m o n o g r á f i c o c o m u n i c a c i ó n

Núria Almiron

Chile: Hacia una Sociedad de la Información


El 21 de mayo del 2000 la República de Chile no sólo vivía uno de los momentos más relevantes de su historia reciente, la llegada de un nuevo presidente socialista a la cúpula del país, sino que también era testimonio de un ánimo retomado para afrontar el futuro. Ricardo Lagos reconocía en su discurso de investidura que abrir las puertas al desarrollo significaba la plena incorporación de Chile a la revolución tecnológica, disponiendo su país de las condiciones necesarias para ello como pocos otros países de la región latinoamericana. El Chile que heredaba Lagos seguía, sin duda, resquebrajado políticamente en dos grandes mitades, polarizado entre aquellos que habían sufrido la dictadura pinochetista y los que la aplicaron o se beneficiaron de ella. Sin embargo, el país andino, habitado por apenas quince millones de habitantes, también recibía del anterior gobierno conservador un legado de iniciativas emblemático cuyo objetivo era buscar un fuerte impacto social y económico y generar un impulso multiplicador para el despliegue de las redes de información. Chile contaba, a la llegada de primer presidente socialista después de Allende, con el mayor número de ordenadores per cápita de América Latina y con uno de los mayores porcentajes de usuarios conectados a Internet (alrededor del 5%). Sin embargo, la incorporación del tejido empresarial a la sociedad de la información era todavía muy precaria y el acceso a las redes desde los hogares o los centros educativos prácticamente anecdótica.
 

Cuando la vida se detiene
se escribe lo pasado o lo imposible

Un país de contrastes
Lo mejor que puede pasarle a un viajero cuando llega al país de Pablo Neruda y Gabriela Mistral es hacerlo en un día despejado y claro tras una copiosa nevada sobre esa maravilla geográfica que son Los Andes. La visión de un inmenso manto blanco cubriendo la cordillera es una imagen inolvidable y que carga de energías al viajero, especialmente si éste llega de por primera vez a Chile. Lo peor que puede ocurrir, por el contrario, es que tras diecisiete horas de vuelo las turbulencias impidan aterrizar en el destino e incluso obliguen a desviar el vuelo para que éste acabe posando las ruedas, que no los pies, en un perdido y minúsculo aeropuerto argentino a la espera de que el tiempo mejore. El visitante percibe entonces en propia piel el aislamiento geográfico en el que vive un pueblo instalado en una estrecha franja de territorio que apenas sobrepasa los 400 kilómetros en su punto más ancho, franja angosta y ubicada entre un inmenso pliegue de la tierra, que le flanquea de norte a sur del desierto de Atacama hasta la Antartida, y el Océano Pacífico. Se comprenden mejor entonces proyectos faraónicos como el de la red de cable submarino de alta capacidad que cubrirá a toda América Latina y que según se dice, Telefónica está instalando para mejorar las comunicaciones de la región. Se trataría, de completarse, de un anillo gigante que nace en Miami, desciende por el Atlántico pasando por México, Centro América, Venezuela, Brasil y Argentina desde donde, por el Paso Los Libertadores, cruza la cordillera para llegar a Santiago y Valparaíso, en donde toma el mar nuevamente rumbo al norte, hacia Arica. De ahí pasa por Perú, Ecuador, Colombia, Centro América y en Guatemala nuevamente cruza por tierra al Atlántico, hasta el caribe, de vuelta a Miami. Y este ambicioso proyecto no es el único, compañías como Global Crossing o Telecom Italia abordan ideas similares. Los más optimistas afirman que esto significaría el despegue definitivo de la región. Por lo pronto, y como mínimo, las conexiones a Internet serían cien veces más rápidas que en la actualidad.

