El dilema de Salieri
Contrapunto entre envidia y aprecio
R. Horacio Etchegoyen
1. Introducción
La envidia es un factor de innegable presencia clínica, que
plantea problemas de difícil solución porque complica el proceso psicoanalítico
y gravita pesada y persistentemente en la contratransferencia, originando
enojo, desaliento y otras reacciones similares. Interpretar la envidia directa
e ingenuamente, sin embargo, casi nunca resulta operante.
Melanie
Klein introdujo el concepto de envidia
primaria en 1957 y desde entonces ha sido objeto de estudio y de
controversias dentro y fuera del grupo kleiniano. En este trabajo vamos a
retomar los conceptos kleinianos, en un intento de exponer ciertas
particularidades de la envidia que hasta ahora, así al menos pensamos, no
fueron tenidos en cuenta.
Nuestras reflexiones parten de algunos analizados en quienes la envidia
aparece concientemente, a veces en forma desafiante, que nos hicieron pensar en
la intrincada relación entre Salieri y Mozart. Éste no es, sin embargo, un
trabajo sobre análisis aplicado. Surge de la clínica; la película Amadeus sólo
nos sirvió de modelo para entender un conflicto que se manifiesta en algunos
análisis.
La hipótesis que planteamos es que, en relación con la envidia, existe una
singular intolerancia hacia la propia capacidad para reconocer los aspectos
valiosos del objeto. Esta intolerancia lleva a la paradoja de que la misma
sensibilidad que permite apreciar los dones del objeto – tanto los percibidos
como los atribuidos por identificación proyectiva desde el self – es a la vez
la fuente de un dolor insoportable. Dicho en otros términos, la capacidad para
reconocer las buenas cualidades del objeto no puede ser aceptada como un
aspecto valioso del propio self. Por el contrario, como un rendimiento peculiar
de la envidia, se transforma en prueba de la propia minusvalía.
Esperamos que la hipótesis que presentamos pueda ser útil para afinar la
comprensión del complicado concepto de envidia. Pensamos que incluir el aspecto
de una particular intolerancia del aprecio admirativo introduce una
modificación en la comprensión de la idealización entendida sólo como defensa
contra la envidia. Hace más compleja, además, la ubicación de las fuentes del
dolor mental en el mundo interno del paciente, enriqueciendo la comprensión del
conflicto que se expresa en la transferencia. Quizás el punto de vista que sugerimos en este trabajo permita destrabar
algunos análisis que quedan, por así
decirlo, adheridos viscosamente
alrededor de la problemática de la
envidia.
2. La envidia – Algunos aportes
psicoanalíticos
¿Por qué aventurarnos en un tema tan largamente estudiado en el arte y en
el psicoanálisis? Simplemente porque pensamos que es inagotable. Partimos de
Melanie Klein, quien ubicó la envidia en el centro de la teoría psicoanalítica
y fue más allá de la envidia fálica, a la que Freud (1931, etcétera) le dio,
con razón, un lugar central en su teoría de la femineidad. Klein extendió
salomónicamente este concepto a todos
los seres humanos y le dio un carácter especial al hacerla arrancar desde el
comienzo de la vida. Para ella, la naturaleza primaria de la envidia tiene que
ver con el objeto inicial – el pecho – y con el carácter singular de ser
endógena, esto es, de ubicarse más allá de toda frustración. Melanie Klein
describió el conflicto entre envidia y gratitud como dos cualidades inherentes
al ser humano. No se le escapó ciertamente la relación entre envidia y
admiración, y planteó una interesante relación entre ambas que, sin embargo, no
llegó a desarrollar teóricamente.
En su
trabajo sobre la reacción terapéutica negativa, Joan Rivière (1936) dice, con acierto, que la insistencia
en la interpretación sistemática de la transferencia negativa lleva el análisis
con frecuencia a un punto muerto. Esta autora habla con ingenio del altruísmo
inconciente y el control omnipotente como los dos recursos principales de
ciertos pacientes cuyo destino final es la reacción terapeútica negativa; y lo
atribuye a que, en ellos, la posición depresiva es extremadamente fuerte. Se
olvida de este modo, sorprendentemente, de la dialéctica entre los celos y la
envidia, que ella misma había descripto cuatro años antes. En las conclusiones
de Joan Rivière en 1936 se advierte con claridad la influencia de Una contribución a la psicogénesis de los
estados maníaco-depresivos (1934), donde Melanie Klein habló por primera
vez de la posición depresiva. Rivière
tomó, así, un camino que la desvió de sus vislumbres de 1932, cuando afirmó que
los celos muchas veces encubren la envidia. No le hubiera sido difícil darse cuenta de que las defensas
maníacas, que tan bien describió, no sólo sirven para evitar el dolor depresivo
sino también para agraviar al objeto de amor, con lo que se reabre el círculo
del amor y la culpa profundamente enterrados. Hubo que esperar, pues, a 1957
para que Melanie Klein introdujera el controvertido concepto de envidia
primaria.
Pensamos
que es oportuno en este momento relacionar las ideas que exponemos con los
planteos de Money-Kyrle en su lúcido trabajo Megalomanía (1965): cuando en su desarrollo el bebé deja de
sentirse uno con el objeto bueno, se siente amenazado por el sentimiento de
que, mientras todo lo bueno proviene de la madre y de su leche, él es sólo
capaz de producir heces. Las ideas planteadas por el autor en este escrito se
integrarán después a las originales
formulaciones que Meltzer propone en La
relación entre la masturbación anal y la identificación proyectiva, acerca
de la idealización de las nalgas y las heces del bebé por identificación
proyectiva (intrusiva) en los pechos de la madre (Meltzer, 1966).
