m o n o g r á f i c o
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por
Jana Cazalla
Perdida la vocación mesiánica de las vanguardias, hoy que predomina la idea por encima de la resolución práctica de la obra, que podemos obtener una experiencia artística con realizar tan sólo una pequeña visita a los basureros, que las instalaciones de tan abiertas que se presentan al espectador se tornan completamente cerradas, concluimos inevitablemente que en la historia del arte primermundista y occidental se ha ido diluyendo, a favor de valores mercantilistas, la tensión recíproca entre la obra y quien la mira o al menos disminuyen las posibilidades de generar por parte de los artistas contemporáneos lecturas o sentidos significativos en la conciencia colectiva. Y no es que desde estas líneas neguemos otras funciones legítimas del arte, que sería como retomar la historia de la estética resumiéndola en una dialéctica entre el dulce y el utile de Horacio o intentar fallidamente delimitar los límites de lo artístico, pero sí recordar que el carácter estético de un objeto no es sólo, como nos recuerda Basch, una cualidad intrínseca del mismo sino una relación recíproca entre obra y espectador y que esa actividad de nuestro yo se halla sustentada en la propia educación visual y el contexto cultural en el que se halla integrado el sujeto, ya sea productor o receptor de arte. Los mensajes implícitos en las imágenes han venido aportando elementos de reflexión individual y social con los que el artista subvertía el espacio privado, social, cultural y político. Hoy parecen mapas complicados donde los artistas hermetizan sus ideas para goce de ellos mismos y de una elite de profesionales que prolongan la tendencia hacia el manifiesto por medio de una serie de precisiones teóricas que superan la materialización concreta de las obras. A ello hay que sumar el hecho de que las innovaciones
tecnológicas exploradas por los artistas, en un acto legítimo
de investigación sobre las nuevas técnicas de su tiempo histórico,
están creando continuamente estructuras narrativas y ficcionales
escasamente permeables para el espectador. Ese desencuentro es aprovechado
por pseudoartistas para expresar, en muchos casos a través de toda
una parafernalia exhibitiva de medios electrónicos, ideas pueriles,
meras relaciones causa-efecto y obsoletos déjà vue conceptuales
que no contribuyen sino a acrecentar el escepticismo en el espectador de
arte contemporáneo. Y no me refiero al público en general,
que históricamente se ha mostrado remiso a aceptar las innovaciones
artísticas de su contexto hasta su reconocimiento e institucionalización
dentro de la cultura oficial, es decir, a aquellos a los que hoy ya no
les parecen feos Picasso y Joyce..., hoy les parecen más bien realistas1,
sino a un gran número de profesionales del arte que se cuestionan
honestamente la validez del arte de nuestro tiempo.
Entiéndase que tampoco pretendemos reivindicar cierto giro hacia un populismo estético, ni abogamos por el mero activismo del arte sostenido como terapia dentro del tejido social. No reivindicamos la falacia del compromiso forzado del artista, ni la militancia basada en moralejas edificantes, ni la propaganda. Somos conscientes del desarrollo acelerado de un nuevo tipo de sociedad posindustrial, una sociedad postmoderna global, fundamentalmente de orientación norteamericana, que tiene su reverso en la dominación de las culturas subalternas, y que por tanto exige una revisión y transformación de la función social de la propia esfera de la cultura y en concreto del arte. Uno de los teóricos que, a nuestro juicio, ha abordado estos procesos de un modo específico y sugerente ha sido Frederic Jameson. A través de su teoría cultural se evidencia la urgente necesidad de una exploración del arte crítico o político en el período postmoderno del capitalismo tardío más allá de la nueva superficialidad de la crítica, del simulacro baudrillardiano, del fetichismo mercantilista de la obra de arte, de la aparente sustitución de la alienación del sujeto por la fragmentación del mismo como modelo a seguir. En definitiva, se precisa un mayor número de estudios culturales que analicen la nueva estética geopolítica inaugurada por los actuales procesos de actividad económica a nivel planetario. Es en este sentido, y coincidiendo con Colin MacCabe, que nos parecen interesantes los estudios elaborados por Jameson ya que se alejan de la interpretación crítica materialista a partir de su teoría del inconsciente político, esbozada como cartografía cognitiva en tanto que concibe que la relación con la economía es un elemento fundamental ‘en’ el objeto cultural que debe analizar; no en el sentido de los procesos económicos que rodean el objeto cultural, sino en los procesos psíquicos que intervienen en su producción y recepción2. Jameson concibe para una sociedad determinada una determinada visión del mundo como sueño o fantasía política colectiva que es en definitiva una manera de ser y estar en el mundo. A diferencia de otros autores como Adorno, Jameson sostiene que la mercantilización del arte no supone la supresión radical de toda perspectiva autónoma desde la que criticar los modelos imperantes de desarrollo económico, sino que en la estructura postmoderna que actualmente padecemos es posible diseñar una política cultural que intervenga directamente sobre la economía, dado que la producción cultural está totalmente integrada en la producción mercantil. Lamentablemente, la teoría de Jameson no acaba
de explicar qué mecanismos son los encargados de traducir la organización
social a las formas culturales ni señala los mecanismos que articulan
la fantasía individual y la organización social3.
