Herman van Den Berghe
Universidad de Perugia
¿Por quién nos
interesaremos en el futuro? Puede parecer extraño proponer este tema cuando en
los países occidentales hemos aceptado por fin, durante las últimas décadas, a
las personas minusválidas y discapacitadas como miembros de pleno derecho de
nuestra sociedad... al menos en principio. Nuestro interés por los menos
válidos, por quienes son diferentes, puede y debe aún aumentar.
Intelectualmente válidos y emancipados, nuestros hermanos y hermanas con
minusvalías podrían elocuentemente contarles cómo, en casi todos los aspectos
de la vida (incluso para permitirles acceder a edificios y transportes
públicos), a ellos y a sus cuidadores se les exigen esfuerzos adicionales.
Pero, por lo general, y sin mostrar complacencia alguna, podemos afirmar que la
mentalidad de la sociedad ha cambiado y que, si bien muchos de nosotros nos
sentimos todavía incómodos en presencia de minusválidos -al extremo de que
existe una tendencia generalizada a hablarles más alto de lo normal, como si
ello compensara o corrigiese algo-, hoy día la sociedad se interesa.
Evitamos lo mejor que
sabemos -Italia ha sido una precursora y un brillante ejemplo en este sentido-
apartar a los menos válidos, como hacíamos antaño, en institutos especiales o
especializados, institutos que solían hallarse en la periferia de las ciudades
u ocultos en el campo; hemos desarrollado tecnologías especiales, programas de
aprendizaje y educativos, así como de atención médica especiales, y hasta la
cirugía fetal se encuentra bien encaminada para corregir una serie de
malformaciones prenatales que son detectadas ecográficamente. En conjunto,
existe compasión, simpatía y, como principio destacado, existe respeto hacia la
dignidad humana.
¿Por qué entonces mi
preocupación? Mi preocupación está originada por el desarrollo espectacular de
la tecnología genética. Pese a Mendel, la genética es una ciencia del siglo
veinte y está llamada a ser la ciencia de la primera mitad del nuevo
siglo. Inicialmente su desarrollo fue lento: sólo en 1944 se reconoció el ADN
como la molécula de la vida; su estructura fue desentrañada por Watson y Crick
en 1954; los 46 cromosomas humanos -23 pares- que son las unidades
organizativas y vehiculares de nuestro ADN nuclear fueron visualizados por vez
primera, individualmente, en 1956, y la primera anomalía en ser descrita fue la
trisomía 21 o mongolismo, en 1959. La primera alteración genómica adquirida (el
cromosoma Philadelphia de la leucemia mielocítica crónica) fue
descubierta en 1960.
Pero la investigación
del ADN mediante procedimientos bioquímicos clásicos resultaba imposible,
puesto que todos ellos destruían la estructura de la molécula. Unicamente con
el descubrimiento de los enzimas de restricción, a mitad de los años 70, el ADN
revelaría su composición. Cada uno de estos enzimas, presentes en todos los
organismos vivos, puede cortar el ADN en un restringido número de sitios -de
ahí su nombre- y son los instrumentos quirúrgicos que permiten investigar
fragmentos del -por otra parte- intacto ADN, e identificar secuencias
específicas correspondientes al ADN activo y al denominado inactivo.
De este modo,
averiguamos que poseemos cerca de tres billones de unidades de ADN, nucleótidos
integrados por un ácido fosfórico constante, un azúcar desoxirribosa constante
y cuatro posibles bases -en realidad pares de bases, ya que el ADN es de
filamento doble-. De los tres billones, más del 90% no participa activamente en
la elaboración del embrión y el feto, ni en la vida posparto; menos del 10%
constituyen nuestros genes activos, cuyo número se calcula en aproximadamente
100.000, de los cuales compartimos el 95% con otros mamíferos y más del 99% con
nuestros primos el chimpancé y el gorila. Incluso compartimos algunos de
nuestros denominados genes domésticos con las bacterias. Todos estos
genes se codifican en una cadena de proteínas, en diversas conbinaciones de 20
aminoácidos posibles, cuya especifidad la controla el código genético. Las
proteínas pueden a su vez combinarse con otras proteínas, o con azúcares y
lípidos, para constituir moléculas más complejas como, por ejemplo, las
utilizadas en la membrana de la célula.