Comentaremos, si más no sea brevemente, las nuevas ideas
de Meltzer sobre la relación del niño con el pecho, ya que constituyen un
aporte original para comprender las vicisitudes de la relación con un objeto
admirado. En el año 1988, Meltzer propone denominar “conflicto estético” a
un evento primordial en el desarrollo
que imprime nuevos significados al concepto de envidia al objeto primario. El
autor plantea que, en un momento inicial de la vida del bebé, existe una
dolorosa incertidumbre acerca de la congruencia entre la forma externa de los
objetos (la belleza del mundo) y el misterio acerca de sus cualidades internas.
Esta experiencia genera una defensa que consiste en escindir la respuesta
pasional de amor, odio y conocimiento hacia el objeto. Esta defensa se lleva a
cabo no sólo escindiendo los vínculos pasionales sino como una lucha-oposición
contra la emoción misma, lo que genera un mundo de antiemocionalidad. Con este
telón de fondo, el concepto kleiniano de envidia encuentra una nueva base, y
Meltzer ya no la considera dirigida contra el pecho-que-se-alimenta-a-sí-mismo.
La envidia adquiere el valor de un impulso que interfiere con la capacidad del
sujeto de tener una experiencia pasional, de vincularse con la verdad y de
generar símbolos.
3. La envidia y
los dones de Salieri
Aun
cuando no coincida con la historia real, el Salieri de Milos Forman y Peter Schaffer ha quedado en el imaginario de los amantes del arte
como la encarnación paradigmática de la envidia. La inspiración de ellos nace
sin duda en Alexander Surgueievich Pushkin, el gran poeta ruso, que en 1830
escribió Mozart y Salieri, un drama
breve e intenso, donde recoge algunos comentarios periodísticos de la época que
atribuían a Salieri el asesinato de Mozart. A Pushkin no le interesó la verdad
histórica de aquellas afirmaciones, sino el drama eterno del genio y el
talento. Es evidente para nosotros,
dicho sea de paso, que Pushkin se identificaba fuertemente con el genio de
Mozart y ponía en Salieri la sombría envidia de sus enemigos. De acuerdo con
esta versión, el gran músico que en su momento fue Salieri sentía una envidia
desbordante ante el genio irreverente de Mozart. Se ha llegado a responsabilizarlo
de su muerte; se le adjudicó el papel de un monstruo maligno, que enloqueció al
eximio maestro y hasta llegó a envenenarlo.
Aún
cuando la obra de teatro y la película incluyen elementos históricos, ambas se
alejan de la historia para explorar temas que se refieren a problemas humanos
fundamentales y universales. En este sentido, la relación entre Mozart y
Salieri adquiere el carácter de un mito, crisol de historias, sucesos y
ficciones que los seres humanos consideran como demostraciones del significado
emocional de su existencia.
Si
hemos tomado a Salieri como el epicentro de nuestra reflexión y derivamos de él
la hipótesis fundamental de este trabajo es porque, más allá de su admiración y
su envidia por el genio de Mozart, nadie reconoció, ni siquiera él mismo, su
capacidad para apreciar los dones del gran músico. Salieri nunca pudo valorar
su capacidad para comprender en profundidad las cualidades de la música de
Mozart, lo que si bien se mira no es poca cosa. Porque es fácil extasiarse con
la música del maestro de Salzburgo; pero, ¿cuántos pueden alcanzarla con la
profundidad en que lo hizo Salieri? Es justamente en esa capacidad donde
residía su propio don, del que él mismo abjura al final del drama, cuando le
increpa a Dios no sólo por haberle otorgado a Mozart la divina inspiración,
sino, más todavía, por haberle dado a él, a Salieri, el don de apreciarla. De
un modo que puede sonar sofisticado, vamos a decir que Mozart fue tan grande
para Salieri porque, al valorarlo en su interior, no sólo reconoció su grandeza
sino que también se la otorgó.
4. Un material clínico
Como se dijo antes, las ideas aquí esbozadas surgieron de la
discusión de material clínico de pacientes en quienes la envidia no necesita
ser ‘interpretada’, ya que se la plantea abierta y hasta ostentosamente. Esta
singular actitud puede ser comparada con el exhibicionismo de la maldad que
Freud (1917) describió en los pacientes melancólicos.
Uno de los analizados que inspiró estas ideas es una
profesional de unos cuarenta años que, desde el comienzo de su análisis, habló
de su envidia de manera manifiesta y la puso en el centro de su intenso
sufrimiento mental. No podía dejar de compararse con otras personas y sentir,
con dolor, que los demás tenían lo que a ella le faltaba. Al mismo tiempo,
cuando tenía un problema, daba por sentado que los otros no lo tenían o lo
habían resuelto. Con respecto a la analista, decía enfáticamente que nunca
había podido tolerar que le fuera bien profesionalmente, cuestión que para su desdicha estaba fuera de toda duda.
Ella describía su vida como muy infeliz, a pesar de que nada en su entorno parecía justificar ese
malestar. Estaba casada con un hombre que era descripto como buen compañero,
cariñoso, querido por la gente y buen profesional, pero que no respondía a sus
ideales estéticos y sentía que había tenido que resignar algo de su deseo al
casarse con él.[1] La
situación económica de la pareja no era descollante, pero tampoco afligente.
Los padres del marido les giraban un dinero mensual proveniente de los
dividendos de una empresa familiar con la idea de que pudieran ahorrarlo, pero
ellos debían usarlo para cubrir sus
gastos. Esta ayuda también era fuente de un gran dolor para la analizada, que
la sentía como una manifestación más de su fracaso laboral. ¿Cómo se las
arregla la gente para... tener casa, viajar, salir....? -era su pregunta más
insistente-. En la relación con sus hijos, sentía que no tenía mucho contacto
emocional con ellos y que se desconectaba fácilmente de sus necesidades, que
por momentos la desbordaban.
