Pío
Moa
Justo Serna
En mi bitácora
(que entonces tenía abierta y diariamente actualizada) y en Periodista Digital (en el que entonces
colaboraba) mantuve en noviembre de 2005 una polémica con Pío Moa, a propósito
del revisionismo histórico y, más concretamente, a propósito de su libro Franco.
Un balance histórico (Barcelona, Planeta, 2005). Los textos que siguen son:
el artículo en que yo evaluaba dicho libro (un volumen tan ajeno a los procedimientos de
la historia académica y documental), un artículo que dio origen a réplicas y
contrarréplicas. Llegado un determinado momento me despedí, harto de la
promoción y de la publicidad que le prestaba al autor. Como el señor Moa no
desea dejar a los demás con la última palabra, aún intervino para decir la
suya, a la que ya no respondí, desinteresado como yo estaba de su porfía
partidista, extremada. Ahora bien, días después traté, analicé otros aspectos de
su producción que vuelven...: el antifranquismo como cosa del pasado remoto y las conspiraciones masónicas, un expediente
al que César Vidal y él mismo recurren para explicar ciertos males de la
historia.
1. Francisco Franco y Pío Moa, 8 de noviembre de 2005
"Muchos
‘criticaban’ mis libros sin haberlos leído siquiera, y hasta jactándose de no
tener intención de leerlos”, dice Pío Moa en la
“Nota final” de su último volumen, titulado Franco. Un balance
histórico (Planeta,
2005). Yo sí que he leído al autor y sí que he llegado hasta el final del
volumen dedicado al dictador. Las palabras que siguen reflejan mis impresiones,
evidentemente: las impresiones de un historiador académico, uno de tantos, uno
de esos tan denostados por el escritor. De hecho, no una, sino varias y
distintas veces habla de la actitud cerril, mendaz, de la historiografía
española, refiriéndose a investigadores muy distintos, refiriéndose así, en
plural, a colegas que querrían silenciar a Moa, refiriéndose, en fin,
con una generalización inaceptable.
Qué decir de quien alude con desdén a tantos profesionales que se han dejado
las pestañas durante años en archivos polvorientos, consultando documentos de
primera mano que Moa, por ejemplo, no refleja ni cita ni
maneja en su último libro. Bien mirado, un balance histórico, según reza el
subtítulo, que no emplea fuentes primarias o que no se basa en archivos sólo
puede ser una contribución vicaria cuya única originalidad reside en las
interpretaciones. Y, en efecto, el principal aporte de Moa no es la
revelación, el acopio documental, sino las glosas a lo exhumado o aportado por
otros, las correcciones o hipótesis explicativas que añaden lo que un tercero
supuestamente no habría dado.
Pues bien, este volumen, que aprovecha los treinta años del fallecimiento de Franco, no es una biografía, sino...
‘un ensayo’. ¿Por qué razón? Porque escribir una biografía lleva tiempo, mucho
tiempo, supone examinar fuentes, recolectar datos y más datos, abrir nuevos
archivos, informaciones, en fin, que añadan algo que no existía previamente,
algo que se desconocía. Nada de lo que Moa aporta se
ignoraba. Por eso se acoge al expediente de un género dignísimo, pero muy
socorrido cuando no se quiere trabajar en archivos: el ensayo. Indicaba,
precisamente, Robert Musil en unos de sus Ensayos y
conferencias (Visor,
1992) que este género permite “el máximo rigor accesible en un terreno en
el que no se puede trabajar con precisión”. ¿Y cuál es ese terreno? Aquel
en el que confluyen, por un lado, la ciencia, y por el otro el arte y la vida.
No hay solución total a ciertos enigmas planteados, sólo soluciones parciales a
partir de un orden que respeta la lógica y con un encadenamiento de hechos que
no es observable en general sino en particular, añadía.
Pues bien, Moa incumple punto por punto las reglas del buen
ensayista: Franco es un terreno sobre el que se puede trabajar
con precisión desde hace años y lo que aporta no refleja el mayor rigor
accesible en el uso documental, sino la interpretación menos informada. ¿Por
qué digo esto? Porque el modo de argumentar que tiene entraña un empleo dudoso
de las fuentes y de los testimonios. Cuando éstos se atienen a la tesis previa
que se desgrana en el libro, cuando aquéllas se ciñen a lo que quiere sostener,
entonces se cita al adversario, incluso al enemigo, de quien se podrá tomar una
u otra frase que se acomode al esquema interpretativo. Cuando así ocurre, Moa
no se pregunta por la verdad de ese testimonio. Sin más admite la certeza o el
acierto, justamente porque confirman lo que él ya sabía de antemano. Cuando,
por el contrario, el documento (del mismo testimonio, por ejemplo) contradice
el hilo argumental, entonces lo atribuye a la falsedad o a la doblez o a la
ceguera o a la ignorancia del testigo. Es decir, el expediente del ‘ensayo’
(género nobilísimo donde los haya) le sirve para justificar su pereza
documental o para legitimar sus temeridades interpretativas con frases sacadas
de texto o de contexto.
En realidad, el volumen de Moa es subsidiario del libro
que Paul Preston dedicara al dictador (“el buen Preston”,
dice con condescendencia), y con la excusa de corregir “su habitual
arbitrariedad” sorbe sus contenidos de manera parasitaria. ¿Con qué fin?
Por supuesto, con el propósito de desmontar la ‘industria antifranquista’ que
habría ido nutriéndose del cadáver del Caudillo. Pero, más importante aún, con
el fin de establecer una analogía entre el desorden revolucionario de tiempos
republicanos con el hoy que aterra a Moa, entre la guerra
civil que habrían querido y organizado los socialistas desde 1934, según
sostiene, y la actual deriva de Rodríguez Zapatero. “Las
reformas emprendidas en el bienio izquierdista resultaron en su mayoría un
fiasco, aparte de acompañarse de un sectarismo, violencia y crispación social
que las volvían harto indigestas para la mayoría de la sociedad”.
Leyendo a Moa uno no tiene la impresión de leer un volumen
dedicado a otro tiempo, sino que se está ante un ajuste de cuentas con el presente,
un presente que se proyectaría implícitamente sobre el pasado. A esta operación
indebida, en historiografía la llamamos anacronismo. Y es un anacronismo el
reproche que el autor hace a la sociedad española, por su actitud distante ante
el dictador benevolente: “una sociedad que no sepa reconocer y apreciar los
méritos de quien la ha beneficiado está condenada a seguir a demagogos
enterradores de Montesquieu, infinitamente ansiosos de paz con los terroristas
y de buen rollito con los separatistas y con los dictadores que más amenazan a
su país”. Que esa sea la conclusión de un balance histórico dedicado a una
dictadura resulta un extravagante desenlace para un volumen que se presentaba
no como un panfleto sino como un ensayo.
El libro de Pío Moa, además de los paralelismos entre el ayer
y el hoy, tiene otro propósito más insólito o pintoresco si cabe: justificar y
legitimar los principales actos del Generalísimo, y ello con el objetivo de
mostrar su clarividencia, su sagacidad, su pericia política, diplomática,
doctrinal. Dice de Franco, por ejemplo, que “no cultivó ni
alentó expresiones de odio tan furiosas como las despertadas por él en sus
contrarios”, incluso que supo emprender un camino hacia la ‘autolimitación
de poderes’, lo propio de una persona sencilla y recta que nunca ambicionó nada
para sí. ¿Y en qué se basa para hacer tal análisis psicológico, justo cuando
había prometido desdeñar las explicaciones ‘psicologizantes’?
Es precisamente el ‘odio de los comunistas’ (y Moa lo
fue, como miembro del GRAPO)
lo que le sirve al autor como acicate o punto de partida. Tal vez, dice, porque
la dictadura de Franco fue “uno de los pocos fracasos graves de Stalin”. Es tal la hipérbole con
que ensalza Moa al General, al General Franco, que el lector se pregunta
ciertamente por qué los españoles nos empeñamos en sustituir un régimen
unipersonal por otro parlamentario y liberal. ¿Porque Franco no tenía recambio? Si Franco era la única solución de su
régimen, entonces algo funcionaba mal en su sistema. Si el riesgo del comunismo
justificaba al dictador (un comunismo extremista, de índole terrorista incluso,
que Moa abrazó como
tardío antifranquista), entonces la larga duración del franquismo no se explica
adecuadamente en sus páginas. Hubo, ciertamente, una falta de concordancia y de
solidez en el antifranquismo, un republicanismo o un antifranquismo del que el
autor siempre acaba por destacar su condición masónica; hubo consentimiento
pasivo de las clases medias hacia un régimen de orden, pero hubo también una
represión que en el libro de Moa se desdibuja y se matiza y se contextualiza:
una manera de restarle crueldad a un coloso que nos habría salvado del
comunismo expansionista posterior al 45, un coloso que, admite, se pareció
mucho –al menos, en principio— al tirano nazi y al déspota del fascismo.
¿Qué es lo que le salvó de recaer en los mismos errores de aquellos regímenes?
Pues su misma esencia católica... y punto: Franco “rechazó
siempre el carácter paganoide de éstos, se mantuvo católico y no alentó la
presencia o movilización de las masas en la política”. En fin..., ¿para
qué seguir? Un libro como el de Moa
será muy apreciado entre sus conmilitones de hoy, pero carece de la base
metodológica e historiográfica suficiente como para resistir su comparación no
ya con otras biografías del dictador sino con otros ensayos sobre el
franquismo.
2. Justo Serna y la crítica, 10 de noviembre de 2005
Réplica de Pío Moa a Justo Serna
Don Justo
Serna ("Francisco Franco y Pío Moa") ha
criticado mi libro sobre Franco, afortunadamente después de
haberlo leído, no como otros. “Hombre, me dije, menos mal, a ver si alguno
de estos señores autodeclarados progresistas lee lo que condena y acepta de una
vez un debate serio y honesto”. Pero… la decepción, una vez más. El señor Serna
me acusa de “parasitar” a Preston. Nunca he oído que demostrar
concretamente el falseamiento de la verdad por un autor, en este caso por Preston,
sea parasitarlo. Quizá para no “parasitarme” a mí, el señor Serna
elude precisar, y me dedica una declamación nebulosa y algo pedante. El lector
sólo sacará en claro que mi libro no le ha gustado, sin que quede muy claro por
qué. El señor Serna, me parece, no sabe hacer una crítica
historiográfica, fallo muy extendido y lamentable, pues dificulta la discusión
o la lleva hacia la pura irracionalidad. Así me hace acusaciones por el estilo
de la anterior, generales y gratuitas, a veces cómicas, como la de haber
escrito un ensayo en vez de una biografía, o la de faltar a “las reglas del
ensayo”.
