otros de similar tenor, de inspiración parecida –insisto: autobiográficos, analíticos y tributarios— para finalmente publicar una recopilación más amplia: la que lleva por título  Avalaible Light. Anthropological Reflections on Philosophical Topics. Las Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos responden, pues, al subtítulo del original norteamericano ahora se edita y son esa segunda parte que Geertz añadió a los textos que formaban Los usos de la diversidad. Pero olvidemos esta circunstancia y reparemos en sus atendibles ideas y en sus peculiares formas de expresión, en esos contenidos que encumbran a su autor.

Reflexiones es un volumen que reúne las mejores virtudes del antropólogo, esa manera peculiar de decir las cosas. Apreciamos en este pensador su expresión metafórica e irónica, su habilidad para transmitir sus ideas. Muchos le han censurado por esto, por sacrificar presuntamente la complejidad al logro verbal, por acoplar el análisis a la metáfora eficaz, por adoptar, en fin, un estilo brillante. Es un reproche envidioso que censura una cualidad particular, una cualidad que deberíamos enjuiciarla en lo que vale, que es mucho, puesto que la superstición contemporánea del especialismo y la expresión roma de tanto experto suelen dificultar la comunicación, que se frustra con una prosa envarada. Muchos investigadores parecen resignarse a que sólo sus colegas más próximos y abnegados lean sus obras, abandonándose con ello a una suerte de autismo intelectual, entregándose a la jerga, valiéndose de una verborragia abstrusa. Esta censura hecha a los expertos que descuidan los modos de comunicación no significa, sin embargo, que apreciemos demagógicamente el hablar llano ni que en Geertz se dé esa circunstancia. Nuestro antropólogo no escribe fácil ni para todos, ya que sus obras adoptan estrategias retóricas complejas y en su prosa abundan referencias múltiples que exigen una cultura vastísima y metáforas explícitas que ilustran y abrevian una idea. Además,  sus ensayos se dirigen a esos lectores inquietos y cultivados a quienes aludíamos al principio, preocupados por lo distante y por lo cercano, por lo extraño y por lo familiar, por lo analítico y por lo autorreflexivo.  Más aún, sus volúmenes nos elevan hasta la complejidad misma, hasta esa iluminación que ignorábamos, hasta ese espacio del pensamiento en que descubrimos la mezcla de dichos opuestos, esa epifanía en que vemos lo extraño en lo que suponíamos familiar o ese momento de revelación en que averiguamos qué hay de semejante en aquello que sospechábamos ajeno. Geertz exige de sus destinatarios esfuerzo, capacidad, apertura intelectual y cooperación interpretativa. En efecto, sus libros, desde The Interpretation of Cultures (1973) hasta Available Lignt (2000) –o, en este caso, hasta Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos-- tienen refinamiento léxico, tratan variados objetos, yuxtapuestos pero finalmente congruentes, y son un collage de recursos innumerables.