Había demorado mucho tiempo su elección vocacional y, una vez recibida, entró a trabajar en un estudio importante con un cargo acorde a su
poca experiencia; pero luego de un tiempo le pidieron la renuncia, señalándole que
era evidente que ella estaba allí a
disgusto, lo que era cierto. Inició
entonces un estudio de postgrado y, a pesar de cumplirlo con buen éxito, no
quedó satisfecha con lo aprendido ni con los profesores, que le parecían tontos
y los criticaba sin piedad, con lo que se exponía a evaluaciones también
adversas, que a ella le parecían no obstante
acertadas.
El desalentador relato de una vida muy desgraciada, sin momentos
placenteros, ocupó siempre una amplia faja de sus sesiones. El amargo contraste
de esta vida era un analista que ya lo poseía todo, prestigio, clientela y
honores y por tanto tenía resueltos
todos los problemas, desde lo familiar a lo económico.
Gradualmente
empezaron a modificarse algunas situaciones de la vida de la paciente, que ella
fue reconociendo como cambios: comenzó a tener amigas y a relacionarse con las
madres de los compañeros de sus hijos, dejó de sentirse desbordada por la
angustia que le provocaban las demandas de sus niños, disminuyeron sus
ansiedades claustrofóbicas (que siempre había racionalizado como una necesidad
de aire y verde), empezó a rendir más en su trabajo y participó como ayudante en una cátedra de
Para
esa época quedó embarazada ‘accidentalmente’. Entonces comenzó un momento muy
doloroso y difícil del análisis, que trajo, sin embargo, también progresos. Su
embarazo era una demostración de que había cometido un error, y ése era su
único significado. El analista pasó a ser una persona que ‘hacía las cosas
bien’ y que por eso había sido seguramente capaz de planificar su familia; ella, en cambio, iba a
tener un hijo en un momento totalmente
inadecuado para su vida profesional. Hasta la decisión de no hacer un aborto
era visto negativamente, sólo como indicador de una falta de coraje. A pesar de
que las interpretaciones de la envidia proyectada en la transferencia eran
enfática, cuando no airadamente rechazadas, lo cierto es que empezó a sentirse
más conforme con su embarazo y con el niño, que vino al mundo a término sin
inconvenientes.
Este período del análisis permitió entender un aspecto de lo
que por momentos parecía un alarde de envidia y una intolerancia a las interpretaciones
que pudieran ubicar al analista en la transferencia como una mujer envidiosa de
su juventud y fertilidad o como un hombre incapaz de procrear. Ella no podía
admitir que la analista la envidiara por su fertilidad, porque justamente esa
envidia era la que había proyectado por no poder integrarla. Paradójicamente,
su propia envidia –o lo que ella presentaba como su propia envidia- era más aceptable y por ese mismo motivo no
había necesitado proyectarla. En otros términos, ella puede aceptar la envidia
que expresa manifiestamente porque no es de ella; para aceptar su envidia debía
aceptar su proyección. Por otra parte, si la analista llegara a establecer su
gozo por el embarazo, ella envidiaría su capacidad analítica y se reforzaría el
círculo maligno. En otras palabras, la envidia por un analista que lo tiene
todo es sintónica con el yo porque es justo sentir envidia en esas
circunstancias (envidia exógena) pero no por la fertilidad del analista que,
con su labor, la hace a ella fértil.
5. El dilema de Salieri
Tiempo después comienza a aparecer una nueva configuración
que nos lleva a la hipótesis de este trabajo, que llamamos “el dilema de
Salieri”. La analizada siempre sostuvo, firmemente y más allá de toda prueba en
contrario, que el analista lo tenía todo y ella nada. Esta situación fue
reiteradamente interpretada en la perspectiva de la identificación proyectiva
de los aspectos positivos del self en el analista, de la idealización y de la
negación de las limitaciones del analista como cualquier ser humano. Esta línea
interpretativa promovió (así al menos lo pensamos) algunos cambios
significativos en la conducta y la actitud mental de la analizada, que seguía
sosteniendo –no sin razón- que su problema de fondo -su relación con el
trabajo- seguía igual. Como acabamos de ver, lo que obviamente envidiaba la
analizada era el trabajo del analista.
La paciente decía enfáticamente que nunca había tolerado que
a la analista le fuera bien. Le irritaba hasta su voz cuando formulaba una
interpretación. Se quejaba de que las interpretaciones eran ‘poéticas’ o que
‘juntaban las cosas que ella decía’ de un modo tal que ‘se le volvían en
contra’. Le dolía hablar de sus problemas de trabajo en la sesión porque,
mientras ella se quejaba de sus dificultades, la analista estaba trabajando.
Necesitaba que la analista trabajara bien, pero no podía tolerarlo, claro
exponente de una envidia primaria que no depende de la frustración. Las
interpretaciones que le ‘señalaban algo malo’ le producían dolor; las que en su
sentir la ayudaban la ponían en contacto con su dependencia, que tampoco
toleraba, ya que se lamentaba de que la buena interpretación se le hubiera
ocurrido a la analista y no a ella. En ocasiones la queja se centraba en que ella carecía de motivación y ganas
para estudiar y trabajar, cualidades que a la analista por supuesto no le
faltaban. Sería motivo de otro trabajo desarrollar la interesante relación
entre un delirio somático – el mal aliento por el que se sentía rechazada- y el
desaliento que tanto pesaba en la transferencia y la contratransferencia
(Meltzer, 1954).