Él se presenta como “un historiador académico, uno de tantos, uno de esos tan
denostados por el escritor. De hecho, no una, sino varias y distintas veces
habla de la actitud cerril, mendaz, de la historiografía española, refiriéndose
a investigadores muy distintos, refiriéndose así, en plural, a colegas que
querrían silenciar a Moa, refiriéndose, en fin, con una
generalización inaceptable”. Yerra el señor Serna. Yo nunca
denosté a los historiadores académicos, sino a aquellos que, usurpando la
representación del gremio, me han atacado de modo inadmisible, pidiendo la
censura para mis libros o tratando de silenciarlos de otros modos. Esos
“académicos” son una minoría, aunque muy chillona y poderosa en la universidad
y en los medios de masas. Y cuando yo los he acusado de mendaces me he
molestado en demostrarlo, mientras que ellos me lanzan sus denuestos sin aducir
prueba alguna..
Por sintetizar:
a) La historiografía prevaleciente en estos años ha pretendido que la
democracia fue defendida, en la guerra, por una coalición de stalinistas,
marxistas revolucionarios, anarquistas, racistas, y golpistas catalanes y
republicanos, todos ellos bajo el protectorado de Stalin, otro gran demócrata.
Sólo esa pretensión revela hasta qué punto se trata de una historiografía grotesca.
b) Esos mismos historiadores nos han presentado a Franco como un personajillo
insignificante, cruel y básicamente estúpido, pese a que a lo largo de casi
cuarenta años venció a todos sus enemigos, que no fueron pocos ni
insignificantes. Al parecer, todo le salía bien, sin mérito alguno suyo. Sólo
esa imagen, hoy tan generalizada, delata una historiografía de chiste,
inadmisible en un país algo serio.
Y como no quiero seguir el ejemplo divagatorio del señor Serna, le aclararé las
tesis del libro, que no parece haber entendido bien. Muy en resumen, son éstas:
1.- Franco no venció a la democracia, sino a la revolución. El
proceso revolucionario había liquidado la democracia en España desde febrero
del 36. La guerra no destruyó la democracia, sino que la destrucción de la
democracia por la izquierda causó la guerra.
2.- Franco evitó la entrada de España en la guerra mundial,
salvando al país de una devastación mucho mayor que la guerra civil. A sus
enemigos, en cambio, les importaban poco los cientos de miles de muertos
consiguientes, con tal de triunfar ellos. Sin embargo, cualquier intervención
de España, en uno u otro bando, habría llevado a Inglaterra al borde del
colapso.
3.- Aunque el franquismo fue una dictadura, no todas las dictaduras son iguales.
Las comunistas, tan admiradas por la oposición a Franco, han
dejado países en la ruina y con grandes dificultades para el asentamiento de
las libertades. La franquista dejó un país próspero y políticamente moderado,
gracias a lo cual la transición fue un proceso bastante fácil y exitoso.
4.- El franquismo nunca tuvo alternativa real. No hubo, o no hubo apenas,
oposición democrática, y la que existió era mucho más antidemocrática que aquel
régimen, por mucho que usara de modo espurio la consigna de las libertades. Por
eso duró tanto la dictadura, muy suavizada ya en los años sesenta.
5.- La democracia actual procede del franquismo por reforma y sin ruptura. Los
antifranquistas buscaban la ruptura para hacer tabla rasa de cuarenta años de
historia y enlazar con la convulsa II República. Fracasaron, pero ahora se
sienten otra vez fuertes, y vuelven a lo mismo, echando abajo la Constitución
mediante hechos consumados, y llevando al país a una nueva crisis.
Pruebe el señor Serna a rebatir, de modo concreto y preciso,
una sola de esas tesis. Conste que no lo juzgo imposible, porque no me siento
poseedor de la verdad absoluta, pero en todo caso pruebe a hacerlo. Así
adelantaríamos algo.
3. Pío Moa y el antifranquismo, 11 de noviembre de 2005
Réplica
de Justo Serna a Pío Moa
El día 8 de noviembre pasado, aquí, en mi bitácora y
en ‘Periodista Digital’ publiqué un artículo titulado ‘Francisco Franco y Pío
Moa’. Se trataba de una crítica serena y respetuosa (creo obrar así
habitualmente) del último volumen de este autor: ‘Franco. Un balance
histórico’. Dos días después, el 10 de dicho mes, el señor Moa responde
en ‘Periodista Digital’.
Admite, de entrada, que “Don Justo Serna ha criticado mi libro sobre Franco,
afortunadamente después de haberlo leído, no como otros”. ¿Cómo que
afortunadamente...? No acostumbro a criticar volúmenes que no haya leído. Por
tanto, ese comentario sobra, ya que hace una imputación sobre lo que yo hago o
dejo de hacer basándose probablemente en experiencias anteriores que nada
tienen que ver conmigo. Mal empezamos, pues.
Pero dejemos hablar al señor Moa. Ustedes perdonarán esta filología de
urgencia. “Hombre, me dije, menos mal, a ver si alguno de estos señores
autodeclarados progresistas lee lo que condena y acepta de una vez un debate
serio y honesto”, dice el señor Moa. Hay en ese juicio algo verdaderamente
deplorable. ¿Por qué me llama ‘autodeclarado progresista’? Que yo sepa en mi
artículo sobre su obra yo no proclamo mi posición política e ideológica, sea
progresista o retrógrada. Por tanto, difícilmente voy a ‘autodeclararme’...,
forma verbal, por cierto, inaceptable. Uno se declara algo: no se autodeclara.
Por otra parte, ¿cómo que leo lo que condeno? Como usted me incluye entre los
‘señores autodeclarados progresistas’ (o sea que me califica o estigmatiza por
lo que cree que son mis ideas y por tanto me juzga sectariamente), le resulta
extraño que yo pueda leer cosas que me satisfacen y cosas que me irritan y de
las que, por ejemplo, extraigo nutriente intelectual. Lo que desde luego no
hago es leer porque de antemano condeno lo que voy a examinar.
Sigamos con las palabras del señor Moa: “Pero… la decepción, una vez
más. El señor Serna me acusa de ‘parasitar’ a Preston. Nunca he oído que
demostrar concretamente el falseamiento de la verdad por un autor, en este caso
por Preston, sea parasitarlo. Quizá para no “parasitarme” a mí, el señor Serna
elude precisar, y me dedica una declamación nebulosa y algo pedante”. Verá,
señor Moa, yo no empleo el verbo ‘parasitar’, que como bien sabe, no existe. Lo
que digo es: “En realidad, el volumen de Moa es subsidiario del libro que Paul
Preston dedicara al dictador (“el buen Preston”, dice con condescendencia), y
con la excusa de corregir “su habitual arbitrariedad” sorbe sus contenidos de
manera parasitaria”. Es decir, no se basa en fuentes documentales distintas a
las empleadas por el historiador británico, sino que es deudor de fuentes
secundarias, muy manoseadas por tantos autores previamente, y que usted no
complementa con otras nuevas. Su libro es subsidiario en el sentido de que
podría leerse como un anexo, un volumen adicional que hace polémica del
anterior. Debería saber, señor Moa, que en la investigación académica española
(o mundial), cuando uno no aporta fuentes nuevas, no escribe un libro, sino un
artículo de controversia. Publicar un volumen sin documentos diferentes es
aprovechar el formato libro para vender un producto parasitario.
Pero el señor Moa añade: “el lector sólo sacará en claro que mi libro no
le ha gustado, sin que quede muy claro por qué. El señor Serna, me parece, no
sabe hacer una crítica historiográfica, fallo muy extendido y lamentable, pues
dificulta la discusión o la lleva hacia la pura irracionalidad. Así me hace
acusaciones por el estilo de la anterior, generales y gratuitas, a veces
cómicas, como la de haber escrito un ensayo en vez de una biografía, o la de
faltar a ‘las reglas del ensayo’...”. Dice usted que su libro no me ha
gustado y que eso es lo que el lector sacará en claro, sin que pueda averiguar
por qué. Su libro, en efecto, me ha decepcionado enormemente porque no se
ajusta a las maneras comúnmente aceptadas de lo que ha de ser una publicación
académica. Yo no defiendo a nadie, simplemente le señalo lo que es de recibo o
lo que no es de recibo en la Universidad española, inglesa, francesa, italiana
o estadounidense. Dice (aunque no parece tenerlo muy claro) que no sé hacer crítica
historiográfica. Bueno, eso es una imputación, una digresión incluso, pero no
un argumento. Mire, mi principal dedicación es precisamente la historiografía y
justamente por eso examino los libros de historia no sólo por lo que dicen o
por sus contenidos sino por el aparato formal y documental en que se basan. ¿A
usted le parece, señor Moa, que las críticas formales en la historiografía
(sobre las prácticas académicas, sobre los géneros de escritura, sobre el
académico manejo y cita de fuentes) son irracionales, generales, gratuitas o
cómicas? ¿Usted cree que los documentos son un asunto meramente nebuloso en la
historiografía? Yo no le descalifico: simplemente me parece inaceptable su modo
de hacer un balance historiográfico sin fuentes primarias.
Pero lo más grave no es eso. Lo peor son los anacronismos, esas analogías
forzadas que usted establece (ya ve: con escasísimas fuentes entre el hoy y el
ayer, entre el presente y el pasado, entre los socialistas en la República y
los socialistas de nuestros días) y las generalizaciones: usted vilipendia a la
historiografía académica y los adjetivos que yo entresacaba (cerril, mendaz) no
me los invento. Figuran en su libro. Más aún, ahora en PD la llama ‘grotesca’.
