PATRIMONIO
INDUSTRIAL Y MEMORIA COLECTIVA.
EL CASO
DE PUERTO DE SAGUNTO
José Martín Martínez
Universitat
de València
"Es sabido que la identidad personal reside en la
memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez."
J. L. Borges, Historia de la eternidad.
Desgraciadamente
Sagunto no se encuentra entre las ciudades que heredaron un patrimonio
industrial significativo y tomaron la acertada decisión de conservarlo
como un preciado legado para el futuro. No se cuenta entre las ciudades que han
tenido la fortuna de contar con unas instituciones, unos partidos
políticos, unas asociaciones o unos colectivos ciudadanos que, un
día, cuando esas explotaciones o esas instalaciones devinieron
inservibles, apostaron decididamente por su conservación o su
rehabilitación. Ciudades que invirtieron recursos e imaginación y
ahora se sienten orgullosas de ese pasado que las ha hecho como son.
Es
evidente que, en ese aspecto al menos, los saguntinos -los porteños en
concreto- no estuvimos a la altura de las circunstancias que nos tocaron vivir.
Porque ni nuestras instituciones, ni nuestros partidos, ni nuestras
asociaciones, ni nuestros sindicatos, ni nosotros mismos estuvimos a la altura
de las circunstancias -de las dramáticas circunstancias, es cierto- que
nos deparó el destino allá por 1983-84, cuando se produjo la
reconversión y el desmantelamiento de Altos Hornos del
Mediterráneo. Hoy resulta innegable que la ciudad salvó su
futuro, pero es visible que perdió su pasado. No hicimos nada; y todo un
enorme patrimonio industrial de casi un siglo fue barrido de la faz de la
tierra en tan sólo unos meses. Sus edificios y construcciones volados o
demolidos por la piqueta, su maquinaria desmontada y desguazada, sus artefactos
y herramientas saldados o perdidos. Todo perdido. No todo, claro. Pero lo que
queda no son más que los restos de un aparatoso naufragio.
1. Patrimonio e identidad
Pero
no quiero ser pesimista ni instalarme en la melancolía ante la
irreversibilidad de lo desaparecido, porque la melancolía conduce a la
inacción. Quiero ser realista porque debemos ser realistas si queremos
actuar para salvaguardar los pocos restos y huellas físicas que
aún quedan de aquel gran esfuerzo humano que fue levantar en esta orilla
del Mediterráneo una potente factoría siderúrgica. Hace
falta realismo para acometer las acciones proteccionistas necesarias. Pero,
aún siendo fundamental no perder lo que ahora peligra, creo que no es
suficiente. Hace falta también imaginación. Imaginación
para recuperar lo disperso, para valorar históricamente lo aparentemente
insignificante, e imaginación -sobre todo- para recrear lo
irremediablemente perdido. Porque yo me pregunto: ¿Nos podemos permitir
la pérdida definitiva de nuestra memoria histórica? ¿La
pérdida definitiva de aquella suma de pequeñas gestas
individuales que protagonizaron nuestros padres y abuelos venidos de lejos en
busca de una vida mejor y de un futuro para sus hijos, para nosotros? Yo creo
que no. Creo que perderíamos con ello una parte de lo mejor de nosotros
mismos. De algo que necesitamos porque ha contribuido a conformar nuestra
personalidad.[1] Y por ello deberíamos hacer
lo posible para evitarlo.
Pero
no es tarea fácil. Porque, a diferencia de la memoria individual de cada
uno, que es algo personal e intransferible, ya que reside en nuestro interior,
formada por seres y lugares que no necesitan materializarse para perdurar en
nuestra mente porque únicamente de nuestra voluntad depende recordar y
olvidar; la memoria colectiva de los pueblos -por el contrario- necesita de
lugares donde encarnarse, de espacios donde representarse y permanecer.
Necesita, en una palabra, de monumentos. ¿Qué son los monumentos
históricos sino -como indica su etimología- que lugares para recordar?
Los
restos materiales, desde un horno alto a una frágil fotografía,
pasando por una nave industrial o un documento, son piezas imprescindibles para
encarnar, para materializar y escenificar la memoria colectiva. Y por eso, la
transmisión histórica de la memoria colectiva de una
generación a otra está supeditada a la pervivencia de esas
huellas materiales del pasado, de esos monumentos de nuestra época, que
son, sin duda, su mejor garantía de perdurabilidad.[2] El patrimonio es como un lazo que
une una generación con la siguiente más allá de las vidas
individuales, que alimenta su sensación de identidad y cohesión,
que da sentido y orientación a la trayectoria histórica de una
colectividad. Y pocas poblaciones como Puerto de Sagunto están tan faltas
de ese sentido de pertenencia y cohesión social que confiere el
patrimonio histórico.