Incluiremos algunos ejemplos del impacto y la demanda que la
relación con esta paciente tenían en la contratransferencia. En una sesión la
paciente comenta que está preocupada porque tiene un nódulo en la mama y la
tienen que intervenir quirúrgicamente. Rápidamente la preocupación se troca
en una fuerte crítica al cirujano al que
acusa de ser muy parco en sus explicaciones. En pocos instantes más, la
paciente, desbordada por la angustia y el llanto, dice que lo peor de su
problema es que, al relatarlo, se le presentifica que el nódulo lo tiene ella y
no su analista, sin medir para nada el efecto de sus palabras en el
interlocutor.
Cuando la analista le sugirió que ella podía estar preocupada
por el impacto que sus dichos podrían tener sobre ella, respondió que eso no la
preocupaba en absoluto, como tampoco pudo conectarlo con el nódulo en su propia
mama. Este ejemplo se inscribe en una versión más general, ya conocida, de la
dificultad para hablar de sus problemas en la sesión: siempre decía que hablar
de sus problemas ponía en primer plano que las dificultades las tenía ella, y
por tanto no era ése el problema de su terapeuta. En una oportunidad, la
paciente comentó que la madre de un amigo suyo tenía un cáncer de mama, pero
que esto no le parecía un problema porque su amigo no había hecho nada activo
para que eso sucediera, por tanto no era tan grave como lo que le ocurría a
ella. No fue difícil en ese momento mostrarle a la paciente que su perspectiva
la alejaba de una preocupación por el dolor de su amigo o de la madre,
transformando la situación de ellos en un problema menor. Sin embargo, en
cuanto al material del nódulo, fue más difícil para la analista resolverlo, ya
que lo único que quizás hubiera podido hacer era mostrar la situación paradojal
en la que la paciente la ubicaba al cerrar la posibilidad de ayuda. Era por
cierto imposible ayudarla a satisfacer su deseo de que el nódulo lo tuviera la
analista. Se ve aquí nítidamente el impacto de este material en la
contratransferencia.
En
otras ocasiones, la analista advertía que tenía en cuenta a la paciente en
cuestiones de índole personal y cotidiano, como la vestimenta que usaba o el
encendido del equipo de aire acondicionado, ya que eran inevitables los efectos
dolorosos que cualquier expresión de mayor confort o arreglo personal
provocaban en la paciente, que inmediatamente comparaba en su detrimento las
posibilidades de la analista con las propias. En estos casos, al parecer triviales,
el analista se ve confrontado con problemas muy graves, que giran alrededor de
un deseo (empático) de evitar un dolor innecesario o de incurrir en la técnica
activa de aplacar al paciente.
Otra
fuente de dolor en el tratamiento de esta paciente estaba relacionada con la
dificultad para tolerar un vínculo de dependencia. Si bien esta lucha entre los aspectos infantiles
narcisistas y dependientes del self existe en todo análisis, como lo expone
claramente Rosenfeld (1971), en esta paciente cobraba por momentos más
virulencia y la hacía caer en lo que denominaba ‘ataques de escepticismo’. Toda
dependencia tenía para ella el significado de un sometimiento. En una sesión
comentó que había ido de visita a la casa de una amiga con sus hijos y que el
mayor había llorado por todo, a pesar de que los otros chicos eran amorosos con
él. Le dolía verlo así; pensaba que, a pesar de que él daba otros argumentos,
lo que le daba rabia era no poder hacer lo mismo que los chicos más grandes y
entonces aducía que eran malos. Al mismo tiempo, no estaba segura si tenía que
preocuparse por su hijo o no. El nombre de la hija de su amiga que cuidaba del
suyo era el mismo que el de la analista. Cuando se aprovechó esta homonimia
para hacerle conciente de la relación de su self infantil con la analista (la
niña mayor que trataba de ayudarla), la paciente lo decodificó como que la
interpretación intentaba ubicarla en el lugar de una nena pequeña y
dependiente.
En esa
época, cuando la lucha contra la dependencia estaba en un momento crítico de la
relación transferencial, la analizada vuelve a referirse a sus ‘ataques de
escepticismo’. En una sesión en particular las interpretaciones habían girado
alrededor del dolor que le producía reconocer que se estaba efectuando un
cambio en ella. En el próximo encuentro la paciente dice que se había quedado
pensando en una hermana de ella que se analiza y en la que se habían operado
cambios favorables. Reflexiona que “cuando uno mejora le parece que está peor,
como queriendo volver a lo viejo”. Comenta que a ella esto le parece obvio
cuando piensa en su hermana, pero que “el que lo ve de afuera es como que lo ve
claro, y el que está adentro está en la lucha, y yo estoy ahí. Por eso a veces
me gustaría poder verme de afuera, como tener más objetividad y no estar yo
inmersa en la lucha”. En la misma sesión
se queja de que, a pesar de que siente que ha cambiado, igualmente tiene la
sensación desalentadora de ser una eterna paciente, a la vez que descree del análisis.
Esto la lleva a un escepticismo de una dimensión tal, que le parece estar
frente a una “catástrofe social que no tiene arreglo”. Desde el punto de vista
en que en este momento estamos observando el material, el dilema de la paciente
consiste en que si depende de sí misma, se ve inevitablemente sumida en una
lucha interna y anhela una mayor objetividad; para salir del solipsismo en que
se encuentra sumida, necesita aceptar la presencia de la analista, lo que
implica un vínculo de dependencia no tolerado. (Volveremos sobre este punto).
