Original
en alemán publicado en Der Spiegel el 2 de Junio de 2001. Traducción de Eusebio
Val
No hace todavía demasiado tiempo que
muchos se quejaban de la pérdida de las utopías, que desde su nacimiento se
vieron como maná celestial para el sector pensante de la humanidad. Sólo su
construcción lógica diferenciaba estos proyectos de los meros deseos idílicos
sobre la mejora de nuestro destino. Las utopías eran, sin excepción, papeles de
calco europeos para erigir una sociedad ideal en la que ya no sería el viejo
Adán el que llevaría las riendas, sino el "hombre nuevo".
Todos los intentos de hacerlas realidad
acabaron, tarde o temprano, en un lamento, hasta llegar al "anno
mirabili" de 1989. Por la psiquiatría sabemos con qué facilidad se puede
pasar de una fase depresiva a una maniaca y al revés. Bastantes indicios hacen
suponer que un cambio tan repentino no sólo es posible en pacientes
individuales, sino en grandes colectivos.
En los años 70 y 80 del siglo pasado
parecía dominar la depresión. En todas partes se presentaban escenarios de
decadencia. La guerra fría, con sus bloqueos y sus conflictos por delegación,
había llevado a la parálisis de la política mundial. Asomaban catástrofes
ecológicas de toda índole. El Club de Roma profetizaba el agotamiento en poco
tiempo de todos los recursos finitos. Se hablaba de invierno nuclear. Las
visiones apocalípticas no sólo se extendían por las películas de Hollywood y en
la televisión. Pero parece que las sociedades occidentales se alegraron
demasiado pronto de su propio hundimiento.
Antes del fin de siglo empezó la fase
maniaca. Esta vez no fue la filosofía de la historia la que aguardaba con
promesas salvadoras. Ningún partido, ninguna ideología política se presentó con
un nuevo proyecto para la humanidad. Al contrario, el colapso del comunismo
dejó un vacío ideológico que ni la vieja ni la nueva izquierda pudieron llenar.
Las nuevas promesas utópicas llegaron de los institutos de investigación y de
los laboratorios de ciencias naturales. Y no se tardó demasiado hasta que un
fantástico optimismo dominó la escena.
Casi de la noche a la mañana retornaron
todos los temas del pensamiento utópico: el triunfo sobre todas las carencias y
deficiencias de la especie, sobre la estupidez, el dolor y la muerte. De
repente, muchos dijeron que se trataba sólo de una cuestión de tiempo hasta
llegar a la mejora genética del hombre, hasta acabar con la vieja forma de la
fecundación, del nacimiento y de la muerte, hasta que los robots eliminaran la
maldición bíblica del trabajo, hasta que la evolución de la inteligencia
artificial pusiera fin a la molesta escasez. Las fantasías ancestrales de poder
absoluto encontraron un nuevo refugio en el sistema de las ciencias.
Esta situación no afecta en absoluto a la
totalidad de la producción intelectual. Cada vez se hace más clara la posición
hegemónica de unas pocas disciplinas que disponen de recursos decisivos como
dinero y atención, mientras que otras -como la teología, la literatura, la
arqueología y, desgraciadamente, también la filosofía- sólo desempeñan un papel
marginal, cuando no decorativo. Se las tolera y se las aprecia por ese carácter
inofensivo que les adjudica el Estado y el poder económico. Es seguro que en
esta situación no cabe esperar de ellas promesas utópicas.
También ciertas disciplinas en las ciencias naturales, como la geofísica o la
meteorología, llevan una vida más bien modesta a la sombra de las llamadas
ciencias dominantes. Este papel lo tuvo en el siglo XX la física teórica. Entre
tanto, junto a la informática y las ciencias cognitivas, el papel lo ocupa la
biología.
Resulta evidente que estas transformaciones tan profundas del sistema
científico no pueden carecer de pretensiones ideológicas. Si hubo un tiempo en
que los chamanes y los curanderos eran los responsables de vencer los males,
ahora lo son los biólogos moleculares y los genetistas. De la inmortalidad ya
no hablan los sacerdotes, sino los investigadores. Las nuevas utopías se
presentan a la opinión pública con campañas sin precedentes. No es casualidad
que sean los científicos norteamericanos quienes, con frecuencia, lleven la voz
cantante.