Si usted ha tenido malas experiencias con colegas míos..., ése es su problema,
pero no me atribuya a mí sus inquinas o rencores, y sobre todo no generalice
acerca de la mala calidad e inclinaciones de la investigación histórica
universitaria, cosa que es disparar perdigones a diestro y siniestro.
Cansado de examinar mis críticas, la segunda parte de su réplica abrevia la
diatriba y reproduce las tesis básicas del libro, que al fin y a cabo de eso se
trata: de difundirlo. Y añade: “Pruebe el señor Serna a rebatir, de modo
concreto y preciso, una sola de esas tesis. Conste que no lo juzgo imposible,
porque no me siento poseedor de la verdad absoluta, pero en todo caso pruebe a
hacerlo. Así adelantaríamos algo”. Me reta, pues, y dice:
“1.- Franco no venció a la democracia, sino a la revolución. El proceso
revolucionario había liquidado la democracia en España desde febrero del 36”.
¿Ah, pero la democracia no había fracasado ya en 1934, según la tesis que
usted defiende? ¿Pero los socialistas no estaban preparando la Guerra Civil
desde 1934, según insiste en su libro? Entonces..., ¿para qué retrasar el fin
de la democracia al 36? Pues, precisamente, para justificar el Alzamiento.
“2.- Franco evitó la entrada de España en la guerra mundial, salvando al país
de una devastación mucho mayor que la guerra civil. A sus enemigos, en cambio,
les importaban poco los cientos de miles de muertos consiguientes, con tal de
triunfar ellos. Sin embargo, cualquier intervención de España, en uno u otro
bando, habría llevado a Inglaterra al borde del colapso”.
Las tesis sobre la posible intervención de la España franquista en la Guerra
Mundial que hoy se manejan son muy distintas a las que usted plasma en pocas
páginas. Si le molesta lo que Preston dice sobre esto, lea a Javier Tusell, a
quien, por cierto, margina y cuyas obras ('La dictadura de Franco', 'Franco en
la guerra civil' o 'La España de Franco') simplemente ignora siendo como son
acercamientos mesurados y ajustadísimos sobre la significación del Régimen y
sobre sus múltiples aristas. ¿Es que, acaso, Tusell le produce especial
incomodidad?
“3.- Aunque el franquismo fue una dictadura, no todas las dictaduras son
iguales. Las comunistas, tan admiradas por la oposición a Franco, han dejado
países en la ruina y con grandes dificultades para el asentamiento de las libertades.
La franquista dejó un país próspero y políticamente moderado, gracias a lo cual
la transición fue un proceso bastante fácil y exitoso”.
O sea que la prosperidad, el crecimiento y el desarrollo se debieron a los
‘Planes de Idem’. O sea que el esfuerzo, la abnegación laboral de los
españoles, la capacidad creativa de los empresarios, sobreponiéndose incluso a
los procedimientos económicos iliberales del Régimen..., ¿son sólo elementos
secundarios y no mencionados para así destacar mejor la labor de una dictadura?
Es como si dijéramos que el Chile próspero que sucede a Pinochet es resultado
de la dictadura, sin reparar en los costes humanos y sin tener en cuenta el
dolor que la tiranía infligió. Es como si la dictadura china se justificara
porque reintroduce hoy y subrepticiamente el capitalismo. ¿La justificará en el
porvenir? Repase a Vargas Llosa: verá lo que nos dice de la bondad económica de
estas dictaduras, bondad de sus políticas económicas que merecen nuestro
desprecio político y moral.
“4.- El franquismo nunca tuvo alternativa real. No hubo, o no hubo apenas,
oposición democrática, y la que existió era mucho más antidemocrática que aquel
régimen, por mucho que usara de modo espurio la consigna de las libertades. Por
eso duró tanto la dictadura, muy suavizada ya en los años sesenta”.
¿O sea que el antifranquismo fue esencialmente antidemocrático y, además, el
poco que hubo sólo usó de modo espurio la consigna de las libertades? Admitamos
que pudiera haber antifranquistas como usted los describe (pocos y
antidemocráticos), pero que su radiografía, simplificación y generalización le
lleven a presentarlos a todos así es simplemente una ignominia intolerable.
Hubo represaliados, encarcelados, perseguidos, exiliados que creían firmemente
en la democracia y si fueron pocos, se debió, entre otras cosas, a la eficaz
política represiva del Régimen.
“5.- La democracia actual procede del franquismo por reforma y sin ruptura. Los
antifranquistas buscaban la ruptura para hacer tabla rasa de cuarenta años de
historia y enlazar con la convulsa II República. Fracasaron, pero ahora se
sienten otra vez fuertes, y vuelven a lo mismo, echando abajo la Constitución
mediante hechos consumados, y llevando al país a una nueva crisis”.
La democracia actual procede del franquismo como cualquier régimen que venga
después: por simple sucesión cronológica. La Transición fue un pacto entre la
reforma y la ruptura, una aceptación de condiciones mutuas, un ‘echar al
olvido’, como dijo Santos Juliá. No triunfaron los sectores reformistas del
Régimen, sino todos los españoles, incluidos los partidarios de la Ruptura, que
convinieron con sus adversarios en un sistema que diera acogida a todos.
Señor Moa, resulta lamentable estar hablando de lo que, en el fondo, no es
más que la justificación histórica de una dictadura, una justificación hecha
con anacronismos, sin fuentes, aprovechando la labor documental de otros,
esparciendo denuestos y haciéndose perdonar su vieja condición de extremista.
Yo nunca lo fui y por eso no debo esforzarme en el vilipendio. Pero, por lo que
parece, la discusión historiográfica usted parece confundirla con la polémica
contra Rodríguez Zapatero. Por eso, yo le decía que es un anacronismo el
reproche que hace a la sociedad española, por su actitud distante ante el
dictador benevolente: “una sociedad que no sepa reconocer y apreciar los
méritos de quien la ha beneficiado está condenada a seguir a demagogos
enterradores de Montesquieu, infinitamente ansiosos de paz con los terroristas
y de buen rollito con los separatistas y con los dictadores que más amenazan a
su país”. Concluye, señor Moa. Que ésa sea la conclusión de su balance
histórico, un balance dedicado a una dictadura, resulta un extravagante
desenlace para un volumen que se presentaba no como un panfleto sino como un
ensayo.
4. Justo Serna y la Historia,
11 de noviembre de 2005
Réplica de Pío Moa a Justo Serna
Soy Pío
Moa y he remitido a Periodista Digital el siguiente texto de réplica al
artículo de Justo Serna.
Señor Serna, veo que en su intento de replicar a mis tesis no abandona
usted el terreno de la divagación, ahora con pretensiones moralistas.
Ante mi tesis de que el proceso revolucionario había liquidado la democracia
desde febrero de 1936, comenta usted: “¿Ah, pero la democracia no había
fracasado ya en 1934, según la tesis que usted defiende? ¿Pero los socialistas
no estaban preparando la Guerra Civil desde 1934, según insiste en su libro?
Entonces..., ¿para qué retrasar el fin de la democracia al 36? Pues,
precisamente, para justificar el Alzamiento.”
Ahí se ve que usted ha leído menos de lo que pretende. El PSOE, los
nacionalistas catalanes y otros organizaron la guerra civil en el 34, y no
porque yo lo diga, sino porque ellos lo expresaron con plena claridad. ¿Puede
ignorarlo un historiador académico? Pero fracasaron, y la democracia continuó,
aunque malherida, porque la derecha (Franco también) defendió la
legalidad republicana. Luego, en 1936, en unas elecciones anómalas, los mismos
que habían asaltado la república en el 34, o apoyado el asalto, ganaron el
poder y la calle. La derecha ofreció su colaboración a Azaña para frenar
el proceso revolucionario, pidiéndole que cumpliese la ley. Azaña
rehusó, y su gobierno colaboró en dicho proceso, deslegitimándose. Y al
destruir la ley, es decir, la democracia, ocasionaron la guerra, y no al revés.
Le recomiendo mi libro 1936, el asalto final a la República, con 120 páginas de
documentos reproducidos, o, si lo prefiere, el de Stanley Payne El colapso de
la República.
Para negar que Franco evitó la entrada de España en la guerra mundial,
se apoya usted en Tusell. Vamos a ver, ¿entró o no entró España en esa guerra?
¿Quién era el responsable, es decir, el jefe del estado y del gobierno
entonces?... Naturalmente, Franco tuvo tales o cuales dudas o tentaciones, pero
el balance final no admite dudas. La evidencia histórica más elemental no puede
rebatirse, salvo para cierta historiografía enredosa, supuestamente académica.
Pregunta usted si Tusell “me produce especial incomodidad”. Le diré: quienes,
como él, han tratado de oscurecer los hechos a base de palabrería, me parecen
cómicos. Y me producen incomodidad, por decirlo suavemente, los inquisidores
hipócritas que, también como Tusell, han tratado de imponer la censura a las
obras discrepantes, y han explotado descaradamente la negativa de “El País” a
concederme el derecho de réplica a sus dicterios. También usted escribe en “El
País”, y no he notado que tal ataque a la más elemental decencia académica y
democrática le produjese la menor incomodidad.
Otro hecho evidentísimo: Franco dejó un país próspero y moderado. Y otra
vez quiere usted negarlo con divagaciones demagógicas: “O sea que el esfuerzo,
la abnegación laboral de los españoles, la capacidad creativa de los
empresarios, sobreponiéndose incluso a los procedimientos económicos iliberales
del Régimen..., ¿son sólo elementos secundarios y no mencionados para así
destacar mejor la labor de una dictadura?”. Pero hombre, ¿no hay en Cuba
abnegación laboral y capacidad creativa de los empresarios? ¿Por qué allí éstas
no fructifican y en la España de Franco sí? Además, ¿por qué después de
1975, prácticamente en todo el resto del siglo XX, no volvió a alcanzarse el
índice de convergencia con la Europa rica alcanzado entonces? ¿Es que en la
democracia bajó la abnegación y la creatividad? Obviamente, las políticas
económicas del franquismo fueron, en conjunto, muy acertadas.
