m o n o g r á f i c o h u m a n i d a d e s 

RELATOS BREVES
Cualquier clasificación genérica implica, inevitablemente, una jerarquía, y en narrativa, pese a su atracción inmediata y pese a la reconocida dificultad de su escritura, el relato breve parecía, hasta ahora, necesitado de justificaciones y empujes críticos.
No estamos jamás donde morimos
definitivamente,
sino donde morimos
día a día.

MARINA
José Luis Villacañas

Marina va en el coche anterior. La veo hablar y agitar su cabeza, descuidada y fea. Pero su sombra es la dominante y se mueve ágil entre los otros bustos oscuros e impasibles. Nunca cesa. Efusiva, sacude las manos y se presiente alegría en su boca. Nora sin embargo no se mueve.

Está esculpida en la noche con el frío y oscuro desdén de los deseados.

Ella es noble y no se deja llevar. A pesar de todo, como si soñara llamar su atención, Marina le habla, más allá de lo que yo puedo escuchar, hoy quizás por fin, tras mucho tiempo. Ella no es capaz de ocultar su alegría. Cuando se gira, y yo lo veo todo porque ando detrás y conduzco muy cerca, brillan sus gafas con todas las luces de la noche, y entonces pienso en sus minúsculos ojos, brillantes y más vivos que los fuegos de invierno. Y aunque no oigo su voz aguda y enérgica, casi varonil, sé que nada de lo que dice le importa, pues ella sólo quiere hablar con Nora, verla feliz, amarla en el momento en que sus dientes afilados devoren por fin su altiva tristeza.

«Marina». ¿Cómo llegó este nombre hasta mi a pesar de la edad? Extraño suena en mi boca desde niño, hace ya tantos años, cuando nada sabía de su rostro, y era sólo una voz sin forma ni figura. «Marina...», y hablábamos de ella y de sus cosas, como un misterio sagrado y familiar.

Vivir lejos, trabajar duro, luchar. Hoy, sin embargo, nada de eso nos distingue. Pasear conmigo en los días de la infancia, cuidarme mucho antes de que yo pudiera saberlo, abrazarme a su pecho duro y entero, todo eso impedía que su nombre fuera para mí un guijarro en el fondo de un río de hielo. Y como el fruto de una magia sencilla y espontánea, era ella quien debía poseerlo, aunque ese nombre no dibujara rostro alguno en mi memoria.

Ahora lo veo: no tiene nada bello, nada regalado, nada estimable, salvo ese nombre que en los inviernos rodaba por las cartas, por las celebraciones, por los encuentros y los abrazos. Como un destino falso, el nombre más amado había descendido al cuerpo más amargo. Pero hoy no me parece importarle. Ella es más libre que nadie en su insignificancia, y más risueña. Todos la conocen, excepto yo. Y por eso están impasibles a su lado. Ningún otro la persigue con la mirada, ni sigue su conversación entre el aleteo jovial de sus manos. El hueco prolongado de su vida sólo a mí me hiere. Para los demás ella no es sino Marina. Para mí es mucho más: es sólo un nombre. Su nombre por fin conocido.

Toda la tarde ha paseado entre nosotros su pequeño cuerpo lleno de fuego. Ella tiene la luz brillante, pero triste, de los rostros esquivos y con ella una y otra vez nos ha iluminado. Nos forzó a reír. Tuvimos que admirarnos varias veces de su explosión de vida. «Marina siempre fue así», me repetían. Y nadie ha invocado en su presencia las luchas de antaño, contra todo, contra todos. Nadie ha señalado sus manos, que yo me he cuidado de analizar, las manos que siguen atrayéndome en el coche que avanza delante, cuando acompañan el rumor que ya no escucho. Esas manos se mezclaban con las de mi padre, con la misma torpeza, entre los cubiertos, y eran igual de rugosas y de fuertes. Y debajo de la blusa de seda nadie sino yo ha reparado en los brazos, acerados, rudos y enérgicos. Quizás sus muslos sean igual de fuertes y quizás ahora rocen los de Nora, que por eso sigue impasible, sin mirarla. Ni puede separarse ni quiere acercarse más. Nora no desea sentir el frío para no descubrir de nuevo el calor más dulce de sus piernas, quizás de sus caderas.