En este último volumen, que jalona una fértil carrera de observador sutil, vemos la mano firme del académico, la de quien dispone el material y los útiles que ha recibido de sus colegas, de sus pares (Taylor, Kuhn, Bruner, entre otros), a los que rinde tributo de admiración y con quienes dialoga y polemiza para matizar sus propias ideas. Algunos de esos textos son largas reseñas o necrológicas, textos aparentemente circunstanciales o alimenticios, pero sobre todo son ejercicios de interlocución. Entre nosotros son muchos los que los consideran piezas menores de la actividad académica, dado que la teoría y la reflexión de altura se darían fuera del homenaje o de la recensión. Sin embargo, en el ámbito anglosajón se da un aprecio por estos géneros, un tipo escritura que tiene sus grandes maestros, Isaiah Berlin o George Steiner, por ejemplo. Las reseñas de Geertz no son menos significativas y reflejan un esfuerzo de la inteligencia y del análisis, el esfuerzo de quien toma a sus pares como interlocutores que le obligan a precisar más sofisticadamente sus enfoques. Son, pues, capítulos en los que se expresa el académico que trata a otros colegas, responsables de ideas decisivas o polemistas de debates esenciales. Piénsese, por ejemplo, en los comentarios que dedica a Tomas S. Kuhn y a Jerome Bruner: al hablar de ellos, al tratar La estructura de las revoluciones científicas o Actos de significado, Geertz se pronuncia sobre sus hallazgos más difundidos (los paradigmas o la construcción del significado, respectivamente), aunque rastrea también el papel que los grandes creadores tienen en la sociedad actual. Es decir, hace exégesis y hace etnografía del académico y del intelectual, averiguando qué papel desempeñan y cuál es la figura que encarnan en la dramaturgia del pensamiento. Pero en Reflexiones y en estos homenajes vemos también la ironía del sabio humorista –la “ironía antropológica” la llamaba en su ensayo El pensar en cuanto acto moral-- que se sabe irreparablemente limitado y que a la vez se permite unos juegos de lenguaje transdisciplinarios y metarreferenciales. Sin embargo, esa sofisticación no es pedantería incurable ni arrogancia de connaisseur: expresa la calidad, la hondura o el ruido que hace esa inteligencia cuando está en funcionamiento, simultáneamente analítica y autorreflexiva. Por eso, frecuentar los ensayos de Clifford Geertz es siempre reparador, tonificante y productivo porque sus textos revientan las costuras léxicas de su profesión y llevan a sus destinatarios más allá de las rutinas, de las perezas o de las fronteras verbales que las disciplinas han levantado.

Pero a un analista no se le suele leer únicamente por la riqueza, por la ironía y por la originalidad de su lenguaje, por la calidad expresiva y precisa de su prosa auto y metarreferencial. A un observador sagaz se le lee, además, por la agudeza de sus intuiciones, por la calidad de sus apreciaciones sobre el mundo que nos rodea. A un pensador, en fin, se le admira o se le frecuenta por el modo de tratar y de designar los problemas, por haber sabido plantear centralmente las cuestiones que importan, aquellos asuntos perentorios o permanentes de los que no podemos desprendernos. Desde este punto de vista, Clifford Geertz es y ha sido uno de los autores capitales de nuestro tiempo, el descubrimiento intelectualmente decisivo de un par de generaciones de estudiosos inquietos que le han visto como aquel que ha sabido formular en términos actuales interrogantes clásicos y urgencias nuevas. Algunos de sus díscolos discípulos, Paul Rabinow y otros investigadores que se dieron cita en el Seminario de Santa Fe a comienzos de los ochenta, lo tomaron como el último pensador moderno: aquel que habría planteado la hermenéutica para las ciencias sociales de hoy y aquel que habría puesto en cuestión la evidencia de los hechos de estirpe vagamente positivista, sin por ello interrogarse sobre la autoridad etnográfica. Eso, al menos, le reprochaban. Otros, por el contrario, como Ernest Gellner, lo tomaron como padre putativo de los posmodernos, aquel que habría dado origen al giro textual de la antropología y aquel que habría sentado las bases para que sus aventajados alumnos pusieran en cuestión esa autoridad del observador. No me interesa discutir esas clasificaciones, tan debatidas en los ochenta y a comienzos de los noventa, sino rastrear brevemente una parte de esos problemas (la comprensión, los hechos y el mundo, los textos y la autoridad) que llegan hasta nosotros y que son la base de estas Reflexiones que ahora se publican. Desde este punto de vista, el libro que comentamos es un repertorio exacto, bien exacto, de esos interrogantes de estirpe netamente antropológica. Precisemos algo más.

