Publicado en Claves de
razón práctica, núm. 139 (2004).
El antifranquismo
imaginario.
La ficción autobiográfica de
Antonio Muñoz Molina
Justo
Serna
En
1994 apareció El dueño del secreto,
de Antonio Muñoz Molina. ¿Hay alguna actualidad o alguna razón cronológica que
hoy motiven el recuerdo? Tal vez, el lapso de los diez años pueda servirnos de
justificación; tal vez, los treinta años transcurridos desde 1974, que es el
tiempo evocado en la narración, nos permitan la relectura. Los modernos nos
hemos acostumbrado a festejar los números redondos, como si la cifra exacta,
acabada en cero o en cinco, tuviera algo especial, un añadido simbólico que
justificara la evocación. Pero, como nos advirtió Enrique Vila-Matas unos seis
años atrás, es absurdo el prestigio que concedemos a los números redondos. Es,
desde luego, una superstición que muchos compartimos, una superstición que, en
fin, carece de fundamento, pero que suele servir para orientarnos, para
delimitar efemérides. Hace treinta años, Franco se vio aquejado de una
enfermedad circulatoria y con ella se iniciaba su declive físico facilitando
las expectativas políticas y los inicios de la transición democrática en
España. Lejos de ser aquel episodio una derrota del dictador, la crisis final
mostraba el fracaso inapelable del antifranquismo, la incapacidad de las
fuerzas democráticas para echar a un tirano ya senil. A los treinta años de
aquellos sucesos, Albert Boadella ha sabido retratar cinematográficamente la
corte áulica y esperpéntica que rodeó a un Franco moribundo. Pero diez años
antes que él, Antonio Muñoz Molina ya había sabido tratar literariamente el
ambiente de miedo y de esperanzas colectivas del antifranquismo y lo había
abordado en una especie de episodio posgaldosiano
irónico, incluso sarcástico, con la ternura cruel de quienes quieren hacerse
cargo de sí mismos apreciando las derrotas y valorando las mansedumbres. Ahora
que estamos en tiempos de celebración constitucional, ahora que estamos
examinando la transición y sus resultados, tal vez sea un buen momento para
releer aquel relato del antifranquismo imaginario. Probablemente aprendamos
mucho de lo que fueron nuestras flaquezas y de lo que fueron los embelecos en
que quisimos creer mientras vivió aquel Franco terminal.
El dueño del secreto apareció publicada
originariamente en dos ediciones diferentes por Ollero & Ramos. La primera
aparición fue en forma de volumen no
venal para la FNAC, un libro ideado como obsequio para los primeros clientes
del establecimiento abierto en Madrid por aquellas fechas. La segunda, ya en el
mercado, se destinaba a todos los lectores e inauguraba la colección “Novelas
ejemplares” de Ollero & Ramos, con una cubierta bien significativa: según
podemos leer en la contracubierta, se trata de un detalle del cuadro de Otto
Venio, Nada más provechoso que el silencio,
una alusión directa, explícita, al secreto del título y al pecado de
incontinencia. Como sugiere el rótulo cervantino de la colección, podemos
concebir esos primeros volúmenes al estilo de relatos morales. Como es harto
sabido, el conjunto de historias contenidas en las Novelas ejemplares se publicaron en Madrid en 1613 y fueron llamadas
“novelas” por adoptar Cervantes la palabra italiana novella, esa voz que aludía a la narración breve imaginaria. Se
trataba del relato de episodios acaecidos a personajes variopintos en
circunstancias normales o extraordinarias, relato que, además de pintoresco y
entretenido, podía tener algún valor moral, algún valor del que extraer
enseñanza y provecho, experiencia. Se trataba, en fin, de hacer retratos y
críticas, de volcar agudísimas observaciones que sirvieran de cuadro y de
descripción en los que mirarse y mirar.
