PENSAMIENTO Y REALIDAD: SOBRE LA FACTICIDAD DE LA FILOSOFÍA DESDE EL PSICOANÁLISIS*

 

Alfonso A. Gracia Gómez**

 

 

Abstract: Después de denunciar la falta de aplicación práctica de la filosofía, que deja al filósofo en una situación enajenada con respecto a su cultura, se sirve de análisis freudianos que sugieren que esta enajenación es propia de cualquier hombre. En base a ello, se propone una forma alternativa de “pensamiento” capaz de confrontarse con la “realidad”, con el fin de vertebrar una salida a la aporía filosófica por excelencia: “y esto, ¿para qué sirve?”.

 

No lo olvides: tan sólo el castigo te enseñará a amar la verdad.

Ingmar Bergman, Fanny y Alexander.

 

 

Introducción

En este trabajo nos hacemos eco de un desencuentro común entre los estudiantes de filosofía: ¿debe la filosofía tener un sentido práctico, actual, o por el contrario debe limitarse al repaso de las tradiciones, al recuento erudito de todo lo que se ha dicho en el mundo y la historia acerca del pensamiento, la racionalidad y demás problemas de los que solemos denominar “filosóficos”? El problema es que esta pregunta siempre conlleva –o debería conllevar– una referencia clara al mundo para el cual buscamos el sentido práctico de nuestra disciplina, y de esta manera arribamos a una segunda cuestión, que quizás nos ponga “demasiado” fácil el solucionar la primera, a saber: ¿Es posible algo así como una filosofía actual, o sin embargo el mundo de hoy día es, por el contrario, demasiado complejo, demasiado racional, demasiado global, en suma: demasiado mundo para el filósofo?

El fondo de nuestra preocupación subyace, pues, a dos tipos de disconformidades que, no obstante a lo apropiadas que resultan a la hora de plasmar la experiencia específica del estudiante, han aparecido con frecuencia a lo largo de la misma historia de la filosofía: la una, el que la filosofía no ha tenido aplicación práctica hasta ahora (incluso, si la ha tenido, ha devenido a la postre perniciosa: v. g. la Dialéctica de la razón de Adorno y Horkheimer), no habiendo por ello renunciado habitualmente a la posibilidad, más o menos explícita, de encontrar una aplicación. Pues bien, este movimiento es del que nos servimos como modelo a la hora de concluir que la filosofía se encuentra en una posición de neurosis, la cual podemos definir, tomando como base las teorizaciones psicoanalíticas, como aquello que en el individuo (pues no deja de ser eso cada filósofo) se yergue en cierto modo como causa del bloqueo, o más bien como el impedimento mismo, que desvincula su deseo con la posibilidad real de su aplicación. De este modo –y es la segunda denuncia que queremos poner sobre la mesa– la filosofía, de hecho, aparece a menudo como distante, como ajena al propio filósofo, véase: alejada de los problemas que éste aún siente como propios, y que fundamentalmente le conciernen no sólo a él sino también a una sociedad entera en la que, precisamente, es dónde tendrían que encontrar su plasmación. Se trata, por tanto, de buscar en la filosofía una actitud responsable para con aquello que no es propiamente filosofía, pero que condiciona de modo radical la experiencia del filósofo. Para ello conviene que se promocione un acercamiento al estudio desde un punto de partida más “personal” (en cierto sentido, incluso biográfico). El mismo no sería otro que aquél con el que muchos estudiantes acuden a la carrera y dan en ella sus primeros pasos: nietzscheanos se enfrentan radicalmente contra kantianos y éstos, a su vez, encuentran a sus más fervientes contrincantes en los escépticos. Por tanto, no hay nada malo en ello: el enfrentamiento se aparece como una motivación para el estudiante y, a partir de cierta perspectiva previa del mundo (prejuicio del que nadie escapamos), comienzan las primeras asociaciones afectivas con autores o con profesores, pero también los primeros desencantos, los cambios de equipo e, incluso, las primeras deserciones. Del mismo modo, este acercamiento personal es el que necesariamente fundamenta la producción filosófica de los autores que tenemos por originales y que para nosotros, en cambio, se nos presentan desde la poltrona de una autoridad, por inatacable, acaba por aniquilar los propios deseos de originalidad de cada individuo. La experiencia del estudiante que continúa con la carrera hasta el final es la de ver cómo sus compañeros, a uno y a otro lado, van tirando la toalla; dan por inútil el esfuerzo por encontrar una explicación más o menos coherente del mundo, más o menos significativa, más o menos creíble y de la cual poder deducir cierta forma de comportamiento genuino ante la vida: la filosofía, de nuevo, no tiene aplicaciones prácticas, “no sirve para nada”. Todos entonces reclaman el placer de acercarse a ella “en privado”, de un modo personal, sí, pero renunciando con esto a seguir una vida acorde con sus preceptos o gustos filosóficos. Resultado: se produce una escisión radical en el hombre: de un lado, el filósofo, frustrado por no poder llevar jamás a la práctica aquello en lo que cree; del otro, el hombre, el ciudadano, el consumidor o el trabajador productivo. El estudiante siente este abandono como una forma de acercarse a un mundo con el que su filosofía no concuerda, así como la necesidad de entrar en cierta comunidad de sentido que le es ajena y, como el filósofo autoritario, inatacable. Se trata de participar en “la felicidad del ignorante”, al fin y al cabo, pues no es tanto irreal lo que el individuo encuentra en la filosofía cuanto inútil; deseable, pero causa de frustraciones al resultar imposible, para él que se enfrenta solo al mundo, la puesta en práctica de sus proyectos. La conclusión es que el filósofo encuentra incluso las mejores razones para, lo que le parece, es renunciar a una utopía, siempre sin que con ello se renuncie nunca a dibujar sobre el papel los trazos de su particular “mejor de los mundos posibles”, que en realidad no puede dejar de entender, sin embargo, como imposible.

La propuesta que exponemos a continuación pretende conducirnos a otra forma de entender el pensamiento: se tratará de partir no tanto de la preocupación por la verdad cuanto la insistencia en el deseo, de tal modo que el objetivo del mismo sea específicamente su realización. Se tratará entonces, como veremos, de hacer equilibrar el freudiano principio del placer con el de realidad, según una singular lógica que nos conducirá a enfrentarnos cara a cara, a su vez, con nuestro temor a la muerte. De este modo, en lo sucesivo, trataremos no tanto de que el sujeto encuentre algo así como su “propia voz” –lo que sin duda conduce a la pregunta por la verdad acerca de la misma–, sino de que más bien se construya una, una que le permita llevar al punto más alto posible de coherencia lo que “le gustaría” con lo que en la práctica “se puede” llegar a hacer, que para nosotros habría de constituirse como la pregunta fundamental de la filosofía.

