Los reyes del periodismo
(Los archivos de Justo Serna, primera etapa, 24 de febrero de 2005)
Desde hace tiempo, el estilo abroncado parece ser la norma entre ciertos periodistas y entre antiguos locutores, ahora convertidos en parlamentarios. De lo que se trata es de organizar pendencias verbales con el fin de que algo quede, confiando tal vez en la sugestión de un público que se juzga ignorante o impresionable. ¿Cómo se hace esto? Permítanme explicarme.
Hasta hace siglo y pico, el mundo no estaba deliberadamente organizado con fines informativos, es decir, el caudal de información que circulaba resultaba escaso y su ámbito, su radio de acción habitual, no sobrepasaba una esfera que era local. En este escenario, el griterío se hacía en la plaza o en el foro y los nativos se enardecían en un cara a cara que podía acabar violentamente. Eran, por ejemplo, los tiempos valencianos de Blasco Ibáñez y Soriano, el penúltimo momento de una época que hoy pensamos pretérita. Como mucho, llegaban noticias de hechos lejanos y, si se juzgaban intolerables, entonces esa plaza podía convertirse en el proscenio en el que representar arrebatos multitudinarios con una muchedumbre congregada exaltándose e iniciando una revuelta o un linchamiento, por ejemplo. Hoy, las cosas ya no tiene por qué ser así, dado que los modernos medios de comunicación pueden provocar idénticos efectos sin necesidad de que la masa esté físicamente reunida.
Entre otros, ya lo supo ver Gabriel Tarde, quien en su libro La opinión y la multitud (1901) dejó dicho que la gran transformación moderna era precisamente la aparición del público: la presencia virtual de una muchedumbre físicamente disgregada que, sin embargo, comparte percepciones, valores, opiniones y objetos de odio, por ejemplo. Tanto subrayó Tarde esta novedad que creyó más importante el público que la multitud. La muchedumbre está reunida en algún lugar y no puede incrementarse “más allá de un cierto grado, marcado por los límites de la voz y de la mirada, sin peligro de fraccionarse o de hacerse incapaz para una acción conjunta, acción siempre la misma, como barricadas, saqueo de palacios, asesinatos, demoliciones, incendios”. Las audiencias, por el contrario, no necesitan ese espacio acotado y pueden actuar “como una colectividad puramente espiritual, como una dispersión de individuos, físicamente separados y entre los cuales existe una cohesión sólo mental”.
Bien mirado, el público diseminado es un hecho raro. “Cosa extraña”, insistía Tarde: “los hombres que se dejan entusiasmar así, que se sugestionan mutuamente o, antes bien, se transmiten unos a otros la sugestión desde arriba, esos hombres no se codean, no se ven, ni se entienden: están sentados cada uno en su casa leyendo el mismo periódico y dispersos en un vasto territorio” rindiendo culto a la actualidad, a los sucesos y estruendos más o menos reales de la actualidad, esa invención también moderna. Páginas después, Gabriel Tarde identificaba al público con “una especie de clientela comercial”, ávida de novedades, deseosa de esos hechos llamativos en los que hay héroes a los que seguir y villanos a los que secretamente envidiar, bondadosos ciudadanos, desprendidos, y astutos malvados que sólo tendrían por objeto enriquecerse adelgazando la cuenta de los demás.
“La influencia de los publicistas se basa, ante todo, en el conocimiento instintivo que poseen de la psicología del público”, añadía Tarde. Por ejemplo, saben que “público o multitud, todas las colectividades se asemejan en un punto, por desgracia: su deplorable tendencia a sufrir las excitaciones de la envidia y del odio. Para las multitudes la necesidad de odiar corresponde a la necesidad de obrar. Excitar su entusiasmo no conduce demasiado lejos; pero ofrecerle un motivo y un objeto de odio es dar vía libre a su actividad que, como nosotros lo sabemos bien, es esencialmente destructiva (...). Lo que reclaman las multitudes encolerizadas es siempre una cabeza o algunas cabezas (...). Descubrir o inventar un objeto nuevo y grande de odio para uso del público es todavía uno de los medios más seguros para convertirse en uno de los grandes reyes del periodismo”.
Bien, es probable que la premonición de Tarde fuera algo exagerada y, por tanto, es casi seguro que administrar ferocidades verbales a través de las ondas no conceda el Trono, sino sólo un escaño en un distante Parlamento o, como mucho, un puesto discreto en el ránking de las audiencias. Qué le vamos a hacer. Pero lo que sí que se consigue con ese modo de sugestionar a los públicos es romper el orden de sus prioridades estableciendo urgencias o escándalos con que enredar. El auténtico poder de los medios de comunicación no es el de manipular, sino el de imponer aquello sobre lo que deberíamos pronunciarnos. Los ‘mass media’ tienen la capacidad fijar el temario de nuestras preocupaciones. Es decir, estás inquieto, por ejemplo, por los afectos o por el cuerpo, por tus cosas, digamos, y de repente una transmisión invasora de la intimidad o un suceso inaplazable violentan tu dietario. En principio, no es mal asunto: en ocasiones estamos ensimismados en nuestras fantasías o pequeñeces o miserias cotidianas y una sacudida nos devuelve al mundo externo, ese sobresalto que nos hace recuperar el principio de realidad. Pero no siempre es así: a veces, el orden se rompe gracias al estremecimiento que produce un provocador que quiere auparse a sí mismo y que no lo consigue de otro modo. De esa manera, cualquier sermón estridente o cualquier retumbo serán inmediatamente recogidos por los medios, aunque sólo sea por romper la rutina, lo previsible, lo sabido o archisabido, aunque sólo sea para nuestro común asombro. En fin, escojamos un objeto de odio y adoptemos el estilo abroncado si lo que queremos es llegar a la primera plana como reyes chiquitos del periodismo.