Dicho de otro modo, desde que los artistas se liberan de los procesos materiales-corporales y de la carga de la historia como metarrelato ganan un privilegiado espacio de libertad creativa alrededor de los procesos mentales o filosóficos. De ahí la insistencia en esa filosofía general del arte como única herramienta posible para dilucidar lo que es arte o lo que no es arte en este linde de la planetarización cultural a la que asistimos. Quizá valga la pena recordar las palabras de Ernesto Sábato: Mala cosa cuando un cuadro puede juzgarse en sí mismo, por puras condiciones de color o forma, cuando (por así decirlo) no nos obliga a enjuiciar la realidad entera. Porque un arte es una visión del mundo o, de lo contrario, un ejercicio formal sin mayor trascendencia. La importancia de un arte está en relación con la cantidad de Universo que trastoca5. En la actualidad dentro de la escasa repercusión social del fenómeno artístico se convierte en curiosa excepción el arte de la periferia y en concreto, por su reconocimiento actual, ya sea moda pasajera o estrategia interesada de la propia mainstream, el Arte Latinoamericano. El arte de los márgenes está vivo, mantiene
su comunicación directa con el espectador pese a los esfuerzos de
muchos artistas latinoamericanos en devenir "absolument modernes" e imitar
los modelos generados ideológica y formalmente por el centro. Cierto
es que su especificidad, como arte social, es una forma de respuesta, todavía
desorganizada, de los artistas al temor cultural -y político- ante
la tendencia homogeneizadora impuesta por la globalización.
El artista latinoamericano se enfrenta hoy nuevamente a procesos, ya enfrentados en el período de inicio de su Modernidad con las Vanguardias, en los que se debate esquizofrénicamente entre producir un arte mainstream que le abra las puertas de acceso del mercado internacional o bien un arte lo suficientemente "diferenciado", que le garantice su cuota de participación como "folklorismo domado" en la pervertida lógica del centro. Y es legítimo ese interrogante ya que muchos de ellos se sienten además de latinoamericanos, ciudadanos de la aldea global con problemáticas universales que enfrentan en sus obras. Quizá el caso más paradigmático que nosotros conozcamos es el de la artista colombiana María Fernanda Cardoso. Una mujer que a finales de los ochenta tenía el reconocimiento de la crítica nacional a través de sus trabajos vinculados a la naturaleza a partir de referentes zoomorfos y biomórficos fundamentalmente. Su exploración hasta ese momento se centraba en aspectos puramente perceptuales, juegos formales de dobles sentidos a los que invitaba al espectador. Su producción siempre fue honesta pero no tenía el reconocimiento internacional deseado legítimamente, no nos engañemos, por cualquier artista. La situación cambió por completo en 1996, año en que produjo su obra Circo de pulgas. La obra consiste en una carpa de circo a modo de instalación de reducidas proporciones (sólo caben 3 ó 4 espectadores) con lo que subvierte el concepto masivo del circo y lo privatiza, sacralizándolo. Dentro de ella la artista ejecuta, ataviada de domadora, una performance con 4 pulgas amaestradas por ella misma que se columpian, se deslizan por un trampolín, saltan dentro de una diminuta piscina y realizan todo tipo de acrobacias en la pequeña pista del Cardosus Circus. Los espectadores y la propia performer deben usar unas lentes especiales para seguir la evolución y giros de las obedientes pulgas. Al margen de cuestionarnos la capacidad real de adiestramiento del simple aparato nervioso de una pulga, su estrategia seduce porque tiene algo de real maravilloso, de ilusión, como si de un entretenimiento de juglar medieval se tratase. La noticia del Cardosus Circus se propagó como
la pólvora a partir de 1996. En esos días no había
congreso internacional de Arte Latinoamericano donde los críticos
no nos preguntáramos acerca de la espectacular obra de María
Fernanda. Muchas voces, entre ellas la mía, especulaban acerca del
oportunismo de su propuesta artística, del todo vale y demás
servidumbres del arte en la postmodernidad. Tiempo después, meditando