 

 

1. Psicoanálisis y pensamiento utópico

Las utopías son la forma como la filosofía se ha enfrentado con el desacuerdo ante la sociedad, ya desde la República de Platón. En ellas, sin embargo, se abandona la pregunta acerca de cómo se puede llegar a instituir, desde la realidad frustrante, la sociedad idílica que se plantea. El autor de la utopía espera que la mera exposición de ciudad tan magnífica sirva como acicate para que alguien la ponga en práctica; fundamentalmente, alguien más poderoso, alguien que tenga todos los medios para cambiar radicalmente la sociedad… si quisiera. Pero esta figura jamás ha existido, ni jamás va a existir. La sociedad está constituida por un complejo entramado de relaciones e intereses demasiado diversos. El resultado es que el pensador utópico, vencido por “los embates de la realidad”, se recluye en “el aislamiento, monacal o intelectual”, que podría considerarse perfectamente deseable si no fuera porque «sin ninguna duda, la felicidad más intensa la conseguimos, no al apartarnos de la realidad, sino al aferrarnos a sus objetos, vinculación que alcanza su cima en el hecho de ser amado y amar, sobre todo en el amor sexual. Empero, el reverso de esta orientación es que jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos a alguien. Pues basta que el objeto de nuestras atenciones se vuelva contra nosotros, o no satisfaga adecuadamente nuestras exigencias, o el azar lo haga desaparecer, para que experimentemos el más intenso desamparo».[1] Se nos revela aquí el carácter compensatorio que el pensamiento utópico comporta, gracias al cual el filósofo encuentra un refugio ante la sociedad de la que se siente distanciado, y así éste se conforma con manifestar su frustración a la manera de una idealización fantasiosa que sigue la satisfactoria pero inútil lógica de los sueños y que, por lo tanto, difícilmente pueda llegar a comportar ningún tipo de consecuencia práctica. Ésta es la razón de que el psicoanálisis haya aparecido como el crítico por excelencia de la utopía, en tanto «reductor de la ilusión que, obviamente, todo propósito utópico comporta»[2].

Esta crítica a las utopías que el psicoanálisis presenta inicia su exposición acentuando, antes que nada, la ambivalencia propia de los sujetos, y que es precisamente la que el mismo proyecta sobre las instituciones sociales. De este modo, y siguiendo esta perspectiva, la sociedad ya no se entiende como aquel todo inabarcable, ante el cual el individuo filósofo se aparecía como esencialmente distanciado. Sin embargo, esta urgencia del acto, que nos propondría el psicoanálisis, no debería implicar el abandono de la utopía, sino sólo la tendencia fantasiosa que, eso sí, a menudo comporta. Por lo tanto «tampoco ahora, en los momentos de repliegue y desengaño, podríamos apaciguarnos con la simple resignación que pretende liquidar nuestras esperanzas con la llamada a un pensar realista y a no esperar ya»[3]. Y es debido a ello que entendemos que el psicoanálisis comporta un giro práctico de la teoría, que surge de la premisa de que sólo es posible la acción a partir de un concepto coherente de realidad. En consecuencia, el objetivo que aquí se plantea no es el de robarnos las esperanzas que teníamos en una sociedad mejor, sino el de convertir nuestro pensamiento en un acto verdaderamente responsable. «Es precisamente ahí donde la perspectiva psicoanalítica puede injertarse con fruto, pues supone siempre, en primera instancia, la acentuación de la fragilidad, imposibilidades y angosturas de nuestro mundo y nuestro deseo. Pero en la medida en que la intención esperanzada y utópica sea tal y no una simple huida frente al presente, una aureola que colocamos frente a una realidad que se nos ha vuelto gris, esa misma fragilidad ha de verse recogida en ella. De modo que si, pese a ese rostro negativo que el psicoanálisis presenta, no todo queda ahí, quizá el paso por el iconoclasmo extremo pertenezca a la marcha misma de la esperanza y de un pensar que, por más desmitificador que fuese, tampoco se conforma con la acomodación a lo dado»[4].

Freud expresa este carácter, diríamos, emancipador de su teoría a partir de la convicción de que las construcciones sociales se estructuran de forma paralela a como lo hacen los mismos mecanismos pulsionales que operan dentro del psiquismo de los sujetos. Es por eso que, ante la disconformidad de éstos, «las instituciones culturales habrán de ser reconducidas a los deseos, que operan latentemente tras sus manifestaciones, consideradas desde ese punto de vista, como máscaras de los mismos. Si “el sueño es la manifestación (disfrazada) de un deseo (reprimido)”, también las instituciones culturales habrán de ser consideradas, desde el punto de vista psicoanalítico, como manifestaciones disfrazadas de deseos que han sido sometidos a los procesos de dramatización, condensación, desplazamiento y los otros mecanismos de la elaboración onírica, cuyo curso es preciso remontar. [De lo contrario], los individuos corren el riesgo de no moverse sino entre las ilusiones que ellos mismos han forjado, olvidando los resortes que les mueven»[5]. Por eso Freud encuentra paradigmáticos paralelismos entre su taxonomía de las neurosis y los fenómenos culturales más destacados. Por ejemplo, en Tótem y tabú nos explica que «podríamos casi decir que una histeria es una caricatura de una obra de arte, que una neurosis obsesiva es una caricatura de una religión y que un delirio paranoico es una caricatura de un sistema filosófico deformado». Para él, «las neurosis presentan, por una parte, sorprendentes y profundas analogías con las grandes producciones sociales del arte, la religión y la filosofía, y, por otra, se nos muestran como deformaciones de dichas producciones»[6]. Hay una diferencia radical entre las neurosis y las formaciones sociales, pero ésta afecta no a la lógica de la producción (que es precisamente la que vierte el símil), sino al contenido. Vemos cómo Freud introduce este matiz al mencionar el caso concreto del delirio paranoico “deformado” propio del sistema filosófico: la lógica es la misma, el sistema cerrado que tiene por protagonista al sujeto, a la razón, que con la teoría da cuenta completa de toda la realidad y en la que, por lo mismo, el observador externo –exteriorizado, y así devenido objeto para la propia teoría– no puede aportar nada novedoso[7]. «Tales deformaciones se explican en último análisis por el hecho de que las neurosis son formaciones asociales que intentan realizar con medios particulares lo que la sociedad realiza por medio del esfuerzo colectivo»[8]. El sujeto neurótico encuentra su insatisfacción precisamente en la distancia con la sociedad, frente a la cual se siente del todo impotente.

