Intervención de, Dª Nuria Tabanera García.
 

 

 
 

 

 

Dijo Anatole France que el hombre es hombre porque recuerda

¿ Podemos entender que aquellos que recuerdan y se atreven a transmitir su experiencia son, por ello, más humanos?. No estoy muy segura de ello, pero si de que hoy presentamos las memorias, el libro que recoge los recuerdos, de un hombre digno de admiración. La trayectoria personal de D. Arturo García Igual merece sobradamente que prestemos atención a la obra titulada “Entre aquella España nuestra y la peregrina”, en la que encontraremos descrita con mucha gracia, elegancia y detalle la difícil peripecia vital de un excelente representante de aquella generación que perdió España tras el fin de la guerra civil y que no siempre ha sido reconocida en su debida medida.

No estaba de más, por muchas razones, que ante la posibilidad de publicar este texto, el Patronat Sud-Nord de la Universitat de Valencia pusiera todo su empeño en ello, primero con el estímulo del añorado Arcadi Gotor, precisamente ahora. Y es que en este principio de milenio no sólo en España se está desplegando un nuevo culto a la memoria, que en nuestro país tiene más que ver con la nueva y creciente necesidad social de gestionar una pasado lleno de sombras, superando la política de “pasar página”, que caracterizó la transición a la democracia, para llegar a una política que Paul Ricoeur llamó de “justa memoria“.

La Universidad de Valencia, cumpliendo una de sus más importantes labores sociales, ha tenido muy en cuenta este escenario para recuperar historias y experiencias de aquel pasado lleno de sombras que constituyó el franquismo. Aunque hoy es posible hablar abiertamente de una de aquellas sombras y de aquellos olvidos, la del exilio que acompañó al fin de la IIª República y de la Guerra Civil, sigue siendo ése un trabajo necesario, no sólo para integrar en nuestra historia a aquellos que lo sufrieron, sino para concienciar a la sociedad española de hoy, que parece haber olvidado que ha pasado en pocas décadas de ser la base de un país de emigración y exilio a ser centro de un país de asilo y de acogida.

Junto a esta razón cívica y solidaria, que tan bien responde al espíritu del Patronat Sud-Nord, debemos mencionar otras, más apegadas a la naturaleza del libro de D. Arturo y a la historia que rememora, que nos alentaron a dar difusión a estas memorias y, ya en las librerías, a aconsejar vivamente su lectura

En primer lugar, porque aunque la historia contemporánea de España ha estado repleta de exilios, más o menos influyentes en el desarrollo posterior de la vida política y cultural española, ninguno de ellos puede ser comparado al que marcó la existencia de D. Arturo García Igual: ni por el volumen de personas que lo integraron, ni por la repercusión internacional que tuvo en su momento y durante varias décadas en ámbitos muy específicos, ni por la herencia dejada en los países de acogida por aquellos exiliados, ni por el largo período de tiempo que ha tenido que transcurrir para que las nuevas generaciones de españoles identificaran abiertamente a los principales nombres de aquel fenómeno como protagonistas también de su propio pasado.

La Guerra Civil y la derrota republicana supusieron la salida de España de cientos de miles de personas: de todas las partes del país, de todas las clases sociales, de toda condición, unidas en aquellos momentos por el miedo a la represión, por el odio profundo a todo lo que los vencedores representaban o, simplemente, por el temor al incierto futuro que aguardaba a una España agotada por la guerra.

Era de justicia, por tanto, facilitar el conocimiento de esa experiencia a través de las palabras de uno de sus protagonistas. De primera mano podemos pasar la frontera francesa con el autor en febrero de 1939, como si fuéramos uno más del cerca de medio millón de personas que integró el que por aquel entonces fue uno de los mayores desplazamientos de refugiados que había conocido Europa.