Tras la risa, los ojos de Marina buscan la franqueza de alguien. Ahora incluso se torna hacia mí, y en medio de toda la ciudad me dedica un saludo. No llega a pagarme todos los recuerdos que tuve hacia ella. Debe saber que sólo me acordaba de mí mismo. Por eso, esta tarde, sólo dos veces ha puesto sus dedos en mis hombros, y muchas más sobre los hombros de todos. Ha caminado por detrás de todas las sillas de sus conocidos. A sus familiares incluso les rodeaba el cuello, hasta casi rozarles la barbilla. Sólo tocó los hombros, en mi caso. A Nora, recreándose, le rozó la comisura de los labios. Con ella midió mal la distancia, a pesar de que su barbilla es prolongada y nadie puede olvidar cuándo se acaba su agudo perfil terso, como un puñal de nácar suave. Pero los labios de Nora siempre fueron tan finos, que es difícil pensar en ellos sin entrar en sus dientes, largos y afilados.

Los dedos de Marina no saben medir. Lejos como estaba, tampoco podía todos los días repasar la infinita cara de Nora, por mucho que lo haya deseado. Debe ser difícil para ella orientarse entre las mejillas sin arrugas, entre los pómulos apenas pronunciados, a lo largo de la nariz afilada, entre los ojos lánguidos, poseídos por la fría tristeza,  comprensible tan sólo en quien todo lo tuvo. Quizás muchas veces en su memoria haya recorrido ese camino, pero en el territorio del deseo sus dedos no saben palpar. En mis hombros sí se posan sólidos, aunque no sé muy bien lo que quieren coger.

Hoy Nora debería ser feliz. Todos lo deseábamos. Se lo hemos dicho. Yo incluso la miré como a veces me atrevo. Ella lleva mi sangre, pero cuando llego a desearle felicidad, la miro como si fuera la única mujer en el salón. Creo que entonces pongo en ella la impotente mirada de niño. Para ella siempre seré el mismo. Pues cuando me descubre, yo bajo los ojos y desaparezco, caminando hacia juegos más solitarios. Entonces no me atrevo a mirarla y observo a distancia, entre los vasos y las risas. Sus ojos, grises como el mar agitado, no pueden verme. No pueden ver casi nada. Sin el frescor de las lágrimas están como muertos. Nadie mejor que Marina lo sabe. Ni siquiera yo. Entonces las abrazo a lo lejos, a las dos, en una secreta guirnalda, y mis pasos siguen los suyos, como si fueran los de un niño furtivo que desea sorprender los amores secretos.

Por eso no dejamos de perseguirnos con todo nuestro afán en el baile.  El marido de Nora deja que su mirada se pierda sin rumbo. El está lejos.  No rozamos su canción ni su camino. Nunca pudo soportar tenerla en sus brazos. Pidió a gritos, a través de los años, irse en paz, desaparecer. Es otro niño engreído e impotente. Sin embargo, él ya sabe que jamás la tendrá. Por eso anida el odio de la indiferencia, un odio confuso, capaz de matar un deseo monstruoso y creciente. El marido de Nora, el hermano de Marina, baila en silencio con nadie. Las manos, aunque están juntas,  no se tocan. El dulce terciopelo de su cintura le hiere en las manos y le produce llagas de fuego. Hiere el verlos. Pero nadie quiere mirarse en un espejo tan preciso y tan fiel. Así que todos siguen los pasos dictados por los propios laberintos, felices e inconscientes, como juncos al viento. Sólo Marina y yo albergamos envidia. Hemos cruzado nuestros ojos como viejos compañeros del mismo secreto amor. Y hemos disimulado que lo sabemos todo. Hay ruido, y música y baile. En un día así nos perdonamos todo lo que sabemos, y también disculpamos a quien todo lo sabe.

