m o n o g r á f i c o a r t e s     p l á s t i c a s


Pilar Pedraza
MUERTE A LA CERA PERDIDA


Una jeringuilla de cristal y metal dorado succiona líquido azul verdoso, brillante como las aguas de un berilo, y lo inyecta bajo la piel nacarada de la joven prostituta o la atezada del golfillo a quien ha seducido un enmascarado vestido de sombras en la feria, comprándole algodón de azúcar hilado. Estamos en Roma, en 1912. No lo parece. No veremos exteriores, salvo algún jardín de mortal placidez. En los anaqueles de ébano del laboratorio descansan piezas anatómicas como lozanos restos de una matanza reciente, y en las paredes alivian los marrones del papel grabados que reúnen precisión científica y arte macabro. En el centro hay un sillón ocupado por una mujer desnuda, la misma cuya carne fue dotada de vida subterránea por el licor verde. Está sujeta con correas. La droga no le permite exteriorizar su pánico salvo por un loco girar de los ojos en las órbitas. El inventor de espantos comienza su tarea. Es checo: puede esperarse fantasía de su delirio.  

Volvamos a la mujer atada, como siempre, a la mujer martirizada. El artista de la muerte en vida, cuyo nombre es Boris Volkoff, viste de negro como cuando compró el algodón de azúcar al muchacho y luego le inyectó el suero de la vida eterna, tras un apacible paseo en barca que nos recordaba mientras duró los cuadros de Böcklin y a Maldoror conduciendo a la perdición una víctima adolescente. Se acerca a la mujer y clava en las palmas de las manos y en las plantas –horror insoportable de mirar- de los pies las boquillas de unas gomas succionadoras. Accionadas éstas y gracias a no sabemos qué artilugios eléctricos, el hermoso cuerpo se desangra, se deshincha, se vuelve a henchir.  Sobre los ojos que aún ven, el malvado injerta gruesas bolas de cristal como en los animales disecados, no sin antes regalarnos con un corte en los párpados realizado con un fino bisturí. Ya está. Falta la cera que cubrirá la osamenta, la peluca sobre el pelo, y la chica quedará más natural que cuando estaba en el burdel ejerciendo esa profesión que en ella, según le oímos decir claramente, es vocacional. En ese mismo establecimiento hemos visto al  artista checo y su siniestro discípulo experimentar los placeres de Leopold von Sacher-Masoch, actuando ella como Wanda. Ahora está lista para componer un grupo escultórico con Jack el Destripador, a punto para la apertura del nuevo y horrible museo de cera bajo cuyas figuras laten corazones vivos y ojos que quieren ver. La modistilla que los ha vestido, la hermosa Sonia, no sospecha nada al principio. Es la protagonista, y sin embargo, o precisamente por ello, tonta. Mejor dicho, víctima inocente de la maldad del mundo, como el propio Volkoff. Cuando niña presenció desde debajo de la cama la muerte de sus padres y su mutilación. A su padre le arrancaron el corazón y le cortaron una mano, a pocos metros de su escondite. Ese trauma inicial, ¿para qué? Porque estamos ante una película de Sergio Stivaletti y Dario Argento, La máscara de cera (La maschera di cera, 1997), y en las películas de Argento y su escuela siempre hay un trauma inicial, aunque esté contado en el último tramo de la obra. Aquí el asesino es, a su vez, víctima de una esposa adúltera y de su amante, que no contentos con humillarle, le hacen caer en una caldera de cera líquida, donde su carne se disuelve, quedando el esqueleto vivo y revestido de apariencia humana gracias al arte con que él mismo lleva a cabo los retoques pertinentes.

El Director del Museo de Cera, el Fantasma de la Opera, Benito Masson o Jack el Destripador, héroes de la cultura popular, son mutilados insignes que rodean su indefensión y su rencor con una secreción aparatosa, arquitectónica como la caracola y las madreperlas, protecciones que no por ser de sarro dejan de resultar brillantes o costosas, del mismo modo que el ámbar gris con que los cachalotes protegen sus intestinos de los picos de los grandes calamares que tragan sin masticar. El mundo de esos artistas del dolor propio y ajeno requiere medidas drásticas cuando se descubre el mal comportamiento al que les impulsa su desgracia. Salieron del fuego y vuelven a él. Volkoff, en todas sus variantes y adaptaciones, se derrite junto con sus creaciones depravadas en esa orgía de destrucción con que el cine fantástico se ensaña con el decorado derribando paneles y sobreimpresionando llamas, a los sones solemnes o frenéticos de una música que suele ser clásica salvo en ciertas películas de Dario Argento, cuyos amigos Keith Emerson y los Goblin imprimen ritmos roqueros a lo Carmina Burana. 

