h u m a n i d a d e s
Ana Valero
Rituales de lector 
Yo pasé a la escritura por la lectura. ¿Y cómo entré en la lectura? Jorge Edwards. Peregrinos de la lengua.

Escribir es, en suma, la forma más perfecta y apasionada de leer, y seguramente por ese motivo los adolescentes, que suelen disponer de tiempo, se toman la molestia de transcribir a voces el poema que tanto les ha gustado: volverlo a escribir es no sólo una manera de apropiarse de él, de asumirlo y de suscribirlo, sino también la mejor manera de leerlo, la más cabal, la más alerta, la más segura.

Javier Marías. Literatura y fantasma

Si leer es interpretar mentalmente o traduciendo en sonidos los signos de un escrito que exige la sujeción a una normativa, el acto de leer literatura depende además de una serie de convenciones que por parecer tan naturales solemos olvidar. Olvidamos la relación artificiosa entre escritor y lector, olvidamos al escritor que escribe e interpretamos al narrador que cuenta, los personajes son actuando y reaccionando e inician diálogos que sólo caben impresos, el tiempo no será lineal ni el ritmo el externo, lo verosímil será realidad en la ficción y el lector será un personaje octante del relato o la novela. El lector cumple no sólo con la normativa lingüística y las convenciones literarias sino que suele observar un ritual que se inicia en una librería o en un café y finaliza en su estantería o en otro calé.

El lector escucha el nombre de un autor que le atrae, lee interesado una crítica de una novedad editorial o serpentea por una librería de saldos donde un libro se distingue del resto por su color o por su precio y casualmente es una novela de Radiguet, Benet o Lobo Antunes de quienes ha oído hablar últimamente no recuerda a quién pero sí recuerda ese título que ahora acaricia y sonríe citando a Santa Teresa quien si no tenía libro nuevo, no me parecía tenía contento. Temiendo que otro lector descubra su hallazgo decide pasear con el libro y ojea otros lomos ya menos atractivos por intuir que haber encontrado sin buscar esa novela completa la tarde y abrirá la noche. Saluda al librero conocido y adquiere por fin El diablo en el cuerpo o Un viaje de invierno o Tratado de las pasiones que le empujan hacia casa balanceando ruidosamente la bolsa acusadora de su condición de lector, o sólo tal vez, pues como advertía Schopenhauer se suele confundir la compra de libros con la apropiación de su contenido. Presumimos que este lector desea apropiarse de su contenido y también de sus páginas, escribe bajo el título y el nombre del autor su nombre de lector y la fecha del día con tinta azul o negra pero siempre azul o siempre negra y deja la novela sobre la novela anterior que terminará esa noche sin impaciencia, leerá lentamente su último capítulo y no se despedirá de los personajes que han actuado la última semana hasta la tarde del día siguiente en que decidirá la estantería que les acogerá hasta que tal vez quiera releerlos.
El lector abrirá el libro nuevo con expectación, lee las primeras lineas y el primer párrafo, desvía la mirada pensando que deberla estar prohibida esa tipografía ilegible pero las últimas palabras leídas esperan las siguientes y continúa leyendo. Vence el cansancio que malograría la prometedora inauguración, malforma el sillón o arruga las sábanas y decide no saber qué hora es ni cuántas horas dormirá. El libro está siendo leído y el lector está siendo contagiado por el novelista escondido tras las convenciones hasta que el lector cierra los odas y con el ánimo último lee una cuantas líneas más, memoriza el número de la página o la señala con un punto de libro y apaga la luz. A este lector que en metro o autobús sólo consigue leer noticias de periódico le sorprenden los rituales de otros lectores que devoran páginas compartiendo asientos y controlando las paradas; a este lector le atrae quien lee en una plaza soleada pero no podría leer entre ruidos y desconocidos y duda de que quien pasa páginas junto a un aparcamiento sobrevolado por palomas lea; este lector querría leer por la tarde si nadie molestara, si no trabajara con horario de no escritor. Este lector esconde la novela bajo la almohada y duerme.

