NADA QUE VER CON LA MÚSICA.

Este artículo no va a tratar de la más o menos escabrosa relación de algún filósofo con la música o con los músicos, porque sólo pensar en el tema me produce somnolencia y no son horas. En realidad tampoco trata sobre la música porque de eso se muy poco.

Sin embargo hay algo en la música como arte y sobre la belleza, sobre lo que me parece oportuno reflexionar sin pretender con ello ser original, por supuesto. Comenzaré como debe hacerlo un profesor de filosofía que se precie, con aquello tan recurrido de "decía Kant…". Y es que decía Kant que el deleite producido por la belleza es el único verdaderamente libre porque es desinteresado. El afán por la belleza no sirve para nada. El hombre es precisamente el único ser que no busca sólo satisfacer necesidades, sino que también tiene interés en que las cosas le resulten hermosas y agradables.

Pero esto significa algo que muchos hemos experimentado de una u otra manera. Que crear espacios para la belleza es buscar un instante de libertad, un rincón en el que humanizarse saliendo de la presión del calendario y el horario, el teléfono o las reuniones. No porque todas esas cosas sean inhumanas o porque busquemos un lugar de evasión. Aunque ya sería bastante, no es eso. Creo que se trata de algo más interesante, como que la libertad se encuentra en lo que no es para otra cosa, en el esfuerzo gratuito que no busca nada para quien lo hace, que rompe con la lógica de la utilidad y la eficacia, que no quiere competir ni busca prestigio. Reclamar la belleza o el arte es una forma en fin, de proclamar la importancia de lo inútil en una sociedad en la que todo se mide por el beneficio esperado ya sea cosa, actividad o persona. Ya sé que parece exagerado, pero nuestro coro es, en cierto modo, una forma de construir juntos algo innecesario, un derroche gratuito de energía desbordada y simplemente por esto produce satisfacción.

El amor por la belleza en boca de los filósofos no ha corrido con el mismo aprecio por los aristas, normalmente considerados gentes de mal vivir. Bastará recordar a Platón quien en La República, el libro en el que explica su idea de cómo construir la ciudad justa y bien gobernada, no tiene reparos en despreciar a poetas y artistas. En alguna ocasión cuando se refiere a ellos dice que son aquellos que "torturan y atormentan a las cuerdas …golpeándolas con el arco, obstinados en no producir ciertos sones o en producir los que no se les pide" (y eso que no nos había oído). Con gran sensibilidad termina recomendando que no entren en su ciudad si no quieren ser devueltos "cortésmente" a su casa. O Rousseau, quien después de fracasar al intentar una nueva nomenclatura musical que se publicó en la Enciclopedia de Diderot, escribe un apasionado discurso contra las ciencias y las artes, a las que culpa de contribuir a la corrupción moral de la humanidad. Las artes, la literatura y las ciencias, dice, tejen guirnaldas de flores en las cadenas que sujetan al hombre, y ahogan el sentimiento de libertad para el que habían nacido. Esos ornamentos hacen que el hombre ame la esclavitud. Nuestros espíritus, dice, han ido corrompiéndose y afeminándose (con perdón) en la medida en que progresaban las artes y las ciencias. Sin embargo, no hay que olvidar otras aportaciones sin duda interesantes a la hora de pensar en nuestro coro como la de Darwin, quien por su parte, entendía que el arte es una actividad que tienen hasta los animales y que resulta del instinto sexual y del instinto de los juegos. (siempre me ha caído bien este tipo)

Lo curioso de cuantos han perseguido y criticado el arte es precisamente, que de una u otra manera se hayan percatado todos ellos de lo mismo. Descubrieron, como otros muchos lo han hecho a lo largo de la historia, que el arte no es sólo una sutil pérdida de tiempo, sino que puede ser un importante instrumento subversivo contra el orden establecido. Los Platón o Rousseau, los nazis o los talibanes o en otro sentido Raimón y los cantoautores de nuestra época han estado convencidos de la fuerza del arte a través de lo que hoy se llama educación de la sensibilidad. Se percataron de que el arte es peligroso, dicen, porque al conmover al hombre, le predispone para ciertas ideas que, al haber calado hondo en los corazones tienen más posibilidad de éxito y permanencia que otras solamente racionales.

