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EL CINE SOVIÉTICO DE LOS AÑOS VEINTE.
UNA REVISIÓN CRÍTICA DE SUS PRINCIPIOS

por Antonia del Rey Reguillo ( Valencia - España )

Este artículo se presentó en las II Jornadas de Rusística en la Comunidad Valenciana,
celebradas en la Universitat de València del 2 al 6 de Octubre de 1997.



La consolidación de los modos narrativos cinematográficos tuvo lugar durante la década de los años veinte. Para lograrla habían sido necesarias, tanto en el cine norteamericano como en el europeo, casi tres decenios de experimentaciones, tanteos y transformaciones múltiples en el ámbito de la forma fílmica. Todos ellos acabarían cristalizando en un modelo narrativo generalizado cuyos primeros frutos pudieron verse ya en la mitad de la década anterior.

Dicho modelo narrativo fílmico, cuyas características formales fueron definidas como Modo de Representación Institucional por Noël Burch, dio lugar al sistema de representación del llamado "cine clásico" y estaba inspirado directamente en las formas narrativas burguesas de corte decimonónico, tales como la novela realista y el teatro burgués. A partir de ellas, el cine empleó el conjunto de sus medios técnicos y la totalidad de sus hallazgos lingüísticos, logrados a lo largo de dos décadas de existencia, para narrar unas historias que, articuladas sobre el eje espacio-temporal, estaban llamadas a progresar a partir de las relaciones de causa efecto. El ejemplo emblemático de este tipo de relato lo constituyeron las películas rodadas durante los años diez por David Wark Griffith, un autor que hoy está viendo seriamente revisada su filmografía y valorada en su justa medida, pero que no deja de ser por ello un punto de referencia obligado.

Ya lo fue en los años veinte para aquellos jóvenes cineastas soviéticos que intentaban construir una teoría fílmica sobre la que sustentar sus producciones y a partir de la cual explicarlas a su público. El bien conocido ensayo de Eisenstein
Dickens, Griffith y el cine actual así lo evidencia. En él, el autor manifiesta sin recato la deuda de los cineastas soviéticos de su generación para con el realizador norteamericano, pues, según sus propias palabras, "el papel de Griffith en la evolución del sistema de montaje soviético [fue] tan enorme como [lo había sido] el de Dickens en la creación de los métodos de Griffth". Sin embargo, un reconocimiento tan abiertamente manifestado no debe llamamos a engaño y hacemos creer que la estela del realizador norteamericano fue seguida con fiel devoción por aquellos jóvenes activos, impetuosos y llenos de ideas creadoras, llamados a conmocionar con sus trabajos futuros el arte cinematográfico. De hecho, su labor dentro de la cinematografía mundial fue decisiva, sus textos se han convertido en clásicos y de su caudal de ideas continúan bebiendo los cineastas actuales.

Tales ideas se articularon en un amplio corpus teórico construido y desarrollado por los propios cineastas. En él tienen especial relevancia los escritos de Lev Kulechov, Dziga Vertov, Vsevolod Pudovkin y, por supuesto, Serguei Mijalovich Eisenstein. Además, paralelamente a su labor teórica, estos realizadores se esforzaron en plasmar en la realización práctica de sus películas aquellos conceptos expuestos en sus teorías. Con ellos intentaron superar los principios de la narratividad griffithiana, que consideraban demasiado deudores de la moral y la estructura de la sociedad burguesa, sustituyéndolos por los del "cine de masas". Estos últimos, de una forma muy sucinta, fueron expuestos por Eisenstein en la conferencia que pronunció en La Sorbona durante su estancia en París en febrero de 1930. La tituló Los principios del nuevo cine ruso y con ella trató de reflexionar sobre las intenciones que venían guiando las producciones de la cinematografía soviética desde que quedara constituida como tal, tras el triunfo de la revolución. Dichas intenciones eran claramente pedagógicas: se trataba de instrumentalizar el nuevo arte en beneficio de la revolución, haciendo de él una herramienta didáctica que permitiera formar la conciencia revolucionaria de los espectadores. Y precisamente en aras de esa misma finalidad se estableció una planificación cuidadosa en la producción de lo que se llegó a conocer como "cine de masas", que debía rendir sus frutos dentro de los límites quinquenales establecidos.

Los principios del "cine de masas", tal como son expuestos por Eisenstein, derivan, por tanto, de una pretensión de base, la de convertir el cine en pedagogía. A partir de ellos, la narración fílmica se hace didáctica en su afán de educar al sujeto social en la teoría revolucionaria. Y qué mejor modo de educar que atendiendo a los hechos del pasado. Con tal atención los temas históricos acaban convirtiéndose en recurrentes. Y es precisamente en la intersección entre esa recurrencia y la rotunda intención pedagógica de esta cinematografía donde se plasman dos de las características narrativas de este cine: la que deriva de la propia constitución del sujeto enunciador y la que se traduce en la integración de ficción y documental.