Usted sustituye la lógica más elemental por retórica moralista, admitiendo de
paso, implícitamente, mi tesis, al afirmar que el éxito económico del
franquismo merece “nuestro desprecio político y moral”. Quizá su desprecio, don
Justo, pero no el de la inmensa mayoría de los españoles que se
beneficiaron de él. Y se pregunta usted si dicho éxito “lo justificará el
porvenir”. Pues mire, yo no conozco a ese señor, quizá usted sí y le haya hecho
confidencias. A ver si nos las cuenta. No sé si se percata de que por estas
vías la discusión baja mucho de nivel.
Yo sostengo que el franquismo no tuvo alternativa real, porque no hubo
oposición democrática digna de ese nombre, y la que hubo era mucho más
antidemocrática que aquel régimen. Y usted vuelve a replicar con declamaciones:
“Admitamos que pudiera haber antifranquistas como usted los describe (pocos y antidemocráticos),
pero que su radiografía, simplificación y generalización le lleven a
presentarlos a todos así es simplemente una ignominia intolerable. Hubo
represaliados, encarcelados, perseguidos, exiliados que creían firmemente en la
democracia y si fueron pocos, se debió, entre otras cosas, a la eficaz política
represiva del Régimen”
¿Bueno, ¿hubo o no hubo pocos? Por supuesto, fueron (fuimos) pocos, y casi
todos comunistas y/o terroristas. ¿Quiénes eran aquellos “firmes demócratas”?
¿Quizá los que execraron a Solyenitsin por decir la verdad sobre la URSS
y constatar la amplia libertad personal existente en España? Le aclararé algo:
si la represión fue eficaz se debió, precisamente, a tenía enfrente muy pocos
enemigos. Pocos y totalitarios en su gran mayoría. La verdad nunca es
ignominia, y negarla sí.
Sigue usted declamando para rebatir mi aserto de que la democracia actual
procede del franquismo por reforma y sin ruptura: “La Transición fue un pacto
entre la reforma y la ruptura, una aceptación de condiciones mutuas”. No señor,
fue un proceso “de la ley a la ley”, y la oposición sólo colaboró en él después
de fracasar en su huelga general rupturista y el boicot al referéndum de
reforma. Éstos son datos y no retórica.
Y sigue usted en las mismas: “No triunfaron los sectores reformistas del
Régimen, sino todos los españoles, incluidos los partidarios de la Ruptura”.
Por supuesto, todos los españoles se beneficiaron de la reforma, tal como una
ruptura habría traído el caos. ¿Tiene usted alguna duda? Fíjese en que aquellos
rupturistas que aceptaron, al parecer a desgana, la democracia, la están
poniendo hoy en crisis: los separatistas y el PSOE, con el telón de fondo del
terrorismo nacionalista vasco. ¿O no?
Señor Serna, hay una diferencia esencial entre su concepción de la
historia y la mía. Yo creo que un historiador no debe “justificar” o “condenar”
el pasado, como usted se empeña en hacer distribuyendo juicios morales
triviales. Un historiador serio trata simplemente de acercarse a la comprensión
de la historia con datos precisos o estimaciones razonables. Su vanidad, señor Serna,
le lleva al insulto cuando me acusa de “esparcir (sic) denuestos y hacerme
perdonar mi vieja condición de extremista”. Nunca se me pasó por la cabeza que
tuviera que hacerme perdonar nada, y menos de jueces vanos como usted. Sospecho
que en aquel franquismo que tanto detesta, usted estaría probablemente medrando
en la administración del mismo, como tantos acérrimos “antifranquistas”… a
destiempo.
Dejo de lado la farfolla introductoria de su artículo, excepto la presunción de
que yo no presto atención a las fuentes. Aquí vuelve usted a hablar por hablar.
El libro de Franco es un ensayo general, y no precisa más fuentes que
las que tiene, como demuestra la incapacidad de usted para rebatir sus tesis.
Por si quiere mejorar su crítica, le sugiero abordar cada uno de los cinco
puntos en un artículo diferente, con más extensión, más datos y menos retórica.
También le sugiero leer mi trilogía sobre la república y la guerra civil: allí
verá usted si presto o no atención a las fuentes primarias, en particular
aquellas del PSOE y la izquierda que muchos pretendidos académicos ignoran o
quieren ocultar. Respecto a Preston, he demostrado su constante falsificación
de los hechos. Él no ha podido replicar más que con declamaciones y acusaciones
vacías, como usted mismo.
En fin, al apoyarse en Preston usted se autodeclara progresista. La
expresión es correcta: el juez o el cura pueden declarar a una pareja marido y
mujer. También una pareja puede prescindir del trámite y autodeclararse tales,
otra cosa es que tenga efectos legales. ¿Entiende?
5. Adiós, señor Moa, 12 de noviembre de 2005
Despedida de Justo Serna
Como
muchos sabrán, desde hace unos días, desde que yo hiciera una reseña crítica de
‘Franco. Un balance histórico’ en mi bitácora, el autor de este libro, Pío
Moa, replica e insiste a partir de mis respuestas incurriendo en los mismos
latiguillos, latiguillos en el doble sentido de la expresión: emplea frases que
repite innecesariamente para así abreviar los contenidos de su libro y de paso
promocionarlo; y latiguillos..., como esos recursos declamatorios y exagerados
de que se valen los actores u oradores con el fin de arrancar un aplauso de su
público ya convencido. Esto que ahora sigue es mi respuesta y mi despedida.
Llama usted, señor Moa, divagación a lo que es mi análisis de su
escritura y de sus procedimientos historiográficos, a cómo opera con el
lenguaje, lenguaje que sirve para decir y para encubrir; a cómo maneja los
datos, con qué contrasta las informaciones y a qué fuentes las remite. Que yo
me ocupe de eso no es desviarse: según se escriba la historia tendrá mayor o
menor solidez argumental una investigación. En su caso, y en este plano, las
debilidades son de dos tipos. En primer lugar, además de emplear una prosa en
la que se permite licencias expresivas y sintácticas a veces extravagantes, se
muestra muy pródigo en la creación de palabras inexistentes en español. Por
ejemplo: “panfleto agitativo”, un neologismo inaceptable; “Jrúschof”, nombre
que corresponde al sucesor de Stalin y que acentúa o no de manera arbitraria y
que hoy ya no se transcribe así; “inconclusivas amenazas”; “la prensa useña”,
empleando ese inaudito e inexistente adjetivo numerosas veces para referirse a
los estadounidenses, adjetivo que procedería del nombre del país, USA, que
usted pone en minúscula. ¿Por qué no habla de UK para referirse a la Gran
Bretaña? ¿Cómo deberíamos llamar a sus naturales? ¿Ukeños? Pero dejemos sus
modos expresivos.
Usted sigue empeñado en no responder a mis críticas historiográficas, esas
mediante las cuales juzgo su último libro (y juzgo muy negativamente) y que
sirven para entender las reglas argumentales de un género. Y el género al que
se acoge no es, por supuesto, la biografía, pero tampoco el ensayo. Es el
panfleto. No se asuste, señor Moa. Como bien sabe, una de las
herramientas de la vida política contemporánea es el panfleto, que cuando se
presenta sin encubrimientos es una forma dignísima de expresarse. Los panfletos
son declaraciones de intenciones generalmente presentadas con una retórica
afectada. En el mejor de los casos son monumentos de la oratoria. Lo
significativo de todos los panfletos es que recrean la realidad con la palabra.
Al designar los hechos ya conocidos dándoles nuevos nombres los hacen visibles
como nunca lo habían sido. Por eso, los panfletos proclaman unos enunciados que
son o acaban siendo ‘realizativos’: contienen descripciones de las cosas que al
expresarse realizan la cosa, frases que propiamente reconstituyen la realidad
al definirla, al nombrarla, al designarla.
Los autores panfletarios se valen de voces viejas o nuevas y las dotan de
significados particulares que aplican sobre hechos que sus contemporáneos no
juzgan así. El panfleto no es un género propio de profesores, sino de
agitadores: es una escritura que hace declaración de intenciones y a la vez la
crítica de lo que se juzgan vicios interpretativos o falsedades. A los
agitadores no les interesa la ilustración paciente y demorada, que es propia
del medio académico, sino las prisas, la acumulación de panfletos para así
torcer el sentido de las cosas.
En su libro, señor Moa, nos recuerda que usted habría “estudiado con
detenimiento” en sus anteriores volúmenes el proceso que conduce a la Guerra
Civil. Por eso, añade, ahora en esta nueva obra sería reincidente volver sobre
lo mismo: “no viene al caso entrar aquí en detalle, pero hoy está fuera de toda
duda razonable, creo, el hecho de que los socialistas y los nacionalistas
catalanes de izquierda quisieron, organizaron y por fin llevaron a cabo la
guerra civil en octubre de 1934”. Usted puede haber estudiado algo
anteriormente, algo que dice cambiar el sentido dado a ciertos hechos. Bien
mirado, ese argumento presunto (el del 34 como una guerra civil organizada por
los socialistas y nacionalistas catalanes de izquierda) sería el único que
usted habría aportado en sus abundantes obras. Se trata, ya lo ve, no de una
contribución documental sobresaliente, una exhumación de documentos ignorados que
cambiarían lo estudiado hasta entonces, sino de una reinterpretación de lo ya
sabido aplicando sobre lo viejo una palabra o categoría hasta entonces no
empleada para ese fin.
Llamar guerra civil a los hechos del 34 es una arbitrariedad semántica, un anacronismo
deliberado, un modo de convertir una revolución, indudablemente violenta, en
guerra para así justificar mejor la actuación de Franco. Franco
no habría sido duro o especialmente duro: Franco habría sido un
combatiente en un conflicto bélico. Y, además, ese retorcimiento semántico le
permitiría alterar el sentido de las cosas: decir que los sublevados eran de
izquierdas no es lo mismo que afirmar que “quisieron, organizaron y por fin
llevaron a cabo la guerra civil”. Eso significa atribuirles deliberación no
sólo en preparar una guerra (cosa que usted no ha demostrado), sino en consumar
la guerra. Si fueron los socialistas y los nacionalistas catalanes de izquierda
quienes llevaron a cabo la guerra civil en 1934, entonces Franco no se
sublevaría en 1936, sino que continuaría un choque bélico que otros ya habrían
empezado. Con esa operación usted alivia a los franquistas que aún vivan y de
paso inculpa a sus principales derrotados que todavía sobrevivan. Por otra
parte, en el fondo, incurre en una contradicción argumental. Para empezar su
aserto dice a la vez: “está fuera de toda duda razonable, creo”. ¿Cómo puede
estar algo fuera de toda duda si hay numerosos académicos que contradicen su
afirmación? ¿Cómo puede estar algo fuera de toda duda y al mismo tiempo añadir
“creo”? Es inconsistente afirmar una cosa como evidente y ponerle ese reparo.