La antropología es una materia que suele suscitar, desde hace unas décadas, un interés creciente. Tal vez –podemos pensar— porque capacitaría a sus oficiantes para abordar problemas transversales, para plantear cuestiones tales como el parentesco, los mitos, la cultura, en fin. Todos podríamos contemplarnos como portadores de la alteridad y como actores que aprenden normas y que ejecutan roles sin saber cuál es el entero al que pertenecemos, sin saber exactamente qué es propio y qué es prestado. Vivir –nos ha dicho una y otra vez Geertz— es construir el significado dentro de una cultura, dentro de un repertorio de referentes y de recursos de los que consciente o inconscientemente nos servimos. Pero esa cultura, lejos de ser una mónada semántica, un espacio autosuficiente y cerrado, está sometido a todo tipo de influencias, de contagios y de hibridaciones. Son éstas dos lecciones decisivas cuya aceptación no es sencilla y a las que Geertz ha dedicado la mayor parte de sus esfuerzos realizados como antropólogo: por un lado, entender la vida como una laboriosa construcción sometida a las restricciones perceptivas y significativas que nuestro mundo nos impone; por otro, admitir la cultura propia, la nuestra, la de este tiempo, como un collage creciente, como una aleación de referencias distantes y variadas cuyos ecos y orígenes no son fáciles de distinguir. ¿Es esto lo que habrían dicho siempre los antropólogos? ¿Es esto lo que habrían hecho convencionalmente los viejos colegas de Geertz? Como se sabe y sobre ello se extiende en bastantes páginas nuestro autor, la ortodoxia etnológica obligaba a los oficiantes a llevar a cabo un trabajo de campo, consistente en el estudio de culturas ajenas, ágrafas, primitivas: de allí, de la jungla, extraerían los antropólogos la función acreditativa de su experiencia. Para ello debían trasladarse a tribus distantes permaneciendo entre los nativos durante una larga temporada, haciendo observación participante, convirtiéndose ellos mismos en mirada y en registro, dotándose, en fin, de un informante ducho, hábil, capaz de trasmitir datos y más datos del universo cultural al que accedían esos extranjeros inquisitivos y objetivos. Transcurrido dicho plazo, regresaban a la metrópoli y convertían aquellas informaciones etnográficas en material etnológico, un análisis y especulación acerca de los modos de vida de los salvajes. Ese tiempo, el de la antropología clásica, ha pasado, como ha pasado también el modelo hierático y grave del investigador frío y distanciado, como ha pasado la prosa apodíctica, severa y defensiva con que se revestían los investigadores. Eso mismo lo admitía hace años el propio Geertz en El antropólogo como autor.

Por un lado, es ya común y repetido insistir en el escándalo que supuso en 1967 la aparición de los Diarios de Malinowski (A Diary in the Strict Sense of the Term): aquel que encarnara mejor e idealmente la imagen precisa del observador participante desmentía punto por punto, en la intimidad llorona y desgarrada de su dietario, la corrección discursiva y la ortodoxia sentimental que se suponían virtudes del antropólogo. Por otro, ya es obvio y reiterado advertir acerca de la desaparición del tradicional objeto etnográfico: en efecto, al menos desde la última posguerra mundial, insiste Geertz, los antropólogos habrían visto desaparecer su objeto, los salvajes en extinción, un objeto sometido a la contaminación, a la homogeneización, a la globalización crecientes de los hábitos y de los recursos culturales. Ante estos problemas, que llamaremos la intimidad de Malinowski y la contaminación del primitivo, deberíamos preguntarnos cuáles han sido las soluciones adoptadas. ¿Cómo se ha salido de este atolladero epistemológico, el de la mirada y el del sentimiento inconsciente o reservadamente etnocéntricos? ¿Y cuáles han sido los nuevos objetos que han reemplazado o se han añadido a los salvajes impuros? Las soluciones adoptadas por Clifford Geertz no son dos ni se dan separadamente, sino que se aprecian en su obra temprana y madura, en sus primeros libros y en las Reflexiones. Con toda probabilidad, lo que para tantos antropólogos fueron problemas u obstáculos de una fase crítica de su disciplina, para Geertz fueron estímulos y acicates intelectuales, para sí y para hacer más compleja la investigación etnológica. Como ha repetido insistentemente, la respuesta dada a la crisis del objeto etnográfico fue la de multiplicarlo y la de aceptarlo en lo que tenía de híbrido y contaminado, contrastándolo con lo cercano o incluso lo propio como dominios en los que también se aloja la alteridad. En esta tarea, la labor del antropólogo ya no es, ya no puede ser, el trabajo de quien tiene toda la autoridad y todo el saber para revelar lo que es opaco al etnografiado. En el etnólogo de Geertz y en el ciudadano frágil y liberal que él asume, reivindica y expresa, hay la figura del saber tentativo, la figura de quien debe emprender un costoso proceso de averiguación y de interpretación. Es éste un saber que está inscrito en el analizado y en el analista y que el antropólogo deberá traducir. El tránsito de uno a otros es, en efecto, un ejercicio de traducción, una tarea propiamente translaticia, una labor de captación interna que obliga a una inteligibilidad émic (la perspectiva del analizado) que concluirá con una transposición étic (el enfoque del analista). Precisemos algo más.

