QUIÉN ES EL MESTIZO
Justo
Serna
Se multiplican los pigmentos
de la ciudad y la demografía de nuestras escuelas no presenta ya una misma
tonalidad cromática. Aunque sea en chiquitito, hay colegios valencianos que se
parecen a academias pluriétnicas. Ese hecho provoca entre algunos de nuestros
naturales un malestar inespecífico e, incluso, un racismo verbal que a duras
penas se reprime. Es grave obrar así, desde luego, y esa tendencia xenófoba hay
que contenerla si no queremos que nos anegue el oleaje de los odios
particulares. A no ser racistas se aprende. Para curarse de toda tentación de
pureza racial, de homogeneidad étnica o de identidad firme, hay que aceptar que
el extranjero no es sólo aquel que, de entrada, me inquieta o me incomoda, sino
también esa parte oscura e ignota que me constituye y que me hace extraño para mí mismo. Dice Amos Oz que el fanatismo se combate con sentido del
humor, con la multiplicación de la experiencia propia y, atención, con la
literatura. ¿Con la literatura? Quien lee agiganta su imaginación al ser capaz
de ponerse en el lugar del otro, añade Oz. Habla del conflicto
israelí-palestino y para enfrentarlo moralmente nos propone frecuentar a los
grandes, a Shakespeare o a Faulkner, entre otros. Ojalá sea cierto y no una
cháchara bienintencionada. No sé. Quienes vivimos lejos de Israel o de
Palestina tal vez podríamos intentar algo semejante: servirnos de la
literatura, como propone Amoz Os, con
el fin de extirpar las suspicacias xenófobas o el fanatismo que siempre está
pronto a explotar. En nuestras ciudades o en nuestras escuelas. Pero como
nuestra circunstancia es menos grave, al menos de momento, les propongo leer no
a esos gigantes que exploraron el alma humana, sino a un autor menor y nada
correcto, menudo, algo triste y anacrónico, pero eficaz para este fin. Sus
relatos nos interpelan y de ellos podemos extraer una cura paradójica:
adminístrenselos como si de un medicamento se tratara.
Las cosas que sabemos de
él no le favorecen, y esos desvaríos
que conocemos nos lo convierten en un tipo antipático. Fue, en efecto, un
individuo solitario, aquejado de obsesiones y de misantropía, ajeno a su
tiempo, huido a un pasado arbitrario. Odió ferozmente el progreso, la luz
eléctrica y los mestizajes. Se declaró racista y admiró con acérrima ilusión lo
británico, alumbrando un sueño reparador, el de una Nueva Inglaterra blanca,
sin confusión racial, sin aleaciones, amarrada a la tradición europea. Se pensó
con fantasía enajenada como un caballero, pero sólo era un tipo filiforme,
enfermizo, doblegado por el infortunio, un tipo poco atractivo, incluso odioso,
con extravíos obstinados y con doctrinas temerarias y feroces.
Lo
que sabemos de su obra tampoco le da una posición desahogada en la historia
universal de la literatura, en esa historia a la que pertenecen el Shakespeare
o el Faulkner de Amos Oz: probablemente porque ninguno de sus relatos rozó la
excelencia, la maestría exacta de la insinuación. En sus terroríficos cuentos hay monstruos, pero éstos son unos entes
más vistos que entrevistos, aquejados de una maldad inconmensurable, sin veta
alguna de bondad. Más aún, esas radiografías del monstruo son reiterativas y
previsibles, sin ambigüedad: son híbridos, sublimación de ese odio a la
identidad mestiza, ‘antinatural’, que
su racismo expresa; los inviste de un aura terrorífica empleando unos adjetivos
enfáticos (nocturnal, ominoso, etcétera). No menos reiterativos son el esquema
de sus relatos, los personajes en los que se sustenta la acción y los
narradores que cuentan el hallazgo, el suceso o la atrocidad. Son,
generalmente, eruditos (antropólogos, arqueólogos, etcétera) pertenecientes a
las buenas y antiguas familias de Nueva Inglaterra que reciben como legados
casas, cuadros, lámparas u otros objetos cargados de historia, de linaje; pero
son también herederos de un horror antiguo, de una culpa no satisfecha; son, en
efecto, eruditos blancos que averiguan en sus apellidos una prosapia de brujos,
de nigromantes; son, en fin, hacendados ociosos, propietarios de bibliotecas
familiares y en cuyos anaqueles se suceden obras extrañas y prohibidas, obras
en las que se descubren instrucciones y prácticas para invocar demonios.
Ustedes
habrán adivinado de quién hablo. Si
esos reproches son tan evidentes, si hay tan poca sorpresa, ¿por qué leer a
H.P. Lovecraft? Es probable que lo mejor de su obra proceda del extravío
paradójico de sus ideas racistas: odiando el mestizaje se odiaba a sí mismo y,
de paso, admitía la impureza constitutiva del mundo y de su persona. Sublimaba,
pues, su propio infierno y expresaba su temor a ser ‘mestizo’. El
descubrimiento de sus protagonistas es siempre horroroso, porque es,
propiamente, el descubrimiento de lo siniestro que los habita. De acuerdo con
Freud, la irrupción de lo siniestro es la revelación de aquello que siendo
íntimo y familiar y habiendo estado reprimido por abyecto retorna con fuerza
para producir el desgarro de una amarga verdad. Los relatos de Lovecraft
cuentan siempre con protagonistas y
narradores de una experiencia atroz, y que no es otra que la del
instante en que averiguan su genealogía híbrida. Son personajes solitarios,
eruditos, habitantes de Nueva Inglaterra, y son como él tipos enemistados con
el presente o con el estado actual de las cosas; pero son también rastreadores
de un pasado igualmente monstruoso. No hay ‘old good times’ ni tipos puros, hay
aleación de origen, hay filiaciones mestizas y mezclas imposibles que son tan
antiguas como las brujas de Salem. En nuestros genes, en los genes de los más
antiguos habitantes, de mayor prosapia, se da, pues, una híbrida confusión.
Ésa
es precisamente la enseñanza o la lección provechosa que podemos aprender de
él. Por un lado, en la vida real, con un padre loco y sifilítico al que una
temprana muerte le arrebató y con una madre posesiva y puritana, H. P.
Lovecraft se vio como un caballero de estirpe británica, para lo cual
alumbró una ficción extraliteraria en
la que quiso creer, la de su propia imagen retocada. En sus relatos, por el
contrario, ese individuo, que efectivamente procedía de las buenas familias de
Nueva Inglaterra, ese personaje que se sabía heredero de los primeros
pobladores anglosajones, se descubre a descendiente de una promiscuidad
culpable. El ciudadano Lovecraft se pensó como caballero, se revistió con una
calidad linajuda y se ennobleció con una progenie sin tacha, libre de
advenedizos y de mestizos. Pero el escritor Lovecraft, aquel que imaginó
personajes adversarios de la modernidad, fue también aquel que descubrió en sí
mismo, en sus proyecciones literarias, lo universal del mestizaje, aquel que se
supo hijo de la confusión de razas. No miren a su alrededor, escruten en su interior: allí también se dio el
apareamiento de lo distinto.