Los primeros títulos de Ollero & Ramos,
con obras de Antonio Muñoz Molina y de Arturo Pérez-Reverte, no hacen sino
confirmar ese sentido ejemplar que le
atribuye el editor: de una simple peripecia personal, de un avatar
circunstancial, puede extraerse lección, puede sacarse enseñanza para todos. No
se trata, por supuesto, de que los novelistas pontifiquen o emprendan largas
digresiones sobre el devenir de sus personajes, ni de que se consientan
intromisiones autoriales que aclaren pasajes oscuros o consecuencias morales.
De lo que se trata es de recuperar o de confirmar otra vez el valor del relato,
algo que estaba en los primeros historiadores y que a veces olvidamos: en la
narración de una peripecia, real o ficticia, hay literalmente experiencia
humana, es decir, modos de enfrentarse a los hechos y a las coerciones de la
existencia, maneras de afrontar las acometidas del mundo, sea aquélla la vida esforzada
de un joven provinciano y apocado, timorato y pobretón en Madrid o sea aquélla
la vida agitada, vertiginosa, canalla de un periodista en guerra. Los
personajes de esas primeras novelas ejemplares relatan después, cuando ha
pasado más o menos tiempo y cuando ya tienen roturada la piel por las heridas y
por las arrugas, cuando se han distanciado de la experiencia y cuando los
hechos se contemplan con el sedimento y el sentido que la posteridad les da.
De algún modo y
aunque no se prediquen como tales, esas narraciones son literalmente novelas de
aventuras, pertenecen al género de aventuras, si por tal entendemos no sólo la
sucesión vertiginosa de lances que el protagonista debe superar y supera con
acierto, con valentía y coraje, sino también la relación de avatares de los que
se ha librado milagrosamente, con astucia o por chiripa, que lo han curtido,
que lo han herido, que lo han hecho más cobarde o más descreído. En este caso,
la aventura es siempre una amenaza que logró superarse, una circunstancia en la
que el personaje se vio envuelto y de la que quiere extraer alguna consecuencia
que lo libre de los horrores que vivió o del riesgo en que estuvo. El presente
es así el momento de la evaluación, el ajuste de cuentas con uno mismo y con
quienes nos rodearon; pero ese escrutinio puede o no ser realista, puede ser
acomodaticio y consolador, un recuerdo que nos apacigua y que sirve para
justificar lo que hicimos o no dejamos de hacer. La novela ejemplar que relata
un hecho antiguo sirve para exhumar avatares lejanos, pero sirve sobre todo
para otorgar un sentido, para investir el pasado con un significado concreto
que dé asiento a lo que ahora sucede.
El relato de
Pérez-Reverte transcurre en medio de un conflicto bélico y esa circunstancia
parece propicia para que el carácter humano se curta, se endurezca, para que se
atemperen o se pierdan las ilusiones y para que el escepticismo o el sarcasmo
herido sean la consecuencia del espectáculo sangriento que el cronista debe
cubrir. Comparada con esa “novela ejemplar”, con el vertiginoso y cruento
relato de una guerra, la narración de Muñoz Molina es, en principio, un relato
menos angustioso. Al tratarse de un recuerdo juvenil y nostálgico del personaje
y narrador, la novela contiene en principio una experiencia menos exótica,
menos aventurera. Todo transcurre en Madrid, todo acaece en unas pocas semanas
de 1974, y no hay muertos ni silban las balas. Si ésa es la evocación, si el
relato lo es de las peripecias de un joven estudiante solitario y atribulado,
taciturno y acobardado en una capital gris y fría, no parece que esa historia
enerve, que esa historia nos haga contener la respiración o que los lances
contados aceleren el pulso del lector. El episodio es menor, la circunstancia
es escueta y el heroísmo es clandestino. Comparado con los periodistas
acanallados y gastados de Territorio
comanche, el personaje y narrador de El
dueño del secreto tiene poco que contar y su gesta no es más que un avatar
pequeño, sin consecuencias.
