Donald TrumpMarine Le PenLOS ROSTROS DEL FASCISMO
Rafael Pla López
 


Considero que no se ajusta a la realidad describir a Donald Trump, Marine Le Pen u otros líderes fascistas como referentes de una "burguesía nacional".

Ello es además especialmente peligroso, dado que la burguesía nacional, en la tradición maoísta, ha sido considerada como un aliado potencial de la clase trabajadora frente al imperialismo (está representada por una de las cuatro estrellas pequeñas de la bandera de la República Popular China, junto a las del proletariado, el campesinado y la pequeña burguesía, rodeando la estrella grande que representa al Partido Comunista). Y tal formulación podría dar pie a ver a tales líderes fascistas como posibles aliados.

Pero, ¿en Estados Unidos? Es dudoso que pueda hablarse de una "burguesía nacional" en el cubil del imperialismo. Sí hay, claro, pequeña y media burguesía, pero no hay datos de que se hayan inclinado especialmente hacia Trump, que ciertamente tenía la oposición tanto de Wall Street como de Silicon Valley, a diferencia de cuatro años antes, cuando Silicon Valley apoyó a Obama y Wall Street a Romney.

Y si de algo era "referente" Donald Trump era de un sector de la clase trabajadora, en particular de la mayoría de la clase trabajadora blanca que le ha votado, incluyendo por cierto a la mayoría de sus mujeres. E incluyendo a la mayoría de votantes del llamado "Rust Belt" o "cinturón de óxido", la antigua zona industrial golpeada por la crisis junto a los grandes lagos en Pensilvania, Michigan e Illinois, muchos de los cuales votaron por Obama hace cuatro años permitiéndole mantener la presidencia.

Pero ¿quiénes compondrían la supuesta "burguesía nacional" entre sus apoyos?  No, ciertamentamente, los "billonarios" (en terminología norteamericana, poseedores de más de mil millones de dólares) de su gabinete, como Wilbur Ross o Betsy DeVos, o Rex Tillerson, su candidato a Secretario de Estado que era CEO de ExxonMobil con amplias relaciones comerciales internacionales, incluyendo a Rusia.

Sí es cierto que buena parte del voto a Donald Trump, y del posible voto a Marine Le Pen, expresa un rechazo a la globalización neoliberal impulsada por las multinacionales por parte de las víctimas de la misma, especialmente en la clase trabajadora, que no han podido ser integradas en una alternativa de izquierdas. En el caso de Estados Unidos resulta especialmente dramática la responsabilidad del aparato del Partido Demócrata arrojando todo su peso en favor de Hillary Clinton frente a Bernie Sanders, y abortando así la alternativa que sí atraía a buena parte de la clase trabajadora.

Es singular el paralelismo entre declaraciones de Hillary Clinton, llamando "deplorables" a buena parte de la base social del apoyo a Trump, y las declaraciones de Romney cuatro años antes menospreciando a los sectores sociales dependientes de los servicios públicos. Ambos candidatos compartían su elitismo como miembros de la clase dominante. Y frente a dicho elitismo, es necesario deslindar el necesario rechazo a las políticas fascistas de Trump o Le Pen de la actitud hacia muchos de sus actuales o potenciales votantes, que deberían ser ganados para una alternativa de izquierdas que defienda sus auténticos intereses tanto frente al neoliberalismo como frente al fascismo que divide a la clase trabajadora orientando la rabia de su parte nativa contra otra parte de ella.

La próxima encrucijada se va a producir en Francia, donde será muy difícil que una mayoría de la clase trabajadora vote, frente a Le Pen, a Fillon o Macron, que han propugnado políticas neoliberales antisociales. De hecho, es previsible que, en ausencia de una alternativa de izquierdas viable, muchos de quienes se mobilizaron contra la Reforma Laboral de Hollande-Valls-Macron voten en primera o segunda vuelta por Marine Le Pen. Y sería un error que desde la izquierda se llamara en segunda vuelta a votar por Fillon o Macron: no puede combatirse al fascismo mediante la resignación ante las políticas que lo han alimentado, y dicho apoyo descalificaría a quienes lo dieran ante los sectores sociales golpeados por dichas políticas y que deben ser recuperados para una alternativa de izquierdas. Otra cosa sería, claro, el lógico apoyo en segunda vuelta entre las candidaturas de izquierdas de Melenchon y Hamon, o incluso el deseable aunque difícil acuerdo entre ellas en primera vuelta para garantizar pasar a la segunda y así poder detener el fascismo de Le Pen.

Del mismo modo, aunque ciertamente "la espiral de violencia machista que se sufre en este inicio de año" 2017 muestra "la inutilidad de las medidas adoptadas por el gobierno", resulta corto de miras tomarla como prueba del "cinismo del llamado pacto contra la violencia machista" sin analizar las causas de fondo de dicha espiral. Pues dicha violencia machista es también, junto al racismo, una manifestación de una espiral autodestructiva que genera enfrentamientos en el seno de la clase trabajadora.

No es extraño que el racismo y el machismo sean dos de las señas de identidad del movimiento que ha impulsado a Trump: una clase trabajadora golpeada por la crisis, si no se levanta contra sus explotadores, puede descargar su rabia contra parte de ella misma. Y cuando la violencia se produce contra personas sentimentalmente vinculadas tiene un carácter especialmente dramático y patológico, como muestra el gran número de suicidios vinculados a asesinatos machistas. Por ello, me parecen lamentables las críticas al duelo de un Ayuntamiento tanto por una mujer muerta en un incendio como por su compañero acusado del incendio y suicidado en la cárcel. No se trata de equiparar a víctimas y verdugos, sino de entender que en estos casos los verdugos también son víctimas.

Entendiendo que el racismo y el machismo son los dos rostros del fascismo, es imprescindible impulsar una alternativa revolucionaria de la clase trabajadora que la unifique y la levante contra sus enemigos de clase.