Pero es Tolstoi quien renegando de todas las antiguas consideraciones advierte de que el arte es, ante todo, un medio de comunicación que se diferencia del discurso en que no pretende transmitir pensamientos, sino sentimientos. Cualquier hombre es capaz de experimentar sentimientos aunque no sea capaz de expresarlos. Pero basta que otro hombre los exprese ante él, para que inmediatamente los experimente él mismo, aun cuando no los haya experimentado jamás. El arte empieza cuando alguien experimenta una emoción y el logro del artista consiste en la capacidad de producir un escalofrío en el espectador, aunque esto signifique que lo que se transmite no siempre tenga que ser plácido o tranquilizador. También, a veces, lo de mal gusto es capaz de abrirnos los ojos ante lo real.

Probablemente sea esta la causa de nuestra desesperación cuando ante el objeto artístico sólo podemos decir aquello de que "es curioso" o incluso "bonito", pero no transmite nada; o ante la película de la que sólo se nos ocurre decir aquello tan recurrido sobre los hermosos paisajes. Nos ocurre esencialmente cuando el arte se convierte en mera repetición mecánica de determinadas estrategias de expresión o en un simple mecanismo encaminado a desencadenar la sensibilería adolescente. Porque no creo que haya nada más odioso que pretender expresar un sentimiento o una emoción no tenida.

Que importante es entonces el arte que nos educa para la compasión. Una palabra preciosa cuando conseguimos quitarle ese dejo lastimero que mueve a quien mira desde el paternalismo o la distancia. Porque "compasión" significa pasión compartida, identificación con el sentimiento de otro. Significa salir de nosotros mismos para hacerse partícipe de la emoción, la angustia o la esperanza de otro hombre. Supongo que así pensado, lo que hacemos en el coro no parece tan distinto de lo que queremos hacer todos los días en el nuestra clase. Educar para la voluntad de esfuerzo compartido gratuito y para la capacidad de identificarse con el sentimiento de otro.

En estos tiempos en los que todos andamos preocupados por la "urgente" reforma que prometen mejorará la calidad de la educación, porque dicen que los chicos no saben bastantes matemáticas (termino de leer un titular, no se si de un periódico o de una revista del corazón, sobre la manifiesta incapacidad de los alumnos en calcular con decimales). Se me ocurre recordar unas reflexiones de Ortega (es evidente que no podía terminar de otra manera), quien pensaba que la educación es un problema de eliminación. Que no se puede enseñar todo, porque la capacidad receptiva del niño y la docente del profesor son muy limitadas, y por eso, hay que saber buscar qué es lo esencial. Entre las cosas que enseñamos las hay que son aprendizajes instrumentales: técnicas propias de nuestros tiempos necesarias para el triunfo profesional; en segundo lugar, principios de cultura, del pensar científico, de la moralidad o la creación artística que podemos considerar instrumentos para ser persona; y tercero, los ímpetus originarios que son la raíz del ser, como el coraje, la curiosidad, el amor y el odio, la agilidad intelectual, el afán por gozar y triunfar, la confianza en sí y en el mundo, la imaginación y la memoria. Que duda cabe que algunas de éstas son funciones inútiles desde el sentido práctico inmediato. Pero nada de cuanto vale algo en la tierra, termina, es resultado del trabajo impuesto por la necesidad y la utilidad, sino nacido del esfuerzo superfluo y desinteresado de una naturaleza pletórica.

Eduquemos la voluntad y la sensibilidad y el resto vendrá después si es que tiene que llegar.

Angel Peris.