Ha
dicho Andrés Soria rotunda y juiciosamente que la novela de Antonio Muñoz
Molina es una suerte de episodio nacional.
Al calificarlo así, establece una filiación evidente con Galdós, con el Galdós
de Trafalgar. ¿En qué sentido lo dice
Andrés Soria? No se trata de que las obras de
Galdós o Muñoz Molina compartan un parentesco explícito, un modo de realismo que ahora ya no podría ser
igual al del ochocientos. En realidad, aquello que haría de la novela de Muñoz
Molina un episodio nacional es la voluntad expresa de contar una circunstancia
colectiva, un hecho histórico, una derrota, la rendición de todo un país,
tomando la perspectiva y la voz de un personaje, un Gabriel Araceli también humildísimo, que relata, muchos años
después, su propia derrota, su rendición. La vida colectiva se resuelve colectivamente,
pero la existencia de la nación –que se relata en un episodio efectivamente
nacional— no es nada si no sabemos de qué modo afrontan el destino los
particulares. No hay individuo aislado que pueda escapar a las restricciones de
su tiempo. No hay, en efecto, Robinson alguno que pueda sortear lo que su
sociedad le permite, le presta o le niega. Por eso, en cada individuo se
resuelve la dimensión colectiva y cada acción individual pone en juego a la
colectividad.
En Galdós había una
retórica patriótica explícita, un patriotismo enfático y liberal expresado bajo
la forma de la novela de aventuras y marinera. En Muñoz Molina, el episodio
nacional tiene un sentido cómico que echamos a faltar en el novelista del
ochocientos. Hay, en efecto, algo de risible en El
dueño del secreto, algo de patético, triste y conmovedor, remotamente
parejo ese patetismo al de Lorencito Quesada o al del narrador apocado de Nada
del otro mundo.
Lo que en el Gabriel
Araceli de Galdós es heroísmo y arrojo, propiamente aventura y exaltación del
coraje juvenil, en el relator de Muñoz Molina es miedo, inconstancia y
ridiculez. Quien nos cuenta los hechos en Trafalgar
asistió de joven a una derrota colectiva y al principio de la edad
contemporánea, a aquel momento en que pudo expresar y dolerse del “amor santo
de la Patria”; quien relata la peripecia en El
dueño del secreto nos evoca una rendición personal, una cobardía y una
huida, que el tiempo y su memoria convierten en circunstancia disculpable.
Aunque sólo fuera por eso, el resultado de la novela tenía que ser forzosamente
cómico.
El avatar de la
novela aventurera que se tipificó y que se difundió sobre todo en el siglo XIX
exigía inteligencia, astucia, audacia y capacidad para descubrir la doblez del
otro, del adulto o del adversario emboscado que afecta gestas y que simula
heroicidades. El avatar exigía algo de coraje, exigía, en fin, que el personaje
demostrase sobreponerse a sus miedos para sacar el valor viril que es propio de
la juventud. En la novela de aventuras clásica, en La isla del tesoro por ejemplo, el joven Jim Hawkins está en
principio lleno de pavores, tiene un pánico cerval a los bucaneros y
facinerosos que frecuentan la posada de su padre o a los insurrectos que se
revelan como feroces piratas. Pero, como indicara Fernando Savater en La infancia recuperada, la novela de
Robert Louis Stenvension es, a la vez, “una reflexión
sobre la audacia”, sobre la necesidad de extraer ese don o cualidad que el
muchacho posee sin saberlo previamente y sobre las consecuencias también perniciosas
o temerarias que ese coraje pueda acarrearle. El joven se prueba, se mide con
rivales temibles, se amista con John Silver y, al mismo tiempo, sabe que esa
compañía es peligrosa y aleccionadora. No teme tanto la brutalidad del bucanero
cuanto su inteligencia, su doblez, su cautela estratégica, su capacidad
negociadora: John Silver, al que Hawkins contempla con atracción y aversión, es
bravucón o afecta docilidad cuando le conviene para salvar su pellejo; es, en
fin, el pirata amante del ron, pero el bebedor que bebe con templanza, el
bucanero que no se deja aturdir y perder por el alcohol, como sus estúpidos
camaradas.