Pero el día se acaba. Cuando las manos fuertes de Marina apuntan a las grandes sombras de los edificios, a los rótulos embriagadores de los almacenes, presiento que una voz cansada le contesta. Ella no cede. Nora debe explicarle la antigua ciudad transformada. Y si es posible, con un poco de alegría. Porque así Marina sería doblemente feliz. Penetrar en el tiempo de Nora y contemplar de nuevo su alegría era, para ella, llenarse de una inmensa paz. Entonces sería como si el esfuerzo obstinado de hablar y de arañar en su piel rozara el frío corazón de su destino.

Pero el día se acaba, y Marina debe partir. Se apresura. Las sombras se agitan más agudas. Son muchos más los puñales que clavan en la noche.

Son muchos más los gestos que buscan fundirse. Ya no hace bromas, ni nos alegra a todos con su esfuerzo continuo, ni exhibe la fuerza de su voluntad para otra cosa que no sea abrazarse a Nora en la misma sonrisa,  atraerla, contagiarla. Pero Nora es frío cristal y no se imanta con la vida, sino sólo con las manos de hielo. Escuchando atentamente, veo que nadie responde. La ciudad sigue lanzando sus luces y sus sombras. Pero la mano que quiere conocerla ya ha descendido.
Si las antiguas miradas no hubieran tornado en el baile, ahora Marina no se habría sentido humillada. El resultado me llena de paz. Pues ella no debe triunfar donde yo fracaso. Marina vive lejos y ha cedido al deseo, sin duda solamente por olvido, sin duda también por la urgencia de partir para siempre. Por el contrario, yo resto aquí, y frecuento los lugares y las escenas. Con algunos fraudes cotidianos endulzo mi propio desconsuelo. El largo tiempo de la separación, el poderoso futuro de olvido, han llevado a Marina lejos de las reglas, más allá de la discreción. Sus ojos vibrantes no están hechos para observar, ni para hablar en silencio, ni para respetar el rostro tajante de Nora, sino para besar con furia. Marina hoy ha disfrutado de esa vieja novedad, tras el olvido. Fueron tantos los años que albergaron su ansia, que le es indiferente confesarla. «Una última vez, una última vez», dice la súplica de su pecho. En el mío retumba el mismo nunca, nunca.

Por fin, la pasión de Marina es ya la dulce marea de océanos cansados. Aquí, conduciendo detrás, sin embargo, nadie puede descubrirme. Yo no alzo la voz, ni la mano, ni levanto los ojos. No silban en mi pecho los temporales. Yo no puedo tolerar ni una sola tormenta. Yo quiero a Nora como es y como soy. Su hielo es el mío. Ella debe conocer la fuerza de mi fidelidad. Voy detrás, viéndolo todo, y ella lo tiene muy en cuenta.

Nora soporta los estrechos límites de la educación. Ni un paso más. Un baile con el marido en el día esperado de la boda de su último hijo: eso reclaman todas las miradas. Ni un solo paso más. Después, pagada la ofrenda, de nuevo el silencio y el frío. ¿Para qué seguir observándola?