Esta forma de entender ambos polos de la frustración (la realidad frustrante y el sujeto frustrado), fundamentales para la aplicación de la teoría, nos parece muy interesante por cuanto que, en ella, se vuelve la mirada hacia lo que en el sujeto hay de particular en tanto que agente. Así, la realidad es entendida como el resultado de una suerte de economía entre lo que depende y lo que no depende del sujeto. De este modo su pensamiento, utópico o no, corresponde a ese lapso espacio-temporal en el que aquél no sólo decide lo que quiere, sino que se plantea también la pregunta por el origen de sus frustraciones, así como el modo como piensa tratar de resolverlas. Esta forma de proceder se adecua muy bien a lo que explica Rosalind Minsky en su Psicoanálisis y cultura: «Los individuos –dice– deciden muchas veces someterse a terapia cuando sienten que algo dentro, más que fuera de sí mismos, está inhibiendo su capacidad de vivir una existencia plena y creativa. Con frecuencia sienten que aunque están viviendo no están plenamente vivos, que algo está saboteando sus vidas en mayor o menor medida. Muchas veces, la terapia psicoanalítica permite al paciente expresar o simbolizar sentimientos o deseos inconscientes que anteriormente se manifestaban en fantasías o síntomas físicos en vez de en palabras»[9]. A partir de este texto, se nos ofrecen dos definiciones muy precisas de los dos aspectos puestos en juego, pero que a la vez resultan muy heterodoxas para la filosofía; a saber: la realidad es definida ahora más o menos como el resultado del equilibrio imperioso de las pulsiones del individuo con las limitaciones impuestas por el mundo exterior, y por pensamiento podemos entonces entender algo parecido al acto hermenéutico que implica la propia terapia, a saber: la importancia de decidir, en función de las posibilidades, no a cerca de lo que la realidad “es”, sino acerca de lo que el propio individuo que así piensa quiere conseguir con ello –en una suerte de cálculo que, sin embargo, no esperamos que tenga fin, ya que no esperamos nunca la llegada de la plena integración del sujeto en su entorno, de la fusión del deseo con la realidad. De este modo el pensamiento es entendido como una suerte de “síntoma”, en nuestro caso, del malestar cultural. Y lo que nos importa es que, al abocarnos hacia éste, consigamos con ello no recaer en el encanto de la fantasía, de la neurosis, de la inoperancia –de la utopía. Es decir, esperamos ser sujetos libres, dentro de los límites “reales”, precisamente aprendiendo a jugar con ellos, pero sin cesar en el empeño de que nuestros deseos encuentren en la realidad la posibilidad (“realista”, esto es, de nuevo, limitada) de su satisfacción.

De otro modo la realidad, parece, se veía como algo ajeno e impracticable, y por ello mismo, doloroso: el hombre se encuentra escindido, lo cual es vivido con violencia y, en consecuencia, puede (suele) producir violencia hacia el exterior. Así, en el mismo texto, Misnky explica que este proceso de pensamiento «puede significar que el paciente deja de aceptar, o incluso de buscar inconscientemente, relaciones destructivas por ignorancia física de cómo podrían ser otros tipos de relaciones más creativas»[10]. Pero, ¿qué significa, de qué modo podemos entender que se haya manifestado, en filosofía, este “buscar relaciones destructivas por ignorancia”? En nuestra opinión, cabe entender esta destructividad como la otra cara del pensamiento utópico, que se deshace de la, diríamos, “realidad real”, si no en la práctica[11], al menos sí en tanto que objeto de estudio. Es por ello que podemos concluir (o al menos es ésta nuestra posición) que esas formas de destructividad no son otra cosa sino la manera en que, según hemos denunciado, vivimos habitualmente la filosofía: como ajena a la realidad, en la que creemos imposible toda pretensión nuestra de que sea llevada a cabo. El estudiante que renuncia a que la filosofía tenga un valor en su vida se está conduciendo de igual manera: al recluir la filosofía en lo privado –en lo que no puede tener consecuencias prácticas, sin responsabilidad, pero siempre dentro de su control y, por ello mismo, sin posibilidad de caer en frustración–, no hace sino fantasear: esto es, no vivir. Ésta es la forma gracias a la cual la filosofía no podrá nunca transformar la realidad, fundamentalmente por causa de su propia renuncia, en tanto que no acepte el riesgo.

Pero si se trata de recuperar una existencia-vivencia plenas, a través del “expresar o simbolizar sentimientos” de que habla Minsky, entonces, como vemos, el “pensamiento” tiene la función de extraer a la luz aquello (inconsciente) que impide, que “mata” las pretensiones fácticas del sujeto: no tiene, por tanto, sólo que ver con éstas, con aquello que intenta producir (es decir, con la teoría que se constituye en su discurso), sino que además debe decir mucho sobre la realidad misma, sobre los resultados que en ella han venido causando aquellas pretensiones y estrategias que hasta ahora se estaban llevando a cabo.

 

 

 2. El malestar en la cultura

o la crítica de la razón impráctica

La institución “cultura”, lo mismo que la institución “ciencia”, se mueve en función de lo que Freud denominó “principio de constancia”, es decir (paradójicamente): de inmovilidad. En este sentido, la crítica a la cultura se torna en crítica a un determinado tipo de Verdad, o lo que es lo mismo, de teorizar, que acaba por perder la vislumbre práctica y así coincide, finalmente, con el pensamiento patológico (el pensamiento que no produce la acción, sino que esencialmente se opone a ella). Según la caracterización que Freud hace de este fenómeno, el fondo de la “actividad” puramente teorética –esto es, el hecho mismo de que la filosofía no tenga aplicación práctica– es temor a la muerte, en tanto que la entiende como el desarrollo de un intento de actividad que, sin embargo, no implica riesgos, precisamente porque sus más denodados esfuerzos no van dirigidos sino a prevenirlos y a evitarlos, argumentando y contrargumentando. Aquí es donde el mencionado principio de constancia –que conlleva, fundamentalmente, la ilusión de escapar a la muerte, la ilusión de que de hecho existe “algo” cuya característica más preciada es la de ser constante– se erige como la principal baza de una crítica furibunda a lo que, especialmente desde Kant, entendemos por conocimiento (esto es, al concepto de conocimiento que maneja la ciencia moderna). Paul Ricoeur, en su Freud: una interpretación de la cultura, explica cómo en esta forma de conducirnos nos sucede que, «al poner la muerte fuera de las perspectivas de la vida», en tanto los “hombres de ciencia” que querríamos ser, «seguimos la tendencia natural del deseo; el deseo conlleva la convicción de su propia inmortalidad. Es un aspecto de la ausencia de contradicción en el inconsciente. Por eso disfrazamos de mil maneras la muerte, convirtiendo su necesidad en accidente. Pero en cambio», citando al propio Freud, «“la vida se empobrece, pierde interés, cuando la apuesta máxima en el juego de la vida, la vida misma, no podemos arriesgarla”. Paralizados así al excluir la muerte de la vida, no podemos entender la orgullosa divisa de la liga hanseática: ¡navigare necesse est, vivere non necesse! Nos conformamos con perecer ficticiamente con nuestros héroes de teatro o de novela, a fin de sobrevivirlos.»[12]