Latinoamérica es, para muchos analistas, la única región del mundo en la que en el 2001 seguirán aumentando las inversiones en telecomunicaciones mientras languidecen o, se frenan, en Estados Unidos y Europa. Sin embargo el año 2000 significó un descenso del volumen global de inversiones extranjeras en Chile. Después de dos años de euforia, 1999 cerraba con casi 9.000 millones de dólares de inversión extranjera directa en Chile que, y ahí radicaba la novedad, por primera vez se distribuía entre distintos segmentos económicos. Si en 1998 hubo una fuerte concentración en los sectores bancario y financiero o, en años anteriores, se primaba inequívocamente a la minería, en 1999 el gas y la electricidad acumularon casi el 50% del total de inversión, la industria un 16% y el transporte y las telecomunicaciones un 12%. La procedencia del capital también se ha visto modificada drásticamente a lo largo de los noventa y en 1999, a pesar del llamado "Caso Pinochet", España destronaba en inversiones en Chile a Estados Unidos. De entre los principales inversionistas españoles destacaba Telefónica (el resto eran Endesa, Aguas Barcelona, Grupo Santander, BBV), una empresa de telecomunicaciones con un proceso vertiginoso de expansión en la región. De hecho, Telefónica de España se erige como la compañía extranjera que ha realizado la mayor inversión en la región en los últimos diez años, con 32.000 millones de dólares. Y es que, según la multinacional española, Chile se presenta como el modelo más competitivo de América Latina en este sector. Precisamente, la primera empresa que Telefónica adquirió en Latinoamérica fue CTC (Compañía de Telecomunicaciones de Chile). Lo hizo en 1990 y situó a la telco española en el primer puesto en el mercado de las telecomunicaciones chilenas. Una visita al país lo pone rápidamente en evidencia. Telefónica es en Chile lo mismo que en España: una marca permanente y constante en el imaginario comunicacional colectivo, un icono, casi diría yo, de la nueva era que ha conquistado la sociedad chilena, o al menos a la parte de la sociedad chilena con suficiente poder adquisitivo o impulso para seguirla. Su filial para Internet, Terra, es uno de los principales proveedores de acceso a Internet y el portal más visitado por los chilenos lo cual no impide que, también como en España, las marcas Terra y Telefónica obtengan las peores puntuaciones en calidad y confianza por parte de los usuarios. Al otro lado del charco como aquí, Telefónica se ha forjado a pulso una imagen de prepotencia y ambición desmesurada y de marca esencialmente construida sobre campañas de marketing multimillonarias. El majestuoso rascacielos recubierto de cristal que la compañía se ha construido en Santiago completan la postal.

La explosión que ha experimentado Chile en este terreno en los últimos doce meses tiene su mejor reflejo en los animados y concurridos First Tuesday chilenos, las reuniones de los primeros martes de cada mes que agrupan a inversores y emprendedores de la nueva economía, y en el abundante número de pequeñas start-ups (empresas de nuevo cuño) relacionadas con Internet e impulsadas por una generación de jóvenes procedentes ahora también de las clases medias cuyo pasado, muy próximo y menos polarizado, no les impide negociar con aquellos que poseen el capital en Chile. Un paseo por Providencia, uno de los barrios más cosmopolitas de la capital, muestra un hervidero de ejecutivos y ejecutivas trasladándose en sus flamantes automóviles europeos o americanos o desplazándose a pie con sus carteras en carrera siempre veloz hacia una meta, en muchos casos, con final puntocom. El Chile de los restaurantes chics y las oficinas de lujo informatizadas de estos aspirantes al éxito nada tiene que ver con el de la mayoría de la población, pero ahí están ellos para poner los cimientos de una incipiente industria informacional o como quiera llamársele a este engendro mediático que fusiona telefonía, redes e Internet. 
Mientras, el gobierno socialista se afana creando comités de nuevas tecnologías de información y comunicación, atrayendo a imperios de las comunicaciones como los de Cisco o Microsoft e impulsando medidas para convertir a Chile, como ellos dicen, en la capital tecnológica de América Latina. A los gigantes norteamericanos les ofrecen estabilidad política, crecimiento e interés por adoptar las nuevas tecnologías de la información como una política de Estado. La meta no es otra que incorporar a los chilenos a la Nueva Economía y al tipo de desarrollo del siglo XXI.

