m o n o g r á f i c o
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Desde los tiempos más remotos las primeras manifestaciones artísticas surgieron en el contexto funerario, en los abrigos de las cuevas prehistóricas se han encontrado restos y huellas de la celebración de la muerte en distintos enterramientos, algo que será una constante en las sucesivas culturas. Sin embargo fue la civilización egipcia la que desarrolló una escenografía total de la cesación de la vida terrenal, de algunas tumbas, hipogeos y pirámides se han recuperado los más diversos enseres destinados a la vida del más allá del difunto. El ajuar funerario ha permitido conocer la vida real del antiguo Egipto, desde joyas a mobiliario, de pinturas destinadas a la oscuridad a alimentos, como barriles de cerveza o huevos de avestruz, objetos que han pervivido en cámaras selladas durante milenios. Pero tal vez fueran los etruscos quienes más enigmáticamente hayan tratado el tema de la muerte en sus tumbas y esculturas, los banquetes de terracota que representan al matrimonio con la copa en la mano, las urnas decoradas o las "giaccomettianas" piezas de bronce, como la famosa sombra de la luna, atraviesan la idea de lo físico con una simbología cercana al humor y la ironía. El arte romano también está íntimamente ligado al culto a los difuntos, especialmente en el ámbito familiar y en el del poder político, pero de un modo más drástico y austero; algunas de estas ideas serán desarrolladas y acrecentadas por las influencias orientalizantes en el devenir del arte paleocristiano tanto en las catacumbas, durante el período de las persecuciones, como en el exterior, en el momento de la iglesia triunfante. Las reliquias, auténticas o no, darán vida a un proceso de peregrinación en toda la Europa Medieval, con la consiguiente formación de vasos comunicantes que pondrán en contacto las ideas del período clásico que desembocarán plenamente en el Renacimiento, basado en el concepto cultural del antropocentrismo. A partir de aquel período la muerte es una constante en el arte, sobre todo en el género religioso, alcanzando en el mundo del Barroco, en cual la fusión de todas las artes y de los distintos puntos de vista más transversales unen lo externo con lo interno, la realidad con la ficción. El máximo representante de la fijación de una muerte convulsa y dramática es Caravaggio, quien se retrató a sí mismo en actitudes cercanas a la perversión o bien se atreve a tomar como modelo de la dormición de la Virgen a una mujer ahogada en el apestoso Tiber. Por ese tiempo llegan a Occidente las historias y leyendas de sacrificios y antropofagia de Aztecas e Incas, olvidando las propias conductas del oscuro pasado del medioevo que sólo permanecen escondidas o sugeridas en la literatura popular. Posteriormente Gericault, pintor de trágico destino, levanta en 1819 con La balsa de la Medusa un monumento pictórico formado por muertos y crueles supervivientes, representación de un hecho real que avivó violentas polémicas señalando, al mismo tiempo, el fin de una generación sin guía en busca de la razón. Algo similar se descubre en sus Fragmentos anatómicos, restos humanos seccionados, inertes pero de enorme sensualidad, conservados en el Museo Fabre de Montpellier. Unos años antes David había pintado La muerte de Marat, en la fecha clave de 1793, asesinando de nuevo a su amigo a través de su conciencia civil en un lienzo en el que desnudez y sangre parecen más extremas y extensas que visibles. Caspar David Friedrich abre el paisaje romántico
a la idea del sublime, la soledad, la ausencia y el infinito aparecen en
sus obras inmersas en un estado de intrigante y gélida belleza teutónica
prácticamente inenarrable. Goya, autor de grabados de amor y de
muerte, pinta por esos años el Perro semihundido en la arena, considerado
por Antonio Saura "el cuadro más bello del mundo", una obra que
muestra el vacío de aquello que debe suceder y sin embargo no se
comprende. John Everet Millais ahoga doblemente a Ofelia, en el agua de
un remanso y en un espacio cuajado de flores de la estación primaveral,
retratándola desde una perspectiva aérea imposible y casi
astral. Mariano Fortuny, genial y malogrado héroe de la pintura
y del grabado de su época, fijó varias veces el tema de la
muerte; en su plancha Árabe velando el cuerpo de su amigo dos virtuosos
bultos denotan algo más que tragedia, dolor y desconsuelo expresando
también la transcendencia de la pérdida del aliento vital.
A finales del zigzagueante siglo XIX y partiendo del realismo burgués
los cementerios más importantes fijarán el imaginario cambiante
de la muerte, las esculturas de Giulio Monteverde y Leonardo Bistolfi basculan
entre el idealismo y el simbolismo remarcando la belleza de lo ausente.