Yo conozco bien sus caminos. Y ese obstinado nerviosismo de sus delgadas manos, la última huella de todos los movimientos desordenados de su cuerpo. ¿Cómo será su cuerpo en el momento de amar? Sería como un susurro, como un silbido intenso y concentrado, que cortara el tiempo con un delgado hilo de paz, resistente como el acero. Pues si una vez cediera, ¿quién detendría las olas de su deseo? ¿Qué luna oscura, que atracción secreta podría ordenar sus latidos en una ordenada pleamar?
Ahí, en los dedos, alrededor de las frías copas, la sangre todavía no está coagulada. Aunque cansadas de no tocar lo que quieren, sin embargo,  no pueden evitar el gesto de palpar. Marina anda perdida, mientras tanto, en sus risas. Simula que da vueltas, pero siempre camina a la misma distancia de su sol. No envejece. Gira como un planeta errante, atraída por cualquier gesto cálido; pero en su órbita mantiene el baile complicado de las ecuantes. Va borracha de vida, ella, las más terrible y fea, llevando la inquietud a hombres y mujeres, pues desafía por igual a quien se atreve a lanzar preguntas sobre su cuerpo. Por fin se detiene. Está en su centro. Ella recuerda el curso entero de sus revoluciones, pues ha girado de nuevo la cabeza y golpea el cristal con la mano, avisándome. Cree que así me indica el camino. No sabe que quien vive inmóvil no necesita indicadores, ni señales.
Por fin ha llegado el último baile. «Cerremos la fiesta» ha dicho una voz conocida, como el tedio familiar. «Es más de lo debido», le han dicho los ojos de hielo grisáceo. Después, Nora alzó la mirada,  orgullosa y perdida. Y allí, como si fuera el amanecer, estaba Marina. Delante. Esperando su momento. No ha dicho nada, pero ha mirado al tedio. Los brazos los tiene en las caderas. Son una señal, quizás ya confusa, quizás amenazante. La blusa de seda le cae sobre el vientre y le deja despuntar su cuerpo, casi de acero. No pienso lo que le gustaría ser. Es lo que es y lo sabe. Mira descarada a Nora. Es su último baile. Luego irá de nuevo lejos y pasarán los años rondando el olvido en cada noche. «Tú y yo tenemos que cerrar esta boda». «Esta boda imposible entre el hielo y el cálido vino de la vida», digo para mí, todavía admirado ante quien habita en la ingenua inocencia de su deseo, tras largos e incontables fracasos.

Es lo más viril que Nora ha oído en mucho tiempo, pues mis ojos son los de un niño para ella y nunca dicen nada que ella quiera oír. Marina estaba allí, frente a ella, moviendo dulcemente los pliegues de su falda de gasa, que marcaban alternantes sus duros muslos. Entonces vi a Nora levantarse, dejando en las copas el temblor de manos, o quizás permitiendo que le invadiera las sienes el rumor turbio de la sangre.

Cuando se alzó, yo bajé la mirada. Iba de la mano de Marina, hasta el centro.

Delante, en el coche que avanza despacio abriendo el camino, han cesado de moverse los labios. La cabezas miran hacia adelante. Se recortan sin vida, como si se hubieran roto los recuerdos. Es la despedida, silenciosa, inerte. Todos descansan y se apuran por llegar cuanto antes a su propio secreto. Saben que un misterio conocido sólo espera el  olvido. Por eso no mediaron palabra alguna. Un baile, desde luego, no es una confesión. Es un capricho, aunque en él se evapore el denso susurro que llena el tiempo de una paz de acero. Aunque desde ahora, y como un rito, el recuerdo lo hago eterno, permanente.

Yo también camino hacia mi secreto. Pero por muy veloz que cruce la noche, siempre avanzo detrás de otras sendas. Nada puedo hacer sino seguirlas. Pues mi secreto sólo se va formando con los jirones que el viento me trae de su conversación. Mas ahora, por un momento, de nuevo, ellas dos están en el centro del baile, y nada escucho mientras apago mi débil sed con el último brindis. He esperado para llenar mi copa justo al momento en que sus órbitas encontraron mis ojos. Las cabezas están casi juntas. Las manos de Marina se pierden en el cuello de volantes,  entre los rizos de oro gastado de los cabellos rubios. Nora ha entornado brevemente sus ojos. Es todo el signo de felicidad que consiente. Las he seguido unos pasos. Los tres estamos juntos. Por eso he levantado mi copa, entonces, ahora y para siempre, justo en el momento en que sus pechos se rozan.
 

El Loco y la Sirena
Javier del Arco

Dentro de muchos años a los niños, como antes, como ahora, les contarán un cuento. Tratábase de  un viejo, les dirán, que al alba y a diario rondaba el Faro que se yergue orgulloso y que siguen llamando de Cabo Mayor. Pero antes, praderías, se extendían hasta el acantilado. Ahora las cosas han cambiado, casas por todas partes que la Ciudad ha crecido y arrollado.

