Justo Serna
Hace meses, cuando
hechos y avatares desgraciados abarrotaban las páginas de los periódicos, una
noticia gozosa nos informaba de la presencia en Madrid de un visitante ilustre:
George Steiner acudía al Círculo de Bellas Artes para impartir una conferencia
sobre su especialidad, es decir, sobre la cultura y el saber, sobre las letras
y su futuro. A pesar de abordar asuntos díficiles y a pesar de dirigirse en
inglés a la concurrencia, la muchedumbre se le entregó. Steiner logró retener
en su asiento a los asistentes, logró persuadir, transmitir entusiasmo y amor
por la literatura, por la excelencia. Al escucharlo o, mejor aún, al leerlo,
podemos evocar la efigie, el perfil
exacto, del gran maestro. El redactor de algún periódico que cubría la
información calificaba al viejo Steiner de “el último sabio”. Como ustedes
comprenderán, es una licencia de lenguaje, una evidente hipérbole. Mal le iría
al mundo, en efecto, si después de él ya no hubiera otros que lo reemplazaran.
Sin embargo, esa entrega del periodista y ese ejercicio de admiración que le
profesaba están bien justificados.
No se trata de que comulguemos con todas las opiniones
de Steiner, muchas de ellas expresadas con contundencia, para azote de la
estupidez; no se trata de que le aceptemos todos sus escrutinios, algunos en
exceso pesimistas; no se trata tampoco de convenir en sus pronósticos, algunos
exageradamente apocalípticos, con esa mezcla de mesianismo y de misticismo que
es propia de su tradición y de su cultura. Se trata, por el contrario, de
celebrar su libertad de pensamiento y su excelencia creativa, su audacia para
evaluar y explorar, para buscar y hallar. En vez de recluirse en un solo saber,
en lugar de aceptar los confines de una sola disciplina que cultivar, contraría
a los académicos rebasando las fronteras, multiplicando sus lecturas y
frecuentando los libros, todos los libros. En efecto, a Steiner le pasaría lo
que a aquel personaje de Cortázar, que, al decir del narrador argentino, ya
tenía todos los libros leídos. Leer todos los libros no es especializarse
perezosamente en una competencia para así agotar los volúmenes de esa materia;
leer todos los libros no es aherrojarse, no es contentarse con un plan o un
itinerario de obras y de textos, parejos y comunes, no es marcarse los
ejemplares en un orden sucesivo y previsible para evitar decepciones y
sorpresas. El mejor modo de leer, aquel en el que acto es formativo hasta
volverse propiamente un arte, es el del riesgo, la indisciplina, la intuición
errabunda, la reconstrucción tentativa de un camino, de los atajos y senderos.
No hay un plan, hay un tanteo que nos lleva a la gran literatura sin orden, en
un continuo vaivén, buscando que aquel libro posterior fertilice la lectura del
anterior, buscando que las referencias múltiples y contradictorias nos llenen
el interior.
Ése era, por ejemplo, el modo paradójico de lectura que
proponía Borges, ese escritor al que tanto ha admirado Steiner: en esta obra
previa encuentro retrospectivamente los ecos de otra obra sucesiva, en este
libro antiguo aprecio las huellas de un volumen contemporáneo, en un escritor
del pasado remoto observo en esbozo a un Kafka futuro. Es la intuición lo que
nos guía, es la libertad de búsqueda, con el fin de amueblar la psique. Hay
individuos que precisan muchas cosas, que se rodean de numerosas posesiones
materiales; hay individuos que no saben llevar una vida sedentaria, que no
saben deleitarse con una vida de sosiego, porque ese sosiego les produce vértigo, dolencia que combaten con el ruido,
con el viaje continuo, con la mudanza perpetua, con la velocidad; hay
individuos que se entregan con furia al consumo amontonando el número de los
bienes, y al tiempo que amplían sus nonadas ven menguarse su mundo interior. En
las entrevistas que concedieron años atrás, Borges y Steiner aportaron pruebas
de templanza, y la riqueza de sus almas era y es el desorden que los habita,
ese caos de referencias, esa multiplicación a la diabla de vidas y obras, de
personajes, de enseñanzas, de lecciones que la literatura les ha dado. Por eso,
Borges y Steiner invitan a lectura,
pero no al modo de los que son competentes en la materia. Leer ordenadamente es
asunto de profesores de literatura, los especialistas que respetan la
cronología y las influencias, los contextos y las lindes culturales y
generacionales que separan a este de aquel escritor. Leer desordenadamente es
hedonismo, es entusiasmo y es placer, es buscar resonancias, es acceder a las
obras para dejarse sorprender, para hallar a nuestros interlocutores, para
hacer y rehacer nuestros modelos de excelencia y de deleite.
Como decía Jean-Paul Sartre, es preciso volver a la
modestia y al gusto de leer con riesgo. Pero para cautivar, para provocar
entusiasmo, es preciso que el crítico y el profesor renuncien a juzgar con
seguridad y compartan la suerte de los autores y de las obras, como dones, como
azares. A fin de cuentas –añadía--, una novela es un acierto, la chiripa de un
hombre solo. Por eso, los lectores deberíamos parecernos más a un salvaje que a
un crítico o a un profesor; por eso, los profesores
Borges y Steiner dejan de serlo para enseñarnos a obrar al modo de los
primitivos. Los salvajes no seccionan el mundo, no cuartean la realidad a la manera
cartesiana, no separan una cosa de la otra. A lo que nos cuenta Lévi-Strauss,
los salvajes lo piensan todo a la vez, sin dividir, sabiendo que hay ecos y
sombras de unas cosas sobre las otras, que hay un mundo ilimitado que no tiene
que ver sólo con la cronología ni con el orden.
Para nosotros, los lectores comunes, todo libro, incluso
el clásico, el que acarrea años y lleva adheridas interpretaciones y
reinterpretaciones, ha de ser nuevo, ha de recrear el mundo cada vez y, por
tanto, ha de retarnos. El libro siempre es nuevo –insiste Sartre--: deberíamos
entrar en él libremente aunque se nos pasasen por alto sin advertirlas las
cualidades más raras o los ecos más evidentes, tarea esforzada que en todo caso
dejamos a los profesores o a los críticos. Sin embargo, para nosotros, para los
lectores comunes, en ese libro hay algo más, hay vida, se resume toda la
historia del mundo, un mundo posible, el diálogo del hombre consigo mismo e
incluso con sus dioses. “Tal vez encontremos en las últimas líneas de una
página –apostilla Sartre--, negligentemente expuesta, una de esas ideas que
aceleran los latidos del corazón y esclarecen toda una vida”. Así vale la pena
leer; así habría que leer. El porvenir de la lectura no se garantiza
multiplicando horas o contenidos, ensayando tecnologías pedagógicas o haciendo de las humanidades simulacros de
ciencias. El futuro de la enseñanza, de la buena enseñanza, debería ser otro,
el del ejemplo y el del entusiasmo. Ahora que empieza el curso deberíamos
recordarlo otra vez. Algún día, nuestros estudiantes lo reconocerán y
reclamarán maestros de lectura, profesores salvajes que como Sartre, como
Borges o como Steiner nada tienen de expertos, maestros que les den vida,
modelos de excelencia y una provisión inagotable de futuro.