El trabajo de campo de Geertz se repartió desde los años sesenta entre Java, Bali y Marruecos, como él mismo nos recuerda al principio de Reflexiones. En dichos lugares apreció los modos de organización social, las formas de representación, de designación y de reglamentación cultural del nativo, un nativo que ya no aparece en sus libros como ese otro radicalmente extraño, sino como un tipo particular que recibe esquemas perceptivos, normas y tradiciones y que aplica consciente o inconscientemente para salir airoso de la prueba que es siempre vivir. La antropología, contemplada desde esta perspectiva, ya no es la exégesis de la alteridad ignota, inefable, inaudita, sino la interpretación de cada una de las formas de acción que están reguladas culturalmente. Por eso, Java, Bali o Marruecos no son un destino exótico y distante, un lugar alejado en el que no nos reconocemos, sino un espejo deformante en el que apreciamos conductas humanas, soluciones humanas, prácticas humanas, un banco de pruebas en el que confrontar la existencia propia. Si las hormas con que los otros regulan su vida pueden ser analizadas, también la nuestra podrá ser interpretada y revelada. Por tanto, el objeto de la antropología ya no es el nativo peculiar, irrepetible y extraño. Y eso, al menos, por dos razones: porque ya no hay ese salvaje añorado, temido y descrito idealmente en la fase clásica de la etnología, aquejada del pecado colonialista y etnocéntrico, y, en fin, porque la multiplicación de las comunicaciones y de la hibridación nos hacen a todos interpretables, observables.  Geertz aprecia en los otros su lógica, sus formas de conducta, su modos de existencia, sus hormas culturales, pero de esta investigación extrae una enseñanza más general: también lo propio puede ser objeto de una hermenéutica.

Decía Flaubert que cualquier cosa observada atentamente comienza a ser interesante, extraña incluso. Es decir, deberíamos hacer propia una actitud de prudente extrañamiento no tomando como evidentes asuntos que creemos familiares ni concibiendo como inabordables manifestaciones que nos chocan. Lo que suponemos cercano o distante, lo que juzgamos conocido o ajeno, forman una red que exige un esfuerzo interpretativo cuyo acierto no está dado de una vez para siempre. Observar así las cosas es –decía Geertz en un pasaje muy conocido de una obra anterior— como leer una especie de “manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos”. Por eso, la cultura propia que rige nuestra existencia y que se manifiesta y se materializa en distintos productos y elaboraciones, no es obvia y puede ser atentamente apreciada, distinguida, analizada. Más aún: de lo que se trata es de averiguar cómo construimos las cosas y los actos, cómo emprendemos esa tarea trivial pero decisiva que es dispensar sentido, porque la acción sólo se acomete cuando los objetos y las personas tienen un significado, como ya admitiera Geertz citando a Max Weber en La interpretación de las culturas. Esa vertiente hermenéutica está presente en la obra temprana, vasta y plural de nuestro autor, pero su mirada, la comprensión a que se compromete, no acaba en la captación del lenguaje y del sentido del observado, sino que se lleva más allá. Vemos, distinguimos, apreciamos, damos con el sentido, pero luego, inmediatamente, traducimos, trasladamos ese repertorio de instrumentos culturales, ese texto que es la cultura, a otro texto que es nuestra propia concepción del mundo. Lo que Geertz nos enseña, pues, es que la tarea etnológica no acaba con la recopilación etnográfica, sino que –como indicábamos-- el antropólogo prosigue su labor llevando a cabo un empresa translaticia, una transposición que acerque aquellos significados a la cosmovisión propia y a la de sus destinatarios. Es, por tanto, un trabajo de conversión que permita transitar de una cultura local a otra cultura que también es local.

