F. F. Coppola.
B. Stoker
El encuentro de J. Harker con las
mujeres vampiro:
Reflexiones sobre
el Goce en el Drácula de
Francis Ford Coppola*.
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JOSÉ GUILLERMO MARTÍNEZ VERDÚ**.
JOSÉ GUILLERMO MARTÍNEZ HURTADO***.
El Tao que puede ser nombrado no es el Tao.
Lao
Tse.
En su excelente lectura del Drácula de
Coppola - guión de James V. Hart - Juan Miguel Company (1993) revela al vampiro
como un héroe trágico: “Coppola no sólo plantea la motivación dramática de los
actos de Drácula: dota a este de un destino trágico a partir de la herida que
lo constituye”. Además le hace funcionar
como un melancólico, a partir de la pérdida del objeto amoroso y la rebeldía
blasfema ante Dios. A partir de ahí,
quedará atrapado por un destino pulsional marcado por la imposibilidad que para
el no-muerto es “la incapacidad de poder asumir el tránsito del goce pulsional
al placer amoroso”.
Para Company, “la imposibilidad de la relación Drácula – Mina es la misma en la que
está inmersa todo el género fantástico. Lo monstruoso, indecible,
innombrable... definen una verdad pulsional más allá de la experiencia humana. No
hay acoplamiento posible entre King-Kong y Anne, como tampoco puede haberlo
entre Irena y Oliver en La mujer pantera”. Y habría que añadir entre La bella y bestia, como personajes
totalmente paradigmáticos en este sentido, desde Perrault hasta Disney, pasando
por Cocteau.
Ya que es citado el
Seminario 20 de J. Lacan, esa “imposibilidad de la relación Drácula – Mina” no
puede ser referida sino a las consabidas expresiones lacanianas “La mujer no existe” o
“No hay relación – proporción – sexual”, las que dan cuenta de la imposibilidad de existencia para
la condición humana de una ontología de los sexos y de la relación simétrica y
concordante entre ellos. La pretendida existencia natural de una esencia
masculina y una esencia femenina o, lo que es lo mismo, un alma masculina y una
femenina que vendrían a instalarse en un cuerpo de hombre y en uno de mujer
respectivamente no constituye sino la ilusión de una identidad y una
complementariedad de los sexos por
naturaleza establecida (ya sea que ésta se exprese en términos religiosos,
filosóficos, biológicos o psicológicos). A partir de Freud, los atributos
masculinos o femeninos no pueden ser ya pensados como punto de partida sino
como resultados – siempre incompletos
– de un complejo proceso de estructuración.
Lo que vamos a plantear es que esa
imposibilidad de la relación Drácula – Mina, es la misma imposibilidad de la
relación Harker – Mina, cosa que Coppola revela a través de la escena de éste
con las tres mujeres vampiro. Basta con poner a Drácula como doble de Harker y
a las vampiras como doble de Mina para hacer surgir la dimensión del goce como
imposible en su articulación de vida y muerte.
Pero antes dejemos constancia de que lo
vampírico es un tema del que poetas y artistas se han ocupado desde tiempos
inmemoriales: Efectivamente, si vamos a los poemas homéricos encontraremos una
de las primeras alusiones literarias al tema del vampirismo. Me refiero a la
Rapsodia XI de la Odisea: “Evocación
de los muertos”. Por consejo de Circe,
Ulises debe viajar al Hades para que la sombra de Tiresias le revele los
designios del regreso a Itaca: “¡Laertida, de linaje de Zeus! ¡Odiseo fecundo
en ardides!... ante todas cosas habéis de emprender un viaje a la morada de
Hades y de la venerada Perséfone, para consultar el alma de tebano Tiresias,
adivino ciego cuyas mientes se conservan íntegras. A él tan sólo, después de muerto, dióle Persefonea inteligencia y
saber: pues los demás revolotean como sombras”.
