PENSAMIENTO Y REALIDAD: SOBRE
Alfonso A. Gracia Gómez**
Abstract: Después de denunciar la falta de
aplicación práctica de la filosofía, que deja al filósofo en una situación
enajenada con respecto a su cultura, se sirve de análisis freudianos que
sugieren que esta enajenación es propia de cualquier hombre. En base a ello, se
propone una forma alternativa de “pensamiento” capaz de confrontarse con la
“realidad”, con el fin de vertebrar una salida a la aporía filosófica por
excelencia: “y esto, ¿para qué sirve?”.
No lo olvides: tan sólo el castigo te enseñará a amar la verdad.
Ingmar Bergman, Fanny y Alexander.
Introducción
En este trabajo nos
hacemos eco de un desencuentro común entre los estudiantes de filosofía: ¿debe
la filosofía tener un sentido práctico, actual, o por el contrario debe
limitarse al repaso de las tradiciones, al recuento erudito de todo lo que se
ha dicho en el mundo y la historia acerca del pensamiento, la racionalidad y
demás problemas de los que solemos denominar “filosóficos”? El problema es que
esta pregunta siempre conlleva –o debería conllevar– una referencia clara al mundo para el cual buscamos el sentido
práctico de nuestra disciplina, y de esta manera arribamos a una segunda
cuestión, que quizás nos ponga “demasiado” fácil el solucionar la primera, a
saber: ¿Es posible algo así como una filosofía actual, o sin embargo el mundo de hoy día es, por el contrario, demasiado complejo, demasiado racional, demasiado
global, en suma: demasiado mundo para
el filósofo?
El fondo de nuestra
preocupación subyace, pues, a dos tipos de disconformidades que, no obstante a lo
apropiadas que resultan a la hora de plasmar la experiencia específica del
estudiante, han aparecido con frecuencia a lo largo de la misma historia de la
filosofía: la una, el que la filosofía no ha tenido aplicación práctica hasta ahora (incluso, si la ha tenido, ha devenido a la postre
perniciosa: v. g.
La propuesta que
exponemos a continuación pretende conducirnos a otra forma de entender el
pensamiento: se tratará de partir no tanto de la preocupación por la verdad
cuanto la insistencia en el deseo, de tal modo que el objetivo del mismo sea
específicamente su realización. Se tratará entonces, como veremos, de hacer equilibrar
el freudiano principio del placer con el de realidad, según una singular lógica
que nos conducirá a enfrentarnos cara a cara, a su vez, con nuestro temor a la
muerte. De este modo, en lo sucesivo, trataremos no tanto de que el sujeto
encuentre algo así como su “propia voz” –lo que sin duda conduce a la pregunta
por la verdad acerca de la misma–, sino de que más bien se construya una, una
que le permita llevar al punto más alto posible de coherencia lo que “le
gustaría” con lo que en la práctica “se puede” llegar a hacer, que para
nosotros habría de constituirse como la pregunta fundamental de la filosofía.
1. Psicoanálisis y pensamiento utópico
Las utopías son la forma
como la filosofía se ha enfrentado con el desacuerdo ante la sociedad, ya desde
Esta crítica a las
utopías que el psicoanálisis presenta inicia su exposición acentuando, antes
que nada, la ambivalencia propia de los sujetos, y que es precisamente la que
el mismo proyecta sobre las instituciones sociales. De este modo, y siguiendo
esta perspectiva, la sociedad ya no se entiende como aquel todo inabarcable,
ante el cual el individuo filósofo se aparecía como esencialmente distanciado. Sin
embargo, esta urgencia del acto, que nos propondría el psicoanálisis, no
debería implicar el abandono de la utopía, sino sólo la tendencia fantasiosa
que, eso sí, a menudo comporta. Por lo tanto «tampoco ahora, en los momentos de
repliegue y desengaño, podríamos apaciguarnos con la simple resignación que
pretende liquidar nuestras esperanzas con la llamada a un pensar realista y a
no esperar ya»[3]. Y es debido a ello que
entendemos que el psicoanálisis comporta un giro práctico de la teoría, que surge
de la premisa de que sólo es posible la acción a partir de un concepto
coherente de realidad. En consecuencia, el objetivo que aquí se plantea no es
el de robarnos las esperanzas que teníamos en una sociedad mejor, sino el de convertir
nuestro pensamiento en un acto verdaderamente responsable. «Es precisamente ahí donde la perspectiva
psicoanalítica puede injertarse con fruto, pues supone siempre, en primera
instancia, la acentuación de la fragilidad, imposibilidades y angosturas de
nuestro mundo y nuestro deseo. Pero en la medida en que la intención
esperanzada y utópica sea tal y no una simple huida frente al presente, una
aureola que colocamos frente a una realidad que se nos ha vuelto gris, esa
misma fragilidad ha de verse recogida en ella. De modo que si, pese a ese
rostro negativo que el psicoanálisis presenta, no todo queda ahí, quizá el paso
por el iconoclasmo extremo pertenezca a la marcha misma de la esperanza y de un
pensar que, por más desmitificador que fuese, tampoco se conforma con la
acomodación a lo dado»[4].
Freud expresa este
carácter, diríamos, emancipador de su teoría a partir de la convicción de que
las construcciones sociales se estructuran de forma paralela a como lo hacen
los mismos mecanismos pulsionales que operan dentro del psiquismo de los sujetos.
Es por eso que, ante la disconformidad de éstos, «las instituciones culturales
habrán de ser reconducidas a los deseos, que operan latentemente tras sus
manifestaciones, consideradas desde ese punto de vista, como máscaras de los
mismos. Si “el sueño es la manifestación (disfrazada) de un deseo (reprimido)”,
también las instituciones culturales habrán de ser consideradas, desde el punto
de vista psicoanalítico, como manifestaciones disfrazadas de deseos que han
sido sometidos a los procesos de dramatización, condensación, desplazamiento y
los otros mecanismos de la elaboración onírica, cuyo curso es preciso remontar.