Fe renovada en el progreso
El optimismo endémico, la conciencia misionaria y la posición hegemónica de
Estados Unidos suministran el trasfondo ideológico. La vieja y buena creencia
en el progreso, de la que hasta hace poco nadie quería saber nada, experimenta
un retorno triunfal. No todos los científicos pueden o quieren simpatizar con
este papel salvador. Contradice todas las tradiciones del "escepticismo
organizado" la teoría de la prueba y de la precaución sensata. Sin
embargo, la situación objetiva de las instituciones científicas se ha
transformado radicalmente en muy poco tiempo.
La distancia entre la investigación y su explotación económica se ha acortado
de tal manera que poco queda de esa independencia de la que tanto se vanagloria
la ciencia. Las enormes inversiones en investigación deben dar beneficios con
rapidez. Los sabios independientes se convierten en socios y empresarios de un
complejo científico-industrial que crece a velocidad vertiginosa y da trabajo a
los abogados de patentes, bancos emisores, gurús bursátiles y agencias de
relaciones públicas. Los flujos de dinero agudizan la competencia y la presión
de los medios de comunicación
Quien no quiera perder el tren debe prometer más de lo que puede cumplir. Es
sabido que una fase maniaca se caracteriza por la pérdida sistemática de la
percepción de la realidad. No es extraño que la utopía oculte las experiencias
históricas y no se asuman los fracasos. ¿No fue considerado el materialismo
dialéctico en la Unión Soviética como una base científica irrefutable, por no
hablar de las fantasías eugenésicas del premio Nobel Hermann J. Müller? ¿Quién
se acuerda todavía de las promesas de felicidad de la industria atómica en los
años 50 o 60? La energía nuclear era considerada la llave para el país de la
jauja energética. No se preveía que hubiera consecuencias problemáticas. ¿Y qué
decir de la inteligencia artificial, cuyos profetas, hace ya 30 años, prometían
para el final de siglo máquinas que podrían superar las funciones de nuestro
cerebro?
Nadie compara estas predicciones con los pobres resultados de inversiones
millonarias para que tortugas electrónicas se esfuercen en subir una escalera.
Y mientras los medios saludan con titulares cualquier progreso, sobre todo en
la investigación médica, los riesgos comerciales y los efectos secundarios,
siempre que no tengan dimensiones catastróficas, quedan relegados a una nota
marginal en la sección científica del diario. Invencible parece la tendencia
del público a la fácil creencia y la incorregibilidad de los deseos.
Cada vez se hace más difícil distinguir entre la "gran ciencia" y la
ciencia ficción. No es ciertamente una casualidad que una parte de la actual
generación de investigadores, especialmente en EE.UU., definan su horizonte
cultural a través de series de TV como "Star Trek". Se trataría con
injusticia al género si se le atribuyera el malvado optimismo de la fracción
Frankenstein, pues en la historia de la ciencia ficción predomina desde hace
tiempo la parte de las utopías negativas, que pintan sobre la pared todos los
horrores posibles del futuro.
No puede sorprender que los evangelistas de la inteligencia artificial, de la
técnica genética y de la nanotécnica opten por una lectura unidimensional de
estas visiones. Es natural que en la fase maniaca, que se caracteriza por esa
pérdida del sentido de la realidad, las protestas y las objecciones no tengan un
efecto duradero.
Desorientación política
También la política se muestra desorientada e impotente ante el complejo
científico-industrial. Su estrategia es simple. Tiende de forma rutinaria al
"fait accompli", que la sociedad debe aceptar, con independencia de
cómo resulten los hechos finales. Tan rutinario como el rechazo a cualquier
resistencia, que se despacha como ataque a la libertad de investigación, como
una enemistad primitiva hacia la ciencia y la técnica, como un miedo
supersticioso al futuro.
Eso son argumentos de autodefensa y mentiras útiles como las que uno está
acostumbrado a oír de los políticos o de los miembros de los
"lobbies". No caben en una discusión racional. Desacreditan a quien
las pone en circulación. No son únicamente los ignorantes o quienes desprecian
la ciencia los que acogen con desconfianza las sensacionales promesas de la
utopía. Quien quiera convencerse, le basta con conversar a solas toda una noche
con investigadores competentes de otras disciplinas y se dará cuenta de que al
cristalógrafo, al astrofísico, al topólogo les repugna en extremo la
jactanciosa arrogancia de sus colegas.