En Más allá del principio del placer, Freud distingue lo que denomina “pulsión de vida”, Eros, y “pulsión de muerte”, identificada en principio con el mencionado principio de constancia y que todavía aquí presentaba como puesta al servicio de Eros, la pulsión de vida, en tanto que parece que su principal función es conservarla, defendiéndola del peligro exterior (por ejemplo, y paradigmáticamente, matándolo). «Por una parte», siguiendo la explicación de Ricoeur, «la lucidez sin ilusión me invita a aceptar mi muerte, esto es, a colocarla entre las necesidades de la naturaleza ciega; pero Eros, que quiere unir todas las cosas, me llama a luchar contra el instinto humano de agresión y autodestrucción y en consecuencia a jamás amar la muerte; me llama a amar la vida a pesar de mi muerte»[13]. De este modo, «la pulsión de muerte resulta ser la más sorprendente ilustración del principio de constancia, del que siempre el principio del placer se consideraba como simple doble psicológico»[14]. La destructividad se nos aparece entonces como la inevitable acompañante de la productividad: la pulsión de muerte, inmersa en las creaciones culturales (ya sociales, ya artísticas) mediante una creación que es recreación (y por tanto, negación y superación del objeto), un encuentro (de la verdad) que es por tanto reencuentro, haciéndose el esfuerzo por conseguir la ilusión de permanencia, la ilusión de que el objeto anhelado está ahí aún y seguirá estando, porque “no puede ser de otra manera”, o lo que es lo mismo, por necesidad[15].

Posteriormente –en El yo y el ello– el principio de constancia, íntimamente vinculado a una agresividad que es intrínseca del sujeto, se convierte en sentimiento de culpa, dejando por fin todo el protagonismo a la fórmula freudiana de “pulsión de muerte”, que a partir de entonces se opone radicalmente al Eros y que adquiere en la cultura su máximo exponente. Es entonces cuando la ambivalencia pulsional del individuo se constituye en la genealogía del malestar del hombre en la cultura, el cual no puede estar satisfecho «porque persigue la muerte ajena y la cultura se sirve contra él mismo de la tortura que él primero infligió al prójimo. La tarea de la cultura», nos dice Ricoeur, «tiene algo de contradictorio e imposible: coordinar el egoísmo del yo (vuelto biológicamente hacia la muerte, según hemos dicho) y el impulso hacia la fusión con los otros en la comunidad … Y finalmente la lucha, sin solución previsible, entre la vida y la muerte prolonga sin fin la insatisfacción. Eros quiere la unión, pero tiene que perturbar la paz de la inercia; la pulsión de muerte quiere regresar a lo inorgánico, pero tiene que destruir al viviente. La paradoja prosigue en los estratos superiores de la vida cultural»[16].

Esta dualidad implicaba en El porvenir de una ilusión una lectura optimista, al interpretarla Freud desde su peculiar resquemor hacia la religión, que por otra parte le conduce a una ciega confianza en que el sentimiento de culpa que ésta ha vuelto contra el sujeto, como estrategia de control, podrá sin embargo eliminarse en una sociedad ilustrada, ayudada en lo posible por la terapia, «si los hombres retiran sus esperanzas del más allá y concentran en este mundo todas sus energías»[17], pues sólo entonces se «conseguirá, probablemente, que la vida se haga más llevadera a todos y que la civilización no abrume ya a ninguno», como explica el propio Freud[18]. En cambio, en el posterior El malestar en la cultura cambia radicalmente su tono, tornándose más pesimista al comprobar que el hombre no puede convivir felizmente en sociedad debido a su propia agresividad, que le es intrínseca. Carlos Gómez Sánchez ha explicado –en su Freud, crítico de la Ilustración– que «la historia de cada individuo está hecha de renuncias dolorosas, jalonada de objetos perdidos, de forma que los conflictos no son un accidente, una contingencia que una pedagogía mejor o una sociedad mejor pudieran por entero evitar, sino conflictos necesarios, cuyos jirones acompañarán el desarrollo del yo»[19]. La consecuencia inmediata es “la exaltación ineliminable del sentimiento de culpabilidad”, base y soporte teórico de la moral, medida de control por parte de la sociedad que, en este texto, civilizada o no, es ya concebida de una manera totalitaria: la sociedad es en sí misma uno de los obstáculos con los que el yo se las tiene que haber en su reencuentro no traumático con las formas de la libido pulsional; esto es, que supone uno de los objetos de batalla del psicoanálisis teórico y, por ende, del sujeto que el mismo nos propone como modelo –en nuestro caso, de emancipación.

Esta manera de proceder del individuo, de acuerdo a la pulsión de muerte, es la que la cultura hace suya, pero también la que utiliza la ciencia a la hora de imponer sus criterios: esto es, a la hora de defenderse de la posible hostilidad por parte, antes que nada, de los mismos sujetos que la conforman. El sentimiento de culpa que, en El malestar en la cultura, nos aparecía como la herramienta principal de control, interiorizada por el propio individuo, cristaliza aquí en la “obsesión” por que el conocimiento sea “científico” –lo que, por lo demás, viene siendo la forma tradicional de excluir al propio psicoanálisis, ya desde los tiempos de Freud. Pero la psicología científica, por su parte, tiene la obligación de mostrarse a sí misma tan preocupada por la vertiente “científica” de su disciplina, que olvida incluso lo que atañe al nombre “psicología”. Así acaba por eludir campos de investigación que “no son científicos”, sin mostrar preocupación por el hecho de que la psicología fáctica, real, de los sujetos y las sociedades, la que los mueve y constituye, pueda coincidir con esas teorías que se tachan de “metafísicas”, por cuanto que no se restringen al llamado método científico. Con ese movimiento, el interés de lo que podríamos denominar como “cultura-ciencia” es el de cerrar el proyecto, culminar, avanzar sus consecuencias, controlar las variantes; y así se acaba por dar totalmente de lado al análisis, a la investigación, al descubrimiento de las psicologías (mentes) particulares. Ello se manifiesta paradigmáticamente en la forma en que habitualmente se excluye lo específico, propio precisamente de la psicología, a favor de lo general, paradigmático de la física, las matemáticas, la lógica. Y todo ello muy a pesar del empirismo tantas veces reclamado por parte de una psicología que se haya de autodenominar “científica”.