[De lo contrario], los individuos corren el riesgo de no moverse sino entre las
ilusiones que ellos mismos han forjado, olvidando los resortes que les mueven»[5]. Por
eso Freud encuentra paradigmáticos paralelismos entre su taxonomía de las
neurosis y los fenómenos culturales más destacados. Por ejemplo, en Tótem y tabú nos explica que «podríamos
casi decir que una histeria es una caricatura de una obra de arte, que una
neurosis obsesiva es una caricatura de una religión y que un delirio paranoico
es una caricatura de un sistema filosófico deformado». Para él, «las neurosis
presentan, por una parte, sorprendentes y profundas analogías con las grandes
producciones sociales del arte, la religión y la filosofía, y, por otra, se nos
muestran como deformaciones de dichas producciones»[6]. Hay
una diferencia radical entre las neurosis y las formaciones sociales, pero ésta
afecta no a la lógica de la producción (que es precisamente la que vierte el
símil), sino al contenido. Vemos cómo Freud introduce este matiz al mencionar
el caso concreto del delirio paranoico “deformado” propio del sistema
filosófico: la lógica es la misma, el sistema cerrado que tiene por
protagonista al sujeto, a la razón, que con la teoría da cuenta completa de toda
la realidad y en la que, por lo mismo, el observador externo –exteriorizado, y
así devenido objeto para la propia teoría– no puede aportar nada novedoso[7]. «Tales
deformaciones se explican en último análisis por el hecho de que las neurosis
son formaciones asociales que intentan realizar con medios particulares lo que
la sociedad realiza por medio del esfuerzo colectivo»[8]. El
sujeto neurótico encuentra su insatisfacción precisamente en la distancia con
la sociedad, frente a la cual se siente del todo impotente.
Esta forma de entender ambos
polos de la frustración (la realidad frustrante y el sujeto frustrado),
fundamentales para la aplicación de la teoría, nos parece muy interesante por
cuanto que, en ella, se vuelve la mirada hacia lo que en el sujeto hay de
particular en tanto que agente. Así,
la realidad es entendida como el resultado de una suerte de economía entre lo
que depende y lo que no depende del sujeto. De este modo su pensamiento,
utópico o no, corresponde a ese lapso espacio-temporal en el que aquél no sólo decide
lo que quiere, sino que se plantea también la pregunta por el origen de sus
frustraciones, así como el modo como piensa tratar de resolverlas. Esta forma
de proceder se adecua muy bien a lo que explica Rosalind Minsky en su Psicoanálisis y cultura: «Los individuos
–dice– deciden muchas veces someterse a terapia cuando sienten que algo dentro,
más que fuera de sí mismos, está inhibiendo su capacidad de vivir una
existencia plena y creativa. Con frecuencia sienten que aunque están viviendo
no están plenamente vivos, que algo está saboteando sus vidas en mayor o menor
medida. Muchas veces, la terapia psicoanalítica permite al paciente expresar o
simbolizar sentimientos o deseos inconscientes que anteriormente se
manifestaban en fantasías o síntomas físicos en vez de en palabras»[9]. A
partir de este texto, se nos ofrecen dos definiciones muy precisas de los dos
aspectos puestos en juego, pero que a la vez resultan muy heterodoxas para la
filosofía; a saber: la realidad es definida ahora más o menos como el resultado
del equilibrio imperioso de las pulsiones del individuo con las limitaciones
impuestas por el mundo exterior, y por pensamiento podemos entonces entender
algo parecido al acto hermenéutico que implica la propia terapia, a saber: la
importancia de decidir, en función de las posibilidades, no a cerca de lo que la
realidad “es”, sino acerca de lo que el propio individuo que así piensa quiere
conseguir con ello –en una suerte de cálculo que, sin embargo, no esperamos que
tenga fin, ya que no esperamos nunca la llegada de la plena integración del
sujeto en su entorno, de la fusión del deseo con la realidad. De este modo el
pensamiento es entendido como una suerte de “síntoma”, en nuestro caso, del
malestar cultural. Y lo que nos importa es que, al abocarnos hacia éste,
consigamos con ello no recaer en el encanto de la fantasía, de la neurosis, de
la inoperancia –de la utopía. Es decir, esperamos ser sujetos libres, dentro de
los límites “reales”, precisamente aprendiendo a jugar con ellos, pero sin
cesar en el empeño de que nuestros deseos encuentren en la realidad la
posibilidad (“realista”, esto es, de nuevo, limitada) de su satisfacción.
De otro modo la realidad,
parece, se veía como algo ajeno e impracticable, y por ello mismo, doloroso: el
hombre se encuentra escindido, lo cual es vivido con violencia y, en
consecuencia, puede (suele) producir violencia hacia el exterior. Así, en el
mismo texto, Misnky explica que este proceso de pensamiento «puede significar
que el paciente deja de aceptar, o incluso de buscar inconscientemente,
relaciones destructivas por ignorancia física de cómo podrían ser otros tipos
de relaciones más creativas»[10].
Pero, ¿qué significa, de qué modo podemos entender que se haya manifestado, en
filosofía, este “buscar relaciones destructivas por ignorancia”? En nuestra
opinión, cabe entender esta destructividad como la otra cara del pensamiento
utópico, que se deshace de la, diríamos, “realidad real”, si no en la práctica[11], al
menos sí en tanto que objeto de estudio. Es por ello que podemos concluir (o al
menos es ésta nuestra posición) que esas formas de destructividad no son otra
cosa sino la manera en que, según hemos denunciado, vivimos habitualmente la
filosofía: como ajena a la realidad, en la que creemos imposible toda
pretensión nuestra de que sea llevada a cabo. El estudiante que renuncia a que
la filosofía tenga un valor en su vida se está conduciendo de igual manera: al
recluir la filosofía en lo privado –en lo que no puede tener consecuencias
prácticas, sin responsabilidad, pero siempre dentro de su control y, por ello
mismo, sin posibilidad de caer en frustración–, no hace sino fantasear: esto
es, no vivir. Ésta es la forma gracias a la cual la filosofía no podrá nunca
transformar la realidad, fundamentalmente por causa de su propia renuncia, en
tanto que no acepte el riesgo.
