e s c e n a

Ignacio García May

Aprendiendo de todas las cosas


La RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático) es, probablemente, la institución pedagógico-teatral en activo más antigua de nuestro país. Su origen se remonta a 1831, año en que la reina María Cristina, aficionada a la lírica y al drama, fundó lo que entonces se llamaba, pomposamente, el Real Conservatorio de Música y Declamación.

La declamación persistió mucho tiempo en nuestro teatro (y aún hoy se escuchan algunas voces sobrehinchadas en nuestros escenarios) pero fue el concepto de escuela el que costó hacer comprender. ¿Escuela? ¿para unos tipos a los que, tradicionalmente, se les había negado hasta el entierro en sagrado? El siglo entero que va de aquel Real capricho a nuestra moderna institución está narrado de forma sucinta, pero suculenta, por Juan José Granda -actual director de la RESAD- en un ameno librito titulado Historia de una escuela centenaria: son múltiples las anécdotas de los grandes nombres del drama que, por un motivo o por otro, se vieron vinculados a la escuela, así como los cambios de sede, e, incluso, de nombre institucional.

Pero no hay duda de que han sido los acontecimientos concentrados en la última década los que han dado un vuelco a la pedagogía del drama en España. El 3 de octubre de 1990 se aprobaba la LOGSE, y con ella la especificación de que las enseñanzas de teatro adquirían un rango equivalente al de las titulaciones universitarias.

Durante años, la pregunta que se había hecho la gente ajena a la profesión era: ¿pero estos tipos del teatro también estudian?; de pronto, la cuestión se había transformado en un estupefacto: "¿pero además el título es superior?". Probablemente imaginaban que los escenarios iban a llenarse de actores que interpretarían las obras con un birrete puesto en la cabeza y un diploma bajo el brazo, y que interrumpirían el ser o no ser para entonar un gaudeamus igitur, o acaso una canción de la tuna.

Esta desconfianza tenía su punto de razón: al fin y al cabo, la nuestra es una profesión que nadie te pide el título para trabajar (en esto se parece a los oficios delictivos). Imagínense ustedes lo que sería acercarse a Fernando Fernán Gómez para ofrecerle un papel en una película y exigirle un diploma antes de contratarle (es fácil imaginar su respuesta: "¡Váyase usted a la mierda!").
Incidentalmente, recuerdo a una preocupada madre que se presentó en la RESAD con su hija adolescente, siendo yo jefe de estudios durante el primer año de la LOGSE. La buena señora me dijo: "Es que mi niña no quiere estudiar, así que la he traído aquí, porque además siempre se le ha dado muy bien lo de cantar y eso".

El “eso” quedó en suspenso, como si yo estuviera obligado a saber qué diablos significaba. Mi primer impulso fue decirle que donde debía dirigirse era a la televisión y preguntar por Bertín Osborne, pero después me limité cortésmente a explicarle que nuestros alumnos estudiaban, ¡y vaya si estudiaban! La mujer miró los papeles donde aparecía descrito el plan de estudios, contempló luego a su hija muy preocupada y dijo: "Hija, te has equivocado. Piensatelo bien porque aquí se trabaja demasiado".
Por lo que yo recuerdo, la atribulada chiquilla no llegó ni a presentarse, aunque no descartaría que hoy fuera una estrella de la copla (no soy experto en ese terreno).

Pero, anécdotas a un lado, nuestra defensa de un estatuto superior no tiene nada de pataleta adolescente, ni de falsa grandeur. En primer lugar, lo cierto es que, lo que se hace en las escuelas superiores de arte dramático es un plan de estudios verdaderamente complejo, como es complejo el propio teatro: una suma de saberes que va desde la literatura a la antropología, de la historia del arte a la música, de la mitología a la informática, imprescindible, hoy, en terrenos como la luminotecnia o el diseño escenográfico.

Porque el teatro, y ésta es la segunda reflexión, es, tal y como lo he definido en otras ocasiones, fáustico, inabarcable. En el fondo un absurdo: porque el hombre de teatro ideal debería saberlo todo de todas las cosas, y esto, claro, es un imposible que, por otra parte, entronca con el espíritu de la universitas, del conocimiento universal, al que, paradójicamente, parece haber renunciado la propia universidad.