Para Geertz, en una acepción remotamente aristotélica, el hombre, desde niño, es un ser con capacidades abiertas, con posibilidades que se actualizarán o no, que se ejecutarán de un modo u otro, de acuerdo con sistemas simbólicos o estructuras de significado. A esos sistemas o estructuras los llamamos cultura y las culturas son defensas humanas contra la naturaleza, contra la incertidumbre y contra el caos, modos de ordenar la vida, de oponer resistencia a la equiprobabilidad de los sentidos. No podemos vivir solos, sin cualidades culturales prestadas por la sociedad que nos acoge. La incomunicación, el silencio, el aislamiento, si tales cosas fueran posibles, nos hundirían en el delirio, en efecto. Nadie escapa ni puede escapar a esa gramática que nos regula y que nos impone un limitado repertorio de conductas posibles. Permítaseme un breve excursus que sirva para ilustrar con sencillez y con útiles propios lo que Geertz nos dice a propósito de la cultura como sistema de significaciones en el que crecemos y nos actualizamos. De todos los casos posibles, propongo el de los relatos infantiles, asunto que sólo trata marginalmente nuestro antropólogo al abordar la dimensión narrativa en la psicología de Jerome Bruner. Este asunto, sin embargo, es coherente con su análisis y es precisamente decisivo, incluso subversivo –dice Geertz-- para entender el comportamiento humano más allá de la analogía mente-ordenador que el cognitivismo temprano propuso. Haré un híbrido probablemente imperdonable para los especialistas, para los expertos, dado que esta versión de lo que es el cuento mezcla de manera expresa referentes varios. Con ello, no creo ni deseo decir nada original ni creo tampoco traicionar a los autores en quienes me inspiro y, además, lo hago al modo de Geertz, que trata un asunto y se sirve de las teorías como si de una caja de herramientas se tratara o, mejor aún, como si su tarea fuera la de componer un inmenso collage cultural en donde mezclar con deliberada confusión restos, trozos y retales.

El cuento infantil apacigua, retiene al niño en su lecho y le adormece. La expresión, el tono monocorde, una prosodia adecuada tienen ese objetivo: aquietarlo, tranquilizarlo, sosegarlo. La voz es aquí una suerte de salmodia o adormidera que lenta o rápidamente va provocando sus efectos. Pero un cuento no es sólo la ley a que está obligado cada noche el niño o la palabra que siempre se le repite por la figura benevolente o acogedora que se ocupa de él, es también la Palabra, la Ley, una de las vías de ingreso de ese ser en la humanidad que le rodea. La Palabra es, desde luego, el momento de acceso a la cultura, un momento o proceso que nos aparta definitivamente de la relación fusional con la madre originaria. Reparemos en un tipo especial de cuentos, en aquellos en que los relatos infantiles presentan una circunstancia excepcional, la ruptura de un orden, la quiebra de un mundo en el que nadie estaba en principio obligado a comportarse como un tipo corajudo. Un tesoro arrebatado o cualquier otro latrocinio, una princesa injustamente secuestrada, un crimen o cualquier otro delito por el que hacer reparar la ofensa, son las causas de esa excepcionalidad, de ese desorden, la razón que el héroe se da para abandonar la casa familiar, para viajar, para apoyarse en donantes generosos, para evitar a ayudantes mendaces, para enfrentarse a un adversario feroz. Ese héroe aprende a serlo, pero sobre todo aprende a sacar de su interior el conjunto de cualidades que lo embellecen y que hacen de él un individuo valiente, las virtudes que lo ennoblecen y que son la expresión de la rectitud, de la corrección, de lo necesario. El niño se adormece con los cuentos, pero sobre todo, con la resolución del enigma o del misterio o con la restauración del orden, recibe una lección y un repertorio de significados sobre lo valioso, sobre lo apreciado, sobre lo que hay que hacer. Los relatos infantiles, como tantos otros elementos o útiles de las sociedades, son así un recurso cultural de que disponemos para transmitir sentido a las cosas posibles que nos acaecen.  Desde niños, somos pura posibilidad en espera de ser actualizada, limitada por nuestro equipaje genético y constreñida por el medio en el que nos desenvolvemos. Pero somos copartícipes de ese sistema que nos moldea, lectores u oyentes de un repertorio de textos que, a su vez, constituyen un gran texto que es nuestra cultura.  Pero, quizá, el ejemplo de los cuentos infantiles, que es útil para entender lo que la cultura empieza haciendo por nosotros, no sea a la postre muy pertinente para entender la posición final del etnólogo Geertz. Veamos por qué.