Pero si se trata de
recuperar una existencia-vivencia plenas, a través del “expresar o simbolizar
sentimientos” de que habla Minsky, entonces, como vemos, el “pensamiento” tiene
la función de extraer a la luz aquello (inconsciente) que impide, que “mata”
las pretensiones fácticas del sujeto: no tiene, por tanto, sólo que ver con
éstas, con aquello que intenta producir (es decir, con la teoría que se
constituye en su discurso), sino que además debe decir mucho sobre la realidad
misma, sobre los resultados que en ella han venido causando aquellas
pretensiones y estrategias que hasta ahora se estaban llevando a cabo.
2. El malestar en la
cultura
o la crítica de la razón impráctica
La institución “cultura”,
lo mismo que la institución “ciencia”, se mueve en función de lo que Freud
denominó “principio de constancia”, es decir (paradójicamente): de inmovilidad.
En este sentido, la crítica a la cultura se torna en crítica a un determinado
tipo de Verdad, o lo que es lo mismo, de teorizar, que acaba por perder la
vislumbre práctica y así coincide, finalmente, con el pensamiento patológico (el
pensamiento que no produce la acción, sino que esencialmente se opone a ella).
Según la caracterización que Freud hace de este fenómeno, el fondo de la
“actividad” puramente teorética –esto es, el hecho mismo de que la filosofía no
tenga aplicación práctica– es temor a la
muerte, en tanto que la entiende como el desarrollo de un intento de
actividad que, sin embargo, no implica riesgos, precisamente porque sus más
denodados esfuerzos no van dirigidos sino a prevenirlos y a evitarlos,
argumentando y contrargumentando. Aquí es donde el mencionado principio de constancia –que conlleva,
fundamentalmente, la ilusión de escapar a la muerte, la ilusión de que de hecho
existe “algo” cuya característica más preciada es la de ser constante– se erige como la principal
baza de una crítica furibunda a lo que, especialmente desde Kant, entendemos
por conocimiento (esto es, al concepto de conocimiento que maneja la ciencia
moderna). Paul Ricoeur, en su Freud: una
interpretación de la cultura, explica
cómo en esta forma de conducirnos nos sucede que, «al poner la muerte fuera de
las perspectivas de la vida», en tanto los “hombres de ciencia” que querríamos
ser, «seguimos la tendencia natural del deseo; el deseo conlleva la convicción
de su propia inmortalidad. Es un aspecto de la ausencia de contradicción en el
inconsciente. Por eso disfrazamos de mil maneras la muerte, convirtiendo su
necesidad en accidente. Pero en cambio», citando al propio Freud, «“la vida se
empobrece, pierde interés, cuando la apuesta máxima en el juego de la vida, la
vida misma, no podemos arriesgarla”. Paralizados así al excluir la muerte de la
vida, no podemos entender la orgullosa divisa de la liga hanseática: ¡navigare necesse est, vivere non necesse!
Nos conformamos con perecer ficticiamente con nuestros héroes de teatro o de
novela, a fin de sobrevivirlos.»[12]
En Más allá del principio del placer, Freud distingue lo que denomina “pulsión
de vida”, Eros, y “pulsión de muerte”, identificada en principio con el
mencionado principio de constancia y que todavía aquí presentaba como puesta al
servicio de Eros, la pulsión de vida, en tanto que parece que su principal
función es conservarla, defendiéndola del peligro exterior (por ejemplo, y
paradigmáticamente, matándolo). «Por una parte», siguiendo la explicación de
Ricoeur, «la lucidez sin ilusión me invita a aceptar mi muerte, esto es, a
colocarla entre las necesidades de la naturaleza ciega; pero Eros, que quiere
unir todas las cosas, me llama a luchar contra el instinto humano de agresión y
autodestrucción y en consecuencia a jamás amar la muerte; me llama a amar la
vida a pesar de mi muerte»[13]. De
este modo, «la pulsión de muerte resulta ser la más sorprendente ilustración
del principio de constancia, del que siempre el principio del placer se
consideraba como simple doble psicológico»[14]. La
destructividad se nos aparece entonces como la inevitable acompañante de la
productividad: la pulsión de muerte, inmersa en las creaciones culturales (ya
sociales, ya artísticas) mediante una creación que es recreación (y por tanto,
negación y superación del objeto), un encuentro (de la verdad) que es por tanto
reencuentro, haciéndose el esfuerzo por conseguir la ilusión de permanencia, la
ilusión de que el objeto anhelado está ahí aún
y seguirá estando, porque “no puede ser de otra manera”, o lo que es lo mismo,
por necesidad[15].
Posteriormente –en El yo y el ello– el principio de
constancia, íntimamente vinculado a una agresividad que es intrínseca del
sujeto, se convierte en sentimiento de culpa, dejando por fin todo el
protagonismo a la fórmula freudiana de “pulsión de muerte”, que a partir de
entonces se opone radicalmente al Eros y que adquiere en la cultura su máximo
exponente. Es entonces cuando la ambivalencia pulsional del individuo se constituye
en la genealogía del malestar del hombre en la cultura, el cual no puede estar
satisfecho «porque persigue la muerte ajena y la cultura se sirve contra él
mismo de la tortura que él primero infligió al prójimo. La tarea de la cultura»,
nos dice Ricoeur, «tiene algo de contradictorio e imposible: coordinar el
egoísmo del yo (vuelto biológicamente hacia la muerte, según hemos dicho) y el
impulso hacia la fusión con los otros en la comunidad … Y finalmente la lucha,
sin solución previsible, entre la vida y la muerte prolonga sin fin la
insatisfacción. Eros quiere la unión, pero tiene que perturbar la paz de la
inercia; la pulsión de muerte quiere regresar a lo inorgánico, pero tiene que
destruir al viviente. La paradoja prosigue en los estratos superiores de la
vida cultural»[16].
