Violencia pedagógica

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 26 de septiembre de 2006

 

He leído y releído el Panfleto antipedagógico de Ricardo Moreno Castillo, un volumen que está teniendo cierto éxito entre la gente preocupada por el estado de la educación o por la violencia escolar. Pues bien, estoy escandalizado y sorprendido. No sé si es posible escribir con un estilo tan enojado, no sé si con  tanta cólera se puede expresar alguna idea. El autor es catedrático de Enseñanzas Medias y, a la vez, profesor asociado de Universidad. Con mucha carga docente, presumo: con muchas horas semanales de clases no muy bien pagadas. Él mismo reconoce su malestar, para el que busca responsables: en primer lugar, los pedagogos, tan dados a experimentar con la educación valiéndose de un argot entre vacuo e incomprensible, dice; en segundo lugar, los estudiantes, gente tan frecuentemente malcriada, añade; en tercer lugar, los padres, habituales consentidores, salvo excepciones, temerosos de sus vástagos; y en cuarto lugar, sus propios colegas, muchos de los cuales se habrían dejado llevar por la jerga pedagógica  o, en otros casos, por la indiferencia.  

Me parece que el libro peca de lo que un mal análisis suele pecar: de generalizaciones abusivas, de reprimendas totales, de agravios personales, de vocerío. Que se grite alto, que se muestre irritación por el curso de las cosas, que se manifieste desaliento…, son circunstancias que no dan la razón necesariamente. Por ejemplo, conozco a numerosos adolescentes que están cursando la ESO o el Bachiller en los que no veo los rasgos  que justificarían los denuestos de Moreno Castillo. Los veo bien preparados, con mayor número de conocimientos, con mayor caudal de contenidos que los que yo nunca pude llegar a tener a su edad. Por tanto, me parece que es una descripción vejatoria decir, sin más, “que muy pocos de los alumnos que acaban hoy la enseñanza obligatoria a los dieciséis años  aprobarían el examen de ingreso que pasamos a los diez las personas de mi generación, y ninguno el de la reválida de los catorce años”. Relean esas palabras, por favor. Con diagnósticos tajantes e impresionistas a la vez, basados supuestamente en su experiencia docente, el autor se equivoca.  

Como  se equivoca cuando habla de la mala educación actual, cuando habla de los malos modales que aquejan a todos los adolescentes que cursan la ESO, malos modales que serían la base de la violencia escolar. “Los modales se imponen”, dice Moreno Castillo. ¿Se lo aceptamos? En principio, sí: no son fruto de una negociación democrática a partir de las mayorías, sino del aprendizaje que viene de la recompensa y del castigo. La buena crianza la dan esas normas que rigen nuestro cara a cara, los principios que hemos de respetar para hacernos mutuamente accesibles. Y dichas normas no son fruto de una generación: son un legado que llega hasta nosotros y que hemos de aprender. Ahora bien, esos modales recibidos no son necesariamente algo incuestionable: hay normas obsoletas, concebidas para otros tiempos más viriles o patriarcales por ejemplo, que ahora ya no se sostienen. Una parte de la rebeldía juvenil que empezó en los años cincuenta tenía por propósito acabar con esas restricciones que se veían absurdas. Pero hay otra parte de las normas que siguen vigentes, felizmente vigentes, por supuesto, y que hay que conservar. ¿Cómo? La respuesta que ahora imagina Moreno Castillo es categórica.  Si para imponer los modales  “se hace necesaria una bofetada, pues adelante. Una bofetada dada a tiempo no traumatiza a nadie y puede salvar una vida”. Punto y aparte.

Me froto los ojos, vuelvo a leer. No es una afirmación aislada. Reincide en ella de manera más concluyente: “páginas atrás he defendido lo sano de una bofetada en el momento oportuno, pero si se ha dejado pasar la ocasión, la bofetada que no recibió antes de los siete años ya no tiene sentido a los quince”. El autor confunde culpablemente la contención, la firmeza de los padres, con el reparto de guantazos…, en el momento oportuno. Habrá que averiguar cuál es el momento oportuno y hasta dónde hay que golpear, con qué furia, con qué fines, con qué empeño, con qué fuerza. ¿Con moradura, con cardenales? Hay que repartir sopapos antes de los siete años –insiste Moreno Castillo-- y no a los quince. Tal vez porque cuando ya son adolescentes talluditos están encallecidos y no se les puede reeducar, pero quizá también porque a los quince con su musculatura nos rebasan, digo yo. Me parecería simplemente risible la propuesta si no fuera por lo que es: una pedagogía del guantazo.