h u m a n i d a d e sm o n o g r á f i c o 

Antonino G. Morales

¿Un engaño colosal?

¿Existió realmente un dramaturgo llamado Shakespeare? A pesar de que a primera vista parezca absurda, esta interrogación empezó a circular, primero tímidamente y después con mayor insistencia, entre el siglo XVIII y el XIX. La biografía del poeta, si se para uno un poco a meditar, es todo un cúmulo de dudas, de oscuridad, de hipótesis no corroborables o de leyendas claramente indignas de crédito: los documentos por él firmados conservan ceñidos episodios de la vida cotidiana, actas notariales, contratos de compraventa; ni una sola linea alusiva a sus obras, ni un indicio que revele una mínima preocupación por el cuidado de sus ediciones. ¿Cómo es posible que un autor de tanto éxito haya podido desaparecer sin dejar el menor rastro de sí mismo? En realidad, el provinciano de Stratford ido a Londres en busca de fortuna, no sabría escribir una línea, pero se acomodó a servir de testaferro a algún personaje que, por válidas razones, no pudo revelarse como autor teatral. La nueva fábula, con sus adarmes de misterio, animó pronto múltiples y fervientes fantasías, que todavía hoy encuentran sostenedores. Quizá contribuyó indirectamente a darles consistencia un recuerdo clásico, el del latino Terencio, que, según algunos autores, proveyó de una paternidad fingida a las creaciones teatrales salidas en realidad del aristocrático circulo de sus protectores: los Lelis y los Escipiones. Por idéntico motivo (es decir, porque un noble, en Londres como en Roma, se sentía avergonzado de confesarse dramaturgo) el desconocido gran personaje de la aristocracia isabelina habría confiado sus dramas a un tal Shakespeare, autorzuelo sin importancia, poco antes llegado de la campiña, y por tanto aún bastante desconocido en los ambientes teatrales; pero hábil, inteligente, sin demasiados escrúpulos para hacer dinero: una contrafigura ideal. Pero, entonces, ¿quién escribió los dramas? Se dieron varios nombres, todos ellos de nobles: el “verdadero autor” de los trabajos shakespearianos fue unas veces identificado como el conde de Oxford, otras como Sir Edward Dyer, y otras en fin, como el conde de Rutland o el conde de Derby. En cierto momento, llegó también a formar parte del grupo de aspirantes a Shakespeare una representante del bello sexo: Mary, condesa de Pembroke, mujer de grandes ambiciones literarias que habla traducido del francés algunas obras teatrales. En 1857, Delia Bacon, descendiente del famoso Francisco Baton, filósofo y cortesano de Isabel, saltó a la palestra con su teoría llamada hoy “baconiana”. El filósofo habría sido asimismo, en su tiempo libre, autor teatral. Y puesto que tal cosa se compadecía mal con la seriedad de sus estudios, prefirió recurrir a un presta nombres: a Shakespeare precisamente. Para hacer resaltar la palpable incongruencia de esta teoría, debiera bastarnos considerar por un momento la vida de Baton tan intensa y compleja: de un lado, el pensador y filósofo, cuyos profundos trabajos le confirieron un puesto importante en la historia del pensamiento; de otro, el enérgico y tieso advenedizo, ardoroso y decidido, ocupado en su provechosa carrera de cortesano y hombre público. Demostrar que tal hombre hubiera podido ser al mismo tiempo el máximo dramaturgo, con una producción literaria tan impresionante y prometedora, seria empresa ardua y quimérica; mucho más ardua y disparatada que explicar las imprecisiones de la biografía shakespeariana, pues tales imprecisiones, después de todo, no son tan sorprendentes, ya que por aquel entonces a los dramaturgos no se les tenía demasiado en cuenta. La gente frecuentadora de los teatros admiraba en primer lugar a los cómicos, y después la historia que representaban, de forma que los autores quedaban en la penumbra. Algo parecido a lo que hoy ocurre en el mundo del cinematógrafo. Y Shakespeare, como actor, no era una primera figura, sino más bien un buen característico. Esto explicaba muchas cosas, pero nunca su inexistencia como autor.
 
Está ronco el cuervo que anuncia 
con graznidos la llegada de Duncan

Shakespeare-Marlowe
Ahondando en la búsqueda del fantasmagórico “verdadero autor” de los dramas de Shakespeare, surge en nuestro siglo una nueva hipótesis, tan bien urdida como novelesca. La investigación va desde los círculos de la nobleza a las tabernas y a las casas de mala nota, frecuentadas por los “poetas malditos” de la época. Y así aparece el nombre de Christopher Marlowe, el representante más característico de aquella categoría genial y disoluta: hijo de un zapatero remendón, fue educado en Cambridge merced a una bolsa de estudios, escribió algunos dramas de lozana inspiración, como Tamerlan y Fausto, frecuentó los peores ambientes de Londres y murió a los veintinueve años en una riña tabernaria. Muchos críticos propenden a creer también que formaba parte del servicio secreto de Su Majestad: parece que su lauro en Cambridge fue impuesto desde arriba a la reluctante autoridad académica (directamente del Consejo privado de la reina); y que a la riña mortal habla asistido (caso peregrino) un tal Robert Poley, correo diplomático y espía, recién regresado de La Haya. Todas estas misteriosas circunstancias, y cierta concomitancia de datos, condujeron a la teoría según la cual Marlowe no murió realmente en la taberna de Deptford Strand, aunque se hizo todo lo posible por hacerlo creer así. Los motivos y las particularidades de la riña jamás fueron esclarecidos. El presunto asesino de Marlowe, Ingram Frizer, sostuvo que, en la confusión, el poeta le habla agarrado el puñal y se lo habla clavado a sí mismo en un ojo; el juez, a su vez, concluye que el golpe mortal habla partido del propio Frizer. Pero, entretanto, en Londres se recrudecía la peste y las pesquisas no se realizaron a fondo. Quizá también aquella vez la intervención “de arriba” obstaculizó la encuesta haciendo que se ratificara la muerte de Christopher Marlowe, quien pudo así trasladarse tranquilamente a Francia bajo nombre falso, desde donde mantuvo contactos con su protector de Londres, sir Thomas Walsingham, del cual Frizer, el presunto asesino, era administrador. Sir Walsingham, admirador del genio de Marlowe, decidió, pues, confiar sus obras a alguien para que las hiciese pasar como propias y asimismo se preocupase de su estreno. La elección recayó en Shakespeare. Para probar tan curiosa hipótesis, los mantenedores del Marlowe-Shakespeare, encabezados por el erudito norteamericano Calvin Hoffman, citan algunas fechas. Sólo después de la desaparición de Marlowe, Shakespeare dio al teatro la primera obra donde verdaderamente se advierte “la garra del león”, vale decir, Ricardo III. Por otra parte, la retirada de Shakespeare de la escena coincide con la auténtica muerte de Marlowe. Nada hubiera impedido a Shakespeare seguir escribiendo en su aldea. Si no lo hace, argumenta Hoffman, es porque no lo puede hacer. De este tráfago de los manuscritos teatrales se habrían encargado los hombres de confianza de Walsingham, y sobre todo Frizer: su nombre, en efecto, aparece trazado al lado del de Shakespeare en documentos franceses posteriores a la fecha de la famosa riña en la cual Marlowe fue dado por muerto. Un registro de la ciudad de Douai señala la presencia de dos misteriosos individuos en 1601; otro, de la abadía local, en 1602. Ciertamente, existe un secreto en relación con la muerte de Marlowe; pero está por ver si tiene relación con Shakespeare o con sus obras.

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