El dueño del secreto también tiene por protagonista
a un joven, a alguien a quien la vida le exige sacar de sí coraje, energía, inteligencia,
astucia y sentido práctico, alguien que no sabía que la vida iba a demandarle
tanto. Tampoco Hawkins lo sabía, un jovencito que atendía en la taberna
familiar, pero la peripecia, la relación con John Silver y su temple particular
le permitieron mostrar su audacia, su olfato, su intuición. Tampoco Gabriel
Araceli lo sabía cuando su noble amo lo llamó y le preguntó “¿eres tú hombre de
valor?” En efecto, añade, “no supe al principio qué contestar, porque, a decir
verdad, en mis catorce años de vida no se me había presentado aún ocasión de
asombrar el mundo con ningún hecho heroico”. Al responder afirmativamente, “con
pueril arrogancia” insiste el personaje de Galdós, se comprometió, comprometió
su palabra y, por ello, se vio forzado más adelante a sacar de sí ese coraje
viril de que daría suficientes pruebas.
El protagonista de El dueño del secreto no cuenta con nada
de eso, a pesar de que comprometerá también su palabra y pesar de sumar más
años, de haber superado estrictamente esa edad púber. Ni su avatar será
heroico, ni el hombre adulto con quien habría de tratar poseía la nobleza que
la circunstancia demandaba. Lo que nosotros, lectores, comprobamos es la
debilidad de carácter del narrador, tal vez porque cuando llegó a la juventud
que exige arrojo ya había pasado el tiempo de los héroes. Por eso, cuando en un
relato de aventuras se niega todo eso, cuando la aventura y el heroísmo se
frustran tan estrepitosa y estúpidamente, por mucho que ahora pretexte o se
justifique el narrador, la novela lo es de un experiencia patética, de una
peripecia ridícula. El personaje es, pues, cómico malgré lui, es risible, y su narración es la del hombre acobardado, pero, atención, no la novela de un hombre acobardado con el que
ensañarnos. ¿Por qué razón? Porque sabemos que si nosotros hubiéramos estado en
esa situación tal vez no habríamos obrado de manera muy distinta, porque
advertimos en cada uno algo de ese carácter miedica, algo de ese temple medroso
que en todos está y que en este personaje aflora sin contención, sin
contrapunto, sin que él mismo le oponga freno o decisión.
¿Cuál es la historia
que se nos relata? En principio, la
historia que se nos cuenta es la de una conspiración frustrada, urdida en 1974
y, al decir del narrador, destinada a derribar el régimen franquista. Lo que se
nos relata concretamente es la historia de la participación de un joven de
dieciocho años en ese plan dirigido a cambiar el curso de los acontecimientos,
el devenir español; lo que se nos cuenta es un episodio nacional en el que un Gabriel
Araceli del novecientos narra la historia de su fracaso personal, de cómo
su incontinencia verbal facilitó un chivatazo que desbarató el golpe de Estado
previsto y el triunfo deseado y adelantado de la democracia en España. Que los
hechos transcurran en Madrid no hace a esta novela menos aventurera que otras
del género a las que podíamos asociarla por tradición y por forma expresiva: no
hace falta irse a los mares del Sur para vivir una peripecia tan excitante y
llena de peligros. Nada había más arriesgado en la España de 1974 que
participar en una conspiración antifranquista: la represión más dura y
pertinaz, los grises más violentos,
la cárcel más temida, el exilio más triste o, incluso, la pena de muerte eran
las amenazas ciertas que pendían sobre todo aspirante a opositor.