Tras darle las oportunas instrucciones para el viaje hasta el Aqueronte,
continúa Circe: “Así que hayas invocado con tus preces al ínclito pueblo de los
difuntos, sacrifica un carnero y una oveja negra, volviendo el rostro al Érebo,
y apártate un poco hacia al corriente del río: allí acudirán muchas almas de los
que murieron. Exhorta enseguida a los compañeros y mándales que desuellen las
reses, tomándolas del suelo donde yacerán degolladas por el cruel bronce, y las
quemas prestamente haciendo votos al poderoso Hades y a la venerada Persefonea;
y tú desenvaina la espada que llevas cabe al muslo, siéntate y no permitas que
las inanes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre hasta que hayas
interrogado a Tiresias. Pronto comparecerá el adivino, príncipe de hombres, y
te dirá el camino que has de seguir, cual será su duración y cómo podrás volver
a la patria, atravesando el mar en peces abundoso” (Rapsodia X).
Así obró Odiseo y pronto pudo comprobar
el poder revitalizador de la sangre para los moradores del Hades. Ulises nos da cuenta de su horror cuando las almas
de los fallecidos se congregan atraídas por el fluido vital: “Agitábanse todas
con grandísimo murmurio alrededor del hoyo, unas por un lado y otras por otro;
y el pálido terror se enseñoreó de mí”.
Ni siquiera la sombra de su madre le
reconoce ni puede entrar en diálogo hasta que bebe de la sangre de las reses.
Sólo Tiresias posee la facultad de reconocerlo, pero aún necesita de la sangre
para poder hacer uso de su arte oracular: “Apártate del hoyo y retira la aguda
espada, para que, bebiendo sangre, te revele la verdad de lo que quieras”.
En la concepción de los poetas
homéricos, por tanto, los muertos, las sombras, eran seres desvitalizados,
muertos vivos - no muertos, si se quiere utilizar la terminología vampírica, muertos vivientes, si se quiere utilizar
la de G. Romero; objetos muertos vivos,
si la kleiniana de W. Baranger - que se
ven atraídos por la sangre como medio de revitalización. Del mismo modo que las sombras del Hades
buscan la sangre como fuente de vida, los vampiros harán lo propio, así como
los zombis se dedicarán a devorar a los vivos para robarles su vitalidad.
“La angustia de la pesadilla es experimentada
como la del goce del Otro”, dice Lacan (1962-63). En tanto ellas acercan al
“ombligo del sueño” (Freud, 1899), evitan seguir durmiendo: “lo real que
despierta”.
A partir de aquí podríamos pensar la diferencia entre el sueño y la pesadilla
como un más acá y un más allá del principio del placer: del lado del sueño lo
representable, lo nombrable, el orden del deseo y el goce fálico, lo reprimible
en tanto fue psíquicamente inscrito; del
lado de la pesadilla lo irrepresentable, lo innombrable, el orden de un goce
absoluto no reprimible porque nunca llegó a tener inscripción.
Es gracias al genio creativo de
Coppola, fruto de un esmerado trabajo sublimatorio que podemos acercarnos al
horror de lo innombrable del goce, a través de la pesadilla vivida por
Jhonnatan Harker en la escena de su encuentro con las tres vampiras.
Imaginemos a un soñante que despierta
aterrorizado cuando las imágenes oníricas le muestran a un vampiro
abalanzándose sobre él. Lo que sucede entonces es que el sueño y sus
representaciones han llegado a un punto de pérdida de límites en donde el
sujeto queda confrontado con lo real del goce, con lo innombrable, con lo que
por irrepresentable no se puede decir.
Eso que no se puede decir, puede ser
presentado mediante la expresión artística de diversas maneras, según el arte
del que se trate. En nuestro caso, no es lo mismo la composición novelada de
Stoker que la fílmica de Coppola: ambos muestran algo a cerca de lo mismo pero
no lo mismo a cerca de ese algo.
Para Jaime Szpilka, en la sublimación
se trata de producir un dicho nuevo, “un decir distinto del decir con el que se
dice lo que se puede decir”. Si la palabra es una bendición por su capacidad de
significar (función apofántica), también es una maldición por su incapacidad
para significar, en tanto a la cosa de la que se dice no se la puede decir
(función afanísica).
