Salvador Amigó Borrás |
EL LIBRO DE MALLARMÉ Y LA MUERTE DEL POETA Salvador Amigó Borrás “Todo Pensamiento emite una Jugada de Dados”. Stéphane Mallarmé
Entre las pinceladas decididas y vibrantes, de la mano de Manet, y en los repliegues de voces y armónicos del Pli selon Pli de Pierre Boulez, surge el retrato del poeta muerto, del Mallarmé eterno. Vida entregada a la búsqueda definitiva de la pureza poética (que será la “expresión perfecta y pura del universo”), asiste contemplativo, como observara Sartre, a la destrucción de la poesía por la poesía misma, anunciando la soledad de la obra y la expiación del poeta en el abismo (“Uno es la Nada”).
En 1957 se publica en Francia El Libro de Mallarmé, con sugerencias, apuntes y borradores del que pretendía ser su Libro, la Obra Total, una ventana al Absoluto, el encuentro del Arte Puro. Concebido en su etapa parisina, después de una larga y profunda crisis personal y artística, y embebido de filosofía hegeliana y oriental, el Libro se convertirá en una obsesión, en una imagen insistente, en una meta que subordinará todo su trabajo, sus poemas, divagaciones y pensamientos, que resultarán ser meros fragmentos, esbozos y esquejes de la Obra Final.
En El libro por venir, Maurice Blanchot define el libro como la condición de toda posible lectura y escritura, siempre por escribir y al tiempo siempre ya escrito, transitado por el lector intemporal, en un hacerse obra eternamente inacabada, imposible. El arte “es sin ser posible”, ya que el ser para la muerte heideggeriano ha sido relegado al autor, y en la obra se manifiesta como un “resplandor fulgurante”. El Libro, como Obra Total, supone alcanzar la Verdad y, por tanto, el triunfo del autor sobre lo impredecible, lo indeterminado, el azar. Pero esta es una pretensión imposible, y así trasciende del último poema de Mallarmé: “Una jugada de dados nunca abolirá el azar”, que declara el ineludible sometimiento del acto creativo al azar, una ruptura entre la autoría y las leyes universales del pensamiento.
El poeta, un Dios creador (“el poeta es un pequeño Dios”, decía Huidobro) que se separa de su obra... renuncia a su paternidad, y la obra crea su propio universo, delimitado en los márgenes de la hoja, una sinfonía sonora (“resulta, para quien quiera leer en voz alta, una partitura”), un caleidoscopio de impresiones (“subdivisiones prismáticas de la Idea”), donde los múltiples planos y movimientos generados por la disposición tipográfica (“parece acelerar tanto como aminorar el movimiento”), y donde los silencios (“los blancos...como silencios circundantes”) emergen de la nada y repliegan las palabras sobre sí mismas, sumergiéndolas de nuevo en la nada, la página en blanco, de donde todo surge y todo es posible. Sobre todo, la LA PALABRA... pura y libre.
La palabra pura es un “significante” que no remite a otra cosa, a un “objeto significado”. Como dice Derrida, “se queda sin siquiera un sentido”. Para Mallarmé la poesía no representa el universo, sino crea el universo, su universo poético. Sería, en palabras de Valèry, “la vida del espíritu mismo, el cual es una potencia de transformación siempre en acto”. Su poema “Una jugada de dados...” es vida espiritual, pensamiento materializado en palabras, regido por las leyes del azar, que vuelve, tras llenar el mundo de música y vida, al silencio “blanco”, a la nada original. El poema otorga significado a la palabra, y así lo expresa Mallarmé: “El verso que de varios vocablos rehace una palabra total, nueva, extraña a la lengua y como encantadora, acaba con este aislamiento de la palabra...”
Es la obra desprendida del genio creador, es la muerte del poeta... el acto de lectura es la “penetración” en ese universo creado. La necesidad de la presencia del lector como determinante del acto estético margina, todavía en mayor medida, al autor. Expresado por Barthes: “toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual, como ya se verá, es devolver su sitio al lector)”. En palabras de Mallarmé, al poeta solo le queda “esculpir su propia tumba”.
El poeta desaparece, se diluye etéreo y fútil en un afán imposible de alcanzar la obra acabada, deseo irrealizable como declara Juan Ramón Jiménez en Dios deseado y deseante: ¡Ay, deshacerme/ de una vez ya, en la luz/ entrar, hecho oro verde y último, en el libre secreto recatado/ de los afanes imposibles.
La poesía pura, la Obra Total, es un afán imposible, un deseo no culminado, un Libro siempre por terminar, tan inacabado como la vida misma, tan indeterminado como el pensamiento libre. Mallarmé supo comprender lo ilusorio de su pretensión a la vez que el necesario atrevimiento de su “acto de demencia” y, a pesar de la contestación que toda provocación de altura incita, abrió un nuevo horizonte a la poesía, hasta entonces oculto entre el formalismo y la convención. Para eso fue necesaria la muerte del poeta, para el surgimiento de la poesía del mundo, sin demiurgo ni autor, convertida en obra universal. Hay un antes y un después de Mallarmé en la poesía, la creación y, en definitiva, en la búsqueda de Dios.
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