También en las ciencias biológicas hay una mayoría silenciosa que ve en peligro
su razón de ser y sus parámetros. Sin embargo, hace oír su oposición con tanta
humildad que apenas encuentra audiencia en los medios. En estos procesos tan
rápidos nunca falta la referencia a las aspiraciones favorables al hombre, de
las que todos los proyectos utópicos, desde Campanella a Stalin, se han
enorgullecido.
La cría de repuestos humanos y su almacenamiento se considera un imperativo
terapéutico, el disco duro garantiza la inmortalidad de la conciencia, el deseo
de tener hijos se presenta como un derecho humano absoluto. La fantasía no se
pone límites. Sólo comenzarán a surgir sospechas cuando estas ideas se
justifiquen por el miedo a los sacrosantos puestos de trabajo, la
competitividad del emplazamiento. No se trata sino de una serie de fríos
intentos de golpe con el objetivo de desactivar todos los procesos de decisión
democráticos.
La industria fusionada con la ciencia se presenta como poder supremo que decide
sobre el futuro de la sociedad. Está creando una tercera naturaleza, un
procedimiento que, en gran parte, transcurre como un proceso natural, con la
diferencia de que el necesario flujo de energía no procede del entorno, sino
del capital.
Sus protagonistas más petulantes explican a todo el que desea escuchar que no
están dispuestos bajo ninguna condición a aceptar limitaciones legales.
Anuncian abiertamente que tienen la intención de realizar su tarea, que si es
necesario, según el ejemplo de los que lavan dinero o los traficantes de armas,
seguirán en lugares donde no se conozcan los escrúpulos y no deban temer
sanciones.
Esta ofensiva va acompañada de la queja ritual sobre la falta de aceptación por
parte de aquella opinión pública, que no es preguntada en todas las decisiones
relevantes, y sobre el afán sensacionalista de los medios, como si no fuera
precisamente todo lo contrario, que los voceros del mercando de las tecnologías
de futuro han aprendido a instrumentalizar los medios para sus fines. Tanto es
así, que cada vez que un Parlamento se ocupa de cuestiones biopolíticas, la
televisión muestra desgraciadamente a pacientes que sufren raras enfermedades
hereditarias. ¿Quién se atrevería a negarles la necesaria ayuda? ¿Quién quiere
escatimar admiración a una industria que está dispuesta a invertir millardos
para aliviar su destino, aunque sea a muy largo plazo?
Pero el imperativo terapéutico sería más creíble si se tratara de enfermedades
como la malaria o la tuberculosis, de las que año tras año mueren millones de
personas, aunque su combate apenas avanza. Aquí no parece importar nada la tan
cacareada relación coste-beneficio. Eso infunde la sospecha de que cada vez
tiene menos importancia el juramento hipocrático. Lo que está en juego es un
proyecto mucho más volcado en el futuro: la nueva cría de la especie.
Falsa
responsabilidad
El concepto de la responsabilidad, muy dañado ya por el abuso que hacen de él
los políticos, se convierte en un mero simulacro. Y no sólo por parte de los
charlatanes y estafadores del sector. Éstos no se sienten en absoluto obligados
a justificar o responsabilizarse de nada. El problema no se reduce a las muchas
veces citadas ovejas negras. Tampoco los científicos que respetan las estrictas
normas de su oficio se ven capaces de responsabilizarse de las consecuencias de
su actuación.
Ello se debe a que estas consecuencias, por principio, no son previsibles.
Aunque hoy en día nadie pueda ya reivindicar para sí mismo la falta de
culpabilidad histórica del monje agustino Gregorio Mendel, tampoco ningún
matemático aceptaría que antes de publicar los resultados de su investigación
tuviera que evaluar las aplicaciones futuras que pudieran hacer los servicios
secretos, los militares o las organizaciones criminales.