Hubo muchos destinos para aquellos que decidieron no volver a España, la URSS, los EEUU, Argelia, Gran Bretaña, Suiza, Argentina, Colombia, y un largo etc., pero de entre todos destacaron dos: Francia y México. Muy distintas razones explican que éstos fueran los principales centros de recepción de exiliados, y que algunos de los estudiosos del exilio, como J.L. Abellán, hayan encontrado tantas diferencias entre el exilio francés y el exilio mexicano y, en general americano. Aquel (el francés) pareció ser la “moral” o el “corazón”, y el otro (el mexicano), la “conciencia” o la “cabeza”, al quedar en el país vecino los obreros, los sindicalistas, los resistentes políticos, mientras que destacan entre los que cruzaron el océano los intelectuales, los científicos y los artistas

Pero, si leemos a Arturo García Igual podemos comprobar que mucho de lo conocido del exilio español en México, y que permitiría diferenciar el “corazón francés” de la “cabeza mexicana”, ha estado condicionado por el deslumbramiento que muchos grandes nombres provocó entre los que recuperaban la memoria del exilio en México y que primaron la trayectoria meritoria de políticos, científicos, artistas e intelectuales de la talla de Rafael Altamira, Medina Echevarría, Pedro Carrasco, José Gaos, Max Aub, Manuela Ballester o José Puche.

Sin embargo, no fueron éstos los únicos ni los mayoritarios

En efecto, tras la derrota republicana comenzaron a organizarse las reemigraciones hacia el continente americano desde Francia y el N. de Africa, primero ante los generosos ofrecimientos mexicanos, seguidos algo más tarde y no tan generosamente de los procedentes de la República Dominicana de Trujillo, así como de algunos más aislados de Chile, Venezuela y otros países americanos.

En el deseo generalizado entre los refugiados en estas zonas de pasar a América influían, tanto las penosas condiciones que sufrían en los eufemísticamente llamados “Centres d’Accueil”, como Barcarès o Saint-Cyprien, por donde pasó Arturo García Igual, o en las compañías de trabajo, dispersas por la frontera franco-alemana o el desierto argelino, como los temores a un próximo estallido de una nueva guerra en Europa.

A las llamadas iniciales del Gobierno francés y del SERE a los países americanos en demanda de una política de recepción para estos refugiados, sólo respondió el México del presidente Lázaro Cárdenas, ofreciendo facilidades, en principio, para acoger a unos 10.000 ó 12.000 españoles.

El SERE y su Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados de México, bajo la dirección de José Puche, con la colaboración de otras organizaciones de ayuda a los republicanos españoles trabajaron para financiar y llevar a cabo la selección de los cerca de 6.000 integrantes de las expediciones masivas llevadas a cabo entre junio y septiembre de 1939.

En el Sinaia, el Ipanema, el Nyassa o el Mexique, en el que viajó D. Arturo, llegaron a México refugiados procedentes básicamente del Sur de Francia, que en teoría recibirían el apoyo económico del SERE para integrarse en el mundo laboral mexicano. Lógicamente, la llegada de tantos miles de personas en un período de tiempo tan breve (apenas tres meses), provocó ciertos recelos entre distintos sectores mexicanos, algunos de ellos también relatados en primera persona por el autor de restas memorias: desde los profesionales temerosos de la competencia de los españoles, hasta los campesinos que creían que podrían reducirse sus posibilidades de recibir tierras en los repartos egidales, tan alentados por Cárdenas, si eran desviados hacia los refugiados españoles, pasado por los sindicalistas de la CTM.

En efecto, los profesionales liberales fueron los primeros en instalarse preferentemente en la capital mexicana, y en menor medida en otras ciudades importantes del país (Veracruz, Tampico, Puebla, etc.), aunque el SERE y el Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados, a través de su Financiera Industrial y Agrícola, S.A. (FIASA), pusieron en marcha numerosos proyectos para mantener en las áreas rurales menos pobladas a un numeroso grupo de refugiados, para cumplir los compromisos asumidos con el gobierno mexicano.

El conocido fracaso de algunos de estos proyectos del SERE y la JARE de Prieto también se muestra en el libro, así como las rencillas internas suscitados entre los refugiados próximos a una u otra organización. En sus páginas aparecen con brillantez e ironía las muchas dificultades que encontraron estos refugiados “de a pie” para situarse en los países que los acogieron, porque es preciso reconocer que una vez que fue evidente la imposibilidad de una restauración republicana en España tras la IIª Guerra Mundial, la gran mayoría de estos refugiados anónimos, cada vez más lejos de su compromiso político con los partidos políticos españoles o con las instituciones republicanas en el exilio, se comportaron generalmente como los emigrantes que habían llegado en las décadas anteriores: con laboriosidad y entusiasmo para ir ganando una mejor situación económica, guardando siempre un gran reconocimiento a aquellos americanos que se mostraron generosos ante su situación.