Pero el viejo tozudo barba y pelo de plata, atraviesa las calles aún dormidas. Y llega al Faro. Y en él espera la luz de la mañana. Todos  los días. Sin tregua ni respiro. Y si no sale el Sol porque las nubes abundan las más veces, él está allí buscando el rayo  que sosiegue su alma atormentada.

Se dice que está loco, murmura el vecindario. Y los curiosos lo miran de reojo. Él anda impávido un poco lentamente, erguido eso sí, que hace un esfuerzo. No habla. No mira. Está hechizado, dicen... Los ojos, extraviados en el horizonte, son pequeños, miopes, apenas ven un poco. Que sólo dos colores ya distinguen, dicen los que más saben en el barrio; el oro y el azul y que repite ambos con ansiedad y con dulzura.

La leyenda un poco  al estilo del hombre pez de Liérgana, dice que tuvo amores hace ya muchos años con una sirena que en la mar cantaba. Hechizado por sus ojos azules, sus rubios cabellos y su música, no pudo amarla en el sentido humano. Y escribió muchas cartas y poemas. Y ya desesperado,  le dedicó un altar en los acantilados que el mar cubre de espuma. Y en la oquedad  rugosa, nadie sabe bien cómo, elevó un altarcillo a su diosa sirena. Y para que el mar no se llevase la esencia última de sus amores puros, de aquellos que de tan verdaderos sólo queda el silencio por testigo, con cordones azules y dorados ató el altar contra la dura piedra.

Y ahora vuelve cada mañana y cada tarde siempre buscando sólo la conjunción del mar y el sol que se funden dos veces en el día. Y de ella se alimenta. Y de ella vive.

Se dice, quizá sean fantasías, que allá en Ciriego, cementerio marino que Valery no vio, pues lo hubiera cantado, en el  extremo hacia el sol naciente, el mar bien claro al fondo, una tumba sencilla han construido. Que no lleva nombre ni divisa. Tan sólo un nudo marinero sobre una Cruz echado, de oro y azul cromado está presente.

Se dicen tantas cosas, oiga…
 
 

BRUTO.
EL LEBREL DEL PRÍNCIPE
Francisco Martínez López

En el otoño de 1597, de nuevo, la comitiva del Rey, S. M. Felipe II, que había partido muy de mañana de Madrid, se acercaba a El Escorial. Había dejado atrás el puente sobre el río Guadarrama e iba ascendiendo lentamente por las laderas del puerto para adentrarse por el camino que discurre entre Colmenarejo y Galapagar.
Bien custodiada va la litera del anciano Monarca, le acompañan naturalmente los Nobles y Grandes de servicio, los cotinos de palacio y la guardia real integrada por alabarderos de a pie y guarda de a caballo que le acompañan cuando sale de Palacio, a cuyo frente van el Duque de Feria, que ya ha obtenido la Grandeza de España por sus señalados servicios e íntima amistad con el Monarca y su teniente Juan de Céspedes y Figueroa.

EI paso de la comitiva despierta la curiosidad de los vecinos que se agolpan a lo largo del camino para ver a S.M. y de los Regidores, Alcaldes o Señores de las Villas o Lugares que le rinden el debido homenaje.

Los porteadores se relevan cada hora. En muchas ocasiones, cuando se llega a una villa, el cortejo se detiene para que Su Majestad estire las piernas y tome un pequeño  refrigerio, pero sobre todo para que beba el agua fresca que brota de las fuentes proveniente de la cercana sierra recomendada por Arias Montano por su efecto benéfico y saludable dado el grado alto de hierro y otros metales que la enriquecen.

La belleza del otoño en la sierra de Madrid no es descriptible. Los distintos verdes de los matorrales, jaras, encinas, robles, castaños y pinos se alternan con el amarillear y el ocre de los álamos, olmos y otros árboles. Los perfiles de las distintas elevaciones de la cordillera quedan plasmados en el azul intenso que todo lo inunda. Allá a los lejos, se van dibujando los Siete Picos, las Tres Peñotas, Navacerrada, Montón de Trigo, la Bola del Mundo y aquí, casi al lado, según se va llegando: Abantos y la Machota.

