Por José Martín Martínez
En Alfaro. Eros, Valencia: Edicions Alfons el
Magnànim, 1996,
pp. 23-46 (versión en
valenciano) y 143-159 (versión en castellano).
I
la belleza: LA MENOS
MODERNA DE LAS TAREAS
El
argumento que ordena esta exposición o que pretende, al menos,
comunicarle singularidad, gira en torno al Eros. La semántica de este motivo inspirador es
amplia y, por supuesto, intenta ofrecer parte de la multiplicidad que tal
motivo contiene intensificado, si cabe, por el horizonte vitalista y de goce
mediterráneo que puede vincularse, como característica
permanente, a la obra de un escultor como Andreu Alfaro. Enunciamos pues, desde
el principio, una elección: presentar la obra de un artista desde una
perspectiva concreta e invitar a mirarla desde la sugerente significación,
tan abierta como probablemente arriesgada, de la idea de Eros, entendida como un espacio dentro del cual se
agrupen la pluralidad de asociaciones tanto intelectuales como de inmediata
fruición por los sentidos que dicha noción, filosófica
pero también artística, ha producido en la cultura occidental. Se
trataría, tal vez, de invitar a un recorrido que rememore, en su
diversas estancias, un mito platónico que se ha contado con variantes
distintas pero siempre con el mismo propósito: vincular el nacimiento
del arte, precisamente, con el deseo engendrado en el eros amoroso: en unas
será el dedo del artista el que trace la silueta de un bello efebo, cuya
sombra se ha proyectado sobre la arena de una playa; en otras, es la hija del
alfarero corintio Butade quien dibuja la sombra del amante que la ha
abandonado, para que, después, su padre, apiadado de semejante
nostalgia, llene ese cerco de sombra con arcilla naciendo así el primer
bajorrelieve de la historia.[1] En ambos casos, se estaba fundado algo más:
el deseo de la belleza del cuerpo que proyectaba tales sombras.
Pues
bien: como hemos dichos la exposición parte de esa concreción
temática y transcurre por los diversos modos desde los que se ha
asediado ese deseo por parte de un artista de obra aún abierta. Pero no
se quiere poner el énfasis en una lectura temática de la
escultura o del dibujo amoroso o erótico de Alfaro. Lo que se pretende,
más bien, es despertar en la mirada de quien contemple esta
selección de obras, el gozo de participar en el mismo deseo y placer que
envargaron la mente del artista en el instante de crearlas.
Para
ello se ha desplegado un corpus
que muestra el irrenunciable impulso que Alfaro ha manifestado desde el
principio de su trayectoria por aludir o interpelar directamente
la citada experiencia, intelectual y fruitiva, del Eros. Empezando por las obras que, desde mediados de los
años sesenta, se configuran en torno a construcciones mínimas de
varilla cuadrada que remitían a experiencias icónicas de
naturaleza amorosa (Monument al amor, Adam i Eva). Pero,
sobre todo, ejemplificado en las obras que, a partir de los años
ochenta, arrancan de la directa referencialidad figurativa que supuso el ciclo
de El cos humá. Tal
referencialidad se podrá, después, teñir con la
desmitificación
irónica, casi caricaturesca, de quien acaba viendo en el
ilustrado Goethe a un socarrón seductor como El pollastre de Weimar que
sólo se templará en la serena belleza de Charlotte von Stein. Y se podrá embeber en la plenitud del
lúcido y trabajado regreso a lo clásico que estalla en la
morbidez sensual de las turgencias femeninas, algo que se consigue sobre el
papel pero, sobre todo, con la complicidad de materiales que van del
mármol a las planchas de hierro: se trata de las Venus, Afroditas o Les tres
Gràcies. Tal
imaginería de lo femenino y sensual (concentrado sobre todo en las
formas ensayadas en su obra Desig de 1991) perdura en algunos dibujos y en
esculturas realizadas en piedra o mármol que se han realizado
expresamente para esta exposición. Finalmente hay un giro inesperado a
otra forma del conocimiento del amor: el de la elevación mística de
los Angels que, en un ligero
temblor de líneas berninianas se presentaron en el Palacio de Bhrül
en 1985, y cuya figura fue rotomada, volviendo a la gracilidad del dibujo en el
espacio, para compartir con Laocoonte el Pabellón Español de la última Bienal de
Venecia.
Se
invita al espectador a envolver y poseer con su mirada tal conjunto de obras
con la cuales se escenifica un recorrido que es más argumental que
diacrónico de la trayectoria de Alfaro. El argumento se sostiene sobre
la etimología que el humanista Pico de la Mirandolla en su Commenta
alla Canzone d’amore, nos
trasmite de Plotino, respirando de nuevo por la herida platónica: eros
proviene de orásis,
es decir, de la visión o la mirada a la belleza. Se nos invita a asumir
el amor como el origen, no ya sólo del conocimiento o del hedonista
placer sensual, sino como el motor de la plenitud que se supone el deseo de
belleza. Fin último e irrenunciable del acto demiúrgico que
es la creación artística: el arte apetece, busca y ha de crear
esa belleza. De hecho, cuando se ha buscado una definición válida
e intemporal del arte éste se ha explicado como una actividad humana
consciente, capaz de reproducir cosas, de construir formas, de comunicar
experiencias, pero todo ello ha de enfrentarnos a un deleite o a una
emoción. En consecuencia, el arte es productor, primero de placer y
emoción, cosa que sólo se afirma si esa capacidad humana de
reproducción, construcción o comunicación se afirma en el
valor supremo de la belleza.
Sin
embargo, buena parte de las vanguardias (especialmente los movimientos
herederos del dadaísmo como el conteptual, minimal, body art o arte
povera) convirtieron este anhelo por la belleza, consustancial al arte, en un
objetivo antimoderno. Las causas de tal posición han sido explicadas por
Stefano Zecchi,[2] cuando afirma que el nihilismo de este siglo nos ha
negado esta posibilidad del goce fruitivo de la belleza en el arte,
relegándola, en todo caso, por el estado de debilidad de los saberes, a
un lugar decorativo, fatuo. Es como si siguiera existiendo aquella
“deformación de las cosas” que Goethe imputaba a la
modernidad (tanto a la física newtoniana como a ciertas teorías
contemporáneas del arte): el ensombrecimiento de nuestra capacidad de
observación, las limitaciones a percibir las cosas tal como se muestran,
es decir, con una forma visible y, por tanto, estética. Un siglo de
nihilismo que nos ha legado una terrible indiferencia hacia lo bello no ya
sólo como forma de saber sino como mero disfrute: la resignación
respecto a lo feo en las formas artísticas y respecto a lo vulgar en la
experiencia cotidiana. Por eso cabe decir, retomando una idea orteguiana de
1925, que el dogmatismo de la vanguardia ha hecho, durante
demasiado tiempo, que el artista sienta horror a seguir la línea
mórbida del cuerpo vivo suplantándola por el esquema
geométrico. Esa línea mórbida, junto el gozoso esplendor
de la naturaleza de las cosas, es lo que Alfaro ha rescatado, desde su inequívoco
constructivismo inicial. Pues, al fin, la primera epopeya heroica del
pensamiento occidental nace en una
guerra promovida por la belleza: un caprichoso príncipe troyano raptando
a Helena. Retomando la antigua tradición, como recuerda Zecchi,[3] Goethe narra en el viaje de su Fausto desde la gran fantasmagoría del Walpurgis
hasta Helena, la más ardua y menos moderna de las
tareas: llevar al mundo la belleza y vivirla en su corporeidad y en su forma
simbólica.
