Lente de contacto

 

 

 

 

                                           Juan José Millás

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

Levante-EMV, 5 de abril de 2007

 

En ocasiones, a quienes escribimos en prensa nos vienen momentos de duda. Hay días en que vacilamos y nos interrogamos por lo que hacemos. ¿No deberíamos emplear nuestro tiempo en otra cosa más llevadera o egregia?  En abril de 1858, Gustave Flaubert aconsejaba a un corresponsal cuyo deseo era convertirse en hombre de letras, un meritorio y esforzado novel que no sabía muy bien cómo administrar sus fuerzas, su ingenio. “Si siente una irresistible necesidad de escribir, y si tiene un temperamento de Hércules, ha hecho bien. ¡Si no, no!”, le advertía Flaubert. El autor consagrado le exigía perseverancia y esfuerzo, una capacidad sobrehumana, una tarea para la que se necesitan no sólo alguna agudeza e inspiración, sino también empeño, denuedo y un cuerpo incluso musculoso que soporte tal entrega. “Conozco el oficio. ¡No es suave!”, añadía Flaubert. “Pero precisamente porque no es suave, es hermoso”, con ese rendimiento egoísta que implica crear algo que no existía. Ahora bien, la creación o la escritura pueden dirigirse a numerosas metas, algunas verdaderamente satisfactorias, placenteras y bien retribuidas (aunque éstas sean a largo plazo o por la posteridad) y otras engañosas, perecederas.

 

“El periodismo no le conducirá a nada”, decía Flaubert, “sólo a impedirle que realice largas obras y continuados estudios. Tenga cuidado. Se trata de una sima que ha devorado a los organismos más fuertes”. Es decir, estar al tanto, estar bien informado, interpretar y analizarlo no garantizan saberes ni disfrutes ni logros eximios, pues la dedicación cotidiana es un apremio que probablemente marchita: el periodismo como arte ramplón, prosaico, pues. “Lleve a cabo grandes lecturas seguidas; y escoja un argumento largo y complejo. Relea a todos los clásicos, no como en el liceo, sino para usted, y júzguelos como juzgaría a los modernos, amplia y escrupulosamente”, concluía Flaubert.

 

La recomendación no era mala: una lectura empeñada de los textos sublimes nos mejora, pero un seguimiento constante, inculto e irreflexivo de la actualidad nos adocena. La segunda encomienda aún era mejor: no lea al modo secamente académico, sino libre, ferozmente, y, sobre todo, subjetivamente: para usted mismo, no para rendir cuentas ante el maestro o el superior. Y, en fin, la última recomendación era exacta: tome a los clásicos como lo que son, como obras que habiendo rebasado su contexto, su determinación y sus límites, llegan hasta nosotros para mejorarnos.

Los encargos que Flaubert le hacía a este escritor en ciernes eran sensatísimos. Lo que ya no tengo tan claro es el desdén del periodismo. Y ello por dos razones. Para quienes leemos a diario dos o tres periódicos, el papel impreso es un espacio consagrado que nos procura  esa información que ávidamente buscamos y que nunca nos sacia. Me recuerdo de niño, cuando mi paga no me daba para comprar periódicos y revistas (al menos todas las revistas que yo anhelaba); me recuerdo apostado frente al kiosco leyendo con vehemencia aquellas cubiertas de la prensa. Fue mi madre quien primero descubrió la rareza que me aquejaba: yo me las daba de informado, estaba al cabo de la calle, porque leía gratis aquellas primeras planas. Era, sí, una información superficial, y nunca mejor dicho: la que me proporcionaban las cubiertas escuetas. Cómo voy a sentir ahora desdén por la prensa. No puedo.

Por otra parte,  escribir en los diarios no suele arruinar grandes carreras en ciernes: simplemente porque nos apañamos con recursos y logros que sabemos escasos. En efecto, para los que nos contentamos con no dañar la sintaxis, esa abnegación y ese retiro que proponía Flaubert (y que él se infligió a sí mismo) son exigencias sin recompensa. Entre quienes me rodean (empezando por mí mismo) no conozco a personas que hayan visto frustrada su escritura por esta dedicación: no tenemos obras eximias cuya realización se vea impedida por esas tareas menores. ¿O sí?

Algunos suelen reprochar al novelista Juan José Millás su dedicación a la columna periodística, al espacio corto. Es un error plantearlo así. Millás es imbatible en la columna, en la narración breve que condensa un mundo, en la mirada insólita. Dios está en lo particular, decía Flaubert: en ese detalle inapreciable a simple vista que Millás revela. Hay periodistas toscos, pequeñísimos, de vuelo gallináceo; y hay narradores de tirada corta que atinan casi siempre. Yo no le pido a Millás la gran novela que exigiría Flaubert. Yo le pido cada uno de esos relatos breves y definitivos con que nos obsequia tres días a la semana en Levante-EMV, un libramiento cotidiano con el que frecuentemente acierta. Quién pudiera.