Si las culturas, dice Geertz, son sistemas o estructuras es porque sus partes están trabadas entre sí por una red de relaciones, y porque esa urdimbre no es azarosa, sino que está sometida a unas reglas, a una gramática. Pero esa cultura, que hoy es un repertorio de hibridaciones, no es ya ni puede ser un todo coherente. Los cuentos –como otros artefactos consoladores que han generado las culturas del pasado-- nos daban una imagen estable del mundo, un mundo ya desaparecido y hecho de áreas internamente congruentes. Del estado de cosas actual y, sobre todo, de los relatos del antropólogo, no puede extraerse nada parecido, ya que el diagnóstico revela y pregona el desorden, la variedad, la diferencia y la pluralidad interculturales e intraculturales, “una era de enredos dispersos”, apostilla. Vivimos, dice Geertz, en un mundo hecho pedazos, sin estabilidad ni coherencia, y ello no tiene reparación. No es posible ni deseable la supeditación de los individuos a los atributos que los atan real o presuntamente a la comunidad de pertenencia. Hacerlo es atentar contra aquéllos en la medida en que los unifican y los reúnen bajo un mismo perfil, en la medida en que los hacen copartícipes voluntarios o involuntarios de unos mismos lazos, unos rasgos predefinidos que tapan u ocultan la diversidad, unos rasgos primarios irrevocables que impiden la diferencia. Los individuos tienen múltiples identidades e incluso identidades en conflicto, identidades en liza y de difícil acomodo interior; los individuos crecen, maduran y se socializan acogiéndose a numerosas definiciones de sí mismos que se suceden o que se expresan simultáneamente. Ése es el mundo hecho pedazos de Geertz.

Hay una pluralidad lingüística y cultural en el mundo, pero hay sobre todo una pluralidad lingüística y cultural dentro de mí. No me pidan que sea sólo de un sitio, porque cada uno de nosotros reproduce sabiéndolo o sin saberlo un repertorio de diferencias, de voces, de pertenencias, de adhesiones, de fidelidades que lo hacen distinto y disidente de aquellos que cree sus iguales. Los otros son portadores de atributos y de rasgos que me desmienten, y mis cualidades, que no casan bien y de una vez para siempre, me cambian y los desmienten a ellos. Habrá que idear marcos de convivencia en el que dar cabida a las diferencias individuales que son resultado de diferencias culturales plurales sin exigir de cada uno que sea idéntico a sí mismo con una sola definición. La clave no es la comodidad indiscutida conmigo mismo o con aquellos que llamo mis iguales, la de quien permanece ciego a lo que le es vecino y le desmiente, sino la incomodidad universal, el reconocimiento de la inquietante extranjeridad que me habita, la globalización efectiva que me atraviesa y sobre la que yo mismo emprendo averiguaciones. Por eso, el resultado es, para nuestro antropólogo, la comprensión de la cultura como un repertorio de interpretaciones; y al decirlo así, señala lo importante, lo decisivo, aquello que forma parte de nuestro debate contemporáneo, de ese mundo hecho pedazos, fragmentos, discursos, elaboraciones que fluctúan y que se contaminan. ¿Cómo no ser liberal después de esa conclusión? ¿Cómo no profesar los principios de la tolerancia liberal, esos principios que –a juicio de Geertz—“son todavía nuestra mejor guía”? Hay que seguir defendiendo “su resuelto individualismo, su énfasis en la libertad, en el procedimiento, en la universalidad de los derechos humanos y (...) su preocupación por la distribución equitativa de las posibilidades de vida”. Pero no se engaña. Hay mucho que transitar aún, pues es preciso, apostilla Geertz, “el desarrollo de un liberalismo con el coraje y la capacidad de comprometerse con un mundo diferenciado, uno en el que sus principios ni están bien comprendidos ni son ampliamente mantenidos”.