Esta dualidad implicaba
en El porvenir de una ilusión una
lectura optimista, al interpretarla Freud desde su peculiar resquemor hacia la
religión, que por otra parte le conduce a una ciega confianza en que el sentimiento
de culpa que ésta ha vuelto contra el sujeto, como estrategia de control, podrá
sin embargo eliminarse en una sociedad ilustrada, ayudada en lo posible por la
terapia, «si los hombres retiran sus esperanzas del más allá y concentran en
este mundo todas sus energías»[17],
pues sólo entonces se «conseguirá, probablemente, que la vida se haga más
llevadera a todos y que la civilización no abrume ya a ninguno», como explica
el propio Freud[18]. En cambio, en el
posterior El malestar en la cultura cambia
radicalmente su tono, tornándose más pesimista al comprobar que el hombre no
puede convivir felizmente en sociedad debido a su propia agresividad, que le es
intrínseca. Carlos Gómez Sánchez ha explicado –en su Freud, crítico de
Esta manera de proceder
del individuo, de acuerdo a la pulsión de muerte, es la que la cultura hace
suya, pero también la que utiliza la ciencia a la hora de imponer sus
criterios: esto es, a la hora de defenderse de la posible hostilidad por parte,
antes que nada, de los mismos sujetos que la conforman. El sentimiento de culpa
que, en El malestar en la cultura, nos
aparecía como la herramienta principal de control, interiorizada por el propio
individuo, cristaliza aquí en la “obsesión” por que el conocimiento sea “científico”
–lo que, por lo demás, viene siendo la forma tradicional de excluir al propio psicoanálisis,
ya desde los tiempos de Freud. Pero la psicología científica, por su parte, tiene
la obligación de mostrarse a sí misma tan preocupada por la vertiente
“científica” de su disciplina, que olvida incluso lo que atañe al nombre
“psicología”. Así acaba por eludir campos de investigación que “no son
científicos”, sin mostrar preocupación por el hecho de que la psicología
fáctica, real, de los sujetos y las sociedades, la que los mueve y constituye,
pueda coincidir con esas teorías que se tachan de “metafísicas”, por cuanto que
no se restringen al llamado método científico. Con ese movimiento, el interés
de lo que podríamos denominar como “cultura-ciencia” es el de cerrar el proyecto, culminar, avanzar sus consecuencias, controlar las variantes; y así
se acaba por dar totalmente de lado al análisis, a la investigación, al descubrimiento de las psicologías
(mentes) particulares. Ello se manifiesta paradigmáticamente en la forma en que
habitualmente se excluye lo específico, propio precisamente de la psicología, a
favor de lo general, paradigmático de la física, las matemáticas, la lógica. Y
todo ello muy a pesar del empirismo tantas veces reclamado por parte de una psicología
que se haya de autodenominar “científica”.
A partir de este
movimiento, lo que se “piensa” debe haber sido pronosticado de antemano,
previsto, controlado, o de lo contrario carecería de valor científico. Sin
embargo, “pensar” en psicoanálisis significa, según lo hemos visto, buscar
nuevas lógicas: re-pensar los antiguos conceptos, dejar que éstos se
desarrollen y alcancen su madurez, pues su postulado es el de que los,
diríamos, “conceptos psicológicos” tienen una vida propia, no derivada de la
ciencia físico-matemática. De hecho, parece una ingenuidad pretender que la
psicología (esto es, la mente) de un sujeto se desarrolle siguiendo el modelo
de las ciencias naturales, sobre todo porque ¿cuál sería entonces el modelo: el
de la física, el de la biología? Muy al
contrario. Freud, en El yo y el ello,
ya advertía que «la investigación psicoanalítica no podía aparecer, desde el
primer momento, como un sistema filosófico provisto de una completa y acabada
construcción teórica, sino que tenía que abrirse camino paso a paso por medio
de la descomposición analítica de los fenómenos, tanto normales como anormales,
hacia la inteligencia de las complicaciones anímicas»[20].
Ricoeur concluye de estos
argumentos la necesidad de que las formas de conocimiento científico “entren en
análisis”. Según esto, se erigiría como una empresa a cumplir por parte de la
ciencia la aceptación de que la misma es verdaderamente “morible”, esto es, que
de repente podría estar totalmente
equivocada, podría no servir para nada y, del mismo modo, ser abandonada con la
misma inmediatez (en cualquier momento y sin previo aviso). Así es cómo
introducimos a la ciencia en la “dinámica de la vida”, con lo que –quizás
paradójicamente– cabe esperar que acabe finalmente por deshacerse el carácter “moribundo”
del conocimiento científico, manifiesto en esa tendencia absolutamente
neurótica de inmovilidad y de reafirmación del propio método. Es lo que este
autor denomina “incorporarse a la historia del deseo”: el mismo (el deseo) no
puede encontrar siempre su satisfacción, porque el principio de realidad le da
a ver que esa pretensión es contradictoria.[21] De
esta manera, continúa Ricoeur, el temor a la muerte, que es por definición lo inexorable, se sustituye por una
suerte de elección de lo que ya no es “lo más terrorífico”, sino “lo más
hermoso”. Se trata de una estrategia similar a como el arte «consigue una
conciliación muy particular de ambos principios; el artista, como el neurótico,
se aparta de la realidad, porque no puede resignarse a sus exigencias de
renuncia pulsional, y traspone al plano de la fantasía y el juego sus deseos
eróticos y ambiciosos. Pero merced a sus dones especiales, encuentra un camino
para regresar del mundo de la fantasía al de la realidad: crea una nueva
realidad, la obra de arte, en la que llega a ser efectivamente el héroe, el
rey, el creador que deseaba ser, sin necesidad de hacer ese rodeo que consiste
en transformar de modo efectivo el mundo. Los otros hombres se reconocen en esa
nueva realidad, “porque experimentan la misma insatisfacción que él ante la
renuncia impuesta por la realidad, y porque esta insatisfacción resultante de
la sustitución del principio del placer por el principio de realidad es por sí
misma una parte de la realidad”»[22].