A partir de este movimiento, lo que se “piensa” debe haber sido pronosticado de antemano, previsto, controlado, o de lo contrario carecería de valor científico. Sin embargo, “pensar” en psicoanálisis significa, según lo hemos visto, buscar nuevas lógicas: re-pensar los antiguos conceptos, dejar que éstos se desarrollen y alcancen su madurez, pues su postulado es el de que los, diríamos, “conceptos psicológicos” tienen una vida propia, no derivada de la ciencia físico-matemática. De hecho, parece una ingenuidad pretender que la psicología (esto es, la mente) de un sujeto se desarrolle siguiendo el modelo de las ciencias naturales, sobre todo porque ¿cuál sería entonces el modelo: el de la física, el de la  biología? Muy al contrario. Freud, en El yo y el ello, ya advertía que «la investigación psicoanalítica no podía aparecer, desde el primer momento, como un sistema filosófico provisto de una completa y acabada construcción teórica, sino que tenía que abrirse camino paso a paso por medio de la descomposición analítica de los fenómenos, tanto normales como anormales, hacia la inteligencia de las complicaciones anímicas»[20].

Ricoeur concluye de estos argumentos la necesidad de que las formas de conocimiento científico “entren en análisis”. Según esto, se erigiría como una empresa a cumplir por parte de la ciencia la aceptación de que la misma es verdaderamente “morible”, esto es, que de repente podría estar totalmente equivocada, podría no servir para nada y, del mismo modo, ser abandonada con la misma inmediatez (en cualquier momento y sin previo aviso). Así es cómo introducimos a la ciencia en la “dinámica de la vida”, con lo que –quizás paradójicamente– cabe esperar que acabe finalmente por deshacerse el carácter “moribundo” del conocimiento científico, manifiesto en esa tendencia absolutamente neurótica de inmovilidad y de reafirmación del propio método. Es lo que este autor denomina “incorporarse a la historia del deseo”: el mismo (el deseo) no puede encontrar siempre su satisfacción, porque el principio de realidad le da a ver que esa pretensión es contradictoria.[21] De esta manera, continúa Ricoeur, el temor a la muerte, que es por definición lo inexorable, se sustituye por una suerte de elección de lo que ya no es “lo más terrorífico”, sino “lo más hermoso”. Se trata de una estrategia similar a como el arte «consigue una conciliación muy particular de ambos principios; el artista, como el neurótico, se aparta de la realidad, porque no puede resignarse a sus exigencias de renuncia pulsional, y traspone al plano de la fantasía y el juego sus deseos eróticos y ambiciosos. Pero merced a sus dones especiales, encuentra un camino para regresar del mundo de la fantasía al de la realidad: crea una nueva realidad, la obra de arte, en la que llega a ser efectivamente el héroe, el rey, el creador que deseaba ser, sin necesidad de hacer ese rodeo que consiste en transformar de modo efectivo el mundo. Los otros hombres se reconocen en esa nueva realidad, “porque experimentan la misma insatisfacción que él ante la renuncia impuesta por la realidad, y porque esta insatisfacción resultante de la sustitución del principio del placer por el principio de realidad es por sí misma una parte de la realidad”»[22].

El arte, y no el conocimiento, la forma más que el contenido, la praxis por encima de la verdad, la creación y no el descubrimiento, devienen de este modo el medio a partir del cual la insatisfacción individual del neurótico se hace comunicable y sólo así consigue tener efectos en la realidad. No ha de extrañarnos, pues, el hecho de que «la severidad de Freud para con la religión sólo [tenga] igual en su simpatía hacia las artes –dice Ricoeur–. “La ilusión es el camino regresivo, es el retorno de lo reprimido”. El arte, por el contrario, es la forma no obsesiva, no neurótica de la satisfacción sustitutiva … Jugamos [sencillamente] con las resistencias y con las pulsiones, obteniendo así un alivio general de todos los conflictos»[23]. Motivo por el que nuestro autor nos advierte de hasta qué punto «Freud se encuentra aquí muy cerca de la tradición catártica de Platón y Aristóteles»[24], ya que en este punto parecería haber encontrado, finalmente, una “solución”: el genio, pues, esquiva su neurosis, precisamente, gracias a la obra de arte. Su creación le sirve de “palabra”, de código de interacción con otros hombres, en el seno de la cultura, desde y por la cultura misma. El genio se convierte así, a un tiempo, en transmisor de sí mismo y en creador de su cultura, contra la que se venía revelando. Es decir: lo que en principio parecía un escollo, “el malestar en la cultura”, se trueca en él en un paso positivo, en el que por fin triunfa la teoría, diríamos: la racionalidad.

Sin embargo, y esto es lo dramático, no debemos perder de vista la “ligera narcosis” que las obras de arte están predispuestas a suministrarnos, de tal manera que, si nos despistamos, su ejemplo puede que no nos sirva sino a modo de placebo. Pues de nuevo nos encontramos –como sucediera anteriormente con las utopías– con que esta estrategia nuestra de eludir la pregunta maniática por la verdad, y disolverla en una forma de investigar más creativa, pero también más subjetiva, a menudo «sólo ofrece un refugio fugaz contra los azares de la existencia, careciendo del suficiente poderío como para hacernos olvidar la miseria real»[25]. La cual nos hemos propuesto, según lo advertido, transformar; o por lo menos encontrar los cauces que posibiliten nuestra participación efectiva en esa instancia aún ajena que denominamos realidad. Y sin embargo, parece que no hay salida: ¿de qué manera podríamos establecer unos límites adecuados, que pudieran asegurarnos del engaño, propio o, en nuestro caso, del psicoanalista, intérprete de nuestras palabras y, por lo tanto, portavoz de esa misma verdad que venimos rechazando?