Usted inicia su libro dando muestras del odio que Franco habría
despertado entre los comunistas e incluye como pruebas los testimonios de Pablo
Neruda, de León Felipe y de Carlos Castilla del Pino,
testimonios que son versos y que le sirven para mostrar la inquina general de
los antifranquistas..., unos antifranquistas que serían simplemente
estalinistas. Si Neruda hizo una ‘Oda a Stalin’ y Neruda fue un comunista y un
antifranquista que escribió un poema titulado ‘El general Franco en los
infiernos’ lleno de imprecaciones al dictador, entonces todos los
antifranquistas habrían estado guiados exactamente por el mismo odio: serían,
por tanto, comunistas, serían inevitablemente estalinistas y no sé, en fin, si
todos serían también versificadores profesionales o aficionados. La operación
es un sofisma: simplemente embustera. Como el Partido Comunista de España fue
la cabeza más organizada del antifranquismo, entonces o no hubo antifranquismo
fuera del PC o todo el antifranquismo (más o menos numeroso) sería estalinista.
Además, que de ese retrato espléndido de la España de Franco, esa iluminadora
radiografía del miedo y la mediocridad que son las memorias de Castilla del
Pino, usted sólo extraiga unos versos circunstanciales y jocosos demuestra
cómo se vale de las pruebas documentales.
Entre los retos con que insiste en desafiarme hay otro que usted juzga
evidentísimo: “Franco dejó un país próspero y moderado”, insiste. Mire, señor Moa,
como bien dijo Javier Tusell, “en realidad, el franquismo retrasó un
desarrollo económico que hubiera podido darse antes y, de hecho, se dio en
otras naciones europeas que partían de una situación peor que la española
(Italia y Alemania). Como escribió Ridruejo, cuando el régimen se
atribuía el desarrollo económico, actuaba como lo haría el práctico portuario
que, después de una galerna, se atribuyera el mérito de haberla aplacado”.
Para qué continuar: me produce una gran pereza insistir en lo mismo siendo
usted absolutamente sordo a las cuestiones de procedimiento y de planteamiento
que le señalo, eso que usted llama con ignorancia historiográfica mi 'farfolla
introductoria'. Para qué seguir sobre todo cuando su volumen, que dice ser un ensayo,
es en realidad una defensa panfletaria del franquismo. Observe, como le he
dicho, que el panfleto es un género apreciable de la escritura política, pero
no es equiparable al ensayo y menos aún a la monografía histórica, en la que
han de aportarse y aprontarse fuentes, documentos y no meras reinterpretaciones
de materiales de segunda o de testimonios vicarios. ¿Dónde figuran las fuentes
en ‘Franco. Un balance historiográfico’? Además, le insisto, su sedicente
ensayo es una sucesión de anacronismos que sonrojarían a cualquier historiador
académico que no se dejara llevar por la furia polémica o por el mero
‘presentismo’.
¿Para qué aludir e inculpar indirectamente a Rodríguez Zapatero si de lo
que se estaba tratando era de la época franquista? Hacer eso es tomar el pasado
como espejo del presente aplicando sobre él una operación manipuladora: una
racionalidad retrospectiva según la cual todo estaba prefigurado o anunciado o
esbozado en forma de embrión, pues el curso del tiempo nos mostraría la consumación
de lo que entonces se alumbraba. O en otros términos: es aplicar analogías
entre comportamientos alejados en el tiempo para salvar la rectitud,
clarividencia y buen hacer de aquel dictador y para, de paso, condenar a los
socialistas embistiendo contra su actual dirigente. Etcétera.
Deja muchas cosas sin decir y sin analizar con el pretexto de no querer
recurrir a explicaciones psicológicas, pero nada nos indica acerca de las
familias del Régimen, de los ministros, sus colisiones y colusiones, y sus cambios,
sus adaptaciones. Nada nos dice de sus principales valedores y sobre todo nada
señala, por ejemplo, del que fuera elemento principal del último franquismo: Carrero
Blanco, aquel almirante que gozara de gran poder y escasa visibilidad, un
personaje de oficina que alcanzó una gran influencia a lo largo del franquismo.
Pero, claro, para poder hablar de ese personaje y sus poderes, usted debería
haber visitado el archivo privado de Carrero, el archivo de la
Presidencia del Gobierno, el Fondo de López Rodó (sito en la Universidad
de Navarra). Etcétera, etcétera.
Si la conclusión de su obra es que la dictadura de Franco no fue totalitaria
durante todo el tiempo, entonces no hemos avanzado gran cosa. Ya hace muchos
años que Juan J. Linz presentó el franquismo como un régimen autoritario
en el que habría cierto pluralismo interno (las familias del Régimen), en el
que el ejercicio efectivo del poder habría recaído sobre un líder o a veces
sobre un pequeño grupo (la corte áulica del Pardo, por ejemplo), en el que no
se habría dado una ideología definida de principio a fin, y en el que la
movilización extensa e intensa de la población no habría sido corriente, salvo
en algunos momentos en que el dictador estaba necesitado de reafirmación.
Pero..., ¿para qué le digo todo esto, si a usted esas cosas no le importan, si
a usted lo que le importa es dar cobertura publicitaria a una obra que no
aporta nada que usted mismo no hubiera dicho de antemano o que otros no lo
hubieran señalado o anticipado.
Despedida de Pío Moa
Convendrá
usted conmigo, don Justo, en que el nivel de la enseñanza en
España no es para tirar cohetes, algo no muy sorprendente después de cuatro o
cinco lustros de hegemonía “progre” y, en algunos sectores,
tuselliana. Stanley Payne, en mi opinión, describe bien la
situación –con las obligadas excepciones-- al señalar cómo la historiografía
contemporánea española está “anquilosada desde hace mucho tiempo por angostas
monografías formulistas, vetustos estereotipos y una corrección política
dominante”. Peor todavía, con respecto a mis trabajos, en lugar de adoptar una
posición todo lo agresiva que se quiera, pero ceñida al tema y con un mínimo de
decencia intelectual, encontramos, como también señala Payne “persistentes
exigencias de que Moa sea silenciado o bien ignorado. Reclamar
tal censura demuestra la estrechez mental de los sectores dominantes de la
historiografía española, así como que carecen de todo interés por establecer el
menor diálogo o debate, cosas que resultan verdaderamente asombrosas al cabo de
cerca de treinta años de democracia. Todo ello plantea la cuestión de saber si
la democracia se ha implantado de verdad en las universidades españolas”. En
tales condiciones la manía de algunos profesores de enarbolar títulos
académicos, máxime como argumento de autoridad, parece una inmodestia excesiva.
A estos males se añade una total ausencia de sentido autocrítico, que impide
salir del marasmo. El rechazo de tantos de esos profesores a debates que, les
guste o no, están ya planteados, acentúa el estancamiento. Además, las malas
costumbres creadas por muchos años de rutina y prepotencia les han llevado a
olvidar los criterios más elementales de la crítica o el debate historiográfico.
Cuando leí su comentario sobre mi libro, pensé: menos mal, aquí tenemos a
alguien que ha leído lo que critica. Un cumplido que usted, picajosamente,
interpretó como un insulto. Y después de otro turno de réplica usted se
escabulle haciéndose el ofendido y sin dejar de divagar un momento.
La primera regla para evitar que un debate se convierta en un galimatías o en
un duelo de sarcasmos más o menos ingeniosos, pero vacuos, es atenerse al tema.
Y el tema no es si yo invento palabras o tengo mejor o peor estilo, o si el
lenguaje sirve para mostrar y ocultar, o si mi libro le parece a usted un
panfleto, o en qué consiste un panfleto, y otras lucubraciones en que usted se
pierde y nos pierde a sus lectores. El tema consiste, concretamente, en las
tesis de mi libro. Le he indicado algunas de ellas, para centrar la discusión,
pero usted insiste en irse por las ramas con cuestiones secundarias o que no
vienen al caso.
También importa, señor Serna, leer con atención y no atribuir
al adversario lo que no dice. Por ejemplo, usted me achaca la pretensión de que
todos los antifranquistas fueron estalinistas. ¿Dónde digo eso? Lo que digo, y
pruebe usted a rebatirlo, es que quienes trasladaron su antifranquismo de la
verborrea a una oposición sistemática fueron los comunistas. Y también fueron
ellos, fundamentalmente, quienes fabricaron la tesis alucinante, que pasa por
historia en medios progres, según la cual los valores de la democracia durante
la guerra venían representados por una alianza de stalinistas, anarquistas,
marxistas revolucionarios, racistas, y golpistas catalanes y republicanos.
En un debate sobre un libro conviene juzgar éste por lo que es, y no especular
con lo que usted supone que debería ser. A su juicio, yo debería haberme
ocupado de las familias del régimen, de los ministros, de Carrero
Blanco y no sé cuántos asuntos más. Mire, el libro no es una biografía
ni un estudio detallado de las interioridades del régimen, sino un balance
general. Trata, como explico en él, de establecer la significación histórica
del franquismo en relación con su época y con el problema de la democracia en
España, exponiendo con claridad los hechos decisivos y su lógica, y mostrando
la vaciedad de muchas interpretaciones corrientes. Y a ese efecto las
cuestiones mencionadas por usted no añaden nada esencial. También Payne
comentaba esa manía tan extendida en España de juzgar una obra por lo que no
es.
