¿Qué es un burgués?
Justo Serna
Levante-EMV,
22 de diciembre de 2006
¿Qué es un burgués? Permítanme hacer historia recreativa, algo que disgustará a los especialistas, aunque quizá sirva para el gran público. En primer lugar, burgués designa al habitante del burgo, un espacio medieval: pequeños caseríos o villorrios diseminados que acaban por juntarse hasta constituir un dominio populoso. Identificamos –indebidamente— burgo con ciudad, pero en todo caso esa idea expresa bien el resultado: son lugares en los que se hacinan vecinos, espacios en donde la gente se mezcla o se cruza o se trata o se evita. La ciudad que crece es el lugar del anonimato, de la concentración. “La urbe”, indicaba Ortega y Gasset, “no está hecha, como la cabaña o del domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública”, un lugar cuyo eje es la plaza. Planteado así, lo burgués es un logro admirable de la civilización: es el espacio plural en que los individuos que se creían idénticos se tropiezan con otros vecinos extraños con los que están forzados a dialogar.
Pero, en segundo lugar, más allá de esa acepción medieval, lo burgués remite al mundo moderno: al comercio, a la industria. En la ciudad no sólo hay vecinos distintos: hay, además, una clase particular de habitantes que fabrican, que establecen obradores en los que producen sus manufacturas, artificios de la imaginación humana que satisfacen necesidades materiales. Por ejemplo, los textiles. Es en el mercado de esa ciudad en donde se ofrecen dichos productos, aunque también en las ferias y en los otros mercados de diferentes urbes. El burgués industrioso y negociante fabrica, pero sobre todo comercia: deseoso de incrementar sus beneficios, emprende viajes para colocar mejor sus mercancías, para aumentar el número de sus clientes. Afronta todo tipo de dificultades y, valiéndose de medios de transporte menesterosos, se aventura. Hay muchos que prosperan y hay otros cuyo capital mengua, obligados como están a enfrentarse a sus competidores y a las gabelas o arbitrios que le ponen esta o aquella ciudad.
El liberalismo y la industrialización mejoraron las condiciones del burgués: es más, son revoluciones cuya inspiración se debieron a los burgueses. De lo que se trataba era de crear un mercado nacional, incluso internacional, sin obstáculos. Pero de lo que se trataba también era de acelerar la gran transformación técnica. Las máquinas fueron prodigios de esa civilización. Había que derribar todas las barreras que se opusieran al crecimiento. La Europa burguesa, en pleno siglo XIX, era lo más parecido a una fábrica ruidosa, con artefactos e ingenios técnicos, con chimeneas humeantes; era lo más parecido a una feria populosa y multitudinaria, con mercaderes avispados; era lo más parecido a un mapa, con carreteras, con caminos, con raíles que surcaban el Continente, lastimando su suelo, pero a la vez irrigando sus mercados. En el Manifiesto Comunista, Karl Marx celebró el potencial revolucionario de los burgueses, su capacidad para alterar los espacios, allá en donde la mercancía era símbolo y ganancia. Pero Marx también denunció la explotación inhumana de los trabajadores...
¿Nos desencantaron aquellos negociantes e industriales? Hay una literatura abundante sobre la decepción que produce el egoísmo burgués. Y, en el caso valenciano, de ese asunto podríamos llenar anaqueles innumerables. Sin ir más lejos, en un artículo en Levante-EMV, Vicent Soler comentaba con generosidad el libro que Anaclet Pons y yo mismo hemos publicado (Diario de un burgués. La Europa del siglo XIX vista por un valenciano distinguido) para después reprocharnos la seducción que los burgueses locales nos habrían provocado. Pues sí, la verdad, sorprenden el sentido mundano de estos mercaderes, su capacidad para adaptarse a circunstancias diversas y adversas, su cosmopolitismo: saben estar en el lugar adecuado en el momento oportuno, y el protagonista de nuestro libro es un ejemplo significativo. Estos burgueses fueron a su aire, procuraron beneficiarse y, desde luego, no siempre estuvieron a la altura de lo que de ellos se esperaba. Pues sí: la verdad, los resultados de estos o de aquellos burgueses no fueron siempre admirables, pero sus habilidades para optimizar los beneficios estuvieron fuera de toda duda. Los industriales y negociantes valencianos del Ochocientos procuraron cimentar un lugar hospitalario, desearon identificarse con Europa y con lo que sus congéneres hacían, y esperaron no diferenciarse mucho de sus rivales. ¿Abandonaron la cultura autóctona, renunciaron a su lengua, se identificaron con el Estado? No lo negamos. El burgués no es alguien dotado de una misión que cumplir. Es un vecino que espera traficar, prosperar y que incluso es capaz de sacrificar lo mejor que ha recibido. Qué le vamos a hacer.