Se
trata de ver, en los diversos escenarios de la exposición, cómo
Alfaro remeda ese viaje fáustico, cuando, perdido el cuerpo de la bella,
rememora poéticamente (artísticamente) su forma. Esta cambia, se
divide, ondea, se mueve hacia otras formas. Pero siempre, en todas ellas,
quedan testimonios de esa belleza afirmándose en imágenes que han
de buscarse en muchos modos y lugares. Porque también es preciso saber
(como el mismo Goethe escribió a Eckerman el 18 de abril de 1827) que,
aunque “la belleza es un fenómeno originario que jamás
consigue manifestarse”, su esplendor puede hacerse visible en las
innumerables creaciones distintas del espíritu que no se resigna a no
seguir buscando su plenitud. La tarea de Alfaro, en cuanto a
disposición pues artística, casi épica, puede ser
definida con las palabras que un poeta como Raimon ha prestado a la
interpretación de su obra: “Una llarga trajectòria, marcada
per l’esforç de robar els bocís de bellesa que els deus
posseixen i posar-los al nostre abast és el seu gran repte, és
l’intent constant, persistent, tenaç d’aquest home”.[4]
La
belleza así buscada y trasladada deja de pertenecer a la mitología
y se aproxima a nuestra cotidianidad como fuente fecunda de placer. Cuando
Kant, en su Crítica del juicio, construye la primera teoría, convincentemente asentada, para
poner en relación lo bello y el arte, advierte de esta íntima
solidaridad entre la belleza y el gusto. Eso sí, añadía
que la vinculación con lo bello, precisaba de un placer desinteresado, un placer sin el estremecimiento del deseo. Pero
no nos engañemos (tampoco privemos a esta exposición de esta
poderosa traición a Kant): el placer no puede separarse de la morbidez
sensual del deseo erótico o, como dijera Joan Fuster en su Diccionari
per a ociosos, de la
concupiscencia: "Perquè, si en contemplar un cos adorable no sentim
la ‘concupiscència’ que ens fa desitjar-lo, ¿no
sentirem més aviat la ira de no sentir-la o l’enveja dels qui la
senten? [...] La concupiscència -diguin els moralistes el que vulguin-
és la vida."[5]
Esta
exposición también densifica esta idea, la otra cara de Eros, su demon : poseer (con los ojos antes que nada) y apetecer. Los hombres del
Renacimiento hablarán de “appetito” o “desiderio de bellessa”.
Para ello, la mirada que desea arrastra todas las veladuras de la materia construida
o que cubre las formas y entonces el cuerpo es el centro, debe ser el centro de
la experiencia directa de la belleza: un cuerpo carnalizado en líneas y
volúmenes. Como ha escrito Clark, oponiéndose al puritanismo
académico, ningún desnudo, ni siquiera el más abstracto,
debe dejar de despertar en nosotros algún vestigio de sentimiento
erótico, aunque sea en una somera sombra. Y, si no lo hace, es que se
trata de un arte malo y de una moral falsa.[6]
En
consecuencia, la belleza nos provoca o suscita placer en la medida que promueve
deseo erótico, algo que
surge en la necesaria aproximación, en las inevitables asociaciones con
las formas naturales y, especialmente, con ese centro espléndido de la
forma natural que es el cuerpo humano. Cierto que, como vamos a ver, la obra de
Alfaro no se asienta de modo manifiesto sobre esas asociaciones con lo
figurativo hasta la etapa de los ochenta, pero antes, y siempre, ha prevalecido
en ella una intensa voluntad expresiva, comunicativa que, por la vía de
lo sensible y de lo sensual ha impregnado toda su evolución
artística.
Sólo
de este modo hallamos luz en la evocación del poema Erótica
Romana que encabezaba en 1989 el catálogo de una
exposición. En sus versos, el autor de Fausto, ocupado en sus noches por el Amor y la proximidad
del cuerpo de su amada, aprendía “contemplando las formas / de
esta viva escultura que mis manos moldean”. Alfaro, con su marcada
fidelidad a un tema tan íntimamente ligado al arte, aprende
también de la materia (superficie del papel, masa de la piedra o del
mármol, levedad aérea de varillas, siluetas de planchas). Medita,
hace sentir a sus ojos y hace ver a sus manos. Y nunca, como en esta
exposición, nuestra mirada es cómplice de tan gozoso aprendizaje.
II
LA PERSEVERANCIA COMUNICATIVA
Lo
anteriormente expuesto como motivo de la muestra no es un hallazgo al final de
una trayectoria artística, o una reflexión deducible de las
últimas obras de Alfaro. Su deseo de expresión (búsqueda,
descubrimiento, oferta de belleza), aunque se haya formulado de modos distintos,
ha sido una constante desde el inicio de su escultura.
En
efecto, aunque en sus primeras obras predomina una depuración formal
rigurosamente abstracta, denotan un impulso íntimo, una corriente
subterránea que pugna por hacer aflorar, a través de las
limitaciones de las líneas y los planos, una expresividad lírica,
una cierta organicidad vital que se proyecta a la búsqueda de una
sensualidad futura en la que las sugerencias alcancen una mayor libertad.
Podríamos decir -volviendo a Platón- que son creaciones que
oscilan entre la belleza de una línea recta o de un círculo y la
belleza de los seres vivientes.[7] Se evita así el formalismo estéril y
la posible insipidez de las formas puras mediante una suave vitalidad, en
algunos casos sensual; tal vez solapada o cubierta por una rigurosa disciplina
formal, pero jamás ausente.
Esta
resistencia de Alfaro a mantenerse en la pura experimentación
plástica, en un lenguaje aislado y sostenido en sí mismo, es una
de sus mejores aportaciones. Un logro perseguido conscientemente, pues ya en
sus primeras declaraciones dirá que "el arte es mensaje. Mensaje de
un hombre a otros hombres";[8] y en su primer texto publicado afirmará que
"el arte, como en otras épocas, se divide entre la expresión
y la razón; pero siempre con la preocupación de ser entendido".[9] Por eso lo calificó Alexandre Cirici de
"no figurativo realista";[10] y por eso, cuando con tanta frecuencia ha aludido a
su deseo de representar sentimientos viene a coincidir con la
aseveración de Oteiza según la cual la presencia o ausencia de
tema es lo que diferencia a la escultura figurativa de la abstracta.[11]
Como
es sabido, los inicios de la trayectoría artística de Alfaro se
producen dentro de la tradición conceptual del constructivismo, y en ese
marco de rigurosa disciplina abstracta es en el que nacen sus primeras planchas
cortadas y dobladas, desarrollos trimensionales de un plano por medio de cortes
y curvaturas. Pero su planificación fría y exacta se atempera,
sin embargo, con una apertura dinámica y un aire de organicidad completa
que logra atraer emocionalmente al espectador mediante su dinamismo
aparentemente espontánea. Por todo ello, Víctor M. Nieto Alcaide
afirmó con acierto que estas obras nos interesan más por lo que
no tienen de constructivistas que por sus evidentes relaciones con este
movimiento.[12] Entre otras cosas, lo que las aleja del
constructivismo es su apariencia orgánica, el estar dotadas de ese
dinamismo vivo que el propio artista ha pretendido insuflarles: "Mi
propósito es convertir los materiales en objetos vivos que se
estén continuamente desarrollando, hasta el punto que muchos partiendo
de una cierta configuración, se liberan del artista; crean una propia
libertad."[13] Ciertamente no son obras antropomorfas ni siquiera gestuales, pero
presentan una morfología muy genuina, a medio camino entre la
geometría y la naturaleza; mostrando así una sorprende paradoja
entre su fuerte impronta normativa y su propensión no tan racionalista
hacia el lirismo. Una heterodoxia conscientemente asumida: "Mi obra es el
resultado de dos tendencias que luchan en mí: la pasión y la
razón. Dicho de otra forma, el resultado de la paradoja de buscar la
razón apasionadamente."[14]
Paulatinamente,
esta necesidad de contenidos comunicativos irá adquiriendo mayor
importancia en su obra, a la par que pierde protagonismo la
experimentación formal alrededor de problemas como el espacio, el
dinamismo o los volúmenes vacíos; un hecho que se refleja
inequívocamente en la denominación de las piezas. Si en 1959
encontramos títulos denotativos que aluden a las entidades
geométricas que genera la obra (El cercle i dues línies, El cercle i la línia, La corba i la recta, Línia amb dos dobles, Pla corb...) y en los dos años posteriores siguen presentándose
otros que mencionan el soporte físico y el proceso de realización
material (Planxa corbada, Planxa
amb talls, Talls, Cercle amb un tall...), a partir de 1960 comenzarán a gestarse
obras con una intencionalidad expresiva o comunicativa más
explícita, o en su defecto, ligadas a esos contenidos mediante un acto
de voluntad del autor, como es darles un título inequívocamente
connotativo. Se crea así un área de significaciones que contienen
distintos grados de pertinencia entre el objeto físico y la idea
suministrada por el título. En algunos casos es una relación
estrictamente subjetiva (los homenajes serían buenos ejemplos); pero en
otros parece confirmar esa vida propia de la plancha como organismo emancipado
(Expanxió múltiple,
Força, Com el mar, Desemvolupament, El pardalot, Al vent...) que nos
invita a contemplarla buscando algún hilo de unión entre la
morfología de la obra y las ideas, seres o cosas reales; y con ello
surge un problema de difícil solución en la obra de Alfaro y que
no es otro que la dificultad para adscribirlo taxativamente a la
abstracción.