Le sugiero asimismo invocar menos unos métodos historiográficos que usted no
parece dominar. La metodología de ustedes recuerda al tipo que, ante un cadáver
con un puñal en el corazón, clavado por la espalda, dictamina solemnemente:
“Este hombre tenía que estar vivo, porque carecía de enemigos”. Según ustedes, Franco
“tenía que” haber perdido la guerra civil, porque era un inepto; “tenía que”
haber entrado en la guerra mundial, porque era un fascista amigo de Hitler;
tenía que haber contribuido al holocausto judío, porque detestaba a los judíos;
tenía que haber sido derrotado por el boicot internacional combinado con el maquis,
porque tenía en contra al pueblo y a casi todo el resto del mundo; tenía que
haberse empecinado en una economía autárquica, porque era muy bruto; tenía que
haber dejado un país paupérrimo y analfabeto, porque era ignorante y
oscurantista; tenía que haber durado mucho menos, porque el pueblo le odiaba y
la oposición era muy democrática y amante de la reconciliación…
Como comprenderá, los métodos “académicos” que llevan a tales conclusiones sólo
pueden ser tan ridículos como las conclusiones mismas. Según Orwell,
para soltar cierto tipo de estupideces es preciso haber pasado por la
universidad. La frase, va de suyo, no ataca al espíritu universitario, sino a
su desviación pedante y sofística. La desviación, en la cuestión aquí tratada,
procede quizá de muchos intelectuales que medraron en la administración
franquista, o no encontraron tiempo para oponérsele, como dice Savater,
y ahora, sintiendo acaso que han echado a perder su juventud, se esfuerzan
valerosamente por derrotar al difunto Caudillo… En fin, si me permite un
consejo de metodología expositiva, empiece usted por demostrar con datos y
argumentos la falsedad de mis tesis, o de alguna de ellas. A continuación
muestre cómo esa falsedad procede de un mal método. Así perderíamos menos
tiempo.
Dos palabras sobre las divagaciones con que usted, citando a Tusell
y a Ridruejo, persiste en oscurecer el hecho evidente de la
prosperidad bajo el franquismo: “Como bien dijo Javier Tusell,
en realidad, el franquismo retrasó un desarrollo económico que hubiera podido
darse antes y, de hecho, se dio en otras naciones europeas que partían de una
situación peor que la española (Italia y Alemania)”. No partían de una
situación peor, pues tenían una base de infraestructuras, aunque
momentáneamente averiadas, y de gente preparada técnicamente, muy superior a la
española, y por tanto mayores facilidades para rehacerse. Además no sufrieron
un bloqueo económico, ni el maquis, y fueron agraciadas con el Plan Marshall.
Los argumentos de Tusell llevan siempre ese toque de simpleza.
Y, sobre todo, un historiador serio no puede hacer tal comparación. La
implicación de Tusell es que si los useños hubiesen invadido
España e impuesto una democracia todo habría ido sobre ruedas. Sandez muy
propia de los políticos exiliados causantes de la guerra y ansiosos de volver
en triunfo sobre los tanques extranjeros: aquellos políticos a quienes Azaña
retrata tan bien como incorregibles botarates. Pero los líderes anglosajones, y
especialmente Churchill, eran menos botarates, y entendieron bien que España
podría resultar difícil de dominar para los tanques useños, y que la aventura
tenía las mayores probabilidades de terminar en una nueva guerra civil, con
consecuencias explosivas en una Europa devastada y hambrienta. ¿Ve usted la
diferencia? Un análisis histórico no puede consistir en una exposición de
deseos.
El hecho atendible para el historiador es que España se rehízo lentamente a
causa del bloqueo y otras privaciones, y de una política económica desacertada.
Pero al corregir el régimen esa política, liberalizándola, el país experimentó
un salto adelante como no lo había experimentado nunca antes ni volvió a
experimentarlo hasta la fecha. Por eso, por su capacidad de rectificación,
entre otras cosas, Franco dejó un país próspero. Esa evidencia
no la desmiente el “método” de las especulaciones tusellianas más una frase de
Ridruejo carente de lógica. Y Tusell fue cualquier cosa menos
demócrata, aplicó su espíritu inquisitorial siempre que se lo permitió su
“cuota de poder”, vale la pena recordarlo.
Tampoco conviene hablar sin base. Dice usted: “Llamar guerra civil a los hechos
del 34 es una arbitrariedad semántica, un anacronismo deliberado, un modo de
convertir una revolución, indudablemente violenta, en guerra para así
justificar mejor la actuación de Franco”. E insiste: “decir
que los sublevados eran de izquierdas no es lo mismo (¿?) que afirmar que
quisieron, organizaron y por fin llevaron a cabo la guerra civil. Eso significa
atribuirles deliberación no sólo en preparar una guerra (cosa que usted no ha
demostrado), sino en consumar la guerra”. Si usted hubiera leído Los orígenes
de la guerra civil, o el más divulgativo 1934, comienza la guerra civil, sabría
que el partido de Companys reaccionó al triunfo electoral de
la derecha, en 1933, declarándose “en pie de guerra”, y que intentó el golpe de
estado y promovió, en el verano de 1934, un ambiente de rebeldía y preparativos
armados, esto es, de guerra civil. Y que los socialistas, no yo, definieron
como guerra civil su insurrección. Usted, que habla tanto de método, no se ha
molestado en consultar los documentos. En el 34 la guerra fracasó, como tal, en
casi todas partes (aunque dejando muertos en 26 provincias), pero en Asturias
tuvo todas las características de ella.
Concluye usted: “si fueron los socialistas y los nacionalistas catalanes de
izquierda quienes llevaron a cabo la guerra civil en 1934, entonces Franco
no se sublevaría en 1936, sino que continuaría un choque bélico que otros ya
habrían empezado”. En cierto modo ocurrió así. Las izquierdas no pudieron
continuar la lucha en el 34 al haber sido derrotadas, pero no abandonaron, en
lo esencial, las actitudes que los llevaron a organizar la guerra. Por eso, en
cuanto volvieron al poder, crearon de nuevo una situación revolucionaria. La
diferencia es que Franco, en el 34, defendió la legalidad
democrática, mientras que en el 36 estaba convencido de que la democracia no
podía funcionar en España. Y ciertamente no podía funcionar con aquellas
izquierdas mesiánicas. Por eso doy tanta importancia, para explicar la
democracia actual, al legado al legado de moderación (no sólo de de
prosperidad) dejado por su régimen. Una moderación que las izquierdas y los
separatistas están volviendo a perder, para desgracia de todos. Le repito: la guerra,
la posguerra, y el propio franquismo fueron la consecuencia de la destrucción
de la democracia por las izquierdas.
Una última observación sobre algunas palabras que tanto le irritan. Digo Jrúschof
y no Khruschev o Kruschev, porque es la
transcripción adecuada en español de la palabra rusa en cirílico. Me parece un
servilismo seguir la transcripción inglesa o francesa, como se hace
corrientemente. “Panfleto agitativo” está bien dicho, o especificado,
porque no todos los panfletos son agitativos. Como está bien dicho
autodeclararse, ya le dije en otra entrega por qué, y aunque tenga algo de la
redundancia del “suicidarse”. En cuanto a “Usa” y “useño”,
me parece más corto, útil y justo que “americano”, “norteamericano”,
etc. Lo he explicado en un artículo en Libertad Digital,
que puede encontrar en la sección “firmas”. Lo titulaba, creo
recordar, “La conveniencia de un rebautismo”.
En fin, señor Serna, lamento su retirada del debate, lo siento
también por los voluntariosos izquierdistas que llevan años esperando que
alguno de los suyos me vapulee dialécticamente o, al menos, me replique con
razonamiento y datos en lugar de desplantes y declamaciones. Por si usted
recapacita, vuelvo a proponerle una discusión más precisa. Podríamos empezar
con la organización de la guerra por las izquierdas, cosa de la que todavía no
parece usted muy convencido. En espera de sus noticias, reciba usted un saludo
animoso.
Coda
Entre los amables
lectores de mis textos, hay una concurrencia alborotadora que me reprocha no
haber seguido disputando con Pío Moa acerca de su libro Franco.
Un balance histórico: probablemente, de las que ahora se han editado, la obra
que menos aporta. Esos ‘posteadores’ que me reprenden creen que me retiré
cobardemente y que arrojé la toalla. Fíjense qué lenguaje boxístico nos
gastamos en una conversación que acaba siendo un cuadrilátero. Es evidente que
esa concepción de lo que es una controversia intelectual tiene truco: sea cual
sea el momento en que te retires, harto de discutir con quien tiene las ideas
fijas e inconmovibles sobre un objeto, de quien sólo espera publicitar su
libro, como el señor Moa, te recriminarán por asustadizo,
incluso por gallina. Me dicen, por ejemplo, que no he contestado ni a una sola
de las cinco tesis del contendiente.
¿Cinco tesis? Es una licencia del lenguaje llamar así a lo que es un enunciado
hecho sin documentos, basado en apriorismos. Esa pega, la falta de fuentes
archivísticas procedentes del franquismo que avalaran lo dicho o defendido, no
es asunto menor, como algunos creen: es la derrota del pensamiento histórico y
su sustitución por un sesgo ideológico que no admite disputa. Me decía un aguerrido
comunicante que la ‘frase histórica’ ha de ser ‘falsable’ (perdón por emplear
este terminacho), retándome, pues, a que falsara las ‘tesis’ del señor Moa.
Creo que hay un uso incorrecto en esa expresión de origen popperiano. ‘Falsar’
lo dicho por Moa no significa algo así como: intente, venga, intente probar que
es falso lo escrito en Franco. Un balance historico. Un enunciado es
falsable si y sólo si está expresado, formulado de tal modo que pueda probarse
que es falso con los documentos que se aportan u otros nuevos que puedan
aparecer. Si faltan, esa frase inaprensible (basada, además, en analogías
explícitas e implícitas) tiene tanto valor como la contraria. A estas pegas
graves, muy graves, mi contendiente oponía su desprecio antiacadémico diciendo
que eso era mera farfolla nebulosa. Por desechar reproches tan comprometedores,
un historiador de oficio no obtendría su acreditación, la mínima, la que le
permite presentarse como un investigador riguroso.