2. Patrimonio y conocimiento
A
través de la cultura material que ha desafiado al tiempo podemos conocer
y sentir de modo directo el pasado; tanto o más que con las historias y
las narraciones, precisamente porque no son discursos intelectuales construidos
a posteriori sino testigos auténticos que podemos ver y tocar. Por eso
el patrimonio es un magnífico recurso para fomentar y difundir el
conocimiento histórico. Y en concreto, el patrimonio industrial es una
fuente magnífica para la investigación sobre la clase obrera, ya
que los restos materiales ligados a la industria son testigos de los hombres y
mujeres que no han tenido voz propia para dejar memoria de sí mismos por
otros medios, y su memoria está en los espacios en que trabajaron y
vivieron, en las cosas que con su esfuerzo produjeron, aunque no fueran suyas.
Un
valor por descubrir entre nosotros, pues en la España actual el valor
educativo del patrimonio histórico no ha sido explotado en esa
dirección centrada en la historia contemporánea fruto de la
revolución industrial, pues la atención que le han deparado los
movimientos nacionalistas y algunos gobiernos autónomos ha estado
motivado por su poder identitario, por su contribución al proyecto de
fundar retrospectivamente la patria en el pasado preindustrial. Si toda patria
que se precie debe tener -como mínimo- un origen medieval, el patrimonio
industrial no sólo resulta de escasa utilidad, sino que con frecuencia
está ligado a fenómenos disolventes de una supuesta
cohesión nacional primigenia y de sus señas más genuinas
de identidad. Las poblaciones originadas por la industria y la
inmigración como Puerto de Sagunto difícilmente podrán
formar parte del imaginario colectivo nacionalista, ni sus restos materiales
suministrar símbolos para la reconstrucción de esa patria
primigenia soñada; no es extraño, por tanto, que la
recuperación de su patrimonio industrial concite pocas adhesiones en
estos círculos.
Como estudioso de la arquitectura y
urbanismo de Puerto de Sagunto, siempre me ha llamado poderosamente la
atención una constante que se aprecia en su evolución
histórica: el marcado carácter artificial de este núcleo de
población desde su origen. Claro que toda obra humana es artificial.
Todas las ciudades lo fueron originariamente. Pero el remoto origen
histórico de la gran mayoría de ellas les da esa naturalidad de
lo que aparentemente ha existido desde siempre, como la orografía en la
que se enclavan. Sin embargo, en el caso de Puerto de Sagunto conocemos el
momento, las razones y los protagonistas de su fundación, que,
además, no está muy lejos en el tiempo.
Puerto
de Sagunto es un ejemplo perfecto de ciudad-fábrica nacida ex-novo por razones estrictamente industriales y, además,
ajenas a la dinámica económica de la zona en la que se enclava. Y
como típica ciudad-fábrica ha sufrido una tiránica
dependencia respecto a la actividad industrial que la originó. Por esta
razón, la actividad económica de las empresas, sus planes de
expansión o sus crisis, marcan directamente toda la vida ciudadana. Lo
que se constata perfectamente al comprobar que las construcciones fabriles y
las construcciones urbanas han evolucionado en paralelo. Narrar la historia de
Puerto de Sagunto es describir la evolución económica de la
fábrica.
Todo
ello hace que, si bien toda ciudad encuentra su difícil equilibrio entre
la naturaleza y la técnica, entre lo que parece dado y lo creado, en el
caso que nos ocupa ha prevalecido la segunda parte del binomio. El artificio ha
sido su constante. Y esa ha sido la causa de su fragilidad. Nadie mejor que un
testigo de los primeros años para percatarse de lo revolucionario que
fue aquella inesperada irrupción del capitalismo industrial en un
territorio preindustrial. En uno de los primeros documentos
bibliográficos de que disponemos, el erudito valenciano José
Martínez Aloy muestra su sorpresa y admiración al divisar por
primera vez, allá por 1916, las flamantes instalaciones fabriles:
"¡qué espectáculo inesperado es el que se ofrece a la
vista! ¿Soñamos acaso?". El recién nacido
núcleo de Puerto de Sagunto le merece el calificativo de "gran
ciudad que surge de la tierra por arte de encantamiento" y de
"artificial urbe que se construye pronto como si fuera de juguete".[3]
Feliz
metáfora la del juguete para mostrar la fragilidad de una ciudad sometida
a poderes ajenos que con la misma rapidez que precipitaron su
construcción pudieron provocar su destrucción. Qué duda
cabe que la historia de Puerto de Sagunto está marcada por una espiral
constante de construcción-destrucción, de revolución y
reconversión. Su historia es paradigmática, con una transparencia
poco común, de la economía capitalista y sus efectos. Su
patrimonio industrial puede ser una fuente de conocimientos auténticos,
un recurso didáctico para conocer nuestra sociedad industrial basada en
el progreso y el cambio, en la constante construcción y
destrucción, en la revolución y la reconversión.