Es en México, pero no sólo allí, donde hay importantes ejemplos del papel dinamizador representado por los refugiados españoles en algunos sectores económicos muy concretos: entidades financieras, empresas industriales de ramos antes no instaladas allí y, muy especialmente, industrias culturales. Porque sabemos mucho de cómo se estableció el Colegio de México o de la influencia de algunos exiliados en la creación de editoriales como F.C.E o Siglo XXI, era hora de saber más de las ingeniosas estrategias desplegadas para salir adelante por otros exiliados menos preparados y menos conectados políticamente, como D. Arturo, que salieron con éxito de una dura realidad que puede describirse perfectamente con el dicho popular de que “en México o te aclimatas o te aclimueres”.

También era hora de desvelar con la publicación de esta historia de vida los rasgos todavía no muy conocidos popularmente del exilio valenciano en América, porque si algo caracteriza la voz de D. Arturo es su permanente acento valenciano y su detalle al referirse a ciertos elementos que permiten señalar ciertas diferencias en el desarrollo del exilio de este origen respecto del de otras zonas de la península. Contamos ya con interesantes estudios sobre el exilio catalán, de la mano de Dolores Plá, del exilio vasco e incluso gallego, así como de relevantes trabajos sobre aspectos específicos del exilio valenciano, publicados, entre otros, por J. Ignacio Cruz, S. Cortés, M. Peset o F. Caudet. A través de ellos conocemos algunos rasgos específicos del exilio de Valencia, que vienen dados por la inexistencia de éxodos masivos de población valenciana durante la guerra, por la limitación del volumen de la salida en los últimos días del conflicto, y por el que no pudiera favorecerse, como en otros casos, del apoyo de una importante colonia de emigrantes del mismo origen ya instalados en América antes de 1939 o de la actuación de gobiernos autónomos con fondos propios de ayuda al exilio.

Para explicar estos rasgos hay que recordar, en primer lugar, que el control republicano sobre Valencia y Alicante se mantuvo hasta prácticamente el fin de la contienda, aislado de Cataluña y de la frontera francesa desde abril de 1938. Esto explica tanto la inexistencia de éxodos masivos de población durante la guerra, como la limitación en el volumen de aquel en los últimos días de la guerra civil, al no existir más medios de huída que unos limitados barcos y aviones.

Ni en la costa mediterránea ni en el interior de aquellas dos provincias existió la necesidad inmediata de huir del avance de las tropas rebeldes, salvo con la breve, pero intensa batalla de Levante del verano de 1938, por lo que en la región no se vio nada parecido a lo que vivieron entre 160.000 y 200.000 vascos, santanderinos y asturianos, que comenzaron ya su exilio particular en Francia desde septiembre de 1936, tras la caída del norte en manos rebeldes. Aunque muchos de ellos volvieron voluntariamente o forzados por las autoridades francesas a su lugar de origen, ya en manos franquistas, o a la Cataluña republicana algunos meses o semanas más tarde, algo más de 35.000 españoles (de ellos, unos 19.000 vascos) quedaron ya en Francia

También hay que señalar, en segundo lugar, la escasa entidad numérica de la colonia valenciana en América, instalada con anterioridad al inicio de la guerra, ya que, como es sabido, desde el País Valenciano la corriente migratoria transoceánica fue poco significativa, en oposición a la incidencia de la emigración, preferentemente temporal al sur de Francia y el N. de Africa

Hacemos mención a estos antecedentes, dada la importancia que ciertas colonias de emigrantes españoles establecidas en América tuvieron a la hora de favorecer la acogida de exiliados de su mismo origen, permitiendo superar muchos obstáculos legales y haciendo más fácil la integración de los recién llegados.

Es paradigmático el ejemplo de las influyentes colonias vascas en Chile y Argentina, que con sus gestiones lograron superar las reticencias iniciales de los gobiernos de estos países para aceptar a los exiliados españoles, logrando para sus paisanos un trato de favor. Esta actuación fue más perceptible en la Argentina, donde el Comité Pro Inmigración Vasca, creado en Buenos Aires a finales de 1939, consiguió la aprobación de un decreto en febrero de 1940 que facilitaba la inmigración de vascos, cuando para el resto de exiliados las puertas estaban prácticamente cerradas.