Ustedes se preguntarán por qué no sigo polemizando. Como comprenderán, yo no
debato porque unos agraviados de simpatías franquistas me exijan seguir
haciéndolo para así contribuir al espectáculo de la exhumación del Caudillo:
discuto si todos los lectores podemos extraer algún rendimiento intelectual de
la liza, si no es así, lo dejo estar. Quienes me han increpado con mayor
insistencia son, por supuesto, los seguidores del señor Moa,
admiradores de la obra del General, los que creen a pies juntillas aquellas
tesis archiconocidas que sostienen la estatura política del dictador. De gran
talla, desde luego, para cambiar y adaptarse con el fin de asegurar el poder
arbitral sobre sus seguidores. Los historiadores serios que han tratado al
dictador le han reconocido astucia, y no esa caricatura que Pío Moa dice que
hacen. Franco tuvo un gran concepto de sí mismo y, como
apostilla Paul Preston, la sucesión de “máscaras públicas tras
las cuales ocultaba su personalidad (valiente héroe del desierto en África; un
Cid del siglo XX en la Guerra Civil, emperador en ciernes en 1940, comandante
de un fuerte asediado a fines de los cincuenta) eran muy gratificantes y le
hicieron inasequible al desaliento”. Después de los grandes triunfos
diplomáticos de 1953, añade Preston para referirse al apoyo norteamericano en
la Guerra Fría y a la Cruzada santificada por el Vaticano, Franco se dotó de
una nueva máscara: “la de un patriarca benévolo y adorado por los españoles”.
Unos le apoyaron idolatrándole incluso, otros le temieron callándose, otros se
resignaron pasivamente, otros con la abulia y con la apatía que produce la
mucha represión le dejaron hacer. Pero esos mismos admiradores de ahora son los
que le disculpan como pecadillo tolerable el feroz castigo a que sometió a los
opositores con el vano argumento de que Hitler y Stalin
mataron más y mejor. Desde luego, si se tratara de un certamen de crueldades, Franco
no quedaría relegado a los últimos puestos. En fin.
Hay, además, entre mis interpelantes otra corriente de opinión más sutil pero
no menos condescendiente con el déspota, una corriente que se está imponiendo
entre ciertos antifranquistas. Es la que, en versión noble, llamaríamos ‘la
línea Jon Juaristi’: a base de reconocer lo menguado de la
oposición real al franquismo, lo escueto de su número (entre otras cosas, gracias
a la eficaz represión), se culpa retrospectivamente a toda una generación por
la muerte de Franco en la cama. No se trata de que reclamen ahora la
desaparición violenta del dictador, sino de que fue la suya una errónea
oposición, averiada oposición, desnortada oposición que no supo emplear las
armas pacíficas de la política para dejar a los terroristas los golpes mortales
que la banda le infligió al Régimen. Ese hecho, el aumento de la violencia
antifranquista, habría agravado y agraviado la reacción del franquismo
empeorando lo que ya en los sesenta era casi una ‘dictablanda’. Por tanto, toda
la dureza del Régimen cabría atribuirla a una oposición que no supo hacer o
dejó hacer con grave riesgo para la democracia que estaba por llegar.
Es decir, como indica claramente Pío Moa en una de esas
sedicentes tesis que mezclan pasado y presente, “la democracia actual procede
del franquismo por reforma y sin ruptura. Los antifranquistas buscaban la
ruptura para hacer tabla rasa de cuarenta años de historia y enlazar con la
convulsa II República. Fracasaron, pero ahora se sienten otra vez fuertes, y
vuelven a lo mismo, echando abajo la Constitución mediante hechos consumados, y
llevando al país a una nueva crisis”. ¿En qué se basa para afirmar esto? ¿En
que la meta de la oposición era la ruptura? La transición se hizo a partir de
una negociación y, como todo analista debería saber, en una negociación las
partes siempre presentan objetivos extremos para reducir después las
pretensiones obteniendo bastante de lo que se sabía que no se podía lograr por
entero. En las páginas de su libro, Pío Moa presenta al
dictador final, a ese déspota benevolente, como alguien sabedor y resignado del
futuro que aguardaba a España, algo así como consciente de que la democracia había
de llegar y que, de algún modo, él la habría facilitado. La sugerencia no está
documentada y no la sostiene, por supuesto, ningún historiador con fundamento.
El propio Stanley Payne, en quien Moa ha
creído encontrar a su principal y único valedor académico, ya dijo en ‘Franco.
El perfil de la historia’ (1992) que no debe “agradecerse a Franco la España
tolerante y democrática de los años ochenta y noventa. Franco no tenía
intención alguna de preparar a España para la democracia. Los profundos cambios
que ocurrieron bajo su largo dominio, y que hicieron posible que el país
desarrollara rápidamente un sistema democrático después, se debieron
fundamentalmente a los amplios efectos secundarios de la política de su
gobierno”: efectos secundarios, es decir, indirectos o, como señalan, los
sociólogos, efectos ‘inintencionales’ de su acción. Entonces..., ¿a santo de
qué rebajar la crueldad y el retraso del Régimen? ¿A santo de qué “debe
relativizarse el cargo principal hecho a su régimen: su carácter dictatorial”,
como propone Pío Moa? Retengan el giro católico de estas
expresiones...
Resulta curioso que para todo esto que estamos tratando nadie haya hecho
alusión a uno de los contenidos del libro que suscitó esta polémica. ¿Será,
acaso, porque los defensores del señor Moa no han leído dicha obra? El volumen
‘Franco. Un balance histórico’, que se hizo sin fuentes con el pretexto de ser
ensayo, sin el registro de archivos o de bibliografía exhaustiva consultada,
sólo apenas unas escuetas notas al final, contiene un apéndice documental. En
ambiente académico, ese que tantos deploran, un apéndice documental sirve para
aprontar textos poco conocidos, para dar a leer lo que se exhuma y que los
destinatarios no conocen o conocen mal. Por ejemplo, en el espléndido compendio
o estado de la cuestión que firman Giuliana di Febo y Santos
Juliá titulado ‘El franquismo’ (Paidós, 2005) hay un repertorio final
de textos que sirven para hacerse una idea cabal e inmediata de lo que fue el
Régimen y sus opositores. En cambio, el apéndice que añade Pío Moa
a su texto sobre Franco es anémico, tan escueto...: sólo un
par de documentos, en efecto, que poco o nada aportan. O, tal vez, sí: quizá
uno de ellos sea lo mejor que podemos leer o releer en esas páginas. Me refiero
al ‘Testamento de Francisco Franco’, unas últimas voluntades que el autor del volumen no
examina y que sólo aporta como confirmación de esa capacidad de perdón del
déspota, como esa falta de odio del dictador.
De todo lo que en ese texto se decía quisiera comentar brevemente un par de
cosas que tienen que ver con lo que hoy he señalado. Para empezar, en ese
Testamento, Franco nos tuteaba con una llaneza de trato a la
que nadie le había autorizado. O tal vez sí, tal vez su estrecho contacto con
el Altísimo facilitaba estas licencias de padre querido o de abuelo
benevolente. Pero no era su única careta, pues la sagacidad del dictador
(sagacidad para sobrevivir) y la larga duración del Régimen le permitieron una
suma de identidades políticas, esas que estudió Preston. Es
decir, cuando Franco dicta o escribe su testamento, cuando nos
tutea, se cree investido de autoridad suficiente como para saltarse las normas
básicas del respeto o se cree amado por su pueblo hasta el punto de no tener
que justificar ese tratamiento campechano de que se vale para dirigirse a la
ciudadanía. Como un dictador latinoamericano, como el Patriarca de García
Márquez, nos reconviene al modo paternalista del viejo populista, ese
que lleva a interpelar directamente a la nación sin intermediarios, que en eso
consisten las tiranías de esta especie. Ahora bien, dicho método no era una
novedad: ese tuteo, tuteo de inspiración falangista, fue el modo en que Franco
se nos había dirigido habitual y colectivamente a quienes no tuvimos la
oportunidad o la edad para derrotar su mando e impugnar su mandato. Yo tenía
poco más de quince años cuando murió y sabía que mis mayores, mudos,
silenciosos, resignados, asustados, habían tenido que arrostrar con pavor un
régimen que decía salvarlos treinta y tantos años después del fin de la Guerra
Civil.
Por otra parte, como no podía ser menos tratándose de un Testamento, esas últimas
voluntades ponían el énfasis en las creencias religiosas, en ese catolicismo de
su persona y de su régimen. Dicha apelación garantizaba un tránsito
reconciliado hacia la muerte (o al menos eso esperaba), tránsito que se
alcanzaría gracias al perdón. Es curioso: dice pedir “perdón a todos”. No
sabemos bien por qué si siempre vivió como católico y sólo quiso el bien de
todos nosotros. Si cree en eso, entonces esa petición de perdón era retórica y
sin consecuencias. Más importante es cuando “de todo corazón” decía perdonar “a
cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera como tales”. Nos
exculpa, pues. Es tal la grandeza desde la que habla, la altura con la que nos
trata, ligero de equipaje, que puede permitirse esa cualidad del perdón. Pero
hay una contradicción en la que incurre y un riesgo que él no parece advertir.
Si, como señala inmediatamente, quienes fueron sus enemigos lo fueron de
España, esto es, antipatriotas y antiespañoles, entonces no hay perdón posible.
Por eso, unas líneas más abajo se corrige y nos advierte severamente para que
no olvidemos “que los enemigos de España y de la civilización cristiana están
alerta”. Es decir, no se avizora la democracia en este texto ni tampoco la
reconciliación.
¿Qué perdón podía haber para unos enemigos que vivían agazapados, unos enemigos
de la cristiana España, y que podían regresar? “Velad también vosotros y para
ello deponed frente a los supremos intereses de la patria y del pueblo español
toda mira personal”, añade Franco. Nos exige vigilia, una
atención constante, aquella en la que vive un propietario que ha de proteger su
patrimonio o un guerrero que no depone las armas frente a las asechanzas de
quienes quiere hostigar el suelo patrio. España era una hacienda, así la
concebía el testador: un territorio ganado que ahora nos cedía en herencia, a
sus herederos forzosos, es cierto. Pero España era también un cuartel, así la
había convertido el general muchos años atrás. Su régimen había empezado siendo
un Estado ‘campamental’ y ahora acababa siendo un bastión a defender...