El arte, y no el
conocimiento, la forma más que el contenido, la praxis por encima de la verdad,
la creación y no el descubrimiento, devienen de este modo el medio a partir del
cual la insatisfacción individual del neurótico se hace comunicable y sólo así consigue
tener efectos en la realidad. No ha de extrañarnos, pues, el hecho de que «la
severidad de Freud para con la religión sólo [tenga] igual en su simpatía hacia
las artes –dice Ricoeur–. “La ilusión es el camino regresivo, es el retorno de
lo reprimido”. El arte, por el contrario, es la forma no obsesiva, no neurótica
de la satisfacción sustitutiva … Jugamos [sencillamente] con las resistencias y
con las pulsiones, obteniendo así un alivio general de todos los conflictos»[23].
Motivo por el que nuestro autor nos advierte de hasta qué punto «Freud se
encuentra aquí muy cerca de la tradición catártica de Platón y Aristóteles»[24], ya
que en este punto parecería haber encontrado, finalmente, una “solución”: el
genio, pues, esquiva su neurosis, precisamente, gracias a la obra de arte. Su
creación le sirve de “palabra”, de código de interacción con otros hombres, en
el seno de la cultura, desde y por la cultura misma. El genio se convierte así,
a un tiempo, en transmisor de sí mismo y en creador de su cultura, contra la
que se venía revelando. Es decir: lo que en principio parecía un escollo, “el
malestar en la cultura”, se trueca en él en un paso positivo, en el que por fin
triunfa la teoría, diríamos: la racionalidad.
Sin embargo, y esto es lo
dramático, no debemos perder de vista la “ligera narcosis” que las obras de
arte están predispuestas a suministrarnos, de tal manera que, si nos
despistamos, su ejemplo puede que no nos sirva sino a modo de placebo. Pues de
nuevo nos encontramos –como sucediera anteriormente con las utopías– con que esta
estrategia nuestra de eludir la pregunta maniática por la verdad, y disolverla
en una forma de investigar más creativa, pero también más subjetiva, a menudo «sólo
ofrece un refugio fugaz contra los azares de la existencia, careciendo del
suficiente poderío como para hacernos olvidar la miseria real»[25]. La
cual nos hemos propuesto, según lo advertido, transformar; o por lo menos
encontrar los cauces que posibiliten nuestra participación efectiva en esa
instancia aún ajena que denominamos realidad. Y sin embargo, parece que no hay
salida: ¿de qué manera podríamos establecer unos límites adecuados, que
pudieran asegurarnos del engaño, propio o, en nuestro caso, del psicoanalista,
intérprete de nuestras palabras y, por lo tanto, portavoz de esa misma verdad
que venimos rechazando?
3. Pensar en y contra la cultura:
Valor emancipador del psicoanálisis
El mismo argumento,
expuesto en atención al psicoanálisis, reza como sigue. Primero: cuando hablamos
de psicoanálisis, nos referimos sobre todo a la terapia, puesto que nos
preocupa el carácter práctico que podamos deducir de esta disciplina, y no la
fuerza demostrativa de sus posicionamientos teóricos. De este modo, nos
encontramos con dos figuras fundamentales: el psicoanalista y el paciente. La
figura del analista representa a la teoría, que se aplica como una red sobre el
discurso informe y desestructurado del paciente; por su parte, el paciente, o
analizante, se equipara con la actitud práctica, creadora, que se comprueba a
sí misma en el exterior de la consulta, según éste quede más o menos contento
con el resultado de la interpretación. Por lo tanto, en nuestra opinión, no se
pueden equiparar en la terapia la
posición del analista con la del analizante, puesto que sólo a éste último
corresponde con propiedad la especificad terapéutica, o lo que es lo mismo, el
componente práctico –que aquí hemos venido desarrollando en su clave
emancipadora. Por eso conviene echar un vistazo a lo específico de la posición
del analizante, que es precisamente el camino que nosotros creemos que debe
emprender en nuestro tiempo la filosofía. Pero cuando concedemos todo el
protagonismo a este sujeto, en detrimento del objeto en que la teoría lo
convierte, entonces la preocupación por los “límites del conocimiento” parece
trocarse en un peligro en cierto modo contrario, pero no menos alarmante: pues
si el psicoanálisis, en la figura (general o específica) del terapeuta, es
incapaz de imponer unos límites, unos valores más o menos específicos, bien es
cierto que la terapia psicoanalítica no hace sino imponer su propio control
sobre el sujeto, en la medida en que le lleva a pensar “de una determinada
manera”. Así el paciente acaba por ser absorbido, no por su analista, no por la
teoría en general, pero sí por un interés ulterior y que viene implícito en la
“filosofía” que soporta la propia praxis terapéutica; a saber: la
uniformización de todos los sujetos. Para el psicoanálisis, para que quepa
alguna medida de su “éxito”, basta y es aún necesario que el sujeto acabe por
sentirse finalmente cómodo “en su cultura”. No importa si se han conseguido o
no los planes preimpuestos; lo verdaderamente relevante aquí es sólo que el
sujeto no moleste, y que él mismo no se sienta molesto con respecto a su
entorno. Para que el psicoanálisis marche adelante, es preciso que el paciente
reconozca que toda la responsabilidad de su mal, de su frustración, está en él
mismo. La sociedad, el entorno, no juegan aquí ningún papel. El sujeto juega consigo
mismo, con su mente; la deforma e incluso llega a traicionarla, con tal de
salvar una verdad inexpugnable: que “fuera de él” nada hay malo. Nada tiene por
qué ser cambiado. Todo debe seguir como está.
