m o n o g r á f i c o |
Tu mano se desliza en vano por mi pecho que desfallece
No busques más mi corazón, lo han devorado las fieras |
Conozco bien la obra de este autor al que las censuras del mirar flojo y promiscuo sitúan en los bajos fondos de la sensibilidad más bastarda acusado de refocilarse con los jugos menos elevados de nuestros cuerpecitos libres de la servidumbre diaria (somos ángeles sin sexo ni orines), pero de igual modo que a nuestros cuerpos le sobran humores también líquidos de todo tipo, y entre todos la confirmación del infantil “si lloras no meas”; meas, lloras y revientas de dolor por no salir; en el fondo, nos advierte de que el cuerpo no se agota hasta desaparecido y esto no es una cuestión de acabamiento, sino de total ausencia y devolución a la tierra de las claves del juego.
Si atendemos al tullido, lo vemos buscar con los puños el fin bien entendido por la punta de su polla y evolucionar sobre un suelo ajedrezado perfecto lugar del juego, de las reglas declaradas, conocidas y soportadas por cada uno de nosotros; tullido pero con ganas, claro, el cuerpo obliga mucho y tiene sus querencias, aunque no será, de otro modo, que el cuerpo ya empieza a entender por dónde encaminarse, falto de piernas, con el auxilio de la técnica (el monopatín con sus ruedas sustituyendo la dislocación y el desplazamiento de un lugar a otro, como cualquiera), la gula está clara, una polla es un indica que no duda en su camino, sabe perfectamente hacia donde dirigirse por su misma naturaleza, el resto del cuerpo se está cayendo con un paso de la gravedad y los años que no afecta a unos genitales de ideas claras; queda carne, queda cárcel y he de salir como sea, aún por encima, mis pasos discurren por un tablero abierto a un sinfín de combinaciones con término en el mismo sitio, la muerte del rey; a ver si antes me como a la reina y muero dos voces y mato el juego y gano por fin una partida que no quiero jugar porque estoy cansado de no saber las respuestas, sólo conocer unas reglas que, la reina, al otro lado, no sigue; las reglas las da ella, si la mujer es origen no se lo pregunta, lo posee en su totalidad y por eso su esfuerzo no es para avanzar, se limita a, con una ligera presión (advierta el lector la posición de las manos abrazando como contrafuertes unas piernas custodias del principio), con ligereza, digo, te abre los batientes de la puerta y enseña el principio de todo, nuestro origen como hombres, si está ahí el principio, también en él veremos la salida y fin a la pesantez del vivir tan arrastras como lo marca un juego ajustado hasta la última casilla, atado en cada movimiento y regido, en la sombra, por una reina que hace como si nada, expone al rey como jefe, cuando sólo es consorte e hijo (no olviden que es ella el principio).
Pero el fin; por eso un momento después la vemos otra vez, ahora sobre el mismo territorio ajedrezado del juego, ya no fuera de él como en el momento anterior, sino en pleno juego aunque sujeto a variaciones (más allá de la mera alternancia del blanco y negro, fuera de bivalencias porque ella es fuente de todo, también fija las reglas y las cambia) la vemos ahora sobre el tablero ajedrezado y con las retículas saltándose el color porque hemos entrado en otra partida, llega la hiena, con exclusivo interés por la carroña, para alimentarse de la muerte, y con todo disimulo alcanza la puerta principal, a la vez salida del juego, la misma muerte, y de puntillas, mirando a otra parte, para que esa vieja con los batientes bien abiertos, ofreciendo el orificio origen y sumidero, le permita comprobar si es verdad que en él mueres (como naces) y después nada; cuando sale bien, o vuelta a empezar y a joderse, así de crudo está ausentarse, tan caro como vivir de la carroña que somos.
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