Una
dificultad anunciada ya entonces, pero que se evidenciará especialmente
en las obras datadas entre 1963 y 1966, las primeras que presentamos en la
muestra, pues a la experimentación formal se añade ahora una
profunda renovación semántica, una nueva carga significativa que
apela al destinatario y alude a un contexto. Las obras realizadas en plancha
curva o recta dieron paso entonces a una voluntaria depuración al
límite, en la que el elemento constructivo y formal va a cargarse de
refencias más precisas a la realidad. Los contenidos se hacen más
explícitos pero adoptan una apariencia radicalmente abstracta construida
mediante simples varillas apenas intervenidas (Monument a l'amor, Parlem d'amor o Un altre amor...), o con volúmenes muy sencillos de madera (L'amor complet, Amor 2 o Els amants).
Estas
obras sugieren una pregunta que el propio autor se ha planteado más de
una vez: ¿es posible expresarse, comunicar ideas y sentimientos mediante
un lenguaje plástico de raíz constructivista? Una cuestión
clave en la génesis del arte moderno planteada por Hans Sedlmayr en
estos términos: ¿es posible todavía una adaptación
de lo aparente al significado no aparente, sobre la base de un arte no
figurativo? [15] Este conocido historiador de la Escuela de Viena
defiende que la adaptación es posible, si bien bajo determinadas
condiciones pues las dificultades son importantes. La pintura y escultura
abstracta tiene mayor capacidad para significar, ya que su forma aparente es mucho más difusa, subjetiva y admite
mayor margen de arbitrariedad. Esta indeterminación, esa labilidad
intrínseca del arte no figurativo que es su mayor desventaja cuando se
pretende comunicar, es adaptada y transformada por Alfaro mediante el empleo de
formas que guardan leves relaciones analógicas con el contenido
intencional de la obra. Esas analogías son como restos figurativos (muy
leves, sutiles, símbolos en ocasiones, formas incónicas que
sugieren ideas o conceptos abstractos...) que tienden puentes entre lo aparente y el significado no aparente.
Ahora
bien, ¿cómo son esas analogías que ponen en
relación el mundo de los sentidos con el de las ideas, la forma de las
obras con el contenido que su autor pretende expresar?
Buena
parte de las obras de este momento representan un contenido simbólico
pero motivado por alguna leve referencia figurativa. Así, el amor puede
tener una invocación simbólica mediante dos barras en contacto
que se retuercen o, en el extremo opuesto, representarlo figurativamente con
una pareja que se abraza. Pero puede también explotarse la vía
intermedia que consiste en la representación del concepto mediante dos
unidades abstractas que pueden aún percibirse como síntesis
extrema de una pareja. Una representación abstracta compuesta por dos barras,
a la que el escultor puede imprimir gestos o huellas de lejana
figuración, por ejemplo, situando una detrás de otra y dejando a
la de atrás una separación por la mitad de toda ella y
explicitando la alusión al hombre y mujer, respectivamente, con un
título denotativo como Adán y Eva. Hay esculturas en que la pertenencia
analógica entre forma escultórica y contenido puede ser
aún más explícita, por más que el título
juegue una imprescindible función desveladora o ratificadora : si encontramos una escultura constituida por una barra de metal
arqueada sobre la que se apoya tangencialmente otra en posición erguida
y el título es Un altre amor
la imágen física de la relación homosexual es evidente. Un
caso similar (aunque con diferente motivación simbólica) es el de
My black brother. Si tal
título va unido a dos piezas juntas pero autónomas, que describen
una torsión y ambas presentan un distingo importante como el de su
diferente color (blanco/negro), resulta posible una relación
lógica con la deseable fraternidad entre los hombres sin exclusiones
debidas al color de la piel. Alfaro insiste mucho en estas posibilidades de las
formas a medio camino entre la síntesis figurativa y la
significación simbólica a partir de esculturas integradas por dos
unidades. Quizá el ejemplo más claro lo tenemos en El amants, dos unidades perpendiculares de madera
perfectamente acopladas que describen una curva y que evidencian la
complementariedad de los cuerpos masculino y femenino, la unión, la
intimidad, etc. Además, esta obra presenta la novedad de la masa, que
facilita aún más la comprensión de la corporeidad. Como
ocurre con Amor I y Amor II en las que la imagen de corporeidad y referencia
física al beso o al acto amoroso prueba la eficacia de este sistema
comunicativo de Alfaro, sobre el que se fundamentará gran parte de sus
esculturas más recientes.
Pero,
junto a las anteriores, encontramos otras obras que evocan igualmente el amor
sin presentar ninguna analogía con el mundo natural, pues se refieren a
él por la vía simbólica. En ellas la relación entre
la forma y el contenido es convencional, una convencionalidad que no llega a la
total arbitrariedad pues, como ocurre con muchos símbolos, su
convencionalidad proviene de alguna significación primaria en el
ámbito visual de la forma o en el de la cultura. En el caso de estas
obras, el sentido se revela en el título que hace de puente para la
descodificación. Estas características se advierten muy bien en Monument
a l'amor, en donde la idea de
unión espiritual y física se representa con una imagen casi
arquetípica de dos barras delgadas que ascienden esbeltas después
de una torsión en la parte inferior. Pero siempre resulta difícil
precisar estas analogías que presuntamente motivan el símbolo en
la mente del autor. De hecho, algunas obras como Parlem d'amor, una pletina con un par de torsiones en su parte
baja que se inclina por el centro de un modo libre y suelto, muestran
construcciones plenamente abstractas cuyas analogías entre la idea
expresada en el título y su conformación física no parece
residir más que en un acto arbitrario del autor, y que recuerdan
aquellas obras de los primeros sesenta con alusiones genéricas. Alguna
pertinencia mayor quizá encontremos en Vull amor y llibertat o en L'amor complet, a pesar de que la contención formal y la
ausencia de restos figurativos no podía ser mayor. La última es
un simple cubo, sólo que construido con dos tipos diferentes de madera
cuyo perfecto ensamblaje de uno en el otro simboliza la plena unidad de dos
seres que siguen, sin embargo, conservando su individualidad representada por
la contraposición de sus coloraciones.
Ante
obras como la última, podemos preguntarnos si existen indicios objetivos
en la obra para llegar a lecturas de ese tipo; o si se trata, por el contrario
de codificaciones simbólicas que no se apoya en ningún tipo de
racionalización inteligible. El propio Alfaro nos responde en 1971 a la
cuestión: "Si bien es cierto que cada individuo tiene
peculiaridades de comprensión, creo que por pertenecer a una especie que
tiene 50.000 años de historia, tenemos características comunes de
funcionamiento que no podemos olvidar. Por eso creo que ante una obra, aparte
del plano puramente visual, hay una simbología que se capta enseguida
mediante la forma." [16]
Pero
esa preocupación comunicativa y simbólica, desarrollada en un
lenguaje escultórico que, a decir de Nieto Alcaide, "llega, con
estas obras, a tener una claridad tan directa como la expresión
hablada",[17] pierde protagonismo en la producción de los
setenta. Alfaro despliega entonces una escultura más centrada en una
experimentación que explota las posibilidades perceptivas de las formas
geométricas, que busca la complicidad del espectador sin necesidad de
contenidos narrativos, sino con una invitación al placer de la vista, a
través de un cinetismo lírico.
Son
obras que se constituyen en un reflejo de la realidad que no radica en
contenidos ajenos a la obra, sino en ella misma, en sus materiales,
procedimientos y sistemas de construcción industriales. Es decir: la
presencia objetual de la obra se constituye en un todo significativo. No
encontraremos invocaciones al amor, por ejemplo, pero no caen por ello en la
aséptica autorreferencialidad o la total gratuidad semántica (el
problema del arte cinético u óptico), sino que es una obra
poética, lírica y emotiva, porque en última instancia
tiene un contenido expresivo.
Pero
de una significación abierta e indeterminada, más general y
ambigua, sujeta a su misma entidad formal y a la recreación de sus
variadas imágenes en el acto de la percepción. Los títulos
subrayan el carácter emotivo y lúdico, o, simplemente, vitatista
de una escultura que se brinda a la contemplación sensible (más
que intelectiva) del observador. Son obras, en definitiva, que se distinguen de
las anteriores porque obedecen a una concepción de la belleza más
hedonista, que no renuncia a una cierta autogratificación.
Son
fruto de una poética que se distingue claramente de la plástica
cinética. Fundamentalmente por dos razones. La primera
característica del cinetismo de Alfaro es su instinto y apariencia
lúdica, de un ludismo vital y hedonista a la vez que rompe dogmas y
proporciona libertad, porque el cinetismo nunca es una profesión de fe.