Una
queja frecuente de la analizada era que la analista podía cometer errores en
sus interpretaciones sin que nadie más que la paciente se enterara; en cambio,
en su trabajo, los errores que ella podía cometer eran evidentes para mucha
gente. Esto era vivido como una situación de suma injusticia. En un momento de
la evolución del proceso analítico parecía ser una condición necesaria para la
continuación del análisis que la analista reconociera sus errores, más que el
hecho mismo de que los cometiera. Si la analista reconociera sus errores, o los
que la paciente consideraba tales, ella estaría dispuesta a dejarlos de lado y
hasta perdonarlos. Más aún, y para su sorpresa, en una de esas sesiones, la
paciente cayó en la cuenta de que ella, en realidad, era mucho más exigente
consigo misma que con su analista, con quien era más indulgente. En este
material se puede ver el aspecto proyectivo del vínculo de desprecio y triunfo atribuidos
al analista en relación a los aspectos infantiles de la analizada. Perseguida por
las consecuencias de sus defensas maníacas se configura un tipo de reversión de
la perspectiva (Bion, 1963): se queja manifiestamente de la descalificación de
la analista y de sus propios sentimientos de inferioridad, pero de un modo
latente monitorea los errores de la analista hacia los que se siente
‘indulgente’.
6. Las virtudes de
Salieri
Incluiremos en este punto un material clínico del
cuarto año de análisis, en el momento en que esta configuración a la que nos
referimos como ‘el dilema de Salieri’ comenzó a hacerse más evidente y más
accesible.
Acaban de transcurrir las fiestas de Año Nuevo y
en la primera semana de enero la atmósfera es de hostilidad y desaliento. Hay
un momento en que la analista llega a registrar punzadas de dolor en el pecho,
mientras la paciente habla de lo horrible que fue el clima en el que se
desarrolló su infancia por la mala onda de sus padres, a los que se siente
ligada por obligaciones pero no por cariño. Por esto habla poco de su infancia.
La analista interpreta que parece estar hablando de todo eso de su infancia a
través de lo horrible que le resulta a veces el clima de las sesiones (de las
que en efecto la paciente suele quejarse). La paciente agrega que hasta le
resultan horribles las sesiones en las que la analista le interpreta algo que
le parece bueno porque, en última instancia, demuestra algo que ella hace mal.
Cae ahora en la cuenta que ella debe ser insoportable para la analista y se
hace evidente que ella tampoco la soporta.
Llega unos minutos tarde a la sesión siguiente, y
paga los honorarios amablemente. Apenas
se acuesta en el diván comienza diciendo que el día anterior se había ido
pésima de la sesión. Se había quedado mirando unas vidrieras y vio salir a la analista del consultorio y tomar un
taxi, lo que la dejó paralizada. Estuvo dudando de comprar los regalos de Reyes
a los chicos porque no quería gastar dinero. Finalmente decidió hacerlo, porque
los chicos estaban ilusionados, aunque el hijo mayor “sabe y a la vez no sabe”
la verdad acerca de los Reyes Magos. Él había visto los regalos que ella había
escondido, pero lo mismo ponía agua para los camellos y quería sacar los
zapatos al balcón. Habla del entusiasmo de los chicos frente a los regalos pero
de inmediato los descalifica y dice que no eran más que ‘pavadas’. La pone mal
recibir dinero de sus suegros y siente como un fracaso del análisis no haber
podido resolver mejor su problema con el trabajo. Con un cambio de tono relata
que el día anterior se había sentido bien; como su hija estaba enferma, se
había quedado en la casa leyendo una novela escrita por una amiga que le había
gustado mucho y, cuando la terminó,
la llamó para felicitarla. Dice
que es algo inusual en ella, porque disfrutó quedándose en la casa; en otro
momento se hubiera sentido muy encerrada. Luego de estas consideraciones
positivas, comienza a dudar, y dice que, en realidad, no sabe si está mejor o
peor, porque no sabe si está mejor consigo misma o si se está aislando. La
analista interpreta que parece difícil saberlo porque en el momento en que se
sintió bien se cuestionó si estaba peor, como si sentirse bien la hiciera
sentirse peor. La paciente responde que el análisis la ayuda, pero que lo
fundamental para ella no lo ha logrado resolver. Vuelve a referirse a cómo
salió de la sesión anterior y dice que pensó que tenía que moverse, que hacer
algo, pero no por auténticas ganas sino por desesperación. Cuando la analista
tomó el taxi la vio despreocupada y agrega: “ ¡Yo sabía que me lo inventaba, pero tuve la sensación de que lo que usted dijo
en la sesión eran frases y yo me quedé con el desaliento y la angustia! Usted
lo dijo y después se fue lo más tranquila y yo me quedé tan mal. Yo sé que es
un invento, porque yo ¿qué puedo saber? Usted se podría haber ido a cuidar a un
enfermo, qué se yo!” Por primera vez fue posible mostrarle con claridad que el
desaliento que ella siente surge de inventar a la analista como despreocupada.
Se pudo agregar, para sorpresa de la paciente, que así como la analista
despreocupada podía ser un invento-fantasía de ella, el modo en que se veía a
sí misma también podía ser el producto de un invento-fantasía de signo
contrario. En otras palabras, sufre por la imagen que tiene del analista,
aunque sabe que es un ‘invento’ de ella; pero no puede reconocer que la
ausencia total de riquezas en la que ella está sumida es parte de ese mismo
invento-fantasía. Esta interpretación se dirige a desarmar la estrategia
defensiva de la analizada y, de hecho, así sucedió, como lo reconoció ella
indirectamente en el arduo trabajo analítico que continuó.
Esta adecuada interpretación no reconoce que, sin embargo, en la realidad
psíquica de la paciente, el analista efectivamente ‘lo tiene todo’, y que algo
de esta realidad psíquica guarda un cierto correlato con la realidad externa.