AI Rey la belleza del contorno le tranquiliza el ánimo y le proporciona un bienestar que influye muy positivamente en su actual estado melancólico. Han sido muchos y muy intensos sus dolores, que él ha sabido llevar con la entereza y fortaleza que le da su alta misión y acendrado espíritu cristiano.

Poco a poco, pero sin pausa se van acercando a San Lorenzo, como siempre le llamaba el Rey, que según le dijo, en una ocasión, el Padre Sigüenza era el mejor sitio que en el contorno de la comarca de Madrid se podía hallar.
A la puma de la Torre de las Damas se encontraban además de los nobles de Servicio: Mayordomo y Camarero Mayor, el Aposentador de S. M. así como el Cazador y Montero Mayor.

También, esperando a Su Majestad se hallaba la Comunidad de Padres Jerónimos y a su frente el Prior del Monasterio, su confesor, Fray Diego de Yepes.

Llegaba el Rey exhausto y cansado del camino. Sus años y achaques se reflejaban en su rostro siempre severo. Sin embargo no pudo por menos que esbozar una sonrisa al contemplar entre la reala la presencia de un magnífico lebrel de prietas carnes y buena estampa que traía a mano Don Luis Hurtado de Mendoza, Montero Mayor.

- Majestad, dijo Don Luis, es un obsequio hecho por Herrera, vecino del Pueblo de Sotosalvos en las cercanías de Segovia.

- Tiene buena planta Don Luis y seguramente será buen ventor que animará nuestras monterías.
- Verdad es, Señor, ya le he probado y he comprobado su destreza y fuerza. No en vano desciende de casta de lebreles, que vienen criando, de padres a hijos, la familia Herrera.
Subió el Monarca a sus habitaciones, mas no sin antes pedir a Don Diego de Yepes que no dejara de acercarse después de Vísperas una vez finalizada la colación, a sus aposentos pues quería platicar con él.
Cayendo ya las luces del día, escondido el sol detrás de Abantos y empezando el trance de la noche, que tanto influía en el ánimo del Rey, pidió el Prior permiso para entrar en las habitaciones reales.
Solicitada la venia por el Mozo de la Cámara que estaba de guardia, salió a su recibimiento el Mayordomo Mayor que le introdujo en el real aposento donde Felipe II se encontraba acompañado de su hija Doña Isabel Clara Eugenia y su Secretario, de origen portugués, Don Cristobal de Moura.

Allí el Señor de medio mundo, sentado en silla de madera, cubiertas sus piernas con manta de buena lana de Medina del Campo, ante la chimenea bien atizada repasaba legajos al tiempo que comentaba los últimos acontecimientos.

- Santa María y el Señor San Lorenzo estén con vuestra Majestad, con su Alteza y mi señor Don Cristóbal.

- Dios y su Santa Madre os acompañen Padre Prior, contestó el Rey. Estaba repasando la relación de los libros recibidos últimamente para nuestra Biblioteca. Bien conocéis mi empeño en dotarla debidamente.

-Señor, vuestro deseo es bien conocido. Ya han sido clasificados los últimos ejemplares llegados de la biblioteca de Don Diego Hurtado de Mendoza.

- Por cierto, vuestra Reverencia bien sabe que tuve que hacerme cargo de sus deudas que, a fe mía, no eran escasas.

- Ciertamente, Majestad. Habréis observado la lista de los ejemplares adquiridos en Flandes por el Señor Anas Montano.

- Sí, también veo una larga relación de los remitidos por el Cardenal de Burgos.

- Señor en estos momentos están procediendo a una primera visión de los 935 volúmenes, Fray Domingo de Calatayud y Fray Francisco de Sacramenia ayudados por otros Monjes de coro y diez novicios.

- Don Diego veo, por fin, y lo he comentado con su Alteza la Infanta, que ya contamos con el Libro de su vida, de Teresa de Jesús. Estoy muy contento de ello. Habréis dado las gracias en mi nombre a Fray Luis de León.