Sino que construye formas que impulso hacia utopías verosímiles,
negándose a trascendencias metafísicas que anulen nuestra
capacidad de goce. Pero la segunda y más definitiva diferencia es su
acentuado lirismo. Un lirismo que surge de la necesidad de mostrar que las
múltiples combinaciones de líneas y perspectivas no son producto
del azar, del juego arbitrario, sino que se supeditan a una expresividad, a un
deseo de compartir emociones, sentimientos o valores, más que mensajes
precisos.
Unos
deseos, cuya originalidad reside en que se plasman en formas que suelen abundar
en referencias a configuraciones naturales. Así lo vió Cirici:
"Formas que irradian, formas que vuelan, aladas; formas ascensionales,
formas que engendran -por intersecciones, por moaré- terceras formas
puramente visuales pero no táctiles, que constituyen por sí
mismas una sucesión de afirmaciones estimilantes, inevitablemente
positivas."[18] Alfaro logra así construir signos plásticos mediante
elementos formales muy simples para explotar al máximo las ambiguedades
del lenguaje natural estableciendo asociaciones, vínculos y oposiciones
para que digan lo que, de por sí, se resisten a decir.
He
aquí que la originalidad del cinetismo de Alfaro en los setenta
contribuye a singularizar su aportación a la escultura
contemporánea. Si por un lado pone el énfasis en la perfecta
construcción formal, por otra, esa misma construcción ofrece una
apertura semántica que remite a imágenes de la naturaleza o la
cultura. Se entiende así por qué, agotadas las posibilidades de
esta etapa, fuera inevitable abordar la representación de las formas
naturales, directamente o a través de las lecciones de la historia del
arte.
III
EL ESTALLIDO SENSUAL DE LA NATURALEZA
Iniciada
la década de los ochenta, Alfaro adquiere el convencimiento de que todo
su trabajo anterior ha sido el borrador de una nueva etapa. Aprende la
lección de las dos direcciones míticas de la belleza y
parece reconocer el límite o la imposibilidad de avanzar en el
seguimiento de la vanguardia. Señalada esa frontera tiene la audacia de
retomar el camino para, sin perder la firme presencia de la modernidad, dedicarse
al aprendizaje de la naturaleza y de la historia. Llega ahora a su plenitud esa
querencia de Alfaro por la belleza de las formas naturales, de una belleza
sensual que hasta entonces había discurrido como una pulsión
íntima y subterránea.
Este
cambio, este retorno, a contracorriente de su propia generación, a un
figurativismo de inspiración del natural es una apuesta fuerte para un
escultor constructivista en plena madurez y prestigio. Pero que se sustenta en
esos más de veinte años de haberse prohibido la figura y haberla
estado, sin embargo, acechando desde lejos. Es este diálogo el que lo
prepara para la nueva etapa, en la que lleva hasta sus últimas consecuencias
un intento de aproximación de un lenguaje de formas geométricas
con una temática figurativa.
La
figuración se convierte progresivamente en una frontera porosa,
transpasable. Se trata de recuperarla no como nueva fórmula, sino como
espacio de libertad. La libertad de la mano que dibuja y se aproxima a la vida
y a la naturaleza de un modo directo, mejor que a través de las ideas o
conceptos abstractos, y sin riesgo alguno de agotar o repetir las formas, pues
cada mirada es distinta. El cuerpo humano, modelo principal, es un organismo
dinámico cuyos mínimos implican nuevas posibilidades y, por
tanto, una permanente fuente de imágenes plásticas.
Imágenes que posiblemente deban ordenarse bajo algún principio
regulador como el de la geometría, pero sin que en ningún caso
lleguen esos medios a emanciparse por completo del referente natural. Alfaro
pretenderá la belleza no solamente con su ya demostrada
inclinación hacia la limpieza y la sencillez, sino también en su
deseo de vincular esa inclinación a la organicidad natural de lo vivo y
a motivos culturales que han hecho avanzar la historia del arte.
En
esta definitiva aproximación al cuerpo humano encontramos el Eros en
su plenitud de disponibilidad artística y sensual: en la
curva, en las insinuaciones de la línea de los sesenta existía
cierta morbidez reforzada por leves sugerencias. Pero cuando ahora esa
línea sea, inequivocamente, la elevación de un torso, el descenso
suave de una cadera, estamos ante [alcanza] un erotimos de formas plenas. La
permanente voluntad comunicativa que en los sesenta se expresaba mediante
analogías que precisaban el apoyo de los títulos, ahora emergen
no sólo en la libre voluptuosidad de las formas sino en la
remisión histórica inmediata de sus modelos: el desnudo se ofrece
no sólo por sí mismo, sino encarnado en una recuperación
de ciertos mitos (Venus, Afroditas o Gracias). Pero además, la descarga
expresiva de sentimientos, la inconfundible carnalidad erótica emana
ahora de manera infinitamente más directa, sin la mediación
intelectualde los conceptos. Las ideas han sido sustituidas por las sensaciones.
Este
vitalismo se encuentra ligado a un renovado sentido del goce de la
creación, manifestado, por ejemplo, en la mayor calidez sensual
de los materiales. En los dibujos o los mármoles se recupera ese placer
de la materialidad artística que desplaza aquella satisfacción de
signo más intelectual del constructivista. Un hecho que se manifiesta
primeramente en los dibujos del ciclo sobre “El cos humà”,
en los que el hábito y finura artesanal del trabajo artístico
reaparecen en la elección de los lápices de la calidad del papel,
en la aparición del color. Hay una reconciliación con el trabajo
manual, ejecutado con una predisposición menos aséptica, menos
conceptual. “He querido recuperar -dirá en 1985 al comentar estos
dibujos- “la superficie del papel, el lápiz, la sanguina, que se
habían perdido para la modernidad.”[19] Los lápices Conté y la
fascinación de la línea sensual del cuerpo humano provocan en
Alfaro un reconfortante horizonte de placer en su propio arte que pocas veces
había percibido con anterioridad. Y que tienen su correlato en la obra
tridimensional con la recien descubierta morbidez del mármol o las
diferentes texturas de la piedra.
Y
se encuentra así entre 1983 y 1984 dibujando de unos modelos para luego
depurar los cientos de dibujos tomados al natural en imágenes más
sintéticas que en un proceso último de abstracción, se convierten en formas tridimensionales. De esta
tensión entre realidad e imaginación nace en 1985 la
exposición sobre "El cos humà", donde se lanza al
riesgo de convertir un lenguaje geométrico en fugurativo para ponerlo al
servicio del tema artístico más convencional y académico:
el desnudo. Logrando una radical depuración de la figura sin perder su
sentido, además de conseguir entablar una comunicación con el
espectador que ya no se queda (como en el arte cinético) en la
experiencia sensible de la percepción, sino que abarca también
una experiencia de reconocimiento intelectual, de reconstrucción de la
belleza corporal.
Se
trata, en definitiva de un apasionante proceso de síntesis. Alfaro
parte, en efecto, de imágenes reales, sean seres vivos, formas
artificiales o imágenes artísticas (desde el cuerpo humano, una
planta, una columna o grabados y pinturas clásicas). Este
catálogo de lo externo comienza entonces a recibir un intenso
trabajo de procesamiento artístico. El dibujo comienza a trabajar
diluyendo progresivamente las imágenes reales, tendiendo a la
sintetización de los detalles para conformar líneas casi
regulares, formas casi perfectas. Lo que busca Alfaro es señalar reglas
ordenadoras de la pluralidad infinita de las formas de la naturaleza,
reduciendo lo cambiante y fenoménico a sutiles esencias. Aplicar, en
definitiva, la apreciación de George Santayana: "Mira largo tiempo
y sé breve." [20] Una mirada que en la suite sobre el cuerpo humano parte del dibujo del
natural, pero que en otros trabajos arranca de fuentes iconográficas
(desde los clásicos libros de modelos fotografiados hasta otras obras
artísticas), o de textos literarios o históricos, que si bien no
aportan imágenes precisas siven para configurar el argumento que se persigue en ese trabajo.
Existe
una diferencia evidente entre este este proceso de síntesis que el
escultor aplica a partir de los ochenta respecto a los empleados anteriormente
en obras que también partían de motivaciones más o menos
explícitas como los homenajes. Ahora tienen un papel mucho más
decisivo las imágenes reales, el mundo físico de los seres y las
cosas. Y la construcción formal resultante, por otra parte, se encuentra
mucho más ligada a la imagen de partida, existe, en definitiva, una
mayor pertinencia entre el contenido y la forma. Estas obras participan al
mismo tiempo del proceso de abstracción propio del arte moderno y del
proceso análogo empleado en el arte clásico, tal como lo
definió Max Bense. Si el primero supone eminentemente una
abstracción formal guiada por una prioridad compositiva, tendente a la
configuración de formas puras emancipadas de los modelos reales; el
segundo se genera a partir de una abstracción ideativa, consistente en
un proceso reductivo, de eliminación de todo lo anecdótico y
contingente, pero siempre partiendo de lo real.