Nos las habemos de esta
manera con el riesgo de uniformización que representa la experiencia
psicoanalítica. A grandes rasgos, la exposición de R. Minsky nos ofrecía dos
claves para enfrentarnos a estos argumentos; a saber, que:
i) a ella el paciente se
“somete” –sí, pero– por su propia voluntad; y del mismo modo puede interrumpir
el análisis cuando le complazca.
ii) en ella no se da una
reinterpretación del mundo, sino que se supone la propia interpretación (es
decir, la narración) del paciente como lo verdadero por sí mismo.
Por eso sabemos que la
teoría psicoanalítica no tiene en la terapia ocasión de sentir amenazada su
propia autoridad, ya que la clave de la reinterpretación llevada a cabo por el
analista consiste en hacer una suerte de desplazamiento suficiente, no
exhaustivo, del sentido del discurso del analizante –el cual se extrapola,
desde la pretensión de verdad con el que éste se maneja, hasta la manifestación
de deseo con que juega el analista. De esta manera, aunque lo que se contara
fuera falso, lo que importa es el deseo
del paciente de contar tal cosa. Así, sólo se podría llegar a la necesidad de
contradecir la narración del paciente en dos casos:
a) que el mismo
considerase que la realidad está enteramente a favor de él (dispuesta para él,
para su uso);
b) que la realidad
estuviera en su contra.
Sin embargo, en ninguno
de estos dos casos sería comprensible que el paciente se presentase ante el
análisis; y su presencia, de cualquier modo, no podría conseguir ninguna
eficacia. En el caso a), el del absoluto narcisista, el paciente hallaría su situación
demasiado ventajosa como para arriesgarse a cambiarla (es lo que sucede a los
pacientes histéricos, que manifiestan sus síntomas como problemas físicos,
precisamente con el objetivo de esconder el carácter biográfico de la
frustración); en el caso b), el del paranoico, no hay que olvidarse de que el
analista es aquí también parte de ese mundo que lo persigue, de tal modo que la
huída le resultaría demasiado sencilla –demasiado obvia a su infinita
perspicacia– como para pretender que fuera a dejarse guiar por nada de lo que
provenga desde el exterior. Por el contrario, si el paranoico se encontrara
atendiendo a las valoraciones del analista, ello implicaría una necesidad, un deseo. Pero en este caso cabe decir que
el paciente se encuentra repensando la realidad y su relación con ella. Si
esto, finalmente, supone un riesgo de uniformización, entonces lo que nos
estarían pidiendo los críticos es que asumamos dogmáticamente lo que con
anterioridad habíamos venido pensando, a pesar de nuestra frustración evidente
–que es, según lo venimos advirtiendo, más sentida que pensada, y que
básicamente se manifiesta casi de modo exclusivo en la propia voluntad de salir
de ella, de volver a tener contacto con la realidad perdida.
Por ello, según R.
Minsky, todo intento de transformar eficazmente el entorno –ya le llamemos cultura o, más generalmente,
realidad– debe partir desde «el proceso de la psicoterapia, que depende del
acceso del psicoterapeuta a sus propios sentimientos intuitivos y de empatía y
a su conciencia de la existencia de una variedad de ideas psicoanalíticas».
Este proceder «proporciona un medio para entender las dificultades
inconscientes del paciente y con frecuencia genera un cambio cualitativo
positivo en la vida de éste»[26]. Así
pues, continuando la extrapolación, el psicoanalista debe aplicar la teoría
psicoanalítica (debe psicoanalizar) a la cultura, para cambiar esas injusticias
que nosotros mismos, desde dentro de ella, identificamos (por eso tiene
vigencia el malestar en la cultura).
Ello significa tomar una forma especial de conciencia al respecto de ellas de
tal modo que conduzca a su transformación
–de igual manera que el análisis
supone un esfuerzo práctico, por parte del paciente, que se lleva a cabo con
anterioridad, con posterioridad y, en cualquier caso, desde el exterior de la
consulta. Por eso el psicoanálisis es –y esto sería lo que le diferenciara de
los otros tipos de teoría–
pensamiento profundo, en un sentido
muy específico que implica siempre transformación.
Pero a nuestro parecer,
con esta insistencia con la que R. Minsky reclama “el acceso del psicoterapeuta
a sus propios sentimientos”, etc., se caracteriza la relación analista-paciente
de una tal forma que finalmente se otorga toda la responsabilidad de lo que
Ricoeur denomina “éxito terapéutico” no a la figura del paciente, sino sobre
todo a las interpretaciones llevadas a cabo por parte del analista, esto es, de
la autoridad, del representante oficial de la “teoría” –inclusive el caso de un
hipotético psicoanalista que fuera capaz de analizase a sí mismo. Sin embargo,
esta forma de concebir la relación terapéutica deja de lado precisamente
aquello que hemos querido destacar en ella (por cuanto que la queramos
entender, precisamente, como terapia): su vertiente práctica. Ello es así
porque, al conceder el máximo protagonismo al analista –en detrimento del
analizante–, nuestra atención se centra ante todo en la corrección o no de sus
interpretaciones; lo que concluye finalmente en la tan manida pregunta por la
cientificidad del psicoanálisis –esto es, por la posibilidad de descubrir
alguna suerte de criterios de validación de la teoría[27]. El
propio Ricoeur, al introducir la cuestión de la terapia en sus argumentaciones,
acaba por preguntarse si tal vez no serviría el éxito terapéutico como ejemplo
de la verificabilidad del psicoanálisis[28].
