
“Esta es mi nave de los locosde la locura es el espejo.Al mirar el retrato oscurotodos se van reconociendo.Y al contemplarse todos sabenque ni somos ni fuimos cuerdos,y que no debemos tomarnospor eso que nunca seremos.No hay un hombre sin una grieta,y nadie puede pretenderlo;nadie está exento de locura,nadie vive del todo cuerdo.”“Stultifera navis” (1494), Sebastian Brant

La última escala de nuestro periplo ha tenido lugar en las postrimerías del II Milenio, sin que podamos admitir que aquella nave errabunda haya merecido una acogida más favorable para su tripulación insensata, a pesar de haberse cumplirse 600 años desde que comenzara su azarosa singladura. La travesía psiquiátrica en Bétera resultó tan parecida a la del antiguo manicomio, mientras estuvo fondeada en las aguas de aquella Ciudad Abierta, que pronto resultó engañoso el idílico paraje con el que se trataban de disimular la segregación y la falta de libertad. Tampoco los pasajeros podían ocultar su estigma indeleble después de tantos siglos, el rostro humano de la locura que llevaban tatuado entre otros distintivos de la alteridad, mientras se interrogaban sobre su triste destino sin la ayuda de familiares o profesionales para recomponer su trayectoria. Así pasaban sus días, uno tras otro, penosamente repetidos en una rutina embrutecedora que atrapaba a todos por igual, contagiados de su autentica enfermedad incurable: la alienación institucional.
Pero allí donde no llegaba la labor pericial registrada en los expedientes clínicos, quizás pudiera alcanzar la mirada certera del arte sobre sus historias de vida, reconstruyendo la monotonía enajenada que sin duda debió dejar su rastro en cada rincón del hospital. Patricia Gómez y María Jesús González han recorrido palmo a palmo el recinto durante los últimos cinco años, inmersas en una auténtica excavación arqueológica de fósiles contemporáneos que tiene mucho de misión detectivesca e indagación animista. Parece que en su tenaz búsqueda de huellas personales se hayan guiado por la conocida consigna de Man Ray de rastrear en los residuos oxidados del paso del tiempo –como él denominaba a la tarea fotográfica–, alguna forma de levantar acta notarial de la desidia. De este modo han llegado a encontrar el punto sin retorno que habita al otro lado de los espejos, allí donde palpita una realidad sutil que solo se percibe después de confrontarlos con su imagen virtual en las salas de baños, en una forzada simetría. Ni el yo, ni su doble, se hacen presentes en esta arriesgada apuesta óptica que mitiga el desasosiego del vacío con una inesperada construcción abstracta de gran intensidad de reflejos y originales destellos cromáticos. Pero, si no basta con esta visión fantasmagórica en las siluetas vacías del Otro espectral –“El espejo del mundo”, como aciertan a denominar su instalación–, quizás pueda desvelarse el rastro humano entre el imaginario colectivo compuesto por infinidad de fragmentos irregularmente mimetizados en aquel entorno concentracionario. Una autentica reserva de la memoria marginal.
A esta minuciosa tarea de recomposición fractal a través del tiempo se aprestan nuestras artistas, atrevidas viajeras que no conocen el vértigo, sin más equipamiento que la alta sensibilidad de sus cámaras fotográficas, forzada por una disposición poética a dejarse sorprender en cada esquina con algún hallazgo nuevo, a punto de perderse para siempre. Ya se trate de pabellones abandonados con largos años en desuso o de recintos a la intemperie, donde la herrumbre y la maleza se van apoderando poco a poco del paisaje que un día fue hurtado a la naturaleza para construir el mejor de los hospitales psiquiátricos. Ahora que las aves torcaces anidan en la antigua cabina de proyección de cine, o los roedores se cuelan por las cristaleras del imponente hotel que jamás llegó a estrenarse, resulta muy oportuno dar noticia del inexorable deterioro de aquel escenario distópico. Quizá sea este el destino más coherente para un engendro megalómano como aquel, surgido a contracorriente de las recomendaciones de la OMS y en pleno delirio faraónico del franquismo tardío, que encuentra ahora en esta inspirada recreación una crónica objetiva de sus desmanes. Se trata de una espléndida lección reivindicativa y silenciosa de la naturaleza, que se ha querido dejar bien presente con una paciente búsqueda de materiales diversos para que quede constancia de lo efímero, mediante una metodología calculada y rigurosa que hace innecesario cualquier refuerzo ideológico.
Ninguna negación institucional más rotunda que mostrar el desmoronamiento del universo asilar en toda su crudeza, sin necesidad de recurrir al radicalismo antipsiquiátrico, porque las contradicciones contenidas en la lógica de la exclusión social ya condenaban a la deriva los cimientos del proyecto. Ningún testimonio mejor para poner fin a esta odisea de la sinrazón que exhibir a plena luz “Los restos del naufragio”, una instalación surgida de la imaginación creativa con el propósito de ridiculizar la hidroterapias obsoletas rescatando las viejas bañeras del Psiquiátrico de su inevitable destino en el desguace. Pero conscientes de su poderoso contenido simbólico, María Jesús y Patricia han dado un paso más allá en su desbordante fantasía hasta transformarlas en una flotilla de naves varadas en el claustro de La Nau. Sin duda el mejor emplazamiento para inducirnos a experimentar una alucinación quijotesca, en los dominios de la razón y de la ciencia.
