SI
NO LEES TE QUEDAS TONTO
Justo Serna
Hace
días, la prensa nos informaba de una charla impartida por Eduardo Mendoza en la
Biblioteca Valenciana. Se trataba de una sesión de animación a la lectura y estaba
destinada a unos quinientos alumnos de enseñanzas medias, adolescentes con
edades comprendidas entre los catorce y los dieciséis años. Además de explicar
al auditorio sus modos de creación, las formas en que elabora sus ficciones, Eduardo
Mendoza hizo pública una idea contundente. Se trata una opinión tajante que
expresa sin contemplaciones y de la mejor manera posible por qué hay que leer.
Al estar dirigida a alumnos de instituto, Mendoza se valió de un lenguaje
directo, convincente. "Leer es como comer: si no comes te mueres; si no
lees te quedas tonto". La lectura es un nutriente y un lenitivo, un fármaco
y un sustento, algo que nos alimenta y de lo que acaba dependiendo el correcto
y el normal desarrollo de un cuerpo que aún no se basta, que nunca se basta.
Igual que los alimentos nos suministran el aporte vitamínico que precisamos
para la supervivencia; igual que el agua sacia nuestra sed e irriga nuestros
miembros, humedeciendo los pliegues y junturas de nuestro organismo; igual que
nos procuramos unas horas de sueño para darnos descanso, para apaciguar el
espíritu y para atemperar las urgencias físicas que nos imponemos, también
necesitamos leer.
Ustedes y yo somos bastante decepcionantes, para uno
mismo y para los contemporáneos que nos rodean. El ser humano siempre es ese
tipo que desmiente todas las expectativas que sobre él se vuelcan, inconstante
y escaso como resulta ser. Uno se forja sueños y quimeras, elabora planes,
traza proyectos, aspira a completar objetivos y, al final, ve frustrarse buena
parte de las ideas fantasiosas que se había hecho acerca de sí mismo. Los demás
nos contemplan y los amigos o los enemigos elaboran también una idea muy
cumplida de cada uno. Los amigos creen que somos mejores de lo que en realidad
podemos ser y tienen de nosotros una imagen poco exacta y nada cabal. Los
enemigos también son fieles compañeros: nos detestan, nos odian, y nos toman como
el blanco de sus iras convirtiéndonos en el ideal de adversario que les
gustaría tener. Cada uno de nosotros, conforme crece y madura, también se hace
con un concepto de sí mismo, una idea más o menos elaborada que le sirve para
exigirse y para describirse. En ocasiones, nos creemos mejores o peores de lo
que en realidad somos. O bien tenemos un concepto eximio, elevadísimo, de
nosotros, habiéndonos modelado según un ideal efectivamente poco realista, o bien
nos perseguimos tomándonos como seres
más odiosos o detestables de lo que de verdad somos o merecemos ser.
La
mejor manera de conducirse uno en la vida es, pues, aceptando los propios
límites, informándose de los atributos de que está constituido, averiguando cuáles
son las restricciones que no puede rebasar. El mejor modo de vivir ese presente
eterno que es cada instante de nuestra vida es tener consciencia de que el
presente también es duración, de que el carpe
diem es un objetivo sensato si no olvidamos que hay un mañana en el que deberemos
desperezarnos, levantarnos, acudir al trabajo y repetir las rutinas ordinarias
que otros antes que yo ya emprendieron desde tiempo atrás. Son tantas las cosas
que debemos aprender los humanos que, la verdad, sorprende cómo nuestra
limitada capacidad resiste esa suma de enseñanzas y ese flujo incesante de
información. Tanto es así que muchos han hecho del caudal copioso de noticias y
de datos su principal meta, creyendo que así estarían mejor dispuestos para
enfrentar las incertidumbres de su propia vida, la idea que tienen de sí
mismos, la maduración de sus personas y las decisiones que deban tomar. Los
medios actuales y el vértigo de su transmisión nos convencen de que información
es saber y de que cuanto más atesoremos mejor será para nuestro rendimiento y
para nuestro éxito. Creo, por supuesto, que hay un error de perspectiva y de
cantidad en esta valoración inmoderada del dato, del detalle que se suma y que
se acumula, porque esa voracidad genera patologías graves ya diagnosticadas,
entre otras lo que los terapeutas llaman la Information
Anxiety. De lo que de verdad se trata es de tener criterios firmes y
flexibles para discriminar los datos que precisamos, haciéndonos una dieta
informativa con algún periódico y algunos libros y operando con pocos datos en
un escenario que nunca es olímpico. Pero, claro, para lograrlo, la lectura paciente
y sosegada de esos libros y el ejercicio de un pensamiento lento y profundo son
imprescindibles, porque de ellos nos vienen el contraste y el saber milenario,
eso que otros ya adelantaron. Decía André Comte-Sponville que una idea nueva,
verdaderamente nueva, que no haya sido pensada ni escrita jamás, tiene muchas
probabilidades de ser una estupidez.
Hace más de un siglo, un pensador muy pagado de sí
mismo, muy convencido de su valía y de la hondura de sus intuiciones, quiso
elaborar una idea completamente nueva y para ello decidió prescindir de los
libros después de haber leído unos cuantos. Como lo anticipaban, como lo
desmentían, determinó aislarse de ellos eliminando todo contacto. Pero cuando
digo aislarse, digo aislarse completamente: se encerró con escasos recursos y
opuso dique y contención a lo que pudiera venirle de fuera creyendo que así
evitaba la contaminación de ese mundo vertiginoso y repleto de información que
ya era el ochocientos. A ese aislamiento preventivo lo llamó higiene
intelectual y el pensador al que me refiero es otro Comte, en este caso Auguste
Comte. Fue un tipo interesante, autor de una concepción controvertida y luego
influyente, pero a la postre menos original de lo que él pensó, una concepción
que le ocasionó graves trastornos psíquicos. Fueron numerosas las razones que
le llevaron al delirio, pero sin duda la decisiva, la fundamental, la que acabó
por sumirlo en la estupidez, fue esa higiene intelectual que se administró a sí
mismo. Estaba tan convencido de que podría sobrevivir bastándose con sus
propios nutrientes, estaba tan seguro de que podría mantenerse y explorarse eliminando
todas las obras, que acabó su días como un petimetre, hundido en un mesianismo del
que ya no se recuperó, creyendo que él era su propio libro.
Cuando vemos a tanta gente que cree tener ideas y
que no lee, cuando vemos a tantos ricos y famosos que se vanaglorian con
jactancia inculta de no precisar la lectura para sermonearnos sobre la vida,
cuando vemos a tantos indigentes intelectuales que se exhiben en pantalla y que
no parecen necesitar las ideaciones de los otros expresadas en los libros, uno
puede llegar a pensar que tal vez Eduardo Mendoza tenga razón: que no hay que
darle más vueltas, chavales, que si uno
no lee es difícil salir de la estupidez bobalicona, que si uno no se adentra en
los libros puede morir en el delirio avenado de quien se creyó soberano. Cuídate,
muchacho, porque si no lees libros es fácil que te quedes tonto.