Las iniciativas para el cambio
Las medidas tendentes a impulsar el desarrollo de la sociedad de la información en Chile son generosas y persiguen tres objetivos básicos. En primer lugar, lograr que el acceso a  las redes digitales de información y a los servicios sea tan universal y a costes tan razonables como lo es hoy el acceso a la televisión y la radio. En segundo lugar, desarrollar nuevas capacidades competitivas a partir de las oportunidades que ofrece la rápida evolución de las tecnologías digitales de la información y la comunicación. Y, en tercer lugar, utilizar las potencialidades de las tecnologías digitales para impulsar la modernización del Estado en beneficio de los ciudadanos y las empresas. 

El Estado chileno, ya desde el gobierno anterior a Lagos, asumió que el sector público juega un rol catalizador decisivo para acelerar el ingreso de Chile en la sociedad de la información. Lagos confirmó esta función desde su mensaje presidencial prometiendo una serie de medidas concretas como la proliferación de infocentros públicos para brindar conexión de alta velocidad a Internet a miles de chilenos, el aumento de facilidades para establecer vías de comunicación electrónicas con el Estado, la creación de un marco seguro para el comercio electrónico con medidas legislativas como la acreditación y certificación de la firma digital, o la aplicación de esfuerzos a la captación de los fondos de capital riesgo necesarios para activar la industria. Un buen ejemplo de ello es la intensa agenda del presidente para conseguir firmar un acuerdo de colaboración con Bill Gates, el ubicuo presidente de Microsoft.

Y es que los chilenos, a pesar de compartir una lengua y, teóricamente, una cultura común con los españoles y los hispanos en general, han construido una cultura particular a partir del imperialismo norteamericano que les arremetió antes y después del malogrado presidente Allende. Los chilenos del Santiago privilegiado viven una especie de american-way-of-life a la chilena. Se visten, comen y consumen productos culturales norteamericanos en mayor proporción incluso que nosotros. A Chile, por ejemplo, prácticamente no llega cine europeo (o español). La cultura chilena se ha acabado haciendo permeable a la industria cultural norteamericana y ésta ha acabado asentándose profundamente en el país, a pesar del salvaje papel del imperialismo yanqui en su historia.  Esta americanización, que aquí llamamos globalización, se percibe, más si cabe, entre los jóvenes ejecutivos de las nuevas empresas digitales que, cómo no, miran más que nunca hacia Estados Unidos para encontrar referentes empresariales de la sociedad de la información.

Este país de contrastes que es Chile, cuna de grandes vinos de corazón tibio, como dice García Márquez, y con el cobre como única producción seria y exportable (aunque dicen que es el mejor del mundo), necesita, como todos los países latinoamericanos, de la inversión extranjera para seguir desarrollándose. Pero para que ese desarrollo redunde en beneficio propio y no en el de los monopolios transnacionales que antes le explotaban y ahora, se dice, invierten en él, Chile necesita incrementar el papel de las empresas chilenas. Y eso no es menos cierto para las empresas tecnológicas de la nueva economía. La masa crítica de empresas innovadoras que reclamaba el Programa de Innovación Tecnológica del periodo 1996-2000 parece estar asomando de la mano del primer puñado importante de start-ups que empezaron a surgir a finales de los noventa.

La incorporación de las PYMES a las infraestructuras informacionales parece ir, sin embargo, a ritmo más lento. Es cierto que el millón de usuarios de Internet con que contaba el país a finales de milenio significaba uno de los porcentajes de conexión más altos de toda Latinoamérica. Sin embargo, la mayoría de ellos sólo acceden a las redes en el trabajo y existe una enorme brecha social entre estos privilegiados y el resto de ciudadanos. Aunque Chile es reconocido por su sostenida tasa de crecimiento e integración a los mercados internacionales, las estadísticas revelan que el país sudamericano tiene una de las peores distribuciones de ingreso, lo que significa que la brecha entre ricos y pobres va en aumento. Por falta de otros datos a mano valgan estos: a finales de 1996, el 20 por ciento de la población más rica captó el 57,1 % de los ingresos, mientras la misma proporción de pobres percibió solamente el 3,9%. Dos años después, un estudio del BID (Banco Interamericano de Desarrollo) de 1998 mostraba que el 10% más rico de la población chilena ya percibía ingresos 30 veces superiores a los del 10% más pobre. Así las cosas, la sociedad de la información puede que acabe instalándose en Chile, pero la mayoría de los chilenos corren el riesgo de no enterarse.

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