más sosegadamente sobre su obra, llegué a la convicción
de que no hay impostura en su evolución artística. Mª
Fernanda con su circo de pulgas ha realizado una obra contextual que explora
la realidad social, cultural y artística de su época, es
como si evidenciara con su performática propuesta la crisis del
arte actual, el desplazamiento de las funciones antes detentadas por las
artes y ahora asumidas por determinados medios de difusión icónica
colectiva. Su obra deviene una competición y un uso perverso de
la propia estructura del espectáculo. Un espectáculo íntimo,
todavía aurático, pero cargado de reflexiones sociales y
políticas en el propio proceso de domesticación de los insectos,
a la vez que deriva en una provocación ya que la artista le "busca
las pulgas al espectador" por medio de ese juego de apariencia ingenua
pero cargado de interrogantes.
Las advertencias vienen de lejos, en 1900 el teórico uruguayo Rodó en su obra Ariel concretó a partir de una alegoría de corte shakespeariano, protagonizada por las figuras de Próspero, Ariel y Calibán, los riesgos que corría una América Latina fascinada por el espejismo norteamericano al olvidar ese vínculo sagrado que nos une a las inmortales páginas de la historia, en pos de un modelo extraño al que sacrificar la originalidad irremplazable de su espíritu7. Ese idealismo de Rodó fue resituado posteriormente en los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui, publicado en 1928, donde realizó su conocido esfuerzo por explicar y analizar la crisis socio-política y cultural de América Latina a partir de la teoría marxista. Un esfuerzo que paradójicamente obvió Karl Marx y a cuya teoría agregaría Mariátegui la cuestión indígena. Habrá que esperar, en nuestra opinión, hasta
la aparición de las Dos décadas de arte vulnerable en las
artes plásticas Latinoamericanas, publicado en la década
de los 70 por la fallecida crítica colombiana Marta Traba para asistir
a la creación de una crítica de arte latinoamericano ligada
a los procesos sociológicos pero dotada de un tímido enfoque
psicologicista.
Las tesis de Traba, siempre polémicas y hoy superadas,
anticipan sin embargo su interés en analizar los procesos de descentramiento
y reflejo, tan vigentes en el actual Arte Latinoamericano. Cierto es que
hoy ningún crítico se atrevería a etiquetar la especificidad
del mismo, pero desde nuestro análisis nos limitamos a señalar
la dicotomía existente actualmente en dicha plástica.
El mismo caso fue el de la Generación de la Habana: Amelia Peláez, Mariano Rodríguez, Wifredo Lam o René Portocarrerro, desde su aparente actitud evasiva como rechazo a la cruenta época de Batista configurarán lenguajes íntimos pero capaces de trasladar contenidos sociales envueltos siempre en un hálito poético. El propio arte del período revolucionario, influenciado
por el realismo socialista, supo eludir su tiranía y dar autores
tan personales como Raúl Martínez, Servando Cabrera Moreno
o la peculiar Antonia Eiriz, siempre agria pero reconfortante en su forma
de nombrar la realidad.
A la labor de Volumen le sucedió, en la segunda mitad de la década, la presencia del grupo Puré con su cuestionada inclinación hacia la recuperación del rol social del arte asumiendo, eso sí, todos los logros formales explorados por Volumen Uno. Desde una poética neoexpresionista Puré atacó todas las lacras sociales a través de una iconografía extraída de lo popular: la ginetera, el "cheo", el "asere", el "Bruce Lee", etc., es decir, enfrentó intelectualmente a partir de un lenguaje obsceno y provocador los errores acumulados en la estructura burocrática socialista. Lo cual provocó la rápida actuación de la institución-arte ante una plástica en general cada vez más molesta. La censura impuesta a finales de los ochenta parece a
mediados de los noventa relajar su ímpetu proteccionista y encontramos
a los artistas de los noventa implicados en una pluralidad de tendencias
unidas siempre por un compromiso social si bien teñido de cierto
descreimiento, una especie de decepción instruida generacional que
opta a menudo por la mejora del oficio como contrapartida al bad-painting
de la década anterior.