El lector busca lectores, al día siguiente llamará a un amigo y hablarán de libros obedeciendo a un ritual que exige más contagios intensos e inmediatos u obedecerá al ritual de quien lee secreta¦mente un títalo hasta la noche de los contagios. El sábado hablará de Radiguet, Benet o Antunes a un trío de amigos que hablarán de Aleixandre, James o Quignard.
El amigo que sólo lee poesía memoriza versos todas las mañanas, sólo compra libros de cubierta dura y bilingües y alguna noche anima o advierte con las palabras de Cernada hasta que nosotros le provocamos con algo mal sabido de Neruda y, exagerando su odio hacia los versos más tristes de esa noche, se deja arrastrar hacia otra taberna. Hace años escribía poesía y tal vez ahora escriba sus versos o transcriba los de otros apropiándose de ellos a los que recurre reforzando cualquier decisión, siempre recuerda algún verso que le empuja a decir no o por qué no.

El amigo que contagia Henry James sólo lee a los clásicos y últimamente anda molesto por la reedición de La copa dorada y tanta película de herederas y damas, huye de las novedades y busca y encuentra por las librarlas de viejo libros caros que le fascinan desde su estantería más rancia, dice no comprar ni leer las novedades pero escucha los últimos contagios y a veces considera ya clásico a un autor cuarentón adivinando un futuro de tesinandos, críticos y lectores de obras completas igualmente encuadernadas. Al lector de clásicos le indignan las malas traducciones y los libros esterilizados por un plástico que le impide el placer del manoseo de habitual de librerías.

El lector de Quignard se contagia fácilmente por nosotros o por las críticas de suplementos generales y revistas especializadas que venden títulos y autores con fotografías en blanco y negro y cuestionarios que simulan entrevistas. Lee cualquier novela o libro de relatos y suele abandonarlos sin haberlos terminado por intuir que parece un libro ya leído o por no soportar las trampas o las excesivas pretensiones de un autor, subraya, anota y puntúa en las páginas impresas, presta y pierde los libros, devora sus palabras y critica apropiándose así de tanto libro publicado. Encuentra libros baratos y libros curiosos, no le importa que el tiempo haya coloreado con amarillos los lomos descatalogados pero intenta no comprar ninguno roto, manchado ni marcado. No escribió ni escribe, no dijo que escribiera entonces ni ahora, es lector que arrasa las palabras, quiere leer todos los libros pero no puede comprar a la vez tiempo para leerlos.

Un amigo que no pertenece al cuarteto de lectores rituales lee filosofía, aparece un sábado, desaparece otro y al reaparecer quiere saber qué tal. Le respondemos con alguna anécdota, insiste y dejamos de hablar de libros para huir de sus frases categóricas de Seume advirtiéndonos que El que únicamente se ocupa de libros está ya medio perdido para la vida práctica o de Feuerbach repitiendo aquello de que Cuanto más se extiende nuestro conocimiento de los buenos libros, tanto más se reduce el círculo de los hombres cuya compañía nos es grata. No atacamos al filósofo con nuestras frases cervantinas y hablamos del trabajo, de una o de otro que ha cambiado de despacho o de compañía, pero al poeta se le escapan un par de versos y al clásico una observación de Valyère, Yo sé de algunas personas que nunca leyeron a sus autores favoritos. El filósofo se ríe y por fin quiere ser contagiado y pregunta por un recién premiado o por Luz de agosto pero tanta amenaza ha logrado que el lector de todo hable de quien no olvida o de un negocio y tres hablan de Faulkner mientras que el lector de todo y el primer lector hablan de ella o de él o de una patente o de un viaje en verano. Hablan de la vida práctica, cambian de taberna y  de personaje de ficción o real hasta que se despiden sin solemnidades.

El primer lector no duerme sin su dosis nocturna, ya diurna, de literatura y abre el libro de Radiguet, Benet o Antunes pero no lee, pasa la vista por las lineas pensando en la vida práctica, cierra los ojos e inspira, por fin lee un par de páginas y duerme. La semana que empezará mañana estará ocupada por personajes diarios y por los nocturnos, al terminar la novela decidirá colocarla en la estantería de los libros elegidos o la relegará a cualquier otra estantería de la casa, pasará varias veces por un par de librería cercanas y conocidas y comprará otro título que destaque entre tantos otros títulos, lo fechará y firmará y esperará las horas más silenciosas para ser contagiado otra vez observando su ritual.

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