Aunque la mayoría, por no decir todas, las asociaciones catalanas de América se manifestaron claramente en favor de la República durante la guerra civil, sus campañas de solidaridad y recogida de fondos no se convirtieron, al concluir aquella, en movimientos como el de Pro Inmigración Vasca, ya mencionado. No obstante, el sentimiento catalanista (nacional o regional) presente entre los antiguos residentes, facilitó la interacción entre éstos allí donde, como en México, el apoyo a la República de los viejos emigrantes no era muy intenso. Allí, aún cuando veían a los exiliados con cierto recelo, mientras los nuevos refugiados mantenían ante los otros cierto desprecio, un exiliado catalán instalado en México decía: “los catalanes nos sentimos obligados a ayudarnos entre nosotros, por ser catalanes”. La ausencia de una importante colonia de paisanos valencianos impidió que los refugiados de este origen pudieran disfrutar de ayudas más informales que las que prestaban las instituciones republicanas.

En tercer lugar, tampoco los valencianos pudieron aprovechar las limitadas ventajas que para los exiliados vascos y catalanes consiguieron sus respectivos gobiernos autónomos, más allá de las establecidas para el conjunto de refugiados por los organismos de ayuda creados por las distintas instituciones republicanas: el Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles (SERE), creado por Negrín a fines de marzo de 1939, y la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), constituida a iniciativa de I. Prieto por la Diputación Permanente de las Cortes el julio siguiente

Como se comprueba en el relato de D. Arturo, el comportamiento de los exiliados valencianos estuvo totalmente condicionado por la propia marcha de los acontecimientos que marcaron las políticas de los países receptores, por un lado, y las actuaciones de las instancias españolas (del SERE y la JARE), por otro, ante la carencia de otro tipo de vinculaciones que pudieron favorecer la instalación de los procedentes de otras zonas de España (vascos y catalanes, básicamente).

A pesar de estos obstáculos, las primeras reuniones de valencianos fueron dando paso a núcleos asociativos más estables en México para los cerca de 3.000 valencianos ya instalados alrededor de 1942, cuando se fundó la Casa Regional Valenciana, que llegó a editar dos revistas, Mediterrani (desde 1944) y Senyera, con sus cerca de 200 socios. Desde allí, celebrando incluso la fiesta de las fallas, como sigue manteniendo hoy D. Arturo, lo valenciano se definía como una entidad cultural, etnográfica y lingüística, inseparablemente unida a lo español: como decía un editorial de Senyera en 1959 “Valencia es a España lo que el gajo a la naranja: parte de su misma sustancia geológica y etnográfica”.

Y nunca olvidó, como muchos otros, ni al gajo ni a la naranja. Apreciaremos más la lectura de las memorias de D. Arturo si no perdemos de vista lo que fue uno de los móviles de la vida de su generación: su lucha por la democracia y su compromiso cívico, trasladados ahora a la sociedad que les vio nacer. Pasados los años hemos observado como la imagen de los españoles instalados en América latina ha cambiado muy sustancialmente: de ser los emigrantes, “gallegos”, como el Manolito de Mafalda, y “gachupines”, trabajadores, poco preparados, pero voluntariosos, ahora son los “nuevos conquistadores”, como el gancho de la película Nueva Reinas, prepotentes de traje y corbata, que llegan para dirigir sin muchos escrúpulos las secciones americanas de las pujantes empresas españolas. Entre ambos prototipos, ni en América ni en España podemos olvidar a los exiliados: a los que en América aparecen como máximo y resistente ejemplo de compromiso ético incluso bajo el terror de las últimas dictaduras, visibles en la literatura (como el profesor Leal de ”De amor y de sombra” de I. Allende) y en el cine (como el padre republicano del protagonista de “La Historia Oficial”). Pero en España tampoco debemos olvidarlos, por los mismos motivos, y por otros más próximos y muy evidentes en este caso particular. También porque D. Arturo mantiene viva con un interés admirable la llama de Manual Castillo, insigne republicano que con su legado hizo posible la creación del Patronato Sud Nord de la Universitat de València, que ha permitido que hoy la sociedad valenciana tenga más canales para desplegar fuera de ella la solidaridad y la cooperación que deben caracterizar a toda sociedad democrática.

Por tantas cosas, debemos agradecer a D. Arturo que se animara a escribir sus deliciosas y aleccionadoras memorias. Porque nos ayudan a entender, a no olvidar y a recuperar un pasado que fue suyo y que tiene que comenzar también a ser de todos. Ahora sólo queda estimular al público lector a recorrer con él las calles de la Valencia republicana, los caminos polvorientos del México de los años 40 o los pulcros despachos de las empresas electrónicas japonesas en los años 60. Seguro que ríen y hasta lloran, como creo que rió y lloró el autor al vivir y al escribir