Pero, según la tesis que hasta aquí hemos venido defendiendo, no hay forma
“real” de armonizar esta preocupación por la verdad con el interés práctico que
nos ocupa: si queremos la integridad del sujeto, en la medida de lo posible,
con su realidad, entonces resulta vana y aun perniciosa la preocupación por los
límites de verificabilidad de nuestro proceder. Esto es así porque estos
“límites de verificabilidad” se mueven por un interés distinto al interés
práctico, es decir, se mueven por el interés teórico, que a su vez hemos venido
identificando con la sucesión entre pulsión de muerte y principio de
constancia. Recordémoslo, la teoría es entonces la forma que la institución
tiene de controlar al sujeto; y esto lo lleva a cabo, además, según el texto de
Freud, mediante el sentimiento de culpa, lo que implica el inevitable malestar
del sujeto.
Conviene, pues, insistir
en que lo que está en juego no es tanto la interpretación que, ya el analista
ya el analizante, hagan de la realidad, de las formas sociales. Muy al
contrario, el paciente analizándose encuentra mayor profundidad en sus juicios
sobre el mundo, descubre la complejidad, nunca del todo descifrable en términos
causales, de la realidad. En cambio, su frustración no es un desasosiego de
orden epistemológico, pues el sujeto no puede conocer el camino de antemano, y
así ha de considerar que el primer paso de la acción no es el conocimiento, la
verdad, sino el deseo y su decidida puesta en práctica: su voluntad. En este
sentido es en el que la terapia aparece, fundamentalmente, como un modo
práctico de hacer filosofía, en el cual pensar consiste ante todo en
posibilitar la acción, ya que donde este pensamiento se pone en juego no es en
la misma interpretación, en la lógica demostrativa de la teoría, sino en la
vida, que nunca demuestra nada y es siempre parcial, insegura e inestable. El
neurótico, precisamente, no es neurótico en la consulta, sino cuando sale de
ella. La tarea es pues conseguir la unidad
del sujeto consigo mismo: que sea la misma persona cuando está en la
consulta y en el exterior, según lo desea y según consigue dar realidad a su
voz. Mas esto no nos remite en exclusiva a las distintas versiones de su
personalidad, sino sobre todo a su voluntad y la forma como ésta se convierte
en acción: la teoría se vuelve praxis, y el juicio, conducta. Finalmente, y
como hemos querido argumentar, obtenemos que no era sino la esquizofrenia
existente entre estos términos la que acababa por conducir al sujeto por los
caminos ya preestablecidos desde la institución, uniformizándolo, y no al
revés: tal es precisamente el poder de constricción que tiene sobre nosotros la
cultura.
Por lo tanto, podemos
resumir en tres los factores que todo intento de hacer filosofía debe tener en
cuenta si quiere servir “para algo”; es decir, si quiere tener algún tipo de
aplicación sobre la realidad –incluso transformándola, si fuera lo que creyera
conveniente–; a saber:
- voluntad
- repensamiento
- acción encaminada a la comprobación de lo anteriormente
pensado, esto es, reconducida a un segundo nivel de repensamiento.
Y esta última tarea cabe
llevarla a la práctica sin descanso, pues consiste en la propia tarea del vivir
y, en este caso, del vivir socialmente
responsable, donde nuestra acción realmente ha de tener consecuencias
para tener siquiera sentido[29]
–esto es, para comprobar si la teoría, lo que habíamos pensado, estaba o no
equivocado. En realidad, este último punto viene a coincidir con lo que en
Foucault conocemos como el “cuidado de sí
mismo”: lo importante no es tanto el hecho de cambiar cuanto de repensarnos
como sujetos, ponernos en la posición de interrogarnos acerca de si queremos
seguir como hasta ahora, por qué sí o por qué no y por qué y en base a qué consideramos
que podríamos cambiar. La diferencia que expresa Foucault –que es precisamente
uno de los autores que con más insitencia denuncian el riesgo de uniformización
que plantea el psicoanálisis–, consiste en que lo que a él le importaba era el
“poder” que sobre el sujeto ejercía la teoría a través de su puesta en contacto
mediante la terapia; pero de este modo pasaba completamente por alto la
manifestación que ésta conlleva de una voluntad que se ejerce antes y después
de este delicado contacto con el autoritario psicoanalista, peculiar policía de
la intrínsecamente autoritaria sociedad.
En cualquier caso, somos
cabales y consideramos que el riesgo que denuncia Foucault existe, pues el
mismo no deja de ser riesgo de equivocarnos, de no avanzar en la vía correcta o incluso de no conseguir
emprender ningún camino; pero este peligro es intrínseco no de ésta sino de
cualquier otra forma que adopte el sujeto a la hora de tomar contacto con la
–no lo olvidemos– impredecible y fundamentalmente frustrante realidad. No
obstante, después de nuestra larga argumentación, mal haríamos si nos
agazapáramos ante el descubrimiento de una tal incertidumbre. El temor al
riesgo, que hemos venido equiparando con el temor a la muerte (principio de
constancia), primero, y con pulsión de muerte, después, encuentra su máxima
realización en esa suerte de neurotización que sufre el sujeto de conocimiento
al estilo katiano, obsesionado por lo que las cosas “son” y especialmente
preocupado por no confundir lo que en ellas percibimos porque, efectivamente,
“así es como son”, de lo que en cambio sólo vemos porque, en realidad, “nos
gustaría que así fuesen”. En nuestra argumentación, hemos intentado defender
una postura que trata de acudir a la realidad no para comprobar si ésta se adecua
con el intelecto (que es lo que caracteriza a toda búsqueda de la verdad), sino
para “analizar” lo que en ella hay de nuestro deseo. Lo que las cosas “son”, a
la hora de conocerlas, conlleva un aparato de análisis muy distinto que cuando
buscamos lo que las cosas “son” haciendo hincapié, antes que nada, en lo que
queremos y en lo que pueden llegar a ser en función de aquello que queremos.