El arte brasileño desde la década de los setenta se inserta dentro de las poéticas objetuales, sensuales o esteticistas, según convengamos en denominarlas. Es un arte que elude lo local. No hay referencias en las obras de los artistas a temáticas sociales, indigenismo o cultura afrobrasileña como sí la tuvo su potente Vanguardia. Sorprende este silencio de los artistas brasileños frente a su cruda realidad. Es como si estuviesen inmunizados frente a las problemáticas sociales. Su interés general radica en poéticas centradas en una especie de metafísica objetual, de la cual resulta representativa la obra de Waltercio Caldas, pero no se quedan atrás Tunga o Ernesto Neto cuyas creaciones admiramos y esperamos ansiosamente para obtener un deleite poético y que no cuestionamos, pero nos sirven para evidenciar su pertenencia a un determinado discurso. La pregunta es: ¿Existen artistas que exploren contenidos sociales en Brasil? Cildo Meíreles, Valeska Soarez, Angelo Venosa, Maiolino, Vera Martins, Karin Laambrecht trabajan dentro de tendencias objetuales sin eludir el compromiso político. El problema es más sutil y se remonta a años atrás. Con la creación de las tres Salones de Mayo 1937-38-39, Brasil apuesta por el abandono de los presupuestos nacionalistas y comienza su aventura internacional, no en vano los Salones de Mayo son el antecedente directo de las Bienales de Sao Paulo que consolidan a Brasil como la gran meca del arte latinoamericano. La respuesta reside en la crítica de arte. Los curadores brasileños apuestan mayoritariamente por esta línea sensual, lanzando al mercado internacional artistas anclados fundamentalmente en esta opción plástica. Lo que no significa tampoco que su idilio centralista, su modernidad avant la lettre no esté avalada históricamente por rupturas vitales del tejido cultural brasileño como fue el neoconcretismo de Ligya Clark o Hélio Oiticica y su especulación lúdico-objetual cargada de funcionalidad terapéutica. Hemos optado por los conceptos modélicos: descentramiento
o idilio, pese a rechazar su carga idealista, homogeneizadora y a la fuerza
reduccionista para intentar explicarnos situaciones comunes, cotidianas
del arte y del artista latinoamericano.
Pensamos que el curador debería potenciar la peculiaridad de las artes de un continente que se evidencia en el descentramiento, en la apropiación subvertidora de los modelos dominantes. Tendría que fomentar la labor de aquellos artistas que emergen con discursos potentes, reflexivos, que presentan alternativas sur-norte significativas. Esa sería, como señala Mosquera, junto a otros teóricos latinoamericanos, una vía posible para conseguir "voltear" el patrón dominante, sin caer en sus mismas deformaciones: [...] es necesario también invertir la corriente. No por darle la vuelta a un esquema binario de transferencia, desafiando su poder, sino por contribuir a pluralizar para enriquecer la circulación en un sentido verdaderamente global8. En un tema tan espinoso como interesante todo son dudas. Nos interrogamos continuamente, como hizo Benedetti, acerca de la validez de nuestras reflexiones, pero como él vivimos instalados en la duda militante que garantiza la exclusión de la certeza: No descarto la posibilidad de que yo esté profundamente equivocado; que los actuales módulos europeos constituyan una verdad en etapa de progreso y hasta una inmóvil revolución, para la que no estamos ni intelectual ni psicológicamente preparados... Pero mientras tanto, mientras América Latina siga siendo un volcán, mientras la mitad de sus habitantes sean analfabetos..., mientras América Latina busque, asi sea caóticamente y a empujones, su propio destino y su mínima felicidad, permítasenos que sigamos pensando en el escritor como en alguien que enfrenta una doble responsabilidad: la de su arte y la de su contorno9. En los términos ya planteados por Sábato
esta doble responsabilidad podría finalmente ser concretada en la
siguiente pregunta: ¿Cuál es la cantidad de universo que
trastoca actualmente y a un nivel global la experiencia artística?...
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