Mientras existan las actuales civilizaciones, el más insignificante
descubrimiento científico es irrevocable y provoca una cantidad incontrolable
de ampliaciones. Con igual derecho reivindican los defensores del complejo
científico industrial la total dependencia de esta civilización de los frutos
de la investigación pasada y actual. Nadie, salvo algunos sectarios, están
dispuestos a renunciar a los helicópteros de salvamento, las tomografías o los
antibióticos. Por todas estas razones, las presentes discusiones sobre política
biológica o tecnológica, con independencia de sus cualidades escolásticas,
muestran una extraña inocencia e impotencia.
Sorprende que en todos esos gremios, comisiones y consejos de expertos que
surgen como setas sólo sean capaces de responder con sus simples opiniones a la
fuerza de los hechos, que día tras día imponen sus normas. Mientras que unos
actúan como simples portavoces de sus grupos de interés, otros intentan, con
argumentos variables, salvar lo que sea posible. También los legisladores,
fuertemente divididos entre las profundas reservas morales y los imperativos de
la competencia global, son sólo capaces de tomar decisiones ad hoc que, en el
momento mismo de anunciarse, han sido superadas por nuevas posibilidades de
actuación de la ciencia.
La realidad es que resulta ya del todo imposible establecer un consenso ético
sobre las cuestiones básicas de la existencia humana. Los debates sobre la
llamada eutanasia activa y sobre las posibilidades de la selección genética
debían haber convencido también a los que creen de buena fe en estos
descubrimientos. El individuo se ve con ello relegado a una posición en la que
pierde toda confortabilidad moral. Ya no puede delegar una serie de decisiones
existenciales a ninguna instancia vinculante. Cuando están en juego sus
intereses vitales elementales, no puede confiar ni en los políticos ni en las
principales religiones. Ese es un desafío que sobrepasa a la mayoría de las
personas.
Pero mientras el individuo, en una fase de transición, tenga libertad para no
hacer uso de los avances que promete el complejo científico-industrial, le
quedará todavía la posibilidad de decir: conmigo no. Hasta ahora aún se permite
vivir sin madres de alquiler, xenotrasplantes, clones y selección prenatal.
Todo el que escoja este camino de autodefensa debe tener claro el precio de su
negativa. Probablemente es más fácil decirlo que hacerlo. Es iluso, empero,
quien se aferra a pensar que estas decisiones individuales se producen en
tolerancia mutua, quien piensa que las visiones utópicas de muchos científicos
y de sus aliados económicos se pueden llevar a la práctica sin conflicto y sin
violencia.
Un
fracaso anunciado
Toda la experiencia histórica lo rebate. No sólo las inevitables decepciones,
que, como sombras, siguen a la euforia de cada fase maniaca, podrán límite al
fatalismo del progreso. También cabrá esperar graves conflictos allí donde la
investigación industrial logre de verdad éxitos. Esa minoría empujada al
silencio se rebelará, al menos cuando llegue el momento en que aparezcan los
primeros daños colaterales del proceso científico y los grandes riesgos
imprevisibles tomen forma.
Es curioso que los protagonistas del proceso no estén preparados para lo que se
les viene encima. No se necesita mucha fantasía para predecir que los primeros
contratiempos desencadenarán una movilización militante que dejará pequeñas a
las de Wackersdorf y Wendland (contra la energía nuclear y los transportes
radiactivos). Si incluso los defensores de los animales son capaces de
reacciones terroristas, ¿qué forma puede adoptar la resistencia cuando no se
trate de riesgos abstractos, sino sobre la propia piel, sobre fecundación,
nacimiento y muerte?
Es imaginable que determinadas investigaciones sólo sean posibles en
instalaciones de alta seguridad y que muchos científicos sean confinados en
fortalezas armadas. Naturalmente, esto no quiere decir que una minoría
dispuesta a todo sea capaz de parar el proceso o incluso revertirlo. A la
postre, la utopía del total dominio de la naturaleza y del hombre, como todas
las utopías anteriores, no fracasará por sus detractores, sino por sus propias
contradicciones y delirio de grandeza.
Nunca la humanidad se ha liberado voluntariamente de sus fantasías de poder
absoluto. Sólo cuando la hidra haya hecho su camino se tomará conciencia, a la
fuerza, de los propios límites, probablemente a un precio catastrófico.
Entonces volverá a tener también su oportunidad una ciencia que respetamos y
con la que podemos vivir.
FIN.