Por
eso Alfaro se acerca a las imágenes reales con el deseo de sustraerles
la esencia de su potencial plástico, percatándose y subrayando
los rasgos sobresalientes mediante una sucesión o contraposición
de planos con el objeto de darles un tratamiento plenamente tridimensional.
Este proceso (que persigue la presencia física del objeto) aprovecha
sagazmente la formación anterior, el vocabulario de líneas y
planos, de modo que la naturaleza es armonizada y homologada por la
geometría, construyendo un universo plástico más coherente
y lógico.
En
este proceso de meditada selección, Alfaro procura llegar a la esencia
de la imagen, desprovista de toda anédota anatomista, lo cual no la
empobrece sino que al hacerla más ambigua la abre a la
contemplación del espectador, emplazando a su propia subjetividad y
personal bagaje cultural. La impresión fragmentaria de las esculturas
sobre el cuerpo humano invita a una reconstrucción mental, a un
recorrido en el que nos salen al paso numerosas sugerencias que reconstruyen la
totalidad de la figura según los modelos de la naturaleza o el arte que
conservamos en nuestra particular memoria perceptiva. Este es quizá el
mayor atractivo estético de las últimas obras de Alfaro. Su
apariencia material (fragmentaria, sintética) nos conduce a lo real,
pero a través de una lectura o desciframiento que despierta en nosotros
una suerte de memoria aletargada, provocando la revelación de la esencia
de las cosas a la luz de los "recuerdos" de la historia del arte que
almacenamos.
Con
esta libertad recuperada que le aparta de la rigidez de las neovanguardias de
postguerra, Alfaro se abre gozoso a temáticas y géneros
rechazados en el pasado inmediato. Ya no existirán temas convencionales:
ni el cuerpo humano, ni el retrato ni el paisaje. Lo cual no quiere decir que
no exista un orden en el tratamiento de los diferentes motivos, una lógica
interna que conforma conjuntos homogéneos regidos por unas cuantas ideas
argumentales y numerosas imágenes de referencia. Si volver a esculpir un
desnudo naturalista es un acto es sospechoso de retardatario, una
solución factible puede ser aproximarse a la figura humana en cuanto
motivo artístico, trascendiendo la imagen real para entrar en el terreno
de una imaginación culta, de la cita alusiva, de la referencia
lúdicamente distorsionada o inventada, del eco de los diferentes motivos
históricos o estilísticos...; pues qué es el desnudo, sino
una forma de arte inventada por los griegos.
IV
LA CARNALIDAD CLASICA DE LA HISTORIA
La producción de Andreu
Alfaro, a partir de los años ochenta, puede seguir contemplándose
como elaboradas construcciones formales, pero alcanzan todo su potencial
estético cuando se les mira a la luz de la tradición
histórica que contienen. Esa mirada no es regresiva ni
nostálgica, no es anti-moderna, porque es irónica, reflexiva y cuestiona
esos lenguajes desde la experiencia reciente. Alfaro no se conforma con
realizar un “traslado” o “cita” del pasado
trayéndolo a su esfera contemporánea, sino que
“renueva” el pasado desde el presente. En otras palabras, Alfaro se
convierte en alguien que selecciona imágenes de una memoria cultural
común, pero que convierte en inéditas y recargadas de significado
al aplicar su propio sistema de apropiación creativa. Como ha escrito
José Francisco Yvars, el simple trazado de un torso o la
evocación de la emoción espacial berniniana no son sino
“vestigios disimulados de un estudio perseverante y crítico del
legado iconográfico del clasicismo y sus transfiguraciones en el
tiempo”.[21] La
tradición no deviene con ello en un modelo sino en el más
fantástico depósito de opciones imaginativas que pueden, siempre
de forma fragmentaria y descontextualizada, enriquecer las obras presentes. Las
libre elecciones de estos materiales históricos que hace Alfaro
demuestran, una vez más que el arte es la mejor lectura del arte.
Ante
muchas de las obras más recientes, nos encontramos con algo más
que una referencia culta a otra obra o a un periodo historiográfico del
arte, son las subversiones de un género. En el último Alfaro
hemos visto cómo la escultura puede hablar también de sí
misma y desmontar así la aseveración de Baudelaire sobre el
carácter esencialmente aburrido de la escultura. En sus Venus y
Afroditas, en sus retratos y kouroi,
la modernidad se lee en las referencias o, mejor, en las autorreferencias de
una exploración incansable sobre motivos nodales de la escultura.
Alfaro
se plantea la historia y su recorrido por la misma como un maduro gesto de
libertad para resolver su propia crisis creativa, el franqueamiento de los
límites de su trayectoria anterior, la frontera en la que el arte parecía
haber perdido la unidad con la vida. Es ahí, en ese punto de impasse,
donde la sensibilidad postmoderna juega a favor de la tradición cultural
como impulso o aliento innovador. En ese momento de crisis su escultura refleja
uno de los debates de la cultura contemporánea. Este debate, surgido
desde finales de los setenta y desarrollado hasta los noventa, no será
sino el cuestionamiento de la noción heroica de la historia lineal de
las vanguardias y, concretamente, de que la única posibilidad de novedad
radical estuviese en una permanente huida hacia adelante. Por el contrario, el
pensamiento postmoderno abre la posibilidad de mirar el pasado del arte sin
sufrir por ello, un déficit o carencia de pertenecer a lo
contemporáneo, incluso con todas sus consecuencias, es decir, desde la
aplicación de la tecnología a la aceptación de una
sociedad mediática o de una cultura de masas. No será una
postmodernidad que aplicara un segundo eclecticismo sino la libre elección
de imágenes liberadoras del pasado, o, si se quiere, la libre
elección de zonas o fragmentos de la historia del arte sobre los que
buscar los núcleos forjadores de sucesivos nacimientos de la modernidad.
Creemos
que en algunas de estas obras se plasma felizmente el gran poder de la
escultura cuando en ella se armonizan “el arcaico anhelo de mito con la
más sofisticada investigación formal”.[22] Al fundir con tal acierto investigación
formal junto a una profunda reflexión sobre la temporalidad, una
temporalidad a la que el hombre sólo puede sustraerse dejando recuerdos
pétreos de su paso, su memoria hecha estatua o estela, Alfaro ha hecho
un esfuerzo importante por redimir a la escultura de su pasado antimoderno.
Tanto
la aparición constante de figuras y motivos de la tradición
clásica del arte, como la inspiración en contenidos de amplio
calado cultural, y el uso de morfologías que doten de orden, claridad y
rigor a la escultura, dan pie para que podamos hablar de los ochenta como una
fase de reconocimiento o “anagnórisis” (por usar un
término aristotélico) de lo clásico. El protagonismo que
en muchas obras de esta etapa desempeña el amplio legado
iconográfico y argumental del clasicismo es una característica
radicalmente nueva en la evolución de Alfaro, pero no así la
aplicación de determinadas morfologías en la estructura de la
obra, de carácter usualmente normativo, que hallamos en la
práctica totalidad de su producción. Tiene interés esta
distinción por cuanto las autoridades que ha definido el concepto de
clásico (partiendo de Wölfflin, Focillon y D’Ors) sostienen
que la reaparición de referencias a una tradición no es
razón suficiente para hablar de clasicismo, sino que éste
consiste más bien en la presencia de ciertas morfologías
subyacentes a los fenómenos, que otorgan un tipo de orden definido
frecuentemente por oposición al concepto de barroco. Y no es
difícil aislar en las esculturas de Alfaro datadas en los setenta, por
ejemplo, algunas de las constantes de los sistemas de órden clasicista,
siempre y cuando procuremos evitar sencillas antinomias entre
características de los clásico y lo barroco
(simetría/asimetría, estabilidad/inestabilidad, etc.). Pero
resulta inapropiado poner en relación esos aspectos
“clásicos” con un concepto -el de clasicismo- que conlleva tantas acepciones históricas,
con las que no mantienen ninguna vinculación, sino que más bien
son herederos de la vanguardia artística que representó su
derrumbamiento. Porque, bien mirado, las claves del clasicismo de Alfaro se
encontraban ya en la estricta búsqueda del equilibrio o de la posibilidad
de “hablar” con las menos “palabras” posibles, la
inclusión de la ley y el orden que mostraban sus generatrices, y,
siempre, esa norma de belleza que ha recorrido siempre lo clásico y
mediterráneo: la síntesis, ya sea en el tema de la misma obra
(canon humano) o en su economía de composición. Como
expresó Maurice Denis en un ensayo sobre el escultor Aristide Maillol,
la belleza se inventa en el equilibrio entre la naturaleza y el estilo, entre
la expresión y la armonía.[23]
Es
esto lo que nos da pie al convencimiento de que el clasicismo de Alfaro no se liga únicamente a una
superficial incorporación e motivos o sugerencias estéticas de la
tradición clásica. Es, en todo caso, un clasicismo que se deja
infiltrar, carnalizar en clave
moderna. El asedio al que somete Alfaro el legado clásico no es
jamás mimético ni conformista, sino observando y aprendiendo de
sus transfiguraciones en el tiempo, y comprendiendo que, por ello, lo
clásico es un riesgo y no el final de una secuencia. Concibe una forma
de ligarse a esa tradición en la que la heterodoxia es la única
garantía de encontrar los sucesivos universos originales que el hombre
necesita en cada momento de su historia.