En ese museo popular super kitsch que es la Wax House, una  falsa inquietud cunde desde el principio. Se diría que es su razón de ser. La figura de cera, llamada escultura por el creador, y por nosotros muñeco, parece tener vida. Estamos ante lo siniestro en el sentido de lo inorgánico con aspecto de ir a ponerse a vivir, como el Golem. Una apuesta impulsa al imprudente señorito decimonónico a jugarse unas coronas para demostrar que es capaz de pernoctar en compañía de tan inquietantes criaturas. Un socio sin escrúpulos del ceroplasta prende fuego al museo y sus rarezas para cobrar el seguro, y de paso asar a su compañero, que se está volviendo incómodo. Un enmascarado rapta a la bellísima muchacha con intenciones turbias. Ninguno de estos avatares del mito mal formado, deforme, popular, insignificante, del ceroplasta demente, justifican el morbo de los espectadores que han comprado en la taquilla una entrada no al museo de figuras de cera sino a la película de Michael Curtiz (1933), de André de Toth (1953) y de Stivaletti-Argento (1997). Lo que importa en el tema de la cera es la carne, la vida y la muerte, y su frontera, además del regreso del creador como demonio tras la injusta suerte que corre su cuerpo en manos de un sistema que antepone los intereses –es decir, la venta de basura morbosa- al arte. La línea de separación entre la vida y la muerte no se sitúa en la mera animación de lo inorgánico o la coagulación de la sombra en un "ghoul" a la manera expresionista, sino en el borde del exceso de realismo, pues cada muñeco contiene en su interior un cuerpo humano, vivo o muerto, lo que lleva la representación a un nivel inadmisible en el simulacro. Muerto en las versiones clásicas: mera venganza contra la humanidad, convertir el cadáver en espectáculo público bajo la forma de Juana de Arco o María Antonieta. Vivo, en el manierismo mórbido de Dario Argento, que siempre da una vuelta más a la tuerca para que rezume sangre. El público ignorante ponderará mucho y babeará incluso ante lo natural de la cabeza que tiene debajo un cráneo auténtico –a eso le llama Volkoff la perfección-, porque el público, alimentado con falsificaciones, suele preferir la artesanía al arte. Por el mismo principio, le resulta más atractivo un docudrama televisivo que una película de Murnau.

Vincent Price, artesano magistral y excesivo de la ceroplastia, sumerge a sus mujeres en un baño de líquida cera rosada y obtiene clones idénticos aunque pasmados. Argento y Stivaletti van más lejos por la vía del sarcasmo al ofrecer un expediente de crueldad inaudita. Sus estatuas no parecen vivir, están realmente vivas pero inmovilizadas definitivamente en sus incómodas posturas por la droga y la capa de cera. Volkoff es un Pigmalión al revés: no crea con sus manos una estatua inerte y perfecta, a la que pueda dar vida la intervención de una diosa, sino que de una chica viva y palpitante, de lo natural, fabrica un simulacro aparentemente inorgánico, en el que sólo late algo que, sin ser auténtica vida, mantiene a la bella de este lado de la frontera, impidiéndole descansar en la sombría frescura de la muerte. Lo que en el tema clásico es misoginia, aquí se vuelve sarcasmo. 

No es desdeñable la casuística de la creación y la muerte de los maestros que se mueven en la cultura popular contemporánea, y sus soluciones a los grandes retos no carecen de sabiduría. En este caso, el recurso al fuego purificador se impone como una especie de eutanasia tan irrisoria como necesaria. Hay que matar a los monstruos pero también a sus víctimas. Pues, ¿qué podría hacerse por ellas, una vez rescatadas? ¿Qué hospital de quemados se haría cargo de estos fantoches, en cuyo centro alumbra todavía una luz incierta, y hasta cuándo, teniendo en cuenta el precio de una cama de hospital?

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