- Sí, Señor, le mandé en vuestro nombre un recado de agradecimiento. He querido traeros este códice encuadernado en tabla forrada de piel, con labores y filetes en negro y oro con manezuelas y broches. Ha llegado enviado por Don Pedro Martínez de Villaescusa, bibliotecario de la Librería del Colegio Mayor de Cuenca y como obsequio del Señor Obispo, Canciller mayor del dicho Colegio.

- Buen ejemplar Don Diego. ¿Cuál es su título y materia?

- Se trata de una segunda versión del Libro de la Cámara real del Príncipe Don Johan et oficios de su casa e servicios, escrito por Gonzalo Fernández de Oviedo, por encargo de vuestro Padre, el Emperador.

- Ya tuve ocasión, contestó Su Majestad, de conocer por mi Ayo, el Comendador Mayor Don Johan Destúñiga, la primera copia, que si no recuerdo mal está en esta Biblioteca. Buena Casa y buenos sirvientes le habían proporcionado a mi tío abuelo, de infeliz memoria, sus Padres los Católicos Reyes. ¿Aporta algún doto más la nueva redacción Don Diego?

- Sí, Majestad Cuando hace un rato vi como se gozaba con la presencia del lebrel, regalo de Herrera el hidalgo, he recordado la historia que en su nueva copia incluye Gonzalo Fernández de Oviedo, que entitula Bruto Lebrel del Príncipe.

- Si no es muy larga querréis leérmela, Señor Prior, pues a estas horas ya están cansados mis ojos o mejor que nos la lea su Alteza la Infanta Isabel .

- Dejadme el magnífico ejemplar, contestó la Infanta y monstradme por favor las páginas en que se encuentra la historia del lebrel.

Fray Diego entregó el libro abierto, señalando el calderón de la página con el que comienza la narración Fernández de Oviedo.

- Comienzo con vuestra licencia, Padre:

"Un lebrel le fue dado al Príncipe, que en su tiempo no se sabía que en España hubiese otro tal y servía a su Alteza con él, un Hidalgo que le crió que se llamaba Herrera y al perro llamaban Bruto. Era de color manchado blanco e prieto e bien puestas ambas colores. No era alindado porque debía ser hijo de alano o de casta de alano e de lebrel y así no tenía la cabeza linda, pero era recio de miembros e no muy grande.

- Decís, interrumpió el Rey, que el lebrel que vi en la reala ¿es descendiente de la casta de Bruto?

- Sí, Señor, contestó Fray Diego, así me han informado. 
- Continuo, dijo la Infanta:

"Era el más entendido perro que se ha visto gran tiempo ha e de ayuda muy singular e tan denodado cuanto pensar se puede e de presa maravillosa Traíanlo siempre a par del Príncipe e es cierto que él conoscía a su Señor como cuantos le servían. Tuvo cargo de este lebrel Diego Zorrilla, el mozo Repostero de Camas, e después un Montero llamado Bustamante.

Acaescía, continuó su Alteza, que el Príncipe de camino o en la caza o en el campo dejaba caer un guante o un pañizuelo adrede, e después de estar allí una legua apartado decía: Bruto busca mi guante. E volvía por todas aquellas partes que su Alteza había andado e lo traía en la boca tan limpio e sin embabarle como le trajera un hombre y esto en tierra rasa como cerrada de árboles o monte o como quiera que ella fuese.
Estaban apartados del Príncipe a quince o veinte o treinta pasos e más, otros tantos hombres e decidle el Príncipe: Bruto tráeme aquel hombre o iba e tomaba a uno por el brazo muy blandamente e sin le apretar. E diciéndole: no eso. Dejábale e tomaba otro; e diciéndole: no ese; tomaba otro e diciéndole no ese sino el de la capa verde o parda, así como se lo mandaba lo hacía, de manera que parescía que conoscía los colores como una persona de buen juicio.

- No sé dijo Su Majestad, dirigiéndose a Don Johan de Moura, si muchos de nuestros cotinos y personal de servicio serán tan avispados y dóciles ¿verdad Don Johan?

