¿Un
libro ayuda a triunfar?
Justo Serna
En
una carretera vacía, sin ruido de cláxones ni ronquido de motores, en un paraje
de aspecto desértico, sin labriegos, un coche descapotable avanza a toda
velocidad. De pronto, el joven que con aplomo lo pilota acciona los frenos
bruscamente. El automóvil se detiene con gemido de neumáticos y su conductor,
de quien apreciamos su semblante saludable y bronceado, nos mira revelando el
motivo de su parada. Exhibiendo el ejemplar de alguna obra, mostrando sus
páginas, imposta la voz y confiesa o, mejor, proclama enigmáticamente: un libro
ayuda a triunfar. Ustedes lo recordarán. Hace treinta y tantos años, en un
lejano país que ya no es el nuestro, la televisión emitía ese spot algo tontorrón y ficticio,
consolador y entusiasta, un anuncio que los más viejos efectivamente
recordarán.
De
aquel joven aplomado y audaz lo ignorábamos todo; ignorábamos si tenía
estudios, estudios superiores, me refiero; ignorábamos el monto o la cuantía
del dinero que podía haber amasado; ignorábamos si añadía, una tras otra, a
sucesivas conquistas femeninas; desconocíamos su destino y su origen, el
trayecto que seguía, el motivo de su viaje. Pero lo que todos los
telespectadores sabíamos era su condición de triunfador. Ser triunfador en la
España de hace treinta años era desenvolverse como un potentado, como alguien
que había sido capaz de elevarse por encima de la media, como alguien que ya no
padecía la vejación o el recuerdo de la miseria. El colmo del éxito, el símbolo
chic, era poseer un descapotable, un
Ford Mustang convertible, por ejemplo. Que se pusiera el acento en ese emblema
de la riqueza suntuosa, que se diera tanto relieve a una adquisición tan
llamativa, tenía algo de cómico, de ridículo, de inverosímil, en fin. Casi
nadie en la España de entonces veía posible hacerse con un descapotable
fastuoso: en la geografía inhóspita y árida de aquellas carreteras sólo
circulaban Seiscientos y algún que
otro vehículo no menos rudo, triste y defectuoso. Sí, ya sé cuál será la apostilla inmediata del avispado lector:
pero, hombre, no se engañe, el descapotable no era real, sólo era una fantasía,
un sueño, un embeleco material para una sociedad agropecuaria que salía de la
pesadumbre y de la miseria, del agravio económico y del hambre antigua.
Permítanme,
sin embargo, no contentarme con esa conclusión; permítanme añadir algo más.
Observen, por ejemplo, que ese rutilante automóvil, ese joven audaz y sonriente
y ese dinamismo entusiasta del anuncio eran un símbolo asociado a la cultura
escrita. Para pasmo de las nuevas generaciones, vemos ahora que un spot publicitario que aspiraba entonces
a incrementar los índices de lectura hacía del éxito material la consecuencia
de los libros. Pero hay más. Simultáneamente a la difusión de este anuncio, la
propia televisión y las autoridades franquistas que con tanto celo velaban por
la salud espiritual de sus compatriotas, promocionaron una colección de
volúmenes a bajo precio: fueron los llamados "libros rtv". Recuerdo
la apostilla cómica de Perich: aquella
colección era algo así como el bisoñé que el franquismo había ideado para tapar
la calvicie cultural del país, un país raquítico devastado por las acometidas
de la dictadura y por la pesadumbre del exilio. En los salones de nuestras
casas, en los estantes huérfanos de nuestras bibliotecas, próximos a aquellos
voluminosos televisores de entonces y a las reproducciones de la Última cena que en relieve y escayola
decoraban piadosamente muchos hogares, irrumpían de pronto unos libritos de
cubierta llamativa, algo chillona, con un color anaranjado que interpelaba al
espectador.
Ahora
treinta años después de todo aquello, treinta y tantos años después de aquel spot rancio y de aquellos volúmenes
baratos y pronto desencuadernados y avejentados, las cosas parecen haber
cambiado milagrosamente: el parque automovilístico se ha renovado y las
colecciones de libros se han sucedido. Coches de grandes prestaciones y de
potente cilindrada surcan nuestras calles y cabriolets
fastuosos son pilotados por jóvenes tan agraciados y bronceados como el de
aquel anuncio, por jóvenes ruidosos que se pavonean con sus máquinas
despiadadas. Los vemos jactanciosos y opulentos por las carreteras valencianas
en las noches de fin de semana y por las vías de acceso a las playas más
concurridas; los vemos por los lugares más transitados y por plazas atestadas
haciendo cabriolas con sus motocicletas. Hay satisfacción material y tolerancia
por parte de las autoridades municipales. Vemos también libros, muchos libros
de lujosas cubiertas en caras ediciones de papel noble que se suman a la
riqueza de la que hacemos ostentación en nuestros salones; vemos multiplicarse
hasta el vértigo el número de esos libros, de las colecciones que los hospedan
y de las novedades que pueblan y abarrotan expositores y anaqueles.
El
jovencito de entonces, que ya ha dejado de serlo, el televidente taciturno que
contemplaba con estupor y con envidia aquel mundo y aquella promesa, se
interroga ahora. ¿Se habrá materializado la fantasía publicitaria y algo
pobretona con que crecimos tantos hijos y nietos de labriegos? Aquellos hijos y
nietos de labriegos fuimos los primeros pasajeros de automóviles importados,
los primeros telespectadores, la primera generación que accedió a la
televisión, que hacía propio el sueño catódico en blanco y negro, que se
sacudía la tutela de un catolicismo agropecuario y feroz, que llegaba a los
libros de bolsillo, ese eficaz instrumento de la cultura escrita que idearon la
industria y el mundo moderno, y que ingresaba masivamente en la Universidad,
ese recinto del saber vedado desde siempre a los menesterosos. ¿Llevarán los
jóvenes de hoy en la guantera de sus descapotables los libros que ahora,
justamente ahora, están leyendo? ¿Se habrá consumado el sueño reparador y
ficticio del viejo spot?