3. Patrimonio y utilidad
Con
frecuencia, la conservación del patrimonio inmueble está
supeditada a su reutilización para otras funciones distintas a las
originales, pues también el patrimonio puede reconvertirse y proporcionar una utilidad
más tangible que la suministrada por el conocimiento que suministra.
Para ello, las propuestas conservacionistas deben afrontar la
rehabilitación y definir para qué conservar. Designar las funciones
futuras de los bienes que se quiere preservar suele ser una etapa a la que no
llegan muchos movimientos ciudadanos y me parece que es una asignatura
pendiente en el caso de Puerto de Sagunto. Cierto que no resulta fácil
pues requiere más reflexión y paciencia que la
movilización, pero resulta fundamental para el éxito de estas
iniciativas. Porque definir para qué se quiere rehabilitar un edificio
ruinoso y aparentemente inservible es una magnífica ocasión para
denunciar las necesidades sociales o culturales insatisfechas en la actualidad
y con ello unir la consecución de esas infraestructuras que se necesitan
a la conservación de una determinada construcción que se
considera herencia tangible del pasado. Hallar la razón de ser del
pasado en el presente termina siendo la manera más segura de no
perderlo.
La
dificultad para movilizar a los ciudadanos sobre asuntos urbanísticos
proviene de su evidente alienación respecto al diseño de su
ciudad. Campañas como la promovida por diversos colectivos ciudadanos de
Puerto de Sagunto para conseguir que la Gerencia sea declarada Bien de
Interés Cultural deben enfrentarse a la dificultad de sensibilizar a
quienes nunca se les ha preguntado qué ciudad quieren. Porque, en la
práctica, la ciudad no les pertenece más allá de la
porción que tengan a su nombre en el Registro de la Propiedad, su
crecimiento parece sustraerse, incluso, a los poderes públicos que en
democracia nos representan. Así, el patrimonio histórico empieza
teniendo una utilidad educativa pues nos recuerda que la ciudad es de todos,
que es parte de una historia que nos pertenece, que el trabajo de nuestros
antepasados nos legó bienes colectivos.
¿Qué
queda de ese legado en Puerto de Sagunto? No mucho, ciertamente, y en estado de
abandono. Pero tal vez suficiente para explicar y transmitir esa historia, a la
vez que sirve de contenedor de otras necesidades. Ahí está, el
Alto Horno nº 2, milagrosamente en pie y, por fin, en proceso de restauración,
destinado a convertirse en un coloso solitario que simbolice todo el conjunto
patrimonial a través de un centro de interpretación de la
siderúrgica. De las instalaciones industriales también subsiste
la nave del Almacén de elementos y repuestos que, algún
día, si las diversas administraciones invierten un poco de
ilusión y dinero, contendrá un museo que reconstruya la cultura
material ligada a los procesos productivos de la minería y la metalurgia
del hierro, sin olvidar los modos de vida de sus trabajadores. También
se conserva la nave de talleres generales, aunque en un estado de semi-ruina y
sin ninguna protección: una simple decisión empresarial
podría derribarla en cualquier momento.
Y
entre los edificios urbanos de iniciativa empresarial, la iglesia de
Begoña, obra del importante arquitecto vasco Ricardo de Bastida, se
encuentra en muy lamentable estado. Esperemos que el proyecto de
restauración elaborado desde hace años encuentre
financiación y sea acometido pronto. Los edificios del antiguo colegio y
de las oficinas de la Compañía Minera de Sierra Menera sí
que están en plena ruina, a la espera de que se caigan solos o supongan
un peligro para la seguridad de los viandantes y el mismo Ayuntamiento ordene
su derribo y autorice construir en el solar. Las oficinas centrales levantadas
por la Compañía Siderúrgica del Mediterráneo se
conservan afortunadamente en buen estado, aunque no sabemos qué le
depara el futuro. En su interior se guardan parte de los archivos de la
Compañía Menera de Sierra Menera y de la Siderúrgica,
incluyendo un valioso fondo fotográfico. A ese fondo pertenecen muchas
de las imágenes mostradas en la exposición, cuya sola existencia
son una prueba de los recursos que aún nos quedan para rescatar este
fragmento de la memoria industrial de nuestro país. Porque materiales de
archivo como estos pueden jugar un papel clave en la reconstrucción de
un proceso histórico aún por descubrir por la
historiografía española. Porque ésta prodigiosa memoria documental nos permite reconstruir, con
inusual lujo de detalles, toda la evolución de las instalaciones
industriales a lo largo del tiempo, las construcciones y los ingenios
mecánicos propios de una explotación mineral y de una planta
siderúrgica, y, sobre todo, el trabajo de los miles de hombres que a lo
largo del tiempo construyeron, pusieron en funcionamiento e hicieron
productivas esas instalaciones.