El primer gen humano en
ser secuenciado fue la fracción proteínica de la hemoglobina responsable del
transporte del oxígeno en la sangre: la globina, en 1982. Desde entonces,
millares de genes han revelado su estructura, sobre todo después de que en 1988
-hace diez años- se iniciara el proyecto del Genoma Humano, una empresa mucho
más ambiciosa que colocar un hombre en la luna.
Se calcula que la mitad
de nuestro genoma está actualmente descifrado. Podría ser más, en realidad,
puesto que la mayor parte de lo que hace la industria no se divulga; podría
incluso hallarse patentado, un asunto muy debatido entre EE UU y la Unión
Europea, quien estima que las moléculas ya existentes en la naturaleza no
pueden patentarse. Esperamos conocer la totalidad de nuestro genoma para el año
2005.
Entre estos genes
figuran varios millares que causan enfermedades genéticas. Ejemplos frecuentes
son la fibrosis quística, con un portador de la enfermedad de cada 20 personas;
la distrofia muscular de Duchenne; la esclerosis lateral amiotrófica; una serie
de fallos ingénitos del metabolismo, y otras muchas presentes al nacer o que
surgen en los primeros años de la existencia y dificultan en sumo grado la vida
normal. Muchas de ellos ocasionan un gran sufrimiento y la muerte prematura.
Cada vez más, hoy día
resulta posible detectar la presencia de cualquier gen patológico en cualquier
célula de cualquier persona y en cualquier momento, desde antes del nacimiento
hasta mucho después de la muerte. Por mor de un segundo avance tecnológico -la
reacción en cadena de la polimerasa-, sólo se precisa para ello una célula y una
cantidad infinitesimalmente pequeña de ADN nuclear. Al mismo tiempo, la
tecnología cromosomática ha progresado considerablemente, hasta el punto de que
puede detectarse el cambio cromosómico más sutil con la resolución de un
microscopio sofisticado.
Las consecuencias de
esta explosión tecnológica del ADN son enormes. En los individuos nacidos vivos
se han identificado varios centenares de alteraciones cromosómicas y se han
descrito los efectos de su existencia en términos de malformaciones físicas,
defectos orgánicos y/o retraso mental. La selección natural, que en la vida
posparto es fuertemente contrarrestada por la moderna medicina, se encuentra
prenatalmente en pleno funcionamiento: la pérdida de un cromosoma es siempre
letal en el útero, y letales son asimismo la mayor parte de las trisomías. Los
embriones portadores de estas graves alteraciones constituyen el grueso de los
abortos espontáneos precoces. Con todo, alteraciones más sutiles pueden eludir
dicha barrera y ser responsables de una serie entera de retraso mental: los
síndromes de malformación.
Conocemos cerca de cinco
mil enfermedades debidas no a defectos cromosómicos, sino a genes mutantes. De
ellas, alrededor de dos mil son causadas por los llamados genes dominantes, es
decir, basta únicamente un gen mutante (paterno o materno) para que surja la
afección. En los restantes casos -los mutantes recesivos, situados en uno de
los 22 pares de cromosomas autosómicos-, es preciso que ambos genes paternos de
un mismo par sean anormales para producir enfermedad o malformación: la
fibrosis quística, por ejemplo. Más de doscientas afecciones se deben a genes
mutantes del cromosoma X. Históricamente, el ejemplo más conocido es la
hemofilia, pero un trastorno más frecuente lo constituye el retraso mental vinculado
al cromosoma X.