Se
comprende así que el calificativo de clásico sea manejado con
cierta frecuencia por los críticos para referirse a la producción
del escultor a partir de los años ochenta. Calvo Serraller,[24] por ejemplo, subraya la extraña intensidad
de su escultura reciente que concita el vitalismo propio del barroco con una
voluntad más clásica que domina el impulso, “lo que
transforma el renovado ardor creativo en plenitud.” Ahora entendemos
mejor el papel tan significativo que desempeña Goethe en este periodo.
Para Alfaro, lo clásico no puede significar el hallazgo de un lenguaje
concreto elaborado en el pasado, sino la reformulación de unos
principios que han unificado todo un pensamiento que tendría su origen
en la antigüedad y que por ello se convierte en una referencia necesaria
para el presente. Lo clásico así se presenta como una promesa de
futuro: “clásico es el lenguaje [...] que se ha impuesto como
necesario para entender una cultura y por ello es parte de la continuidad
histórica en la cultura.”[25]
Pero
el modo en el que se plasma ese principio de clasicismo resulta un tanto
contradictorio, al menos si pretendemos perfilarlo como la antítesis de
barroco. En su práctica no son términos excluyentes, sino que se
contraponen dialécticamente para conformar una síntesis
equilibrada. Si nos centramos en los aspectos estilísticos e incluso en
los contenidos específicos de las obras de Alfaro datadas a partir de
1980 encontramos características tanto clásicas como barrocas:
tensión dramática y depuración formal, sensualidad y
serenidad, trascendencia e ironía, apelación a la sutileza del
gesto con el guiño grácil y socarrón o dinamismo
hedonista.
Las
Venus y Afroditas, las versiones de Las tres Gràcies, en un fascinante sucederse de suites, optan por la voluptuosidad prometeica para abrirse
a la gran tradición histórica de la escultura. La mayor parte de
estas obras, presentadas en una exposición de la Galerie de France en
1989, no sólo recurren a la actualización de esos topoi de la historia del arte en torno al desnudo
femenino, sino que aportan dos paradigmas más en la última
década de Alfaro: la búsqueda de formas que constructivamente
sean abstractas aunque con referencias o connotaciones culturales (sea, por
ejemplo, la columna salomónica, significativamente denominada en
francés colonne torse) y,
en segundo lugar, como consecuencias de todo lo anterior, la propensión
a las analogías figurativas (con la pregnante presencia del cuerpo
femenino). Todo ello representaba un riesgo (el de valerse de un reconocido
tópico) y una paradoja (no poder ser figurativo si no es asumiendo la
nueva formulación de ese tópico). La tradición le ofrece
dos elementos con los que enfrentarse a ambos: el cuerpo humano y la columna, que
vienen a fundirse en una imagen de pertinaz permanencia de lo bello. Un tipo de
belleza clásico de volúmenes homogéneos, llenos, de formas
sensuales y macizas, que radicándose especialmente en la figura de la
mujer son un contrapunto de la escultura inmaterial de dibujos y siluetas de
pocos años antes. Algo así como lo que vino a significar, en la
escultura de los años treinta, la figuración clasicista de
Maillol y el noucentisme
catalán o la evolución del propio Picasso, quien, a partir de
1931, justo después de haber realizado con González
construcciones filiformes casi inmateriales, se vuelca hacia técnicas y
argumentos más tradiciones y de mayor presencia física.
Estas
obras de los ochenta y noventa asumen una profunda carga significativa. Nada
menos que recibir el legado de toda una alegoría como la representada
por Las tres Gracias, con su polisemia de referencias clásicas. Lo mismo
cabe decir de la columna, un producto tanto tectónico como
plástico en el que se contienen numerosos significados
simbólicos. La columna ha sido medida armónica de la belleza
corpórea, símbolo de la existencia erguida y elevada de la
dignidad, y Alfaro acude a su fuerte presencia simbólica en este
horizonte de regreso a la memoria permanente de la historia. Y una de esas
permanencias es el arquetipo de belleza construidos en formas diversas, que en Las
tres Gràcies Y, en Suggerir o Afrodita Y y II significa son
sólo un ideal abstracto sino una carnalidad gozosa y un Eros liberado
de prejuicios.
Parte
de esta liberación se residencia, en la incorporación de
materiales no empleados hasta entonces que, más allá del conocido
repertorio técnico de la construcción en varilla, tubo o plancha,
permiten un nuevo protagonismo de la masa y sus implicaciones. Alfaro descubre
la seducción de la piedra y el mármol[26] con los que hace penetrar su obra de la huella
ordenadora de la norma y la medida de lo clásico. Y también del
imperioso deseo de lo táctil, de la casi libricidad de la apetencia del
roce de las superficies. Se opta sí por un rescate de la presencia
física que ha caracterizado la concepción tradicional de la
escultura, de sus contornos y volúmenes nítidos que ocupan un
espacio.
No
todo es, sin embargo, voluptuosidad mórbida. En piedra encontraremos
también bloques sobrios y rotundos en los que las formas se recortan
entre las dos caras planas y paralelas de la piedra original. La masa impone a
la piedra una inercia centrípeta que, en pugna con la voluntad expresiva
de sugerir abstracciones de la forma humana, completa o fragmentaria, producen
lo que Tomàs Llorens denominó un barroco seco [27] y que deviene asimismo en una seca, por lo sobria, sensualidad que advertimos en obras
como Terna o Figura en negre.
Claro
que la volumetría y las siluetas no son un producto exclusivo del
mármol y la piedra. A partir de 1988, Alfaro inaugura un nuevo uso de la
plancha de hierro, consiguiendo, mediante sus perfiles y sus disposiciones en
planos que se cortan, unos volúmenes abiertos y unas siluetas ocres de
sorprendente belleza (Venus Y y II, La columna de Venus, Les tres Gràcies IV). Y también retorna en este momento el
perfil sensual de la línea curva que configura dibujos en el espacio como
en La seducció.
Alfaro
reviste el viejo simbolismo conmemorativo de la columna o su inequívoco
ascenso al canon espiritual de la serenidad en llama de inequívoco
deseo. La empuja o abraza suavemente en una curva que la hace, al tiempo que
perder su ancestral rigidez de ascético ascenso místico, gozar en
la analogía del mundo material. La curva helicoidal de las columnas
salomónicas es, también, un gesto que el artista rescata de su
propio archivo de gestos estilísticos ya practicados: se encontraba en
las generatrices de los setenta pero de manera puramente perceptual, sin
referencias artísticas ni la emoción de una sensualidad
táctil. En ralidad se ha producido un nuevo descubrimiento de la
eficacia de lo elemental: el estímulo perceptivo de la línea curva
que una vez trazada, parece adquirir su propia partitura armónica de
variantes sólo con depositarse en las formas que en la naturaleza
apetecen mostrar su exuberante organicidad o su elegante elasticidad. En la
línea curva se reivindica, en fin, todo el potencial sensual y
erótico que parece acrecentarse en un joie de vivre matissiano cuando su exposición pasa por esa
trabajada figuración a la que la somete Alfaro.
