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Jorge García |
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El jazz va a cumplir pronto un siglo de existencia. En esos cien años ha pasado de ser una música casi folklórica, surgida en los barrios bajos de Nueva Orléans, Estados Unidos, a convertirse en un género practicado en el mundo entero por intérpretes de todas las razas y condiciones. Durante algún tiempo, en las décadas de los treinta y cuarenta, fue la música de baile preferida por las clases medias a ambos lados del Atlántico. Poco después el jazz alumbró una variedad simplificada que recibió el nombre de rhythm and blues, y en los años cincuenta éste dio lugar al rock and roll, adoptado por los jóvenes rebeldes como emblema generacional. Luego el rock se aligeró y se hizo melódico en las soleadas arenas californianas, y a comienzos de los sesenta (antes incluso de que el continente europeo hiciera ninguna contribución sustancial al jazz), lo tomaron unos jóvenes británicos de Liverpool llamados The Beatles y lo convirtieron en lo que conocemos como pop, completando de alguna manera la evolución hacia sus formas actuales de la música ligera. Obviamente la evolución de la música popular a lo largo de un siglo no se puede condensar tan drásticamente, pero lo que aquí nos importa es que el jazz, tras el auge de hace más o menos sesenta años, ha pasado poco a poco a vivir en un modesto rincón, arrumbado por formas musicales que proceden directamente de él, y nada indica que la situación pueda cambiar en mucho tiempo. Ello obedece a un sinfín de circunstancias, pero sin duda es determinante el hecho de que el principal consumidor de música ligera es el público juvenil, y que para éste la música debe satisfacer unos requisitos (que sea pegadiza, breve, que se base en ritmos sencillos) escasamente compatibles con la naturaleza del jazz moderno, caracterizado por una complejidad cuando menos mediana. Lo mismo podría decirse respecto de la música llamada clásica. Nada nuevo sobre la faz de la tierra, por otra parte, si pensamos en Darwin y su teoría de que la especie mejor adaptada al medio es la que consigue sobrevivir; en este caso, sobrevive el género musical más compatible con las funciones reclamadas por la mayoría de sus degustadores. En el jazz también ha habido dinosaurios condenados a la extinción o a una existencia muy restringida: el mejor ejemplo son las grandes orquestas, que no pudieron sobrevivir a la crisis económica provocada por la Segunda Guerra Mundial. Tras de las orquestas el jazz optó principalmente por dos caminos: el del bebop, con los audaces Charlie Parker y Dizzy Gillespie a la cabeza, suponía una apuesta por la complejidad creciente y el individualismo virtuosístico, difícil para el público medio; el de un Louis Jordan o un T-Bone Walker, por el contrario, optaba por el regreso a la sencillez del blues sin renunciar a los ritmos bailables y al estilo frenético de los riffs orquestales, consagrados por intérpretes como Lionel Hampton. Esta segunda rama se desgajó muy pronto del cuerpo principal, lo que a la larga supuso el confinamiento del jazz a sus modestas posiciones en el mercado. El jazz moderno intentó un primer acercamiento a las formas populares durante los años cincuenta, cuando comenzaron a popularizarse términos como soul o funky, que definían tendencias del jazz más sensibles a la música tradicional afroamericana (los cantos de iglesia y el blues), pero por aquel entonces ya tenía perdida la batalla por la hegemonía. Entre otras cosas, a causa de su renuncia implícita a la música vocal, que mientras tanto se había convertido en un ingrediente básico en los gustos del público mayoritario. El soul y el funky comenzaron a popularizarse masivamente cuando incorporaron la voz, y ello ya no lo hicieron músicos puros de jazz, sino otros como James Brown o Ray Charles, éste último un antiguo pianista de jazz moderno que cambió de rumbo y se convirtió en una de las mayores estrellas de la música de la segunda mitad del siglo. Algunos músicos de jazz, sobre todo de raza negra, se sintieron atraídos por esa pujanza del pop afroamericano, y entre finales de los sesenta y principios de los setenta todavía consiguieron éxitos notables con músicas instrumentales como el jazz rock o el funky de discoteca: me refiero a Miles Davis, un investigador incansable, al pianista Herbie Hancock o al acaramelado saxofonista Grover Washington Jr. Su legado se prolonga hasta nuestros días a través de distintas formas de fusión jazzística, con éxitos dispares, pero puntuales, que de ningún modo anuncian un cambio de tendencia en los gustos mayoritarios del público. La