Una concepción positivista afirmaría la
posibilidad de decirlo todo o, lo que es lo mismo, la cosa estaría ahí presta a
ser dicha, descubierta o revelada: “porque se dice, se puede decir”. Frente a ella, otra epistemología de la que
ya nos hicimos eco (1997), afirmaría la imposibilidad: “porque se dice, no se puede decir
(a la cosa de la que se dice)” - según
la fórmula de Szpilka.
Desde esta perspectiva podríamos pensar
a las distintas artes como distintas maneras de intentar un decir lo que de la
cosa no se puede decir, o en otros términos, como distintas formas de “elevar
el objeto a la dignidad de La Cosa (Das Ding)”, que es la definición lacaniana
de la sublimación (1959-60).
Se dice que el cine reúne a todas las
artes: literatura, pintura, música, teatro, escultura, arquitectura..., se dan
cita en el arte cinematográfico desde la escritura del guión hasta la
composición final de la obra.
En efecto, si la novela de Stoker ya
nos muestra bastante a las claras el trasfondo sensual, la escena en Coppola da
cuenta de ese más allá del principio del placer donde la más elevada
voluptuosidad va acompañada del terror más innombrable.
La mirada, la voz, la música aparecen
como leit motiv de la escena que sólo
puede ser presentada por los juegos de la cámara, los efectos de sonido y la
continuidad en la música de Wojciech Kilar.
Por primera vez para J. Harker se
vuelve nula la diferencia entre el placer buscado y el placer obtenido.
Es distinto cuando se trata de la
invocación en los cantos de las sirenas (Rapsodia XII). Las sirenas ¿qué prometen?:
el culmen del placer. Y Ulises, evidentemente quiere gozar. Pero antes de caer
en el hechizo hipnótico - y nótese al
pasar como aquí la voz adquiere la misma función en la Odisea que en Drácula
- toma sus precauciones. Siguiendo las
instrucciones de Circe, hace que lo aten al mástil (“y así podrás deleitarte
escuchando a las sirenas” –le había dicho la hechicera) y pone cera en los
oídos de sus compañeros. Aquí se trata más del goce por el saber, es más un
tipo de goce parcial, limitado a partir de la pulsión epistemofílica que un
goce de lo absoluto como le sucederá a J. Harker. De todos modos se trata de un
señuelo, de un engaño: las sirenas prometen un goce que no será, cosa que todo
el mundo sabe: “Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no
vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos, sino que le hechizan las sirenas con
el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme
montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo”. Aunque luego Ulises grita que lo desaten, los
marinos no pueden oírlo y como respuesta a sus gestos le atan doblemente. Aquí
se aprecia la diferencia entre el placer esperado y el placer logrado.
Al contrario, cuando Jhonnatan desoye
las advertencias de Drácula y abandona su aposento para adentrarse en la zona
prohibida, la llamada de las vampiras
con el señuelo de los jadeos y la voz de Mina - lo que muestra esa dimensión de las
vampiras como doble de Mina - promete un
goce que sí será: todo el dispositivo visual y sonoro lo preanucia en un
montaje donde, lo maravilloso aparentemente desplaza a lo siniestro. El
silencio musical que da paso a los efectos de sonido, los decorados, objetos y
adornos orientales que recuerdan más a los cuentos de hadas o las mil y una
noches, que a escenarios de terror, producen ese desplazamiento. Así ocurre con los frascos de perfume cuyo
contenido fluye hacia arriba al ser destapados, en una perfecta sincronización
con los sonidos del goteo; lo mismo sucede con las cortinas que se abren solas
o con el emerger de las vampiras de entre las sábanas: Jhonnatan no puede ya
más que ser pasivo frente a la sensualidad de las bellas mujeres y el goce que
le envuelve - “¡Devórame otra vez!”,
reza la nostálgica canción que escucho mientras escribo - ni siquiera empañado por la imagen de las
serpientes en los cabellos de una de las vampiras, que viene a recordarnos la
petrificación producida por la cabeza de Medusa, o la sideración producida por
sus hermanas las terribles Erinias,
chupadoras de sangre según las versiones más arcaicas de la mitología griega.