Ahora
bien, no se trata únicamente de un explosión sensorial, libre de
las trabas de la mente racional. Alfaro parte también de una
concepción de la realidad y el arte que se apoya en la potencialidad
positiva de la razón, la cual administra el equilibrio tensional de los
contrarios en un todo armónico y acabado. Enfocado el arte de los
ochenta desde este ángulo podremos ver en él una base
unificadora. Ésta radicaría en la voluntad de hallar un
equilibrio entre lo específico y lo genérico, procurando al
espectador una aguda conciencia de ambos aspectos. Es decir, lo
específico de la evocación sensual de un cuerpo o de las
sugerentes formas de la naturaleza, y lo genérico representado por las
formas esenciales en las que puede expresarse la multiplicidad de seres e ideas
de la realidad, que normalmente se alcanza mediante un proceso de sintetización
geométrica. De modo que muchas de estas obras encuentran su mayor
atractivo en esta dialéctica tensional entre lo real de la naturaleza
concreta y lo ideal del pensamiento abstracto. Sería, en palabras de
Julián Gállego, como “la euritmía de lo abstracto
alimentada por la sensibilidad de lo concreto”.
Euritmía,
o sea, ritmo armonizador de aparentes contrarios. Pues del mismo modo que se
puede viajar por la historia saboreando la belleza de unos mítos
canónicos como los hasta aquí apuntados, la mirada puede
teñirse de la gloriosa desmitificación de la ironía. El
Mediterráneo, que descubrió la belleza y el instrumento de
precisión para medirla (la morbidez del mármol) supo
también inventar la ironía. Esta es la explicación,
subrayada por lo que podríamos llamar su puesta en escena, de la sala
dedicada al ciclo goethiano. El gigante Goethe, consagrado por la cultura
europea y que ha producido en nuestro autor una de las motivaciones
básicas de su inspiración clasicista, se transforma de ilustrado
prohombre y de apasionado poeta en El pollastre de Weimar. Preside una sala en la que aquel Olimpo que fue
representado por vez primera en la historia con la dignidad de la comedia
heróica o incluso de la tragedia clásica, adquiere aquí el
ambiente de farsa, del corro presidido por el sátiro del antiguo teatro.
Apuntado al registro desmitificador (que acaso Alfaro sostiene en su propia
socarronería mediterránea) lo erótico se transmuta en
dionisíaco. Goethe contempla desde la altura del galán seductor,
el círculo de mujeres que pusieron fecha y circunstancia a su
trayectoria de pasiones: Lili Schönemann, Gretchen, Corona Schöter, Christiane
von Goethe o Bettina Brentano. No hay, sin embargo, en ese devenir,
evocación lírica de égloga amorosa. Hay, de la mano de
Alfaro, un cierto desequilibrio, al despojar el tema de su antigua dignidad
clásica, sólo desde un rincón, este erguido y orgulloso pollastre dominador alcanza el respiro que trasmite el
retrato en mármol (vuelta a la norma serena de la belleza) de Charlotte
von Stein.
La
consecuencia que esto produce en su obra es inmediata: hemos descubierto otra
forma de alusión naturalista expresada con la depuración formal y
abstractiva que ha venido aplicando. La mayoría de las piezas dedicadas
al dramaturgo y poeta alemán podrían clasificarse como retratos o
bustos, realizados en varilla de hierro, en mármol o en plancha, una
variedad que es síntoma de que las piezas dedicadas al tema goethiano no
posen la unidad estilística interna que el resto de las series en las
que se agrupa la producción renciente de Andreu Alfaro. Eso se debe a
que la idea de homenajear al maestro de Weimar había ido madurando en
distintos momentos a lo largo de los ochenta. Pero siempre manteniendo la
fidelidad a dejarse empapar de la plenitud vital, del renovador ardor creativo.
Pues éste fue el esencial significado de Johann Wolgang von Goethe en la
historia y la principal causa de la fascinación con la que Alfaro,
movido siempre por su inquietud intelectual, se emfrenta a su figura en la
década de los ochenta, tan ligada al diálogo con la historia.
Cuestiones como la idea de totalidad, el vitalismo sin extremos, la
antimetafísca o el antimesianismo, se interiorizan e interpretan en la
obra del escultor, quien desea traer a nuestra época la figura de un
ilustrado apasionado, de un revolucionario que supo resistirse a la violencia,
de un clásico, sí, pero también de un descreído
amoral y panteísta, que apostó, en igual grado, por la ciencia y
la libertad.
El
hombre escindido entre el eros dionisiaco y de la serenidad está
aquí presente. Y, como ya hemos mencionado, el freno del torrente
voluptuoso y devorador se lo ofrece la imagen de Charlotte von Stein. Es sabido
que en 1777, Goethe diseñó para su jardín de Weimar, el Altar
de la Buena Fortuna, formado por
una esfera situada sobre un cubo. Con esta escultura abstracta el autor
expresaba la gratitud hacia aquella mujer que había aportado a su vida
estabilidad y maduración, las formas básicas de su
vocación equilibrada entre la pasión y la razón. Alfaro
efectúa su propio retrato de Charlotte metaforizando en volúmenes
de mármol ese equilibrio de la elegancia femenina que recuerda
formalmente algunas obras de Brancusi como La musa (1912) o el busto de Mademoiselle Pogany (1912 y versiones posteriores).
Esta
sala, conclusiva por diversas razones, de este recorrido gozoso por
imágenes de belleza polifórmica, se advierte como una
última y desdramatizadora mirada a la historia. Se ha dicho que la
quiebra de la modernidad suscita también una sacudida de las
imágenes sacralizadas: Alfaro sacude por nosotros esa solemnidad en la
que el tiempo ha encaramado a Goethe y su mundo de héroes y
heroínas. Lo hace para obligarle a bajar del pedestal (tanto en su vertiente
de imagen escultórica como en la meramente metafórica). Pero la
sátira, contenida en esa socarronería cómplice de las
pasiones amorosas, tan fácilmente perdonables, lo hace aún
más nuestro semejante, nuestro contemporáneo. A fin de cuentas, ya lo hemos dicho,
en su Fausto nos
contó, en la gran puerta de la modernidad ilustrada pero construida ya
casi con dinteles románticos, cómo la belleza es un viaje
perpetuo desde la oscuridad a la luz sin dejarse seducir ni tampoco entregarse
del todo a ninguna de ellas.
La experiencia, tormentosa, de esa
búsqueda se serenó para Goethe con Charlotte. Dante
descendió a los infiernos buscando el mar de serenidad de Beatriz,
convertida ya en una promesa de atemporal gracilidad, en una mediadora de la
transparencia hacia lo eterno. Era ya según Alighieri, el cuerpo
material pero sutil de un ángel. Esta comparación nos sirve para
encontrar la lógica de la presencia de las leves y casi flotantes
esculturas de los ángeles que, de algún modo, significan la
concreción, en una imagen, de un mundo cultural cambiante, en crisis,
crisis que se desea expresar también en esa forma depurada de la belleza
apolinea que apunta a un mundo nuevo, o, por el contrario, a representar la
derrota de esa renovación en la imagen del ángel caído. Es
el ángel, de acuerdo con la simbilogía universal, es mediador y
guía, Sus imágenes, de nuevo brillantes líneas de luz que
dibujan el espacio, nos recuerdan la belleza y su envés, la tiniebla,
como fuentes constituyentes e inseparables de la vida.
Nos
recuerdan, sobre todo, que esas criaturas etéreas simbolizan, dejando a
un lado la tentación de la profusa creatividad romántica, la
aspiración cualitativa de la perfección estética que debe
perseguir todo arte. Porque, tal como hemos venido diciendo, el eros es también
el apetito sereno de ese aprendizaje de perfección. Si Alfaro reconoce
en su obra de los ochenta esta categoría por encima de otras (aunque no
las excluya) es por la necesidad, no sentida antes, de situarse en un horizonte
donde sea posible ejercer la capacidad de discernimiento, de hallar un criterio
de certeza que resida en cualidades homologables intrínsecas a la obra y
no en la subjetividad del juicio del contemplador.
La
modernidad en la que Alfaro había confiado hasta los setenta tiene
grietas y plantea dudas. Quizá llegara a pensar que, como escribe
Berman, que esa modernidad conocida hasta entonces “nunca
desarrolló una perspectiva crítica que pudiera clarificar
cuál era el punto en que la apertura al mundo moderno debía
detenerse y el punto en que el artista moderno debe ver y decir que algunos de
los poderes de este mundo tienen que desaparecer.” [28] Este es el punto en que Alfaro no rompe sino
más bien renueva su concepto de modernidad, al que incorpora lo que
aquella en el pasado la espalda: la tradición cultural y
artística.
Y
no se trata de un ocaso, más o menos poético de la modernidad.
Tampoco de unos “retornos” al pasado planteados como alternativas
estéticas a una vanguardia de la que se quiera renegar. Es asumir con
coraje el agotamiento de la experimentación como único
móvil de la actividad artística; reconocer que la vanguardia fue
una forma de utopía que venía a estrellarse en la realidad
cultural, y de cuyo choque habrá que salvar la libertad del artista, el
depósito de la tradición y una lealtad vigilante en la vieja
trinidad laica ciencia-razón-progreso.
