![]() Jorge García LA MEDITERRANEIDAD QUE NOS HA TOCADO EN SUERTE
De vez en cuando leemos o escuchamos referencias a cierta música
"de inspiración mediterránea". También del cine, la
literatura, el teatro, la danza o las artes plásticas se predica
alguna vez, cuando no regularmente, en festivales o simposios, su "mediterraneidad".
En Valencia llevamos unos veinte años mareando la etiqueta en primera
línea del mundillo cultural, y no sin polémica, pero lo cierto
es que nadie se decide a renunciar a ella. ¿Por qué consideramos
el cine de Berlanga o Fellini como algo típicamente mediterráneo?
Cuando algunos críticos declaran que María del Mar Bonet
tiene la mejor voz femenina del Mediterráneo, ¿la están
comparando con Om Kalthoum o con Montserrat Caballé?
En el Diccionario de uso del español, de María Moliner, que data de 1981, no aparece la voz "mediterraneidad"; sí la recoge, en cambio, el recién publicado Diccionario del español actual, dirigido por Manuel Seco, que la define como "cualidad de mediterráneo" y para contextualizar la definición cita a un tal Manzano, que escribe: "He aquí una pintura vieja y nueva, rezumando mediterraneidad". Así pues la mediterraneidad es una cosa que rezuma. Ya sabemos algo. Menos mal que el mar facilita las cosas y se deja ceñir por un cinturón de costas bastante bien cerrado, porque en caso contrario quién sabe si no pereceríamos por exceso de rezumamiento. Es cierto, por otra parte, que hay unos cuantos etnomusicólogos
serios investigando los ingredientes comunes de las músicas de las
culturas mediterráneas; o, si no de todas, al menos de varias de
ellas. No dudo que representen un sustancioso testimonio histórico,
con enseñanzas para el presente y el futuro. Hágase una búsqueda
en Internet y se nos llenará la pantalla del ordenador de antepasados
compartidos, mitologías emparentadas, cadencias o melismas que desembocan
unánimemente en el acorde de la relativa menor y cuerdas rasgadas
con resultados similares. Pero quienes más hablan de mediterraneidad
se conforman siempre con invocar un parentesco difuso que no requiere de
mayores corroboraciones científicas.
Dentro de la llamada música clásica, el auge de las corrientes llamadas nacionalistas fomentó en la España de principios del XX el recurso al tópico de la mediterraneidad. Como la música nacionalista se crece argumentalmente sobre una colección de tópicos variopintos, al margen de su calidad intrínseca, la cosa no tiene mayor importancia. Luego la mediterraneidad cultural se reavivó y pareció cobrar más enjundia en un tiempo todavía reciente, cuando la izquierda que abominaba del Atlántico Norte dio en refugiarse en las aguas más cálidas del Mediterráneo, y menos petróleo, encontró allí de todo. La verdad es que hizo bien en recordar la riqueza de culturas limítrofes ninguneadas por los patrones dominantes, aunque algunas veces, al subirlas a un escenario de nuestra europa occidental, junto a la admiración suscitaran más sentimientos de mala conciencia que de fraternidad artística. En el fondo, el camino apuntado era el de fomentar una especie de patriotismo mediterráneo, pues la idea de nación se apoya en una cultura común (y en un enemigo común). Pero tan improbable alimento espiritual se desdibujó entre las dificultades habidas para razonar nuestra propia patria chica y la tentación europeísta, que también conjuraba el peligro yanqui, y de modo mucho más rumboso. En la cosa musical, la soleada mediterraneidad, con sus brumas semánticas,
dejó de ser patrimonio de minorías ilusionadas por la riproposta
y se convirtió en una cantinela oportunista para encubrir operaciones
mercantiles. Pero operaciones a baja escala: ni siquiera en la sopa de
la world music ha conseguido el Mediterráneo garantizarse nada más
que un modesto segundo plano, como hortaliza que da sabor al caldo y luego
se desecha. No albergue vanas ilusiones quien tras el enésimo relanzamiento
de los gaiteros celtas piense que pronto le tocará el turno a los
cantantes sardos o al sufrido dolçainer valenciano, pues hasta para
descollar en esto del exotismo hay que poseer las credenciales que imparten
los mismos de siempre. Y los triunfadores de por aquí, desde Joaquín
Cortés hasta Los del Río, ¿por qué querrían
ser mediterráneos pudiendo ser flamencos? En el mestizaje también
hay clases: no es lo mismo bailar un zapateado con traje de Armani o poner
azúcar, canela y clavo a un disco multinacional de B.B. King que
alumbrar una versión jazzística de "El tio Pep se’n va a
Muro", puro posibilismo (o tercera vía, como se diría ahora)
con todas las de perder.
La mediterraneidad es más útil cuanto más escaso es su significado, o lo que es lo mismo, cuando sirve para significar casi cualquier cosa. A la zona geográfica antaño conocida como "levante feliz", en expresión de algún entusiasta del antiguo régimen, se la pudo rebautizar a efectos turísticos como "Mediterrània" sin perjuicio para el progreso. La película guasona y barroquizante de producción ribereña será oportunamente calificada de "mediterránea" por el sagaz gacetillero, y una música guitarreada, con abundancia de percusiones y escalas pentatónicas, puede reclamarse como "mediterránea" con la certeza de que el cliente no se sentirá estafado por ello. Con esa ambigüedad, tan apropiada para organizar ingeniosas ofertas de ocio o para rematar discursos políticos, nos damos por satisfechos. A esto también se le llama muy oportunamente descubrir el Mediterráneo. Mejor no pasar de ahí, porque en cuanto tratamos de concretar y escarbamos un poco aparece la tozuda oleada de pateras y nos recuerda familiaridades comprometedoras y mucho más incómodas. La más cruda dimensión del problema, que no es sólo cuestión de bemoles… |
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