Pues, si como hemos visto, el interés por la planificación en aras de su fin didáctico y revolucionario es determinante, de ello se deriva la consecuencia inmediata de que el sentido de cada relato fílmico debe ser constuido de antemano, para lo que no se duda en utilizar todos los medios considerados necesarios: desde aquellos que tienen que ver con la elaboración minuciosa de la forma, en clave de lo que se ha llamado "cine de montaje", hasta los que van a ocuparse del estudio de los intereses y reacciones de los espectadores por medio de encuestas a ellos dirigidas. "El material obtenido en tales investigaciones -dice Eisenstein- se clasifica, se analiza y se aprovecha la lección que resulta de este trabajo". En consecuencia, no parece exagerado afirmar que todo el proceso de producción del relato fílmico, esto es, la escritura del guión, la puesta en escena, la filmación y el propio montaje y posterior sonorización, sería resultado de esa actividad de retroalimentación que se sucede en una suerte de cadena circular de tres eslabones: el primero lo constituiría el público encuestado que con sus opiniones sugiere al cineasta lo que le interesa y necesita; el segundo es el propio objeto fílmico que, como texto narrativo planificado y controlado férreamente desde la producción / enunciación, intenta  influir determinantemente en el público a partir de lo que él mismo demanda, y como tercer eslabón encontramos nuevamente el público, pero constituido ahora en un sujeto espectador que ha sido conformado por el propio film y que, como potencial fuente de opiniones que es, puede influir con ellas en la creación de nuevos filmes, con lo que el proceso retroalimentador se reinicia a un nivel superior.

La idea de tal conformación del sujeto espectador entra en franca contradicción con algunos de los principios de la nueva semiótica textual, según los cuales sólo el espectador es quien tiene la capacidad de construir el texto asumiendo, en consecuencia, la función enunciadora—, toda vez que sólo él es el que determina su sentido, precisamente porque nadie más que él puede establecer su clausura. Sin embargo, en los filmes soviéticos, tal como hemos visto, dicho sentido ya está predispuesto a priori, pues los textos fílmicos están clausurados por un procedimiento enunciador que así lo establece. En consecuencia, bajo tales presupuestos, el concepto de texto como creación a posteriori del espectador se derrumba. Sólo se podría mantener, equiparando su participación con la de un agente profilmico que guía al realizador con sus opiniones en forma de datos procesados por los sondeos. Pero, en cualquier caso, su influencia no iría más allá. De ahí que consideremos que, en este cine, la operación de construcción textual se lleva a cabo invirtiendo el orden de los términos, en tanto en cuanto se establece la clausura desde el principio.

La otra peculiaridad narrativa del cine soviético de esta década tiene que ver con su integración de las dos dimensiones de representación que definen el hecho fílmico. Nos referimos a la ficcionalidad y la documentalidad, ambas se configuran usualmente en forma de géneros opuestos, pero parecen imbricarse en las películas que nos ocupan. Desde nuestro punto de vista, existe una razón para explicar esa peculiaridad, derivada tanto de la función pedagógica a la que se entrega esta filmografía, como de sus referentes históricos, pues para mostrarlos con la mayor fidelidad posible, no se duda en recostruirlos sin escatimar esfuerzos —buscando los emplazamientos exactos, los objetos reales y, a ser posible, hasta los auténticos protagonistas, que representan ahora aquellas hechos que vivieron en el pasado—. El caso del filme Octubre, rodado por Eisenstein en 1927, es un ejemplo modélico en ese sentido, pues para filmar muchas de sus escenas de masas, el director se valió de los personajes que habían vivido las mismas situaciones en la realidad. De ahí que en este cine se produzca una aproximación al documental, entendido no sólo como aquel filme que expone los hechos reales objetivamente, sino como el producto retórico donde la objetividad se reduce a un efecto discursivo, el llamado ‘efecto referencial’.

Con esta integración de los dos niveles de representación fílmica, ambos, ficción y documental, se imbrican, se solapan, trascendidos como están por una función que va más allá de la mera narratividad. La ficción se hace documento y el documento se narrativiza ficcionalmente en aras de ese último fin pedagógico. Pues, en definitiva, lo que está en juego no es otra cosa que el deseo de provocar en el espectador un movimiento afectivo, una sacudida emocional que le suscite una serie de ideas para que, tal como explica Eisenstem, logre desplazarse ‘de la imagen al sentimiento, del sentimiento a la tesis’.  Y todo ello porque, como él mismo añade a continuación "el cine es el único arte concreto que sea al mismo tiempo dinámico y que pueda expresar las operaciones del pensamiento’, ya quelas otras artes no pueden excitarlo con igual potencia". Nuestro autor está convencido de que sólo el cine, frente a las demás artes, es capaz de conseguir ese estimulo intelectual. Por eso, no es de extrañar que los teóricos y realizadores de ese "cine de masas", con el propio Eisenstein como principal motor del movimiento, intenten con sus peliculas superar el dualismo establecido entre sentimiento y pensamiento especulativo y crean firmemente en la posibilidad de un proceso mixto que partiendo del primero confluya en el segundo.

