RETRATO DEL LECTOR ADOLESCENTE

 

                                                                                   Justo Serna

Las fechas son propicias para hablar de libros, para festejar las novelas y los cuentos, para celebrar la narración, la literatura, lo que significa escribir y leer para ensanchar la vida. En principio, podemos convenir en que el arte por el arte no nos conmueve ni atrae, justamente por considerarlo ajeno a la existencia urgente de nuestros días, distante, aquejado de anemia y de agostamiento. Para que la narración logre sus objetivos, el creador ha de dejar una parte de sí mismo, de su vida, trozos del interior, ha de arrancarse jirones y comprometerse con un cierto desgarro, incluso con desamparo, mientras todo se le vuelve inestable y menos seguro, sin asideros firmes, agotándose en ese ejercicio o en ese acto. Eso lo pueden sentir así aquellos novelistas exaltados, insomnes, que se entregan a su obra con furia. Concédaseme, sin embargo, que algo similar llegamos a experimentar los lectores, al menos aquellos lectores para quienes no son menores la delectación o el derroche o el libramiento. Nos dilatamos con personajes y con relatos que sin ser nuestros nos interpelan y nos conmueven. Yo creo que leer puede ser un acto tan creador y esforzado como el de escribrir, porque cuando lees y lees con denuedo, con perseverancia, con exaltación ávida y adolescente, te nutres, te expresas de manera vicaria, te rehaces con las experiencias de otros para adensarte interiormente y para hacerte más rico y más expansivo.            

Quizá sea la nuestra una época poco favorable para el desarrollo de la gran literatura. ¿Por qué razón? Porque en parte hemos perdido la fuerza del relato oral, ese relato que nos remitía al origen de los tiempos o, al menos, a una época ya prescrita, cuando el escritor y el lector aún no eran urgentes ni resabiados. El problema de muchas novelas actuales, de esa novela anémica tan corriente en nuestros días, es que algunos de sus usuarios dicen estar saciados y viven con prisa y como decadentes en el recuerdo y en la nostalgia de unas narraciones que ya no regresarán, con el vislumbre de su artificio, como oficiantes de una operación literaria en la que todos estamos envueltos y de la que seríamos conscientes. Sin embargo, hay aún ciertas obras en las que el destinatario se nutre copiosamente y experimenta la impresión de una inocencia temprana, esa sugestión adolescente de cuando contábamos y contábamos sin parar. Es un error muy actual contenerse, creer que se puede decir más con pocas palabras, imponerse una dieta verbal. Las mejores creaciones de hoy todavía son lo contrario: siguen diciendo mucho y con muchas palabras, como antes, como siempre, con esa caudalosa expresión que está en el origen mismo del arte de narrar, de contar, de leer abundantemente, con riqueza. ¿Cómo lograr ahora el encanto que produce un relato que oímos por primera vez y cuyos artificios ignoramos o aceptamos ignorar? Aún hay en ciertos narradores esa ilusión, esa seducción relatora, ese torrente de palabras cuidadosamente escogidas que se desborda, que mana, que nos llega y que anega el mundo externo y en el que personajes heroicos, derrotados y dignos bracean o sobreviven proponiéndose empresas justas, alucinadas, acometiendo iniciativas imposibles y hazañas malogradas, tipos que se hacen a sí mismos en la acción y cuyos avatares son relatados sin hacer alarde del artificio y de la convención. Aún se da en ciertos novelistas el goce del relato puro, el placer estricto y exacto de una historia que se nos libra y que nos aturde y nos conmueve con una sucesión vertiginosa de peripecias y de individuos, de gestas y de fracasos. Todavía hay narradores que describen y observan el mundo con vehemencia, con la convicción firme de estar abarcando precisamente las dimensiones de lo real. Hay escritores en cuyas historias aún se aprecia la nostalgia de los viejos maestros, de esos grandes creadores, dotados de riqueza inmaterial y capaces de reconstruir la dimensión exacta del mundo, de hacer el depósito de su imaginación.

¿Qué debemos pedir a los novelistas? Que no se contengan, que no hagan de sus relatos un género anémico en el que se cuente con pocas voces y sin aliento. No hay hartura de palabras. Hablando de Guerra y paz decía Eduardo Mendoza que la lectura adolescente de esa novela fue para él una experiencia arrebatadora, febril. “Durante el período necesariamente dilatado que duró la lectura (de la obra de Tolstói) –aclara-- tuve la sensación inequívoca de que el mundo real era el que me presentaba el libro, mientras que el otro, el que me rodeaba, era algo vago e impreciso, como una ficción. No 'veía', como suele decirse, los escenarios y episodios que se iban desarrollando a lo largo de la novela, sino que 'vivía' inmerso en aquel mundo ajeno a las palabras que le servían de vehículo. No habría mencionado este fenómeno –concluye Mendoza su confesión--, atribuible (me doy cuenta) a la edad o a un tipo determinado de imaginación, o a ambos factores, si no hubiera repetido la experiencia en dos ocasiones, separadas de aquella primera por una larga distancia temporal y espacial, con idéntico resultado”.  Los mejores relatos y el esfuerzo creativo, incontenible, rico, de ciertos escritores son de esa naturaleza y de esa índole y provocan efectos similares en nosotros, los atolondrados lectores que desde la adolescencia aspiramos a hacernos una idea del mundo. Hay una estirpe de novelistas que tuvieron y tienen por propósito dar a manos llenas, saciar; hay un linaje de autores que aspiran a denunciar los vicios y a combatir el aburrimiento de un mundo tan frecuentemente odioso. A esos escritores les adeudamos todo, un festín, la imaginación fértil y el conjuro contra la incultura, esa calamidad. A ellos nos debemos quienes empezamos como lectores solitarios y menesterosos. De ellos recibimos el alimento y la defensa que oponer a la jactancia y a la vulgaridad de tanto rico desenvuelto que se muestra inculto, ahíto y arrogante.