Otium cum dignitate
Justo
Serna
Permítanme
sotanear, adoptar un tono admonitorio, poco acorde con la exaltación estival,
con las promesas y los spots con que
ahora nos intoxicamos para soportar el ocio. Ya que es estación de baños,
permítanme una inmersión en la odiosa realidad. Llega el veraneo y se dilata
indolentemente el tiempo, se alarga, se extiende, nos prometemos cambios y
planes, nos hacemos proyectos y confiamos en la esperanza y demás pamemas.
Mientras tanto, muchos de nosotros no sabemos con qué rellenar ese lapso
prolongado. Nos vemos inquietos y dengosos. Vemos varones que se aburren
mortalmente en las playas de moda mientras espantan mocas con un periódico
deportivo, aguardando un otoño que les deparará lo que la vida les ha negado;
vemos jóvenes que se aturden con tóxicos fantaseando con una diversión
inacabable; vemos ancianos que dormitan sin alternativa, abandonándose a la
nostalgia; vemos damas que se narcotizan con revistas sentimentales, de gran
alarde fotográfico. ¿Qué podemos hacer? Perdónenme, pero propongo leer,
simplemente leer otra vez para examinarnos y para proveernos de un ocio
reparador y reflexivo. Los argumentos
son bien conocidos, pero vale la pena reiterarlos, repetir para qué hay que
hacer el esfuerzo de acopiar lecturas y de extenderse en relatos que apronten
sentido a estas vidas escandalosamente cortas. Por un lado, nos aventuraremos
de manera vicaria en lo que otros han experimentado por nosotros,
confortablemente instalados en una chaise
longue; por otro, nos interrogaremos, agravaremos nuestras inquisiciones,
nuestras propias zozobras sentimentales, las dudas acerca del mundo que nos ha
tocado en suerte. Vivamos y no esperemos, leamos y no esperemos. De todas las
novelas posibles con que afrontar el tiempo,
les propongo una de Juan Carlos Onetti, una que sobrepasa los cuarenta años y
de la que ahora festejamos su primera edición: es una narración decisiva, pero
es sobre todo una alegoría acerca de la existencia, un diagnóstico de nuestra
época; es una defensa contra las ofensas de la vida y es un antídoto contra la
esperanza, ese mentiroso embeleco.
Contada en
tercera persona, con un punto de vista cambiante, se nos relata la historia de
una derrota triste, sin grandeza, la caída sin estrépito de una empresa y de
los individuos que la rodean y que la sostienen. Larsen –así, sin nombre
propio— vuelve a Santa María, un poblacho, ahora ciudad, para encargarse de la
gerencia general de un astillero cuyas actividades están temporalmente
suspendidas. Jeremías Petrus, su máximo responsable y accionista, batalla por
hacerse con licencias, con subvenciones y promete a sus subordinados una pronta
reapertura. ¿Qué encuentra Larsen? Un astillero en ruinas, en decadencia
irreversible; encuentra a dos empleados, a Kuntz, un alemán que se ocupa de la
gerencia técnica, y a Gálvez, encargado de la gerencia administrativa. En el
fondo, sus tareas son rutinarias, perfectamente inútiles, como serán las del
propio Larsen. El curso de la novela es el de un ocio destructivo, el de una
espera sin objeto, el de una demora burocrática –tan próxima por clima y por
conclusión a Kafka—, una demora que se torcerá abruptamente. Gálvez acusará y
denunciará a Petrus por la presunta emisión de algún título falso de propiedad.
Larsen, por su parte, tratará de evitar que ese documento comprometedor llegue
a las autoridades. Si se revelara su contenido, la empresa debería cerrar
definitivamente. Sin embargo, todo, absolutamente todo, se tuerce. Petrus
acabará en la cárcel pagando así su villanía. Lejos de asumir la derrota, el
máximo accionista engañará y se engañará con esperanzas transmitiendo a Larsen
confianzas infundadas sobre el éxito final del astillero. Este último intentará
capturar a Gálvez, pero a la postre descubrirá que el delator ha muerto, que
murió ahogado en ese Río de la Plata que es espacio y amenaza. Anonado, ocioso,
sintiéndose estúpido y derrotado, Larsen pasará una noche al fresco, junto al
río. Morirá pocos días después, víctima de una grave afección pulmonar. Sin
esperanza, sin grandeza.
La vida es
absurda, escandalosamente corta y absurda; la vida nos limita y niega una tras
otra las esperanzas que ideamos y con las que nos estimulamos. Las empresas más
enérgicas y obstinadas en las que nos empeñamos están condenadas al fracaso:
bien por la estupidez en la que incurrimos irreparablemente, bien por la
fatalidad absurda que nos cercena. Hasta los trabajos más respetables, hasta
las vidas más acomodadas, hasta las existencias menos temerarias, aquellas con
las que claudicamos para mejor adaptarnos o integrarnos, son siempre una ruina
previsible, el fin ocioso que a todos aguarda. Somos desecho y finitud y
nuestra muerte carecerá de grandeza, de épica, rodeados de escombros oxidados,
como los de ese astillero de Juan Carlos Onetti; carecerá de un esplendor que
nosotros no alcanzaremos a ver. Poco antes de suicidarse, cuando todo era
horror totalitario y fin, decía Walter Benjamin que había posibilidades pero
que no eran para él. Hoy, cuando la democracia es nuestro horizonte y nuestra
meta, cuando hemos alcanzado logros civilizados que nos dignifican, cuando el
bienestar material nos rodea, corremos el riesgo de la existencia ahíta.
Podemos rehacernos, remontarnos, pero siempre que extendamos y universalicemos
ese hallazgo de ciudadanos, siempre que no nos abandonemos a la esperanza
ociosa, a la desidia de un futuro inaprensible. Podemos disfrutar
materialmente, por qué no; y podemos empeñarnos en gozar de ese instante eterno
que es el presente, esa exaltación, ese estado de independencia, esa libertad
indeterminada, esa meta sin ataduras, un estado al que accedemos cuando
comemos, sobrevivimos, vivimos y leemos, cuando nos mejoramos y nos deleitamos
haciendo partícipes a los demás de la civilización, de la democracia y de la reflexión.
Otium cum dignitate.