Un cuerpo de puro goce es lo que viene
a mostrarnos la cámara cuando enfoca el espejo del techo de la cama y sólo se
ve a Jhonnatan en el culmen del placer: Claro, los vampiros no se reflejan en los
espejos, se dirá; pero es que más allá de la apariencia tampoco hay imagen
especular para los objetos reales de goce. Así, algo indescriptible de otro
modo, retorno de lo real, nos es mostrado a través del recurso cinematográfico.
Todo se desenvuelve como en un sueño,
podríamos decir. Pero, como asevera Lacan (1959-60), “no podemos soportar el
extremo del placer, en la medida en que consiste en forzar el acceso a la
Cosa”: Lo maravilloso, familiar y al mismo tiempo extraño, ya muestra su faz
inquietante. Comienza la pesadilla.
Lo conocido y familiar (heimlich) se vuelve extraño y siniestro
(unheimlich) cuando el sueño aproxima
a esa “zona prohibida” donde el sujeto se disuelve frente a lo inefable e
innombrable de un goce absoluto: las
imágenes oníricas (del sueño) tomadas como doble especular protector del
narcisismo primario, van a convertirse en la pesadilla en doble siniestro y
persecutorio, índice de presencia de lo real de la Cosa, que anuncian la
proximidad de retorno a un estado indiferenciado de narcisismo absoluto en
donde toda posibilidad de ser sujeto queda abolida.
Luego, la aparición de Drácula y el
terror reflejado en la mirada de Harker mientras contempla a su “doble - Drácula” ofreciendo el regalo de su
también “doble - bebé” para calmar la sed de sangre de sus concubinas no -
muertas.
Lo que queremos decir es que Drácula es
el lado oculto de Harker (como las vampiras lo son de Mina), del mismo modo que
Harker es ese bebé para unas mujeres que en su insaciabilidad - y a diferencia de Medea - no matan a los hijos por venganza,
renunciando así a la maternidad, sino que producen una maternidad asesina del
fruto de su relación con Nosferatu.
Por efecto de la cámara de Coppola, la
mirada del espectador de Bram Stoker’s
Drácula se vuelve mil veces más potente (y gozosa) que la del de la más
detallista de las películas porno. El
arte revela, muestra, presenta, figura lo que no se puede ver, lo más allá de
lo representable; al decir de Carlos Sopena (1989), “presenta lo que ningún
objeto o sustancia puede representar”. Con la pornografía sucede lo contrario:
en su hiperrealismo, lo mostrado en detalle no sirve sino para producir una
mirada que no ve, tapón de su propia falta, como si nada hubiera más allá.
Es toda la distancia que hay entre la
sublimación y la desmentida (Verleulung):
en un caso, el objeto es elevado a la dignidad de la Cosa, en el otro la Cosa
es degradada a la categoría de objeto.
Y
ya que en el cine estamos, tampoco es lo mismo la mirada de Jeremy Irons en su
encuentro con “Lolita”, que la del escritor perverso paidófilo (en la versión
de Adrian Lyne): mientras en uno se trata del (re)encuentro y la búsqueda
apasionada del más allá del objeto (la Anabel perdida que remite a lo perdido
del estado indiferenciado con la madre) y la restitución de un narcisismo
absoluto (según la acepción conceptual de Bernardo Arensburg), en el otro se
trata del objeto fetichizado (Lolita reificada) que en función del objeto
fetiche (escenas y filmaciones pornográficas que remiten a la escena primaria)
sirve a los efectos de tapón y desmentida de la falta.
Pero eso es ya otra
historia; en este caso: ¡otra película!
BIBLIOGRAFÍA.
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(1996): “El sujeto psicoanalítico y su
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* Publicado previamente en Internet en “La Factoría”,
Revista virtual de Josep Luís Seguí. 1999.
** José Guillermo Martínez Verdú (A.P.M.). Dirección: C/
Dr. Gómez Ferrer, 13, 19ª. 46010 Valencia. España. Tel.: 963614594. Email: martiver@correo.cop.es
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