Pero si consideramos esta idea a la luz de la perspectiva que propician las casi siete décadas transcurridas desde sus palabras hasta nosotros, y desde la experiencia de nuestra situación actual de ciudadanos del fin del milenio, sometidos como estamos a una hiperinflación de textos audiovisuales que nos llegan desde múltiples ámbitos, aquellas ideas y propósitos, tan sugestivos en su momento, no pueden por menos que antojársenos hoy una mera ilusión especulativa que no parece confirmarse en la práctica real. La ilusión de unos hombres que no pudieron calibrar que el poder de las imágenes sobre el componente subliminal de la psique humana, aún siendo incuestionable, tiende más a adormecer las conciencias que a despertarlas o, en el mejor de los casos, incita más al disfrute estético y a la acción que a la reflexión. Pues, aunque es cierto que las teorías y las películas de los cineastas soviéticos mantienen absoluta diligencia, cuando hoy se practican aquellos principios de su cine, los fines que los alentaron se ven traducidos en otros bien diferentes: los que, por ejemplo, guían las creaciones del vídeo-arte, que en la mayoría de los casos no pasan de ser meramente formalistas, o aquellos otros mucho más pragmáticos que inspiran los escuetos relatos de los mensajes publicitarios. Todo ello nos empuja a reflexionar en una doble dirección, la que, por una parte, nos lleva a concluir que la forma filmica no implica necesariamente un determinado fin ni un determinado contenido o, lo que es lo mismo, que aquellos principios del nuevo cine ruso que expuso Eisenstein en su conferencia -esencialmente alimentados por sus propias teorías, en conjunción, salvadas todas las distancias, con las de sus colegas profesionales y camaradas revolucionarios Kulechov, Vertov y Pudovkin- en modo alguno presuponían necesariamente un determinado efecto ideológico, sino que, una vez activados, podían servir a un objetivo contrario. Algo que, por lo demás, percibieron de inmediato los realizadores nazis que no tardarían en aplicarlos en su propio beneficio.

Una segunda conclusión nos previene, por su parte, contra la creencia de que las imágenes, ni siquiera las más elaboradas en su afán de excitar el sentimento, suscitan automáticamente la reflexión. Antes bien, precisamente su propia autovoracidad —que en el caso del cine soviético de los años veinte se llega a agudizar, en virtud de su propio estilo de montaje dialéctico— más que propiciar la reflexión intelectual serena y crítica, puede llegar a impedirla.

Pues, si parece obvio que las imágenes siguen suscitando el movimiento afectivo —cosa que por otra parte siempre hicieron— y que, incluso en los casos extremos, hasta pueden llegar a incitar a los espectadores a la acción física o al movimiento —como el que, ya en los orígenes, motivó que los espectadores primitivos se alejaran corriendo despavoridos cuando contemplaron, en La llegada del tren a la estación (1895) de los hermanos Lumiére, la primera imagen de una locomotora invadiendo la pantalla—, a pesar de todo ello, resulta hoy mucho más difícil demostrar que propicien, al menos de una forma espontánea, la reflexión intelectual. ¿Cómo, si no, justificar la consciente utilización que de los principios formales del cine de montaje viene haciendo la publicidad para construir unos mensajes, que, precisamente, lo último que persiguen es verse sometidos a un mínimo análisis reflexivo? En este sentido, la utopia cinematográfica de la teoría eisensteiniana se está viendo en la actualidad sometida a la utilización perversa de sus registros formales, en tanto en cuanto estos se activan con una finalidad última que resulta ser radicalmente opuesta a los principios ideológicos que los inspiraron.



BIBLIOGRAFÍA

BURCH, Noël (1987): El tragaluz del infinito, Madrid, Cátedra
CASETTI, Francesco (1989): El fllm y su espectador, Madrid, Cátedra.
EISENSTEIN, Sergei, M. (1986): La forma del cine, México D.F., S.XXI.
EISENSTEIN, Sergei, M. (1990): Reflexiones de un cineasta, Barcelona, Lumen, 2a, ed.
REQUENA, Jesús, G. (1985): "Un mundo descorporeizado. Para una semiótica del discurso televisivo",
en Contracampo, nº 39, pp. 7-16.
TALENS, Jenaro (1987): "The Referential Effect", M/MLA, mímeo.



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