Yo leía cada mañana este texto de Franco en el acuartelamiento en donde servía
al Rey. Estaba allí, a la vista de todos, en espera de ser cumplido o no
olvidado. Mis jefes nos instaban a leerlo, a tenerlo en cuenta para defender la
hacienda y el bastión de España, y nosotros, los jóvenes soldados que
sobrevivíamos en aquel ambiente tan hostil, nos preguntábamos qué hacía aquel
testamento ampuloso, escaso, de un dictador ya desaparecido. El intento de
golpe de Estado, ocurrido un año antes, no les había obligado a retirar aquel
documento aunque la arrogancia de aquellos franquistas estaba condenada a
desaparecer, como nuestro antifranquismo primario. Pero..., frente a lo que
decía Jon Juaristi en Abc (20 de noviembre de 2005),
uno no dejaba de ser antifranquista cuando al dictador lo dábamos por muerto,
sino cuando los vestigios nostálgicos y amenazantes del Régimen habían sido
desplazados o apartados. Por lo que veo, algunos melancólicos que recrean el
franquismo con fabulación y embelecos y sin complejos aún nos obligan a serlo,
a ser antifranquistas.
Otras derivaciones
Hay evidentes afinidades entre la historia y el
periodismo. En griego clásico, la palabra ‘histor’ significaba el que sabe, el
que observa, el que analiza, el que investiga. El ‘histor’ no sólo cuenta lo que
ha visto, aquello de lo que es testigo, sino que también reúne y contrasta otros
relatos que hasta él llegan, unos testimonios de cosas que no ha observado y que
le servirían para componer y completar la versión más fidedigna de los hechos
que quiere reconstruir. Aunque su restablecimiento pueda incurrir en
atribuciones erróneas o falibles, aunque la versión final del investigador pueda
pecar de simpatías por uno u otro testimonio, lo cierto es que el buen
historiador de nuestros días quiere obrar como hacía el viejo Tucídides,
al menos quiere parecérsele en esto.
No muy distinta debería ser la divisa del buen periodista, empeñado en averiguar
algo, en trabar relación entre los datos, en completar las fuentes, en valorar
la veracidad de los testimonios, en narrar la versión final con honradez, pero
sobre todo con el rigor de quien sabe investigar. Al menos en este sentido, un
cronista es también un investigador que no se conforma con un solo testimonio,
que no se resigna. Esta conclusión archisabida, expresada por quien suscribe (un
historiador), podría compartirla también un periodista que valorara su oficio y
que se exigiera averiguación y empeño, respeto a la verdad y olfato profesional.
Martí Perarnau, por ejemplo, citaba ayer, aquí, en mi bitácora, una frase
mía sobre ‘Como se escribe la historia’: el historiador "no busca las fuentes
según le convengan al investigador, no selecciona arbitrariamente lo que le
confirma, no descarta lo que le incomoda". Perarnau añadía: “me ha
evocado la utopía del periodismo responsable e independiente. Por supuesto,
salvemos todas las inmensas distancias entre historiadores y periodistas, pero
esa frase sería igualmente válida”, insistía Martí Perarnau, si donde yo
decía "investigador" escribiéramos "periodista". “¡Y qué lejos está el
periodismo de esta utopía! Casi podríamos afirmar justo lo contrario: el
periodismo actual busca las fuentes según le conviene, selecciona
arbitrariamente lo que le confirma y descarta lo que le incomoda. ¿Debemos creer
que nuestro periodismo es la antítesis de la buena historiografía? ¿O
simplemente es que el periodismo lleva su degradación mucho más adelantada que
la historia? En este segundo supuesto, a los prolíficos amateurs revisionistas
de la historia les queda todo el futuro por delante para seguir triunfando...”
La degradación que supone el periodismo no le lleva mucha delantera al deterioro
de la mala historiografía. En los pasados días hemos sabido, por ejemplo, de la
detención en Austria de David Irving, un historiador británico que ha
alcanzado cierta celebridad por haber negado el Holocausto en repetidas
ocasiones. El ‘negacionismo’ empezó hace varias décadas y durante todo este
tiempo ha sido un veneno que han difundido algunos historiadores, odiosos
profesionales de la mentira, para intoxicar, para justificar, para comprender o
para salvar a Hitler. El desprecio de la comunidad historiográfica ha
expulsado a estos presuntos investigadores al infierno de los académicamente
apestados. La negación del Holocausto en Austria es un delito que puede alcanzar
una pena de hasta veinte años de cárcel. Falsificar los hechos históricos de
este crimen horroroso está penado, en efecto, con un severísimo castigo.
¿Y cómo se falsifican los hechos? Pues invirtiendo el precepto que yo mismo
detallaba ayer, buscando sólo las fuentes según le convengan al investigador,
seleccionando arbitrariamente lo que le confirma, descartando lo que le
incomoda. O en otros términos negando la verdad de los testimonios contrastados,
destruyendo vestigios que prueben ciertos hechos o inventando documentos falsos
que le permitan sostener una versión conscientemente deformada y mendaz. En
algunos países, que no en todos, esas adulteraciones están efectivamente penadas
con la cárcel, pero en cualquier parte los historiadores rigurosos rechazan a
esos presuntos colegas que se proponen mentir con el afán de enredar, de
publicar embustes. El problema es que el repudio de la comunidad profesional por
una mala práctica historiográfica no implica en principio el aborrecimiento del
gran público, que puede leer con fruición y con engaño obras simplemente
mentirosas. Muchas veces, ocupados en sus cuitas profesionales, los
historiadores académicos han olvidado a ese gran público dejando que otros
reemplacen con libros indocumentados lo que ellos podrían haber difundido. Por
eso, la tarea de intervención y de difusión del saber histórico es una labor de
primera necesidad ciudadana.
Partiendo de consideraciones semejantes, el editorialista de ‘El Periódico de
Catalunya’ establecía el pasado 22 de noviembre de 2005 una comparación
inquietante, debatible, errónea, desde mi punto de vista. Venía a decirnos que
lo que David Irving es al Holocausto, Pío
Moa o César Vidal serían al
revisionismo español. Creo, sinceramente, que es una equivocada,
desafortunadísima comparación, entre otras cosas porque el director de ‘La
linterna’ ha escrito algún libro estimable sobre las mentiras del revisionismo
nazi. Creo que Moa o Vidal enredan, pero no porque nieguen el
Holocausto, que consistiría en una tarea de eliminación documental. Lo que hacen
“historiadores como Pío
Moa o César Vidal
--vinculados, por cierto, a la COPE—“, que “están empeñados en demostrar que
fue la izquierda y no Franco quien empezó la contienda”, es intoxicación
interpretativa, es forzar el significado de los hechos, es aplicar sobre las
fuentes una clave conspirativa.
La interpretación conspirativa de la historia es ya una vieja tradición que
habría que remontar, como poco, al siglo XVIII. Fue entonces, en aquel tiempo,
cuando ciertos observadores reaccionarios, con Joseph de Maistre a la
cabeza, se empeñaron en hacer una lectura de la revolución francesa como un
episodio fruto de la conspiración. En su libro ‘Consideraciones sobre Francia’
(1796) desarrolla la teoría del castigo regenerador, una teoría en virtud de la
cual la revolución aparece como un acto paradójicamente milagroso. Preparada por
unos conspiradores (los ‘philosophes’, ensoberbecidos por su razón libertina y
atea), la violencia que sigue a 1789 se escapa del control de sus inspiradores y
se desenvuelve como una “fuerza arrolladora” que escapa ya a la voluntad humana
y que exige una regeneración catártica. Sólo la vuelta apocalíptica a la esencia
del catolicismo tradicional salvará a la Francia degradada, una Francia rehecha
e inmune al contagio de los modernos laicistas.
La tesis, el subtexto, que sostiene César Vidal en su última novela, ‘Los
hijos de la luz’, se funda en ideas semejantes, con una Revolución atribuible al
empeño criminal de las logias masónicas. Es ésta una fijación que puede seguirse
en la dedicación del director de ‘La linterna’, la fijación de destapar, de
airear la que para él es la oscura historia de ‘Los masones’, pues, según dijo
en la presentación de este volumen en enero de 2005, está probada la "enorme
implicación de los masones en hechos como la desaparición del imperio español y
la trayectoria del socialismo". Nada menos. O, según insistió, resulta evidente
el "papel claro de la masonería en la Revolución francesa y las revoluciones
europeas del siglo XIX, así como en la Internacional Socialista". O, como el
autor apostilló, "Con el alzamiento del Frente Nacional, esta sociedad secreta
recibió un mazazo espectacular", ese castigo regenerados del que hablara
Joseph de Maistre. La insistencia de Pío Moa
en la condición masónica de algunos
republicanos o revolucionarios que estaban ideando presuntamente la Guerra Civil
desde 1934 abunda en la misma dirección. La célebre “conspiración judeomasónica
que no ceja en su empeño”, según Francisco Franco, confirma, en fin, esta
tesis de la conspiración, algo que se remontaría al Setecientos y que llegaría
hasta el siglo XX.
Para algunos, una interpretación de la historia en estos términos es paranoica,
psicopatológica. Por eso, la recreación del pasado por estos publicistas busca
las fuentes según les convienen, seleccionan arbitrariamente lo que les confirma
y descartan lo que les incomoda. Por eso, cuando compruebo las tesis que manejan
no creo leer a unos colegas o a unos periodistas rigurosos, sino a unos
personajes escapados de ‘El péndulo de Foucault’, de Umberto Eco, unos
confusos personajes intoxicados por la idea de conspiración. El criterio es
riguroso, decía uno de ellos, y es el mismo que siguen los servicios secretos:
no hay unas informaciones mejores que otras, el poder reside en ficharlas todas
para después buscar entre ellas las conexiones. Conexiones las hay siempre,
basta querer encontrarlas. O, como otro no menos alucinado le proponía: no hay
imagen que veamos que, debidamente combinada con otras, no revele y resuma un
misterio del mundo, un mundo en el que, desde cierto punto de vista, todo está
en relación, en conexión. “A questo mondo tutto c’entra con tutto”. Etcétera.
¿Cuál es la novedad de hoy, de estos intérpretes españoles de la conspiración?
La novedad es que la intoxicación conspirativa ya no es antimoderna, como lo fue
en el Setecientos o como lo fue para el propio Franco. Ahora, ese
pensamiento basado en el complot se reviste de liberal. Nada menos.