Una premisa fundamental del trabajo analítico y de la comprensión del mundo
emocional del paciente es aceptar la existencia de la realidad psíquica en
relación con la realidad externa, como ya lo planteara Freud (19.....,
etcétera) al reconocer los jirones de realidad en el delirio. Una vez establecida y comprendida esta situación, el
próximo paso fue interpretar que, para la paciente, era más fácil hacer ostentación de su envidia que
aceptar que ella tiene el don de percibir un buen trabajo del analista, lo que
ella piensa como las virtudes del analista. Le duele aceptar que ella tiene la capacidad no sólo de
reconocer sino también de apreciar esas virtudes.
Al
mismo tiempo, es notorio que al analista (y a todo analista diremos) le cuesta reconocer este tipo de juicios del
paciente.
¿Por
qué le cuesta al analista aceptar esta realidad del mundo interno del paciente? ¿Por qué para él/ella es más
tolerable enfrentarse con la desvalorización que con el aprecio? Esto equivale
a preguntarse por qué, para los analistas experimentados, es más “fácil”
interpretar la transferencia negativa que la positiva, a diferencia de los
principiantes que no ven la transferencia negativa. Pensamos que éste es un
problema general y lo atribuimos a que el analista teme el riesgo que implica
‘encarnar’ el objeto primario proyectado que, en última instancia, es tanto la
fuente de donde emana la idealización y
la valorización como su destinatario.
‘Encarnar’
el objeto primario proyectado conlleva para el analista el temor a la
megalomanía (o delirio de grandeza) por identificación con el objeto proyectado
(Money-Kyrle, 1965). El paciente suele no tener dudas de que esta
identificación ha tenido lugar, y en este estado mental siente las
interpretaciones como una expresión arrogante del desprecio del analista hacia
él. No reconocer, sin embargo, los aspectos objetivos que acompañan a esta
proyección es, al fin de cuentas, el resultado de una negación igualmente
maníaca, ya que ninguna de las dos posibles interpretaciones acerca de la
valoración o el desprecio de las cualidades del self y del objeto respetan la
realidad psíquica.
Esta
dificultad de reconocer la transferencia positiva como una ‘emanación’ del
mundo interno del paciente en concordancia, como diría Racker (1960), con los
objetos del mundo interno del analista, está en la base de la dificultad de
comprensión por parte del analista. Si el analista tiene en su mente una
concepción del trabajo analítico como producto de los aspectos creativos de
paciente y analista, se descentra del temido riesgo de la megalomanía. Desde
este punto de vista, la envidia que el paciente tiene de los ‘dones o riquezas
del analista’, es un ataque dirigido contra la pareja creativa.
Luego
que le fue interpretado que ella siente ( y niega) que tiene el don de valorar
el (buen) trabajo del analista y por tanto de discriminar cuando éste no lo es,
sobreviene un cambio significativo. En una sesión la paciente comenta que se ha
sorprendido al descubrir que su hijo de ocho años tiene en su vocabulario la
palabra ‘aprecio’. Esto pudo ser válidamente interpretado como que ella misma
ha incorporado ese concepto en su bagaje mental. A seguidas cuenta una
conversación con su hija de cuatro en la que la nena reconoce las enseñanzas de
la mamá. En la sesión siguiente relata que, al venir hacia el consultorio,
escuchó un programa de radio en el que el conductor decía que, sin la
contribución de los oyentes, la radio no tenía sentido. Se encontró pensando
que eso se podía aplicar a todos los órdenes de la vida. A continuación habla
de la coquetería de su hija y dice que no entiende de dónde la saca, ya que
ella como mujer no es coqueta. Sin embargo aclara que no coarta a su hija en
este aspecto. El analista le interpreta la contribución de la coquetería de la
hija a la relación entre ambas y que, a su vez, esa contribución puede darse
porque como mamá aprecia y valora este
rasgo de la niña.
Pensamos
que considerar el contrapunto entre envidia y aprecio (palabra que la analizada
usa espontáneamente) implica una relación más igualitaria sujeto-objeto. Tanto
la gratitud como la admiración ponen demasiado el acento en el objeto
[idealizado]. El aprecio, en cambio, reconoce la capacidad del sujeto para
captar los dones del objeto, sin necesaria idealización. La gratitud es
inherente a la relación con el objeto total, como logro de la posición
depresiva, pero puede ser el reverso de la generosidad patológica, con un
componente narcisista que, en última instancia, queda ligado a la defensa
maníaca. Melanie Klein (1957) alerta que la demanda de gratitud puede pensarse
como una defensa frente a la fantasía persecutoria de robo y vacío, que surge
de un rapto de generosidad en las personas que no tienen establecido en su
mundo interno los sentimientos de riqueza y fuerza que llevan naturalmente a
querer ‘compartir’ lo que se tiene.[2]
En
cuanto más igualitaria, la alternativa envidia-aprecio implica reconocer no
sólo las buenas cualidades del objeto sino también la propia contribución a que
estos dones se desarrollen, como la madre que no coarta la coquetería de su
hija. Un buen modelo de este tipo de relación lo encontramos obviamente en el
coito y también en el amamantamiento, cuando un bebé que aprecia la buena leche
de la madre chupa bien y contribuye a la lactogénesis. Esta concepción se
complementa con la idea de Meltzer (1973) de que la producción de leche
proviene de la función del padre que llena los pechos de la madre vaciados por
los bebés internos. También nos parece que la contribución del bebé en el coito
de los padres es algo más que ‘darse
vuelta y dormir’ ya que supone no interferir con el placer y la actividad
reparatoria de la pareja. Esta concepción nuestra otorga, nos parece, un papel
más activo al bebé frente a los padres y al paciente en el análisis,
reconociendo su contribución activa en el trabajo analítico.