 

 

 

3. Pensar en y contra la cultura:

Valor emancipador del psicoanálisis

El mismo argumento, expuesto en atención al psicoanálisis, reza como sigue. Primero: cuando hablamos de psicoanálisis, nos referimos sobre todo a la terapia, puesto que nos preocupa el carácter práctico que podamos deducir de esta disciplina, y no la fuerza demostrativa de sus posicionamientos teóricos. De este modo, nos encontramos con dos figuras fundamentales: el psicoanalista y el paciente. La figura del analista representa a la teoría, que se aplica como una red sobre el discurso informe y desestructurado del paciente; por su parte, el paciente, o analizante, se equipara con la actitud práctica, creadora, que se comprueba a sí misma en el exterior de la consulta, según éste quede más o menos contento con el resultado de la interpretación. Por lo tanto, en nuestra opinión, no se pueden equiparar en la terapia la posición del analista con la del analizante, puesto que sólo a éste último corresponde con propiedad la especificad terapéutica, o lo que es lo mismo, el componente práctico –que aquí hemos venido desarrollando en su clave emancipadora. Por eso conviene echar un vistazo a lo específico de la posición del analizante, que es precisamente el camino que nosotros creemos que debe emprender en nuestro tiempo la filosofía. Pero cuando concedemos todo el protagonismo a este sujeto, en detrimento del objeto en que la teoría lo convierte, entonces la preocupación por los “límites del conocimiento” parece trocarse en un peligro en cierto modo contrario, pero no menos alarmante: pues si el psicoanálisis, en la figura (general o específica) del terapeuta, es incapaz de imponer unos límites, unos valores más o menos específicos, bien es cierto que la terapia psicoanalítica no hace sino imponer su propio control sobre el sujeto, en la medida en que le lleva a pensar “de una determinada manera”. Así el paciente acaba por ser absorbido, no por su analista, no por la teoría en general, pero sí por un interés ulterior y que viene implícito en la “filosofía” que soporta la propia praxis terapéutica; a saber: la uniformización de todos los sujetos. Para el psicoanálisis, para que quepa alguna medida de su “éxito”, basta y es aún necesario que el sujeto acabe por sentirse finalmente cómodo “en su cultura”. No importa si se han conseguido o no los planes preimpuestos; lo verdaderamente relevante aquí es sólo que el sujeto no moleste, y que él mismo no se sienta molesto con respecto a su entorno. Para que el psicoanálisis marche adelante, es preciso que el paciente reconozca que toda la responsabilidad de su mal, de su frustración, está en él mismo. La sociedad, el entorno, no juegan aquí ningún papel. El sujeto juega consigo mismo, con su mente; la deforma e incluso llega a traicionarla, con tal de salvar una verdad inexpugnable: que “fuera de él” nada hay malo. Nada tiene por qué ser cambiado. Todo debe seguir como está.

Nos las habemos de esta manera con el riesgo de uniformización que representa la experiencia psicoanalítica. A grandes rasgos, la exposición de R. Minsky nos ofrecía dos claves para enfrentarnos a estos argumentos; a saber, que:

i) a ella el paciente se “somete” –sí, pero– por su propia voluntad; y del mismo modo puede interrumpir el análisis cuando le complazca.

ii) en ella no se da una reinterpretación del mundo, sino que se supone la propia interpretación (es decir, la narración) del paciente como lo verdadero por sí mismo.

Por eso sabemos que la teoría psicoanalítica no tiene en la terapia ocasión de sentir amenazada su propia autoridad, ya que la clave de la reinterpretación llevada a cabo por el analista consiste en hacer una suerte de desplazamiento suficiente, no exhaustivo, del sentido del discurso del analizante –el cual se extrapola, desde la pretensión de verdad con el que éste se maneja, hasta la manifestación de deseo con que juega el analista. De esta manera, aunque lo que se contara fuera falso, lo que importa es el deseo del paciente de contar tal cosa. Así, sólo se podría llegar a la necesidad de contradecir la narración del paciente en dos casos:

a) que el mismo considerase que la realidad está enteramente a favor de él (dispuesta para él, para su uso);

b) que la realidad estuviera en su contra.

Sin embargo, en ninguno de estos dos casos sería comprensible que el paciente se presentase ante el análisis; y su presencia, de cualquier modo, no podría conseguir ninguna eficacia. En el caso a), el del absoluto narcisista, el paciente hallaría su situación demasiado ventajosa como para arriesgarse a cambiarla (es lo que sucede a los pacientes histéricos, que manifiestan sus síntomas como problemas físicos, precisamente con el objetivo de esconder el carácter biográfico de la frustración); en el caso b), el del paranoico, no hay que olvidarse de que el analista es aquí también parte de ese mundo que lo persigue, de tal modo que la huída le resultaría demasiado sencilla –demasiado obvia a su infinita perspicacia– como para pretender que fuera a dejarse guiar por nada de lo que provenga desde el exterior. Por el contrario, si el paranoico se encontrara atendiendo a las valoraciones del analista, ello implicaría una necesidad, un deseo. Pero en este caso cabe decir que el paciente se encuentra repensando la realidad y su relación con ella. Si esto, finalmente, supone un riesgo de uniformización, entonces lo que nos estarían pidiendo los críticos es que asumamos dogmáticamente lo que con anterioridad habíamos venido pensando, a pesar de nuestra frustración evidente –que es, según lo venimos advirtiendo, más sentida que pensada, y que básicamente se manifiesta casi de modo exclusivo en la propia voluntad de salir de ella, de volver a tener contacto con la realidad perdida.

Por ello, según R. Minsky, todo intento de transformar eficazmente el entorno   –ya le llamemos cultura o, más generalmente, realidad– debe partir desde «el proceso de la psicoterapia, que depende del acceso del psicoterapeuta a sus propios sentimientos intuitivos y de empatía y a su conciencia de la existencia de una variedad de ideas psicoanalíticas». Este proceder «proporciona un medio para entender las dificultades inconscientes del paciente y con frecuencia genera un cambio cualitativo positivo en la vida de éste»[26]. Así pues, continuando la extrapolación, el psicoanalista debe aplicar la teoría psicoanalítica (debe psicoanalizar) a la cultura, para cambiar esas injusticias que nosotros mismos, desde dentro de ella, identificamos (por eso tiene vigencia el malestar en la cultura). Ello significa tomar una forma especial de conciencia al respecto de ellas de tal modo que conduzca a su transformación –de igual manera que el análisis supone un esfuerzo práctico, por parte del paciente, que se lleva a cabo con anterioridad, con posterioridad y, en cualquier caso, desde el exterior de la consulta. Por eso el psicoanálisis es –y esto sería lo que le diferenciara de los otros tipos de teoría– pensamiento profundo, en un sentido muy específico que implica siempre transformación.