La mayoría de estas
afecciones puede ya diagnosticarse mediante la investigación del ADN, y sólo es
cuestión de años identificar todas las afecciones debidas a la malfunción de
uno o ambos miembros de un par de genes, así como el estatus de portador de
trastornos recesivos (un gen patológico) o -entre las mujeres- el estatus de
portadora de la enfermedad vinculada al cromosoma X.
El diagnóstico genético
-cromosomático además de molecular- está actualmente cambiando, de modo espectacular,
la faz de la medicina. Mañana podría cambiar también la faz de la sociedad.
Estos tests genéticos
pueden, de hecho, aplicarse a los nonatos, en las vellosidades placentarias o
las células del feto presentes en el líquido amniótico. El diagnóstico prenatal
lleva cerca de 25 años practicándose, fundamentalmente para excluir la
presencia de la trisomía 21 y algunas otras afecciones en las mujeres gestantes
entradas en años, pero no fue incluido en el seguimiento de la inmensa mayoría
de los embarazos.
Sin embargo, la
tecnología se halla hoy día en una fase ya muy avanzada que permite el
aislamiento de las células fetales que circulan en la sangre de la madre,
creando un paradigma completamente diferente: del diagnóstico prenatal, que
pretende ante todo tranquilizar a los padres en torno a unos cuantos
desórdenes, nos movemos ahora hacia un paradigma desconocido previamente de
control de calidad, al poder buscarse centenares de genes mutantes en unas
cuantas gotas de la sangre materna. Es sólo cuestión de tiempo el que se
convierta en una práctica ordinaria.
Así pues, ¿quién vivirá
y quién morirá? ¿Qué decidirán las personas sobre la continuación o la
interrupción de embarazos al conocer la composición genética del niño del que
están encinta? ¿Qué será considerado normal? (por definición, normal es
lo que resulta más frecuente) ¿Qué será considerado anormal? ¿Qué niños serán
bienvenidos y amados, y cuáles no? ¿Decidirán los padres sobre la base de su
apreciación subjetiva individual o existirán criterios? En este último
supuesto, ¿cuáles serán y quiénes decidirán acerca de ellos? ¿Sobre qué base, y
en nombre de qué y de quién?
La situación resulta aún
más complicada ya que, en muchos casos, el diagnóstico genético posee un
carácter predictivo. Los fetos podrían portar un gen de enfermedades que se
desarrollan no al nacer o durante la infancia, sino en años posteriores:
tenemos el ejemplo de dos tipos de cáncer de mama hereditario, diversos tipos
de cáncer de colon hereditario, el corea de Huntington, la esclerosis lateral
amiotrófica y tantas otras, incluyendo asimismo mañana la esquizofrenia, la
depresión, la personalidad agresiva, etcétera. Además, se está profundizando
cada vez más en lo que para los genetistas supone uno de los mayores retos de
la próxima década: las enfermedades poligénicas y multifactoriales como la
espina bífida, la diabetes, la artritis reumatoide, la dolencia vascular y el
Alzheimer, todas ellas con un fuerte componente genético.
Para la totalidad de
estos trastornos, y pese a los enormes esfuerzos realizados por la comunidad
académica y, sobre todo, por la industria, no existe en el horizonte una
terapia génica adecuada, y no digamos disponible, al igual que no existe aún
terapia génica alguna para las alteraciones genómicas que, en los últimos años,
hemos identificado como las causas directas de leucemias y cánceres. Los
filósofos, éticos, moralistas y teólogos pueden aún debatir acerca de cuándo
comienza la vida humana, y cúando esta vida humana deviene una persona.