Nosotros
reconocemos sin retaceos las contribuciones de Kohut (1971) a la transferencia
idealizadora y su respeto por la realidad psíquica; pero diferimos con su forma
de resolverla remitiéndola de inmediato a una falla de los padres no empáticos,
que deja intacta la disociación entre los padres (self-objects) y el
analista, que queda inevitablemente idealizado.
El
contrapunto entre envidia y aprecio nos conduce a considerar una vez más la
intrincada relación entre envidia y posición depresiva.
Es bien sabido que la envidia interfiere la
entrada en la posición depresiva (o la malogra); y se sabe, también, que la
envidia debe modificarse para que se alcance la posición depresiva. Más allá de
estos conceptos, que por cierto compartimos, en este trabajo nosotros pensamos
que, cuando se asume la posición depresiva, la envidia se maneja de otra
manera, y en esto interviene el reconocimiento de la propia capacidad del
sujeto de apreciar y tolerar las virtudes del objeto, algo de lo que nunca fue
capaz Salieri. Va de suyo que, cuando el sujeto reconoce su propia capacidad,
se le hacen más tolerables las virtudes del objeto y hasta puede disfrutarlas.
En el capítulo II de Envidia y gratitud y
en otros de la misma obra, Melanie Klein señala reiteradamente que nada
interfiere más con el goce que la envidia. Esta idea nos parece
fundamental.
En la posición depresiva se establece la relación
con un objeto total que se puede perder. No basta con tener un objeto de amor,
también hay que reconocer la relación con él, reconocimiento que implica una
conflictiva aceptación de la dependencia, que proviene entre otras cosas de la
propia contribución a la relación de objeto. Proponemos que la propia
contribución a la relación con un objeto parte del re/conocimiento –lo más
ecuánime posible, lo cual no implica que
sea desapasionado- de las virtudes y defectos del objeto y del self, sin estar
sólo atento a los aspectos negativos o idealizados. Sostener este conocimiento
de un modo integrado en la mente, sin escisiones y proyecciones automáticas de
los aspectos indeseados, ya sean buenos o malos, es de por sí un vínculo
estable y amoroso. El vínculo interno con un objeto total supone la
identificación con un objeto que es capaz de amar, pero también de sentirse
amado por el otro. La interpretación sostenida y precisa de los ataques envidiosos a esta relación de objeto
hace conciente el precio que se paga por la envidia. El empobrecimiento del
self es múltiple: pierde un vínculo con
un objeto bueno y pierde también aquellos aspectos valiosos de sí mismo que,
por identificación proyectiva, fueron ubicados en el objeto; y, por último,
proponemos en este trabajo que se pierde también la posibilidad de valorar las
propias capacidades que permiten reconocer y disfrutar los aspectos valiosos
del objeto.
Como ya hemos planteado anteriormente e insistimos
ahora, la envidia interfiere en los vínculos humanos de dependencia, usando
todas las argucias para malentender su significado y darle una versión
negativa. Esto queda ilustrado en el material que viene a continuación. La
paciente reconoce en una sesión que ha mejorado y siente que eso se debe al
trabajo analítico. Agrega también que ella puede percibir su mejoría cuando se
ubica en un punto de vista objetivo y que, probablemente, el analista pueda
también registrarla objetivamente; pero agrega que “ el que lo ve desde adentro
está en una lucha dolorosa que hace perder el tiempo”. El analista interpreta que esa objetividad es
dolorosa porque implica reconocer la presencia del analista como alguien que no está adentro. La paciente responde
que se encuentra frente a un viejo conflicto, “uno depende de uno, ¿por qué te
toca ser así y no de otra manera?”. En realidad el conflicto sigue siendo
idéntico: depender de uno mismo o de otro. Si depende sólo de sí misma se
encuentra envuelta en la lucha interna que acaba de describir y la hace sentir
sola. Puede salir de esa lucha interior aceptando la presencia objetiva del
analista, lo que implica un vínculo de dependencia que no es atacado. Pensamos
que, para ello, es indispensable sostener adentro
la virtud de ser capaz de valorar al objeto.
Retomaremos la reiterada pregunta de la paciente -
¿porqué te toca ser así y no de otra manera? – porque nos remite al sentimiento
de injusticia que tanto la hace sufrir pero que es al mismo tiempo un modo de
eludir el dolor depresivo por su propia responsabilidad en el significado que
otorga a su vida emocional. Si retomamos esta pregunta es porque pensamos que
indirectamente este cuestionamiento infiltra y en cierto sentido distorsiona la
recurrente discusión entre las llamadas causas endógenas y exógenas (respuesta
a la frustración) de la envidia. La
injusticia que esta paciente plantea en lo que podríamos llamar ‘el reparto de
los dones, lo que a cada uno le toca’, se relaciona con el significado que ella
otorga a este ‘reparto’: en qué medida se siente perjudicada por el reparto
desigual objetivo y/o en qué medida desea y decide que así sea como un efecto
de la envidia.
Queremos subrayar que el reconocimiento y la
aceptación de los propios valores es también un rendimiento de la posición
depresiva. Como analista uno puede ( y debe) siempre sentir que podría haber
interpretado mejor, ser mejor analista. Esto está ligado, sin duda, a la
posición depresiva; pero, una vez reconocido internamente, el otro paso es
reconocer cuándo uno trabaja bien, sin por eso caer en un pecado de soberbia;
si no lo reconocemos, perdemos el contacto con la realidad, que es también un
recurso maníaco.