Pero a nuestro parecer, con esta insistencia con la que R. Minsky reclama “el acceso del psicoterapeuta a sus propios sentimientos”, etc., se caracteriza la relación analista-paciente de una tal forma que finalmente se otorga toda la responsabilidad de lo que Ricoeur denomina “éxito terapéutico” no a la figura del paciente, sino sobre todo a las interpretaciones llevadas a cabo por parte del analista, esto es, de la autoridad, del representante oficial de la “teoría” –inclusive el caso de un hipotético psicoanalista que fuera capaz de analizase a sí mismo. Sin embargo, esta forma de concebir la relación terapéutica deja de lado precisamente aquello que hemos querido destacar en ella (por cuanto que la queramos entender, precisamente, como terapia): su vertiente práctica. Ello es así porque, al conceder el máximo protagonismo al analista –en detrimento del analizante–, nuestra atención se centra ante todo en la corrección o no de sus interpretaciones; lo que concluye finalmente en la tan manida pregunta por la cientificidad del psicoanálisis –esto es, por la posibilidad de descubrir alguna suerte de criterios de validación de la teoría[27]. El propio Ricoeur, al introducir la cuestión de la terapia en sus argumentaciones, acaba por preguntarse si tal vez no serviría el éxito terapéutico como ejemplo de la verificabilidad del psicoanálisis[28]. Pero, según la tesis que hasta aquí hemos venido defendiendo, no hay forma “real” de armonizar esta preocupación por la verdad con el interés práctico que nos ocupa: si queremos la integridad del sujeto, en la medida de lo posible, con su realidad, entonces resulta vana y aun perniciosa la preocupación por los límites de verificabilidad de nuestro proceder. Esto es así porque estos “límites de verificabilidad” se mueven por un interés distinto al interés práctico, es decir, se mueven por el interés teórico, que a su vez hemos venido identificando con la sucesión entre pulsión de muerte y principio de constancia. Recordémoslo, la teoría es entonces la forma que la institución tiene de controlar al sujeto; y esto lo lleva a cabo, además, según el texto de Freud, mediante el sentimiento de culpa, lo que implica el inevitable malestar del sujeto.

Conviene, pues, insistir en que lo que está en juego no es tanto la interpretación que, ya el analista ya el analizante, hagan de la realidad, de las formas sociales. Muy al contrario, el paciente analizándose encuentra mayor profundidad en sus juicios sobre el mundo, descubre la complejidad, nunca del todo descifrable en términos causales, de la realidad. En cambio, su frustración no es un desasosiego de orden epistemológico, pues el sujeto no puede conocer el camino de antemano, y así ha de considerar que el primer paso de la acción no es el conocimiento, la verdad, sino el deseo y su decidida puesta en práctica: su voluntad. En este sentido es en el que la terapia aparece, fundamentalmente, como un modo práctico de hacer filosofía, en el cual pensar consiste ante todo en posibilitar la acción, ya que donde este pensamiento se pone en juego no es en la misma interpretación, en la lógica demostrativa de la teoría, sino en la vida, que nunca demuestra nada y es siempre parcial, insegura e inestable. El neurótico, precisamente, no es neurótico en la consulta, sino cuando sale de ella. La tarea es pues conseguir la unidad del sujeto consigo mismo: que sea la misma persona cuando está en la consulta y en el exterior, según lo desea y según consigue dar realidad a su voz. Mas esto no nos remite en exclusiva a las distintas versiones de su personalidad, sino sobre todo a su voluntad y la forma como ésta se convierte en acción: la teoría se vuelve praxis, y el juicio, conducta. Finalmente, y como hemos querido argumentar, obtenemos que no era sino la esquizofrenia existente entre estos términos la que acababa por conducir al sujeto por los caminos ya preestablecidos desde la institución, uniformizándolo, y no al revés: tal es precisamente el poder de constricción que tiene sobre nosotros la cultura.

Por lo tanto, podemos resumir en tres los factores que todo intento de hacer filosofía debe tener en cuenta si quiere servir “para algo”; es decir, si quiere tener algún tipo de aplicación sobre la realidad –incluso transformándola, si fuera lo que creyera conveniente–; a saber:

         - voluntad

         - repensamiento

         - acción encaminada a la comprobación de lo anteriormente pensado, esto es, reconducida a un segundo nivel de repensamiento.

Y esta última tarea cabe llevarla a la práctica sin descanso, pues consiste en la propia tarea del vivir y, en este caso, del vivir socialmente responsable, donde nuestra acción realmente ha de tener consecuencias para tener siquiera sentido[29] –esto es, para comprobar si la teoría, lo que habíamos pensado, estaba o no equivocado. En realidad, este último punto viene a coincidir con lo que en Foucault conocemos como el “cuidado de sí mismo”: lo importante no es tanto el hecho de cambiar cuanto de repensarnos como sujetos, ponernos en la posición de interrogarnos acerca de si queremos seguir como hasta ahora, por qué sí o por qué no y por qué y en base a qué consideramos que podríamos cambiar. La diferencia que expresa Foucault –que es precisamente uno de los autores que con más insitencia denuncian el riesgo de uniformización que plantea el psicoanálisis–, consiste en que lo que a él le importaba era el “poder” que sobre el sujeto ejercía la teoría a través de su puesta en contacto mediante la terapia; pero de este modo pasaba completamente por alto la manifestación que ésta conlleva de una voluntad que se ejerce antes y después de este delicado contacto con el autoritario psicoanalista, peculiar policía de la intrínsecamente autoritaria sociedad.

En cualquier caso, somos cabales y consideramos que el riesgo que denuncia Foucault existe, pues el mismo no deja de ser riesgo de equivocarnos, de no avanzar en la vía correcta o incluso de no conseguir emprender ningún camino; pero este peligro es intrínseco no de ésta sino de cualquier otra forma que adopte el sujeto a la hora de tomar contacto con la –no lo olvidemos– impredecible y fundamentalmente frustrante realidad. No obstante, después de nuestra larga argumentación, mal haríamos si nos agazapáramos ante el descubrimiento de una tal incertidumbre. El temor al riesgo, que hemos venido equiparando con el temor a la muerte (principio de constancia), primero, y con pulsión de muerte, después, encuentra su máxima realización en esa suerte de neurotización que sufre el sujeto de conocimiento al estilo katiano, obsesionado por lo que las cosas “son” y especialmente preocupado por no confundir lo que en ellas percibimos porque, efectivamente, “así es como son”, de lo que en cambio sólo vemos porque, en realidad, “nos gustaría que así fuesen”. En nuestra argumentación, hemos intentado defender una postura que trata de acudir a la realidad no para comprobar si ésta se adecua con el intelecto (que es lo que caracteriza a toda búsqueda de la verdad), sino para “analizar” lo que en ella hay de nuestro deseo. Lo que las cosas “son”, a la hora de conocerlas, conlleva un aparato de análisis muy distinto que cuando buscamos lo que las cosas “son” haciendo hincapié, antes que nada, en lo que queremos y en lo que pueden llegar a ser en función de aquello que queremos. Por eso hablamos de “realidad” (con comillas) o de “pensamiento”, que son formas alternativas de entender la relación que mantienen inexorablemente los hombres con el mundo que, a nuestro entender, mucho favorecerían a los filósofos y a la filosofía. Esto supone, sobre todo, una pérdida de exactitud, e incluso de rigor: implica la casi certeza de equivocarnos, puesto que, al tomar parte la acción ya en el propio pensamiento, ponemos en práctica esquemas que no estamos seguros de su corrección. Pero, del mismo modo, tampoco llegaremos a saber nunca todo lo que de sí “podría” llegar a dar la realidad, no habrá nunca utopías perfectamente racionales, pues lo que nos interesa es un pensamiento que tenga como protagonista, no a la realidad –insistimos–, sino al sujeto; no a la filosofía, sino al filósofo que, como sujeto de una disciplina teórica tan confusa como la suya, es el principal perjudicado por la imposición externa de límites “reales” –los límites acerca de lo que se nos dice que nos es lícito conocer o lo que se puede llegar a hacer con ese conocimiento. Y, por lo mismo, nos parece que es el más interesado en romperlos, aunque sólo sea con el ya moribundo objetivo de imponer otros límites nuevos, de construir una nueva realidad en la que sienta que puede moverse, “verdaderamente”, en libertad.