Comprendemos por qué se les pregunta y comprendemos, asimismo, por qué en su
mayoría carecen de respuesta. No obstante, mi punto de vista personal es que la
maquinaria del diagnóstico genético bien pudiera pronto crear un clima en el
que las preguntas arriba mencionadas sean rápidamente derrocadas. La pregunta
básica sería entonces a qué seres humanos deseamos proteger y a cuáles no, en
un mundo donde en todos los países industrializados los sistemas sanitarios
están desmoronándose (los hospitales, inclusive los universitarios, son
crecientemente puestos bajo la dirección de gerentes no médicos, inspirados a
menudo más por imperativos económicos y prácticos controlados desde un despacho
que por combatir el sufrimiento humano a la cabecera de una cama); en un mundo,
además, donde el 90% de la población todavía carece de pleno acceso a una
asistencia sanitaria primaria; un mundo con una brecha inmensa -que
contínuamente se ensancha- entre el norte y el sur. ¿De quién nos
interesaremos?
Dicha pregunta debe
también formularse al contemplar el desarrollo de tecnologías que son generadas
por el progreso de la genética y la biología experimental, o que siguen sus
pasos, como la clonación.
Ahora que se han clonado
ovejas y vacas, ¿por qué no humanos? Desgraciadamente, el debate sobre el tema
se ha visto en gran parte presidido por reportajes sensacionalistas en los
medios de comunicación, derivándose de ello un amplio malestar público -incluso
repugnancia- hacia la clonación de seres humanos. Esas recientes controversias
han planteado cuestiones esenciales sobre el modo en que la tecnología afecta a
nuestra vida y sobre lo que significa ser humano. La revolución clónica alcanza
virtualmente todos los rincones de la existencia: desde la biotecnología y la
concepción artificial hasta las aplicaciones de la asistencia sanitaria, la
producción de alimentos, y el control de la agricultura y la enfermedad.
Actualmente, no podemos prever adónde nos conducirá esto. Cada nuevo concepto
vinculado a la clonación está produciendo cambios fundamentales y transformando
las comunidades tan velozmente como modifica la imagen de la medicina y la
asistencia sanitaria.
Las tecnologías
combinadas de la ingeniería genética y la clonación presentan la ocasión de
clonar humanos, que en la actualidad personas y gobiernos consideran
inaceptable, pero igualmente de diseñar y sustentar nuevas formas de vida que
se extienden desde los llamados 'cerdos humanizados' hasta ingentes cantidades
de células gemelas idénticas, consistentes en células madre capaces de
diferenciarse en diversos tejidos, que podían mantenerse congeladas hasta que
se necesitaran para varias clases de transplante y/o sustitución. Todo ello
podría combinarse, o no, con la tecnología existente y perfeccionada de oocitos
diseñados con determinadas cualidades superiores obtenidas mediante
transferencia de ADN. Una vez más debe plantearse la cuestión de quiénes, qué
seres humanos se beneficiarán de estas tecnologías, todas las cuales -repito-
se encuentran, en parte hoy, en parte mañana, a nuestro alcance. ¿Quién
seleccionará a la gente, cómo y con qué fines?
La preocupación del
mundo bien informado y, en especial, de Europa, que en el pasado ha producido
tantas innovaciones y erigido todo un sistema de valores, los cuales, pese a
desviaciones horribles, y aunque bajo tremenda presión, todavía se preservan,
debiera perentoriamente dirigirse hacia donde esta tecnología pueda
conducirnos. Menos que nunca ello puede dejarse exclusivamente a los
científicos. En tanto que sociedad, necesitamos integrar este enorme e
incesante acopio de conocimientos y tecnología dentro de una sólida ética
humana que incluya no sólo el ideal moral del bien, sino también el ideal
científico del conocimiento perfecto, el ideal estético de la belleza y el
ideal económico de la abundancia, entendida como suficiente para conceder a
todo el mundo -incluidos los individuos menos válidos, los minusválidos- todas
las oportunidades posibles. Que todos nosotros hallemos la inspiración, así
como la fuerza para vivir conforme a dichos ideales.
(Discurso a la Facultad
de Medicina y Cirugía de la Universidad de Perugia. Perugia, 17 de diciembre de
1998. Laurea honoris causa) (Traducción del original inglés, por Alberto
Caballero)
Publicado en CB Nº
39, PP. 433-437