Por eso, por tener
ese perfil la aventura, El dueño del
secreto podría concebirse también como una novela política, ese genero
comprometido que justamente por entonces triunfaba en el cine, por ejemplo, y
que consistía en denunciar dictaduras y atropellos constitucionales. Pero este
relato no es contemporáneo de los hechos, sino que está contado diecinueve años
después, cuando el régimen ya había caído hacía tiempo y, por tanto, cuando no
había nada que abatir, cuando lo político ya no solía ser materia de
narraciones, cuando el compromiso era palabra que suscitaba dudas y cuando el
género de denuncia estaba muy alicaído. Recapitulemos, pues, el género al que
adscribir El dueño del secreto. Por
lo dicho, comprobamos inmediatamente las dificultades de identificar esas
convenciones y, por tanto, el anacronismo explícito y metanarrativo en que
incurre quien nos cuenta el avatar. No cumple con las reglas clásicas de la
novela de aventuras (el coraje, el héroe que afronta y sale victorioso de todo
tipo de penalidades). Tampoco responde al esquema del relato político, porque
éste suele tener como rasgo la denuncia contemporánea, la crítica simultánea de
lo que narra, mientras que el narrador de El
dueño del secreto se demora casi veinte años en contarnos lo que cree que
debe contarnos, casi dos décadas para atreverse a revelar lo que en otro tiempo
pudo haber sido decisivo, capital, para la caída del franquismo. Si tarda tanto
tiempo, entonces es que el personaje es decididamente timorato y peca de una
prevención excesiva, injustificada, incluso ridícula. Si tarda tantos años en
detallar y revelar ese secreto del que es poseedor, entonces...¿qué es este
relato?
Una manera sencilla
de responder sería decir que es una narración de la memoria, que transcurrida
la juventud, aquel que cuenta se apresta a hacer exhumación de un pasaje
decisivo de su vida. En ese sentido, el relato sería la memoria de ese
personaje que se expresa en primera persona, un yo que nunca se identifica con
nombre y apellidos (hasta ese punto es timorato), un yo que no incluye un
primer capítulo en que detalle sus orígenes, como hacía Gabriel Araceli en Trafalgar. No hay nada que denunciar de
lo que se derive consecuencia, no hay aventura heroica que mostrar y que pruebe
el temple personal: se trataría sólo de contar lo que uno hizo en aquel tiempo;
se trataría de relatar –ahora justamente que han pasado los años y no hay
peligro que amenace— ciertas cosas en las que uno estuvo involucrado; se
trataría de evocar, muchos años después, cuando uno llega a la cuarentena, lo
que fue su primera juventud. Desde este punto de vista, pues, sería una novela
de formación, un relato de aprendizaje, de cómo me constituí, de cómo aprendí,
de cómo fui asendereado por la vida y por contemporáneos y por adversarios.
Insistíamos antes que la peripecia narrada tiene algo de ridícula, de patética y que revela a un personaje acobardado. ¿Para qué contar casi veinte años después un pasaje de tu vida si éste tiene poco de glorioso? ¿No sería mejor callar lo que hay de ridículo en tu pasado? Lo cómico de esta novela es que el sesgo patético de la experiencia se la vemos nosotros, los lectores, como sucedía en Los misterios de Madrid. No está claro que el personaje y narrador de esta historia se vea así y, con nostalgia mansa de sedentario, con melancolía acomodaticia, se dice a sí mismo que “aquellos fueron tiempos”, esto es, que aquellos fueron los tiempos de la juventud, del atolondramiento de los dieciocho años. Sabe que cometió ciertos errores, que por su imprudencia se desbarató la conspiración democrática a la que se había sumado, sabe que no puede corregir aquellas decisiones erróneas, pero está orgulloso, explícitamente orgulloso, de haber sido testigo y copartícipe de actividades clandestinas, de haber sido depositario de uno..., no, de varios secretos. Lo cuenta cercano ya a los cuarenta, en 1993, cuando tiene una vida estable, cómoda y provinciana y ya no precisa los tumbos de la juventud ni las aventuras erróneas y bienintencionadas de los dieciocho años.
Si hacemos cálculos, hemos de concluir que