¿Y
los edificios situados en el perímetro de la Gerencia? Esperemos que la
Conselleria de Cultura y sus técnicos declaren el recinto Bien de
Interés Cultural. Si estudian el asunto con la suficiente sensibilidad y
falta de prejuicios llegarán a la conclusión de que el expediente
cumplen todos los requisitos legales. Los beneficios que reportaría la
conservación y posterior uso social de estos terrenos con amplios
espacios verdes pronto sería evidentes. Para empezar,
contribuiría a reactivar una zona del núcleo histórico del
Puerto actualmente en crisis. Y las posibilidades públicas o privadas
(¿por qué no, si se garantiza su conservación?) de sus
edificios no serían difíciles, por no mencionar sus espacios
ajardinados. El patrimonio tiene también valor de uso, puede albergar
otras funciones y satisfacer necesidades materiales, puede ser disfrutado. Y
esos usos no tienen por qué estar disociados con la posibilidad de
generar beneficios, incluso cuantificables económicamente.
4. Patrimonio y valor
económico
La
explotación de cualquier recurso requiere inversiones, los bienes
culturales no son una excepción, su conservación y posterior uso
solamente son posible con inversiones económicas y presupuestos de
mantenimiento. Unas inversiones que, en cuanto bienes colectivos que son, deben
ser públicas; como ocurre con las carreteras, puertos, playas, recursos
naturales, etc. ¿Dónde está el problema, entonces? Pues en
que, mientras la mayoría de los otros proyectos consideran productivos o
necesarios para el avance del progreso, sin que nadie se pregunte si son
imprescindibles o no, habitualmente los pocos dineros destinados al patrimonio
tienen una consideración social semejante a los alardes exentos de
provecho alguno, o, en todo caso, de liberalidades admisibles sólo
cuando se hayan satisfecho todas las "verdaderas necesidades".
Lo
que se olvida con mucha frecuencia es que el patrimonio histórico puede
tener un papel económico relevante. De hecho lo tiene en muchas
ciudades, unido al turismo. El fomento del patrimonio cultural puede emplearse
también como un factor de regeneración urbana, de reequilibrador
del territorio, de empleador de mano de obra, de generador de establecimientos
de comerciales ligados al ocio o al turismo, etc.[4]
Pero,
en muchas ocasiones, más que dinero, hay que tener iniciativa.
Iniciativa política, por ejemplo, para aplicar las leyes existentes
destinadas a proteger los intereses públicos en materia de patrimonio
histórico frente a los legítimos intereses particulares, sin que
ello acarree necesariamente cargas para el presupuesto de la
Administración. En el caso de la conservación del patrimonio
industrial saguntino existe una creciente opinión pública
favorable, existe legislación aplicable, incluso se dispone del
instrumento idóneo de gestión: la Fundación para la
protección del patrimonio arqueológico-industrial de Puerto de
Sagunto. Lo único que falta son representantes políticos con la
suficiente sensibilidad y cultura para acometer las iniciativas necesarias.
Unos políticos que se sientan y actúen como defensores de los
intereses y bienes colectivos, difusos y desamparados en tantas ocasiones, en
lugar de valedores de los intereses privados que están ya hábil y
contundentemente protegidos por sus propietarios y asesores legales.