- Es cierto, Señor, que el perro es gran amigo y fiel servidor del hombre. Varios y maravillosos ejemplos  tenemos en la historia

- Éste, sin duda, dijo la Infanta que había seguido la lectura para sí, es uno de ellos como después veréis y prosiguió:

"Era ventor maravilloso, mejor que cuantos se han visto e a todos hacia ventaja e se experimentó muchas veces.

Estando el Príncipe en Burgos a una ventana de la Casa del Condestable, corríanse bacas con alanos, que allí suele haber muy extremados, e viendo un buey o baca con dos alanos colgados de las orejas el Príncipe mandó a Zorrilla que bajase con Bruto e lo echase al buey e no lo supo hacer porque le soltó tarde e los alanos como eran muy buenos llegaron primero e hicieron presa uno de una oreja y otro de la otra, e cuando Bruto llegó e halló ambas partes tomadas lo que hizo fue que tomó por el pescuezo al un alano e hízole soltar la oreja e continente la tomó Bruto. Yo lo vi en verdad e pasó como lo he dicho e no fue pequeño el contentamiento de su Alteza ni de poca admiración a cuantos lo vieron. Otras cosas muchas podría decir de este lebrel con verdad; pero por una sola quiero concluir con él, pues en ella se puede entender lo que este aminal entendía

- Como la Infanta veía cansado al Rey preguntó, ¿Padre queréis que prosiga la lectura o la dejamos para mañana?

- No por favor, concluid. Estoy interesado en conocer si la última parte de la historia, coincide con la leyenda que me relató mi tía abuela Margarita de Austria que fue por breve tiempo su idolatrada dama y mujer.

- Leo, pues: "El día triste que el Príncipe fue en  depósito enterrado, jueves en esclareciendo 5 de octubre de 1497 años, así como fue puesto debajo de la tumba e con un dosel de brocado en la Iglesia Mayor de Salamanca, este lebrel se echó, a par de la cabecera de la tumba, en tierra, e tantas cuantas veces de allí le quitaban, tantas volvía encontinente al mismo lugar. De manera que viéndole así porfiar en acompañar a aquel real cadáver le pusieron un cojín o almohada de estrado, allí en que de día e de noche estuvo todos los días que el cuerpo tuvo aquella morada e allí le daban de comer e beber y cuando él tenía necesidad de otra cosa se salía de la Iglesia e después que había hecho aguas o lo demás, se volvía a su almohada; e allí le hallaron el Rey e la Reina e las Serenísimas Infantas Doña María e Doña Catalina cuando volvieron de dejar a la Reina e Princesa casada con el Serenísimo Rey Don Manuel de Portugal. E aquesto fue causa que nunca después la Reina dejó de tener cerca de su Cámara este leal lebrel.

- ¿Termina, dijo el Rey, aquí el relato? Pues conozco y por mis propios ojos he visto su túmulo y sepultura en el Monasterio de Santo Tomás de Avila.

- No Padre, añadió la Infanta, Gonzalo Fernández de Oviedo termina contando lo que vos habéis dicho:
-  
"E fueronse sus Majestades a Alcalá de Henares, e luego otro día sacaron al Príncipe de donde he dicho e por mandato de sus Católicos Padres, fue llevado al Monasterio Santo Tomás de Ávila donde el Príncipe en su testamento lo había así ordenado".
- Gracias Don Diego, hora es ya que nos retiremos a descansar. Mañana vuestra Reverencia madrugará para cantar maitines y yo deseo oír la primera misa después de los laudes. Dadme vuestra bendición y hasta mañana.

Levantose el Prior. Dio la bendición a los presentes y abandonó los aposentos reales.

A la puerta se encontraban ya los Monteros de Espinosa: Johan Ortiz, Gonzalo Gómez, Pedro Azcones y Luis Mirones, para empezar la llamada prima guarda. Ellos, siguiendo la costumbre, acomodados en la puerta de la Cámara Real, velarían el sueño del anciano Rey.

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