A la hora de analizar los éxitos, y también los problemas, de la última década, muchos de mis colegas tienden a concentrarse, de forma exclusiva, en asuntos de orden burocrático-administrativo.

Por ejemplo, la gran contradicción de nuestra escuela ha sido (y sigue siéndolo en el momento de redactar estas líneas) que, aunque nosotros concedemos títulos equivalentes, a todos los efectos, a la licenciatura, desde la Administración se nos contempla como un centro de enseñanza secundaria, con las evidentes complicaciones que surgen de tan rocambolesca situación. Sin embargo, este tipo de problemas tiende a resolverse; y de hecho, hoy hay ya en marcha un proyecto de Ley de enseñanzas artísticas que ayudará a solventar de una vez por todas las paradojas de una pedagogía dramática.

Personalmente, me interesan más los problemas de orden sociológico, o, si ustedes lo prefieren, filosófico, porque son mucho más enigmáticos, y no dependen de un Real Decreto. En países como Alemania, Inglaterra o EE.UU., la enseñanza superior del teatro es la consecuencia de un orden social: el resultado evidente e insoslayable de alimentar el respeto y la necesidad del teatro desde todos los ámbitos. En nuestro país, sin embargo, la situación se invierte. Somos las escuelas de teatro las que, de algún modo, hemos impuesto a la sociedad nuestra existencia, pese a su desinterés; o, mejor dicho, pese a la negligencia de las instituciones encargadas de fomentar ese interés. La enseñanza del teatro (del gusto por el teatro) en los colegios e institutos españoles, por ejemplo, es prácticamente nula. Y, cuando la hay, en la mayor parte de los casos, más valdría que no la hubiera. Recientemente, en un colegio vi el siguiente anuncio de actividades extraescolares: "Cursos de guitarra, 5000 ptas. Cursos de informática, 7000 ptas. Cursos de esgrima, 5000 ptas. Cursos de teatro, gratuitos para los participantes".

Como dice un viejo refrán, lo que no cuesta nada, nada vale, y en ese saldo vergonzoso de la pedagogía teatral, la existencia de escuelas superiores se convierte en un faro que recuerda a la sociedad el valor, en todos los sentidos, del drama.

Por otra parte, esa misma negligencia social frente al teatro tiene como consecuencia obvia una ignorancia generalizada frente a qué es exactamente lo que se hace en una escuela de teatro. "Ustedes, en la escuela esa, se lo pasará de miedo, ¿eh?", suele decirme un farmacéutico de mi barrio a quien le hace gracia mi profesión. Yo, naturalmente, le digo que sí, que vivimos en permanente estado de orgía, pero es sólo por darle un poco de envidia. En la RESAD se enseñan tres carreras: Interpretación, en su variante textual o gestual, Dirección de Escena y Dramaturgia, que conforman una sola carrera con dos especialidades diferenciadas y Escenografía. No voy a extenderme aquí sobre la lista de asignaturas que corresponde a cada una, pero sí diré que son frecuentes los alumnos que se presentan a las pruebas de acceso más por instinto puro que por cualquier otro motivo, y sin saber muy bien qué es lo que van a estudiar. El plan de estudios, por supuesto, es público y está expuesto a la vista de todos en los tablones pertinentes, pero la imagen de una escuela de teatro que tienen en la cabeza viene mediatizada por la televisión y por una cierta prensa. Cada año, cuando tienen lugar las pruebas de entrada, los medios se empeñan en mostrar muchas piernas con calentadores y no pocos momentos de éxtasis stanislavskiano, pero no se preocupen ni lo más mínimo por cuestionarse por qué consideramos fundamental que los alumnos estudien cosas como Semiología, Estética, o Percepción Visual.

¡Atención! Por nada del mundo quisiera caer aquí en esa actitud pedante de "cuidado y no me toques, que soy licenciado" (que, por otra parte, complace tanto a algunos sectores de la profesión teatral; en el terreno de la intelectualidad también hay nuevos ricos). Antes al contrario, defiendo el teatro como placer, y su enseñanza como la enseñanza de una forma de placer. Pero es evidente que la pedagogía teatral ha cambiado en nuestro país de forma mucho más seria y profunda de lo que creen los profanos y que urge recordárselo a la sociedad. Espero que este artículo contribuya a ello.

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