Vacía tu mente

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 29 de diciembre de 2006

 

De los padres recibíamos antaño los modelos de vida a seguir (que después podían objetarse si nos desagradaban sus decisiones). Ahora, sin embargo, los progenitores tenemos difícil aleccionar de manera coherente y taxativa para una existencia, la de los hijos, que debe adaptarse a cambios innumerables, a su sucesión, a su vértigo. La televisión, además, multiplica esos modelos de vida haciéndolos contradictorios. Entonces, ¿qué hacer?

En principio, los muchachos tienen habilidades para descifrar los mensajes televisivos, la pluralidad de significados que los envuelven. Sin embargo, como nuestros sistemas de percepción y de interpretación van madurando a lo largo del tiempo, es bueno ver la pequeña pantalla en presencia de los adultos o hablar de lo que aparece, trabar conversación y discutir sobre lo contemplado: la disputa acerca del sentido es la tarea principal a que nos entregamos conforme crecemos, entre otras cosas para distanciarnos de las prescripciones de nuestros mayores.

La programación que hoy se destina al público infantil no es básicamente distinta de la que se ofrece a los adultos: no es distinta en el sentido de que está informada por valores culturales semejantes, tan elevados o tan abyectos. También en este caso la cercanía de unos mayores preocupados y atentos ayuda incluso a aprender de la basura y del cotilleo. Los niños suelen ser muy chismosos y no debe extrañarnos que puedan tener propensión a ver los programas de revelaciones y escándalos. En fin, no es desde luego lo más recomendable, pero lo menos fiable es que los vean solos y en silencio. Los significados que tengan los hechos televisivos no se imponen como si de una bala mágica se tratara, capaz de atravesar el umbral de nuestra resistencia: los significados se negocian y se renegocian y se modifican gracias al discurso y a la situación social que nos envuelve, los de la familia.

Enjuiciar la realidad para poder adaptarnos eficazmente a ella, a sus limitaciones o posibilidades es, con toda seguridad, la labor más importante de la socialización. Muchos de los que deploran los efectos de la tele suelen decir que ésta sólo produce un discurso delirante, ya que entre su programación se pasa de la ficción a lo real sin solución de continuidad: como un flujo sin forma, como el agua en el anuncio filosófico de Bruce Lee... Este hecho, añaden, provoca aturdimiento y, en el peor de los casos, confusiones acerca de lo real. La mera exhibición de individuos encerrados en una casa cuya vida se retransmite (tipo GH) es, probablemente, una emisión poco edificante: a nuestros muchachos les da pésimos ejemplos de cómo ganar dinero sin hacer gran cosa. Sin duda, de tomar en serio esta forma de vida, los niños podrían ver dañados sus criterios de observación de la realidad, de su entorno y de sí mismos. Pero conozco muchachos que han contemplado estos programas sin que dicha memez les llevara a adoptar conductas delirantes. Eso sí, han tenido otros estímulos además de los que genera la televisión: otra vez, el ejemplo de los padres y un universo propio que sobrepasa las sugestiones de la pequeña pantalla. Los niños han de leer, por supuesto, pero no para no ver la tele, sino para que la lectura y otros recursos culturales enriquezcan y hagan plural el conjunto de sus referentes, que no pueden pasar sólo por el tubo catódico.

Además, la fantasía que se suministra en televisión o en el cine es tan saludable o tan tóxica como puedan serlo las quimeras escritas: conozco muchachos que han devorado novelas de fantaciencia de nulo valor moral, de irrelevante valor estético, y que, sin embargo, se han sobrepuesto a la perversión del gusto. De hecho, el gusto es también una recreación de gran coste, una recreación lenta, laboriosa, que requiere un esfuerzo de años. ¿Y la violencia en televisión? Ay, con la violencia en televisión hemos tocado la parte más sensible y que más disgusto suele provocar en padres desconcertados. Pues bien, creo que no hay que dramatizar. En general, los niños distinguen la violencia en la pantalla, su índole ficticia. Más aún, en ocasiones lo más dañino no son los mamporros o las balaceras (como diría el llorado Guillermo Cabrera Infante), sino la crueldad con que se presentan ciertas imágenes reales. A veces, en efecto, la violencia es sólo pura coreografía. Por ejemplo, algunos de mis amigos de adolescencia admiraban a Bruce Lee (empty your mind...), no se perdían ninguno de sus estrenos y no recuerdo que alguno quedara especialmente afectado por aquello. Al menos no se liberaron de las formas hasta convertirse en agua o en tetera, según propone el spot.