relación entre el jazz y las corrientes principales de la música popular es desde hace bastantes años casual e intermitente. El pop vive sometido a las leyes del mercado, que exigen una constante renovación de las modas, y ello determina de cuando en cuando un encuentro entre ambos universos musicales. Es cierto que en algunos géneros como el soul o en general la música negra (más o menos "étnica", según la ocasión) se percibe aún la raíz compartida con el jazz, y que un patrón del blues urbano ortodoxo como B.B. King todavía deja sentir la huella del jazz en su escuela, pero incluso en los músicos procedentes de otras tradiciones más sofisticadas, como el blanco Van Morrison, se aprecia igualmente una notable afinidad con el jazz. En el resto de los casos, la "intromisión" del jazz obedece a factores aleatorios. Por ejemplo, la irrupción de la bossa nova a principios de los sesenta ha garantizado al jazz, siquiera sea como comparsa, una pequeña presencia en la música mayoritaria. La bossa nova ha evolucionado, si bien en su entorno todavía resulta más o menos natural la introducción de algún instrumento de viento de tintes jazzísticos que evoque el feliz encuentro entre el saxofonista Stan Getz y los Jobim, Gilberto y compañía hace más de tres décadas. La música latina reductivamente conocida como salsa también tiene muchas raíces en el jazz; tal vez no salte a la vista en sus variedades más comerciales, como el merengue popularizado por Juan Luis Guerra, pero hay muchos otros ritmos que casan bien con las instrumentaciones y los solistas propios del jazz, desde el danzón hasta el son o bolero. Al respecto también es destacable la huella jazzística en la música cubana más tradicional, revitalizada en nuestro país gracias al apoyo de Santiago Auserón, ex Radio Futura, e internacionalmente con la ayuda del productor y guitarrista Ry Cooder, responsable de ese fenómeno discográfico llamado Buena Vista Social Club. En el ámbito del pop siempre hay algún intérprete que busca la sofisticación o la naturalidad de los ingredientes jazzísticos, unas veces como parte de una moda (la música acústica), otras veces de forma oportunista (caso de los cantantes que lanzan un disco con el acompañamiento siempre impactante de una big band de jazz), pero en ocasiones con auténtica devoción, caso de Sting, por ejemplo, rodeado siempre de jazzistas de primera fila, que si quisiera podría ser uno de los cantantes de jazz más interesantes del panorama, como ha demostrado al abordar piezas del repertorio standard, y que además ha escrito temas versioneados por músicos de jazz. Muy cerca de nosotros está el caso del grupo valenciano de fama nacional Presuntos Implicados, entre cuyos colaboradores habituales siempre hay músicos de jazz, que al menos en las actuaciones en directo del grupo gozan de ocasiones de lucimiento. Para acabar citaría un fenómeno reciente, y muy circunscrito a los gustos de algunas discotecas británicas, como ha sido la aparición del llamado acid jazz, en esencia un funky instrumental extremado y apoyado en la tecnología. Como variedad de este estilo concebida específicamente para consumo de discotecas, llaman la atención las mezclas realizadas sobre antiguos éxitos del legendario sello discográfico Blue Note, que consagró a músicos como el saxofonista Stanley Turrentine o el organista Jimmy Smith. Este repaso no pretende ser exhaustivo, ni cuantificar la relación actual entre el jazz y el resto de las músicas. Como aficionado al jazz, sólo he lamentado los mestizajes entre géneros cuando los músicos se han visto forzados a ello por razones de supervivencia y no por inclinación personal. Por desgracia, la supervivencia (figurada o literal) es muchas veces un problema para los intérpretes de jazz, de ahí que estos saltos sean relativamente frecuentes entre ellos. En cambio, es evidente que el músico de pop se aproxima al jazz por razones que poco o nada tienen que ver con la economía. Creo que no es arriesgado decir por ello que el pop jazzístico es más interesante desde el punto de vista artístico que el jazz fusionado con otras tendencias, cuyo ejemplo límite sería Kenny G, pero aquí generalizar es cometer una injusticia. Lo importante es que en ambos casos la música ha descubierto caminos nuevos, más o menos afortunados, pero inéditos al fin. El panorama musical de nuestros días está desesperadamente falto de nuevas ideas: tanto en el pop como el jazz, no cesamos de escuchar variaciones sobre modelos establecidos hace ya mucho tiempo. Sean bienvenidos entonces aquellos préstamos entre géneros capaces de sorprender, aunque sea mínimamente. |
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