Es
pues la revisión del proceso racionalizador desde la misma razón
ilustrada (y seguramente la recuperación de un pensamiento fuerte frente
a la debilidad imperante) lo que puede, de verdad, convertir la modernidad en
un proyecto recuperable. El escultor se alinea con los que se han decidido
porque la modernidad cambie de piel, con los que desean retomar las intenciones
de la Ilustración, y reconocen, en efecto, la existencia de una
modernidad inconclusa o insatisfecha. Lo moderno, como lo clásico no ha
muerto. Su presumible extinción la desmiente el hecho de que la
creatividad y el arte siguen superviviendo a su luz, a su favor o, acaso, en su
contra, pero siempre con su referencia.
La
búsqueda de la tradición moderna, combinada con un intento de
recuperación parece ahora más importante que la innovación
y la ruptura.[29] Más que la innovación radical se
desea un vivo diálogo con el pasado. “No creo que el arte moderno
-dirá en octubre de 1992- haya de ser una cosa siempre diferente y
nueva”.[30] Se abordan en lo moderno los vínculos
permanentes e irrenunciables con lo clásico, aunque estos
vínculos no resulten fácilmente discernibles en muchas ocasiones
por la aparatosidad con que se ha valorado lo nuevo, que es, indudablemente, su
aspecto más efímero y circunstancial. Lo moderno, por el
contrario, contiene ese dur désir de durer del que hablara Steiner.[31] Deseo de permanencia que recibe la fuerza de ese
impulso de la fuente lejana de lo bello y carnal que nos legó la
tradición del arte.
Desde
tal perspectiva, nuestra travesía a través de una escultura que
homenajea en modos diferentes la belleza ha conseguido, quizá, volver a
escribir un fragmento de la historia del arte que quedó oscurecido por la
incomprensión, de fatales consecuencias, que de ella tuvo la
estética romántica del siglo XIX. La escultura, según
ésta, representaba una agotada veneración o conmemoración
del pasado, incapaz de instalarse en el presente, en la móvil transitoriedad
del instante de los sentidos, en la rendija del tiempo en la que suele
agazaparse la plenitud sensual. Hegel, dentro de esta concepción
filosófica, llegó a negar que el amor y la emoción
pudieran ser tema para la escultura porque ni en su forma ni en sus materiales
podía adaptarse a la expresión de sentimientos tan profundos
vividos por la transitoriedad de lo humano. Alfaro, para revatir este pesimismo
remonta el camino desde el romanticismo a la razón ilustrada; aprende el
desastre que para la escultura supuso proseguir en esa pretensión de
captar lo transitorio y anecdótico. Sin dimitir de la captación
del instante glorioso de la emoción amorosa o del placer de los
sentidos, despojó a su práctica artística de lo superfluo,
trabajó la desnudez, los cuerpos, los bustos y los rostros hasta
conseguir la forma primaria desde la que contemplar, a veces en una hermosa
simultaneidad, los dos asedios a la belleza (la de la geometría, la de
la vida) que el Eros platónico instaló en nuestra cultura.
[1] PLINIO,
Historia Natural, XXXV, 15.
[2] La
belleza, p. 10 y ss.
[3] Op.
Cit., pág. 29
[4] "En
tota obra d'Andreu Alfaro...", en cat. exp. Alfaro. Escultures
1987-1992, Barcelona, Galeria
Maeght, 1993, p. [3].
[5] Diccionari
per a ociosos, Barcelona, Editorial
A. C., 1964, p. 29.
[6] CLARCK, El
desnudo, Madrid, Alianza, pp.
21-22. Clark se refiere a Samuel Alexander, quien en su Beauty and Order of
Value (London, 1933, p. 127) afirmaba que si el desnudo se trataba
de modo que despertara deseos eróticos estaríamos ante un arte falso y una moral mala.
[7] Filebo 51 C
[8] J.G.R.,
"Andreu Alfaro y 'El Parpalló'", Levante, Valencia, 31 julio 1959.
[9] "Digo:
Que no pertenezco...", en cat. exp. Grupo Parpalló. A Diego
Velázquez da Silva,
Valencia, Sala Mateu, 1961, pp. [2-3].
[10] "Andreu
Alfaro", Serra d'Or, Abadia
de Montserrat, octubre 1964, pp. 28-31.
[11] Quosque
tandem!..., San Sebastián,
Auñamendi, 1963, 3 ª ed. de 1975, p. 73.
[12] "El
lenguaje escultórico de Andrés Alfaro", Artes, 77, Madrid, junio 1966, p. 9.
[13] ALONSO,
E., "Andreu Alfaro, un notable escultor español", El
Día, Santa Cruz de Tenerife,
septiembre 1965, p. 7.
[14] Cuaderno
de trabajo, 1963.
[15] La revolución del arte moderno, Madrid, Mondadori, 1990, p. 35 (1ª
edición alemana de 1955).
[16] HIX,
Juan, "Conversaciones con Alfaro", Correo de Andalucía, Sevilla, 13 de marzo de 1971, p. 17.
[17] Con
esta afirmación concluía Nieto su artículo "El
lenguaje escultórico de Andrés Alfaro", Artes, 77, Madrid, junio 1966, p. 11.
[18] "Reflexiones
sobre Alfaro", en cat. exp. Alfaro, Madrid, Universidad Complutense, 1981, p. 99.
[19] SPIEGEL,
Olga, “Alfaro presenta sus series de dibujos y esculturas basadas en el
cuerpo humano”, La Vanguardia,
Barcelona, 15 mayo 1985.
[20] Obiter Scripta, ed. de BOUCHLER, J. y SCHWARTZ, B., Nueva York, Scribner's, 1936, p. 119. Cit. por BELTRAN LLAVADOR, J., "La emancipación del medio. Santayana sobre el arte contemporáneo", Kalías, 8, Valencia, 2º semestre 1992, p. 33.
[21] “La
forma como historia”, Revista de Occidente, 117, Madrid, febrero 1991, p. 29.
[22] Son
palabras de Francisco CALVO SERRALLER, “De Rodin a Henry Moore: La
escultura busca su forma”, en Imágenes de lo insignificante, Madrid, Taurus, 1987, p. 204.
[23] L’Occident, París, noviembre 1905. Reimpreso en Théories (1912) y con adiciones en A. Maillol, París, 1925.
[24]
“De Goethe y Alfaro”en cat. exp. Alfaro. De Goethe y nuestro
tiempo, Madrid, Fundación
Mapfre Vida, 1989, p. 14.
[25] Opiniones
del artista en MARTIN, J., en cat. exp. Alfaro. De Goethe y nuestro tiempo, Madrid, Fundación Cultural Mapfre Vida,
1989, p. 29
[26] Las
primeras obras en mármol datan de 1980. Se trata de De la
potència al acte, que puede
considerarse una versión modificada de Amor 2 (1966); de esta última realizará una
réplica en mármol rosa portugués en 1981. Este mismo
año hará también un réplica de Els amants en el mismo material. En cambio Filar prim (1980) o Nu (1980-81) tendrán características autónomas
respecto a cualquier cosa realizada hasta entonces, con una tendencia
marcadamente antropomórfica y sensual. Poco después ensaya con el
mármol su primer retrato goethiano en que introducirá la masa, el
de Charlotte von Stein, que no
lo dará por terminado haste que en 1987 retome los trabajos de piedra. Y
también en 1981 trata de aplicar al mármol sus geometrías
espaciales aunque no tendrán continuidad en el futuro. Unicamente
podemos relacionar con esas obras basadas en la esfera un boceto que no se
realizará (con un significado muy diferente) hasta 1991, nos referimos a
El desig. Una obra muy
interesante, pues se encuentra en el origen de las obras de 1995 presentadas en
esta exposición.
[27] “Des
dels límits de l’Escultura”, en cat. exp. Alfaro, Valencia, IVAM, 1991, p. 116.
[28] Todo
lo sólido se desvanece en el aire, Madrid, Siglo XXI, 1988, pp. 21-22.
[29] Vid
HUYSSEN, Andreas, “En busca de la tradición: vanguardia y
postmodernidad en los años 70”, en Picó, J., de., Modernidad
y postmodernidad, Madrid, Alianza,
1988, pp. 141-164.
[30] MAS,
Manuel, “‘Andorra no pot tallar la tradició’”, Diari
d’Andorra, Andorra, 23
octubre 1992, p. 23.
[31] Presencias
reales, Barcelona, Destino, 1991,
p. 41-42.