 



*Presentado en el VII Congreso Nacional de Estudiantes de Humanidades. “Los Olvidados y los Marginados”. Symposion Asociación Cultural. 2, 3 y 4 de Abril 2007. Faculad de Filosofía y Ciencias de la Educación.

**Estudiante de 5º de Lic. Filosofía en la Facultad de Filosofía y CCEE, Universidad de Valencia, e-mail: fonso13@msn.com y algrago@postal.uv.es

[1] C. Gómez Sánchez, Freud y su obra. Génesis y constitución de la Teoría Psicoanalítica, ed. Biblioteca Nueva y APM, Madrid, 2002, pág. 320.

[2] C. Gómez Sánchez, Freud, crítico de la Ilustración, ed. Crítica, Barcelona, 1998, pág. 169.

[3] Ibíd.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd., pág. 23.

[6] S. Freud, Tótem y tabú. Citado en C. Gómez Sánchez, Ibíd, pág. 24.

[7] Es paradigmático de este movimiento la dialéctica hegeliana, que asegura traer consigo el final de la historia. Por su parte, ha sido ésta una crítica frecuentemente vertida contra el psicoanálisis, por ejemplo, por K. R. Popper, Conjeturas y refutaciones, Paidós, Barcelona, 1982; a saber: la de que el psicoanalista someta al analizante a la trampa de que su interpretación, si es aceptada, vale como correcta, y si es rechazada, vale por cuanto toca al foco de la resistencia. A nosotros nos parece, con todo lo oportuna que pueda ser una crítica tan señalada, que resulta paradójico reprochar al psicoanálisis el que busque interpretaciones de un contenido que es efecto de la escucha, cuando lo propio de las propuestas alternativas consiste en lo contrario, es decir, en no permitir la voz discordante del paciente.

[8] S. Freud, Ibíd.

[9] R. Minsky, Psicoanálisis y cultura. Estados de ánimo contemporáneos, ed. Cátedra, Madrid, 2000, pág. 31.

[10] Ibíd.

[11] Aunque quizá quepa interpretar el fracaso, tanto histórico como moral, de las sociedades socialistas bajo el influjo de esta destructividad que renuncia a jugar con la realidad específica de cada caso.

[12] P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, Madrid 1999, pág.285. La cita de Freud corresponde a Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci, Obras Completas, II, pág. 1103.

[13] Ibíd., pág. 293.

[14] Ibíd., pág. 276.

[15] Ibíd. 269-275.

[16] Ibíd., págs. 276.

[17] C. Gómez Sánchez, Freud, crítico de la Ilustración, Op. Cit., pág.188.

[18] S. Freud, El porvenir de una ilusión, Obras Completas, III, pág. 2988. Citado en C. Gómez Sánchez, Freud, crítico de la Ilustración, Op. Cit., págs.188.

[19] C. Gómez Sánchez, Freud, crítico de la Ilustración, Op. Cit., pág.190.

[20] S. FREUD, El yo y el Ello, en Obras Completas, III, pág.2714.

[21] P. Ricoeur, Ibíd., pp. 287-288: «… la aceptación verdadera de la muerte se distingue de una fantasía regresiva de vuelta al seno materno sólo si aquélla ha atravesado la prueba de una visión científica del mundo … Resignarse a lo inexorable no se reduce a un simple conocimiento de la necesidad, quiero decir, a una extensión puramente intelectual de lo que hemos llamado prueba de la realidad, al nivel de la percepción; la resignación es una tarea afectiva, un trabajo de corrección aplicado al núcleo mismo de la libido, a la entrada del narcisismo. Por eso es por lo que la visión científica del mundo debe incorporarse a la historia del deseo».

[22] Ibíd., pág. 289.

[23] Ibíd., págs. 288-289.

[24] Ibíd., pág. 289.

[25] C. Gómez Sánchez, Freud y su obra. Génesis y constitución de la Teoría Psicoanalítica, Op. Cit., pág. 320.

[26] R.Minsky, Psicoanálisis y cultura. Estados de ánimo contemporáneos, Op. Cit., págs. 19-20: «Sin recurrir a un burdo reduccionismo, de una manera semejante, si hacemos un uso ecléctico de ideas psicoanalíticas y de nuestras propias reacciones intuitivas y de empatía para identificar los elementos subconscientes que están posiblemente presentes en fenómenos culturales … llegaremos posiblemente a un entendimiento que puede sugerir nuevas direcciones para el cambio cultural. Centrarse únicamente en los procesos conscientes las podría tal vez dejar sepultadas y “no pensadas”».

[27] Lo que conlleva la preocupación por encontrar la forma de asegurarnos que las interpretaciones están siendo correctas y que las tan traídas críticas de Popper al psicoanálisis están del todo injustificadas

[28] La respuesta de Ricoeur es negativa (P. Ricoeur, Op. Cit., pág. 302). Sobre este aspecto, Cf. C. Gómez Sánchez, Freud y su obra. Génesis y constitución de la Teoría Psicoanalítica, Op. Cit., pág. 235, explicando al propio Ricoeur: «… Susceptible de ocuparse de las más variadas manifestaciones de la cultura y, en principio, de todas ellas, por cuanto que todas pueden ser interrogadas psicoanalíticamente, los límites entonces no se refieren tanto al campo de estudio, que sería ilimitado, cuanto al enfoque desde el que se efectúa, al punto de vista y la perspectiva adoptados, que no tienen por qué negar otros enfoques y acercamientos. … P. Ricoeur ha destacado con fuerza que esos límites vienen dados por los marcos de referencia desde los que la interpretación se efectúa; esto es, por el valor ejemplar que para la misma tienen el sueño y la neurosis …».

[29] Por cierto que lo habitual que es la acción contraria en la política actual –acciones que se les supone el sentido, tengan eficacia o no: véase las ONG’s, etc.– es algo a repensar (y denunciar) en nuestra sociedad.