Por
eso es tan necesario revalorizar el patrimonio histórico industrial y
reivindicar los beneficios tangibles e intangibles que su conservación
puede reportar para generar una demanda social que reclame a las
administraciones públicas y a los agentes económicos la
atención y los presupuestos necesarios que nuestro nivel de desarrollo
se puede permitir. En la exposición de motivos de la Ley de Patrimonio
Histórico Español de 1985 se declara que el valor de los bienes
integrantes del patrimonio histórico "lo proporciona la estima que,
como elemento de identidad cultural, merece a la sensibilidad de los
ciudadanos", ya que "los bienes que lo integran se han convertido en
patrimoniales debido exclusivamente a la acción social que cumplen,
directamente derivada del aprecio con que los mismos ciudadanos los han ido
revalorizando". El problema es que la cultura política de esos
ciudadanos en relación con los temas urbanísticos y patrimoniales
es muy escasa, casi no existen asociaciones o colectivos que lideren la
opinión pública en este terreno, los partidos políticos no son cauces de participación
social encaminadas a la resolución de las necesidades de las ciudades y
los gobiernos municipales actúan con demasiada frecuencia como gestores
al servicio del mercado inmobiliario.
5. Una tarea colectiva
No
obstante, aún siendo imprescindibles las iniciativas de la
administración como la declaración de Bien de Interés
Cultural, de poco servirá si los saguntino, especialmente los
porteños, no terminamos por reconciliarnos con nuestro pasado inmediato.
Ya ha transcurrido más de una década de la convulsión
social provocada por el desmantelamiento de la siderúrgica y, si bien
hemos logrado superar los peores presagios que entonces se cernían sobre
nuestra continuidad como pueblo, para muchos el pasado es todavía una
herida por cicatrizar.
Pero
sería un error olvidar. Como afirma el historiador francés Pierre
Nora, la pervivencia de la memoria es un rasgo que caracteriza a los grupos de
personas que viven y por lo tanto se encuentran en permanente evolución.[5] Recordar la historia no tiene por
qué ser un acto de melancolía inmovilista, puede ser una
inequívoca manifestación de vida, un deseo patente de porvenir,
porque conservar el patrimonio es construir puentes entre el pasado y el
futuro; ¿y quién construye puentes sobre ríos que no
piensa cruzar?
Resulta
vital que los saguntino o porteños actuemos con decisión. Primero
para conservar los pocos restos físicos de nuestra historia que
aún subsisten. Y, en segundo lugar, para recrear con imaginación
espacios en los que reconstruir con objetos, documentos o imágenes la
historia de este particular enclave industrial y urbano que es Puerto de Sagunto.
Desde mi punto de vista, esos son los dos objetivos prioritarios que
deberíamos perseguir cuantas personas y colectivos se preocupan por el
patrimonio industrial saguntino: salvarlo de la destrucción y del olvido
para hacer de él un factor de cohesión y progreso. Es una tarea
ineludible por hacer: no olvidar nuestro pasado, sino reconocernos en
él. La existencia de un patrimonio industrial en Puerto de Sagunto y, en
consecuencia, la oportunidad de rescatarlo, conservarlo y estudiar las
consecuencia de su impacto social e histórico, pueden ser una nueva
empresa colectiva: la reivindicación positiva de nuestra identidad, de
nuestra memoria histórica. Porque, parafraseando a Josep Ballart,[6] conservar es capturar las huellas
que deja el tiempo en las cosas para catapultarlas hacia el futuro y usarlas
como referencia, aceptando implícitamente el cambio y el progreso.
Conservar la memoria del pasado en las cosas puede ser un ejercicio de
autoestima y de autodeterminación, algo tan revolucionario como hacernos
responsable de nuestro destino.
[1] Me gusta
la imagen de George Kubler: "Al igual que los crustáceos,
dependemos para poder sobrevivir de nuestro caparazón exterior; un
caparazón de ciudades y casas llenas de cosas que pertenecen a partes
definibles del pasado."(La configuración del tiempo.
Observaciones sobre la historia de las cosas [1962], Madrid, Nerea, 1988, p. 58). Sobre la presencia del pasado en
el presente y su relación con la identidad personal y colectiva
véase: David Lowenthal, El pasado es un país extraño [1985 y 1993], Tres Cantos, Akal, 1998.
[2] H. Arendt, La
condición humana, Barcelona,
Seix Barral, 1974.
[3] "Provincia
de Valencia" en Francisco Carreras Candi (dir.), Geografía
General del Reino de Valencia,
Barcelona, Alberto Martín, s.a., pp. 50-51.
[4] Soy
plenamente consciente del poco efecto que argumentos de este tipo tienen en
Sagunto, una ciudad que vive de espaldas al patrimonio
histórico-artístico que ha logarado salvarse de la
sistemática destrucción ha que ha estado sometido.
[5] Pierre Nora y
otros, Les lieux de la mémoire, París, Gallimard, 1984, vol. I, p. xix.
[6] El patrimonio histórico y
arqueológico: valor y uso,
Barcelona, Ariel, 1997, pp. 32-33.