Por eso hablamos de “realidad” (con comillas) o de “pensamiento”, que son
formas alternativas de entender la relación que mantienen inexorablemente los
hombres con el mundo que, a nuestro entender, mucho favorecerían a los
filósofos y a la filosofía. Esto supone, sobre todo, una pérdida de exactitud,
e incluso de rigor: implica la casi certeza de equivocarnos, puesto que, al
tomar parte la acción ya en el propio pensamiento, ponemos en práctica esquemas
que no estamos seguros de su corrección. Pero, del mismo modo, tampoco
llegaremos a saber nunca todo lo que de sí “podría” llegar a dar la realidad,
no habrá nunca utopías perfectamente racionales, pues lo que nos interesa es un
pensamiento que tenga como protagonista, no a la realidad –insistimos–, sino al
sujeto; no a la filosofía, sino al filósofo que, como sujeto de una disciplina
teórica tan confusa como la suya, es el principal perjudicado por la imposición
externa de límites “reales” –los límites acerca de lo que se nos dice que nos
es lícito conocer o lo que se puede llegar a hacer con ese conocimiento. Y, por
lo mismo, nos parece que es el más interesado en romperlos, aunque sólo sea con
el ya moribundo objetivo de imponer otros límites nuevos, de construir una
nueva realidad en la que sienta que
puede moverse, “verdaderamente”, en libertad.
*Presentado en el VII Congreso Nacional de Estudiantes de Humanidades. “Los Olvidados y los Marginados”. Symposion Asociación Cultural. 2, 3 y 4 de Abril 2007. Faculad de Filosofía y Ciencias de la Educación.
**Estudiante
de 5º de Lic. Filosofía en
[1] C.
Gómez Sánchez, Freud y su obra. Génesis y
constitución de
[2] C. Gómez Sánchez, Freud, crítico de
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd., pág. 23.
[6] S. Freud, Tótem y tabú. Citado en C. Gómez Sánchez, Ibíd, pág. 24.
[7] Es paradigmático de este movimiento la dialéctica hegeliana, que asegura traer consigo el final de la historia. Por su parte, ha sido ésta una crítica frecuentemente vertida contra el psicoanálisis, por ejemplo, por K. R. Popper, Conjeturas y refutaciones, Paidós, Barcelona, 1982; a saber: la de que el psicoanalista someta al analizante a la trampa de que su interpretación, si es aceptada, vale como correcta, y si es rechazada, vale por cuanto toca al foco de la resistencia. A nosotros nos parece, con todo lo oportuna que pueda ser una crítica tan señalada, que resulta paradójico reprochar al psicoanálisis el que busque interpretaciones de un contenido que es efecto de la escucha, cuando lo propio de las propuestas alternativas consiste en lo contrario, es decir, en no permitir la voz discordante del paciente.
[8] S. Freud, Ibíd.
[9] R. Minsky, Psicoanálisis y cultura. Estados de ánimo contemporáneos, ed. Cátedra, Madrid, 2000, pág. 31.
[10] Ibíd.
[11] Aunque quizá quepa interpretar el fracaso, tanto histórico como moral, de las sociedades socialistas bajo el influjo de esta destructividad que renuncia a jugar con la realidad específica de cada caso.
[12] P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, Madrid 1999, pág.285. La cita de Freud corresponde a Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci, Obras Completas, II, pág. 1103.
[13] Ibíd., pág. 293.
[14] Ibíd., pág. 276.
[15] Ibíd. 269-275.
[16] Ibíd., págs.
276.
[17] C.
Gómez Sánchez, Freud, crítico de
[18] S.
Freud, El porvenir de una ilusión, Obras Completas, III, pág. 2988. Citado
en C. Gómez Sánchez, Freud, crítico de
[19] C.
Gómez Sánchez, Freud, crítico de
[20] S. FREUD, El yo y el Ello, en Obras Completas, III, pág.2714.
[21] P. Ricoeur, Ibíd., pp. 287-288: «… la aceptación verdadera de la muerte se distingue de una fantasía regresiva de vuelta al seno materno sólo si aquélla ha atravesado la prueba de una visión científica del mundo … Resignarse a lo inexorable no se reduce a un simple conocimiento de la necesidad, quiero decir, a una extensión puramente intelectual de lo que hemos llamado prueba de la realidad, al nivel de la percepción; la resignación es una tarea afectiva, un trabajo de corrección aplicado al núcleo mismo de la libido, a la entrada del narcisismo. Por eso es por lo que la visión científica del mundo debe incorporarse a la historia del deseo».
[22] Ibíd., pág. 289.
[23] Ibíd., págs. 288-289.
[24] Ibíd., pág. 289.
[25] C.
Gómez Sánchez, Freud y su obra. Génesis y
constitución de
[26] R.Minsky, Psicoanálisis y cultura. Estados de ánimo contemporáneos, Op. Cit., págs. 19-20: «Sin recurrir a un burdo reduccionismo, de una manera semejante, si hacemos un uso ecléctico de ideas psicoanalíticas y de nuestras propias reacciones intuitivas y de empatía para identificar los elementos subconscientes que están posiblemente presentes en fenómenos culturales … llegaremos posiblemente a un entendimiento que puede sugerir nuevas direcciones para el cambio cultural. Centrarse únicamente en los procesos conscientes las podría tal vez dejar sepultadas y “no pensadas”».
[27] Lo que conlleva la preocupación por encontrar la forma de asegurarnos que las interpretaciones están siendo correctas y que las tan traídas críticas de Popper al psicoanálisis están del todo injustificadas
[28] La
respuesta de Ricoeur es negativa (P. Ricoeur, Op. Cit., pág. 302). Sobre este aspecto, Cf. C. Gómez Sánchez, Freud y
su obra. Génesis y constitución de
[29] Por cierto que lo habitual que es la acción contraria en la política actual –acciones que se les supone el sentido, tengan eficacia o no: véase las ONG’s, etc.– es algo a repensar (y denunciar) en nuestra sociedad.