Comentario final
Este
trabajo intenta ser una contribución para dar una respuesta al clásico problema
de cómo se intepreta y cómo se resuelve la envidia. Nos inscribimos en una
línea de psicoanalistas que han aportado ideas sobre este tema, comenzando
con K.Abraham que ya en 1919 propone que
la envidia se encuentra en la base de una resistencia crónica al análisis. No
pretendemos realizar una exhaustiva revisión bibliográfica y sólo mencionaremos
brevemente las contribuciones de los autores con los que hemos encontrado mayor
afinidad.
El
descubrimiento de la envidia temprana por Melanie Klein (1957) y la descripción
del modo en que ésta opera dio un gran ímpetu al trabajo analítico. Desde sus primeros escritos Bion comienza a
elaborar el tema de la envidia, sus orígenes y efectos en pacientes
psicóticos. En 1959 propone que la envidia está dirigida al
objeto en su función de vincular, función que él atribuye no sólo al pecho,
sino también al pene y al lenguaje verbal. En este sentido, la función vincular
es considerada por Bion como una pareja y por lo tanto para él, la envidia
primaria estaría dirigida a los aspectos creativos de la misma.
Betty Joseph
también tomó las ideas propuestas por Melanie Klein en Envidia y Gratitud y
comenzó a desarrollarlas a partir del año 1959. Desde sus primeros trabajos
describe las defensas que utilizan algunos pacientes para evitar la valoración
del objeto, eludiendo así la voracidad y envidia que se desplegarían en ese
vínculo. En relación a los aportes sobre la teoría de la técnica, la autora ha
ido dejando de lado la interpretación directa de la envidia para centrarse en
la inmediatez del efecto que la misma tiene en la relación transferencial.
A lo
largo de toda su obra Hanna Segal propone valiosas ideas acerca de la relación
entre posición depresiva, formación de símbolos y creatividad. Ella considera
que el análisis de la envidia introduce una posibilidad de esperanza en el
sujeto, ya que el aprecio latente hacia el objeto bueno puede ser movilizado y
así jugar un papel en la lucha entre el
amor, la gratitud y la envidia.
Más
recientemente, Edna O’Saughnessy y Ronald Britton han profundizado las ideas de Klein acerca del
Superyó envidioso y el Súper-superyó de Bion. Ambos autores han trabajado
acerca del rol de la envidia en el cercenamiento de la creatividad. Han
señalado además, el hecho de que las múltiples defensas contra la envidia, al
reforzarse mutuamente, dan lugar a
organizaciones patológicas, como las descriptas por John Steiner (1985).
Elizabeth
Bott-Spillius (1993)
describe aspectos concientes de la envidia (impenitente o egosintónica) y otros
inconcientes (egodistónica), que están involucradas en las relaciones de dar y
recibir.
Pensamos
que en los autores contemporáneos existe una preocupación por lograr
descripciones más adecuadas de la envidia y las defensas a las que da lugar,
tanto como al papel que ésta juega en el deterioro de las relaciones de objeto
y de las posibilidades creativas del sujeto. Es evidente también la
preocupación por el manejo técnico de la interpretación de la envidia. Etchegoyen,
López y Rabih (1987), postulan que los problemas derivados de esta cuestión
técnica conducen al replanteo de problemas teóricos de gran importancia, como
la relación entre envidia, narcisismo y relación de objeto.
La
perspectiva que proponemos en este trabajo, debe entenderse como un intento de
comprender mejor las complejidades de la envidia y hacer más operante la forma
de interpretarla. Sólo cuando la envidia ha sido analizada en todos sus
aspectos, puede el paciente captar la belleza del método analítico y hasta
“apreciar” la capacidad del analista, reconociendo en sí mismo la virtud de
poder hacerlo.
Bibliografía
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Resumen
En este trabajo vamos a retomar los conceptos kleinianos de 1957, en un
intento de exponer ciertas particularidades de la envidia que hasta ahora no
fueron tenidos en cuenta. Melanie Klein describió el conflicto entre envidia y
gratitud como dos cualidades inherentes al ser humano; planteó una interesante
relación entre envidia y admiración que no llegó a desarrollar teóricamente.
La hipótesis que planteamos es que, en relación con la envidia, existe una
singular intolerancia hacia la propia capacidad para reconocer los aspectos
valiosos del objeto. Esta intolerancia lleva a la paradoja de que la misma
sensibilidad que permite apreciar
los dones del objeto –tanto los percibidos como los atribuidos por
identificación proyectiva desde el self -
es a la vez la fuente de un dolor intolerable. La capacidad para
reconocer las buenas cualidades del objeto –relacionada con la elaboración de
la posición depresiva- no puede ser
aceptada como un aspecto valioso del propio self y se transforma en prueba de
la propia minusvalía.
Pensamos que describir esta intolerancia
al aprecio admirativo introduce una modificación en la comprensión de la
idealización entendida sólo como defensa contra la envidia y enriquece la
comprensión del conflicto que se expresa en la transferencia-contratransferencia..
The hypothesis that we put
forward in this paper is the existence of a particular intolerance – related to
envy – of one’s own capacity to recognize the valuable aspects of the object.
This situation leads to the
paradox that the same faculty that allows the patient to appreciate the good
qualities of the object is at the same time the source of unbearable pain. The
capacity to recognize the good aspects of the object – whether they are perceived or attributed by
projective identification – cannot be
accepted as a valuable aspect of the self
and is taken as a proof of the self’s unworthiness.
We think that the
description of this intolerance towards admirative appreciation introduces a
change in the understanding of idealization simply as a defense against envy
and enriches the conflict expressed in the immediacy of the transference-countertransference.
Buenos Aires, 15 de febrero de 2002