Ese mismo realismo de crónica captura la verdadera imagen del pueblo
en las obras de Ilia Repin, en su Reunión de los terroristas se
presiente la amenaza de la muerte que planea sobre la preparación
de un atentado. Pero simultáneamente se producen obras completamente
simbolistas cargadas de anímica tristeza, la cabeza seccionada del
Bautista se eleva esplendorosa en el centro de un haz lumínico en
una de las obras más potentes y perturbadoras de Gustave Moreau.
No hay vida sin muerte, ni muerte sin vida
Alberto Giacometti puso en escena el terror psicológico en su enigmática escultura maqueta El palacio a las cuatro de la mañana (1932-1933), definida por R. Holhl como "un escenario de ideas" en el que la idea de la muerte dramatiza una oscura historia de amor vital toma características de lo onírico. Las formas esenciales del conjunto monumental de Tirgu-Jiu (1937) de Constantin Brancusi precisan de un recorrido que comienza en La puerta del beso de recuerdos funerarios, se detiene en La mesa del silencio y finaliza en La columna infinita buscando la esencia de la verdad. Ese mismo año los horrores de la muerte y de la guerra se denuncian y se anuncian en las obras de los artistas presentes en el pabellón de la República Española en la Exposición de París, para el cual Picasso pinto el Guernica. Tras la posguerra abstracción y figuración comparten el espacio de la nueva realidad en el cual la idea del fin físico continúa presente; Jackson Pollock, Mark Rothko y Morris Louis, entre otros pintores, desmaterializan la forma, en cambio Richard Hamilton, James Rosenquist y Andy Warhol, y el resto de artistas del Pop Art, acumulan objetos y figuras de la vida cotidiana. No obstante la desazón que provoca la visión del informe resultado de la pura acción o de la obstinada repetición de lo identificable parece acercar, en muchas ocasiones, estos dos no tan antagónicos modos, sobre todo en lo relativo al tema del sueño eterno. En la fotografía de la performance de Joseph Beuys
titulada Cómo se explican las pinturas a una liebre muerta (1965),
el artista acciona un ritual neomitológico de intercambio de funciones
y significados. Walter de Maria dramatiza la naturaleza más amenazadora
en su Campo de Relámpagos (1974-1977), un monumento del Land Art
en el cual el sublime se activa por la belleza de los rayos y el auténtico
peligro de muerte. Por esos años el "teatro en acción" de
Herman Nitsch pone en práctica juegos de liberación, sangre
y violencia en los que se despiertan represiones del inconsciente. Wolf
Vostell aúna el amor y la muerte en obras que ensamblan fotografía
y dibujo, como la del soldado caído junto a un estudio anatómico
de Leonardo da Vinci; usando distintos planos de realismo plasma el principio
y el fin de lo creado usando como modelos otras creaciones anteriores.
Joan Genovés convierte en heroica leyenda persecuciones de cuerpos
que como secuencias intentan escapar de la ejecución o grupos de
jóvenes con los ojos vendados que esperan firmes el último
aliento. Esa misma carga trágica se muestra de un modo alegre en
la obra Torrijos y 52 más, una colorista interpretación del
lienzo del pintor liberal del siglo XIX Antonio Gisbert.
Las utopías más ácidas y las más
amargas del siglo pasado parecen terminar amontonadas como compactos amasijos
en un almacén de chatarra, una fotografía de Oliverio Toscani
apunta hacia esa colocación en forma de nichos en un cementerio
de coches. Sin embargo la Utopía continúa viva en la exploración
propia, y del mundo visible e invisible, de muchos artistas y uno de los
temas más misteriosos y atrayentes para los creadores sigue siendo
el de la muerte. Robert Goben en su inquietante obra Sin título
(1990) presenta en el suelo una parte de una pierna que parece surgir de
la pared, la extremidad calzada y vestida es una metáfora del aislamiento,
también sexual, del propio cuerpo. La artista polaca Kozyra ha ensayado
el efecto de la muerte en animales enfermos al serle diagnosticada una
enfermedad, seres que conforman torres de vida próximas a un cuento
como en su obra Caballo, perro, gato, gallina. Carmen Calvo, Teresa Cebrián
y Ángeles Marco, quien ha incluido la Palanca del suicidio en su
serie Salto al vacío, también han pulsado el tema de la muerte
e Inma Coll ha reinterpretado recientemente el tema del Apocalípsis.
Todos estos breves ejemplos seleccionados señalan una actitud general
presente desde el inicio de los tiempos en el individuo que se plasman,
y se interpretan, de modo diferente según el contexto exacto del
momento y del imaginario colectivo acerca de la muerte; pero quizás
solamente sean realizaciones para postergar esa muerte, para demostrar
el hecho de que todavía se sigue vivo.v
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