a r t e s     p l á s t i c a s

El año que viene no estaremos en Jerusalem

Antonio Oliver
Igur@ctv.es

La esperanza de una ciudadanía mediterránea
La irracionalidad absoluta de lo real, por mucho que Hegel se revolviera en su tumba al escuchar como se le contradice de forma tan rotunda, precisa mas de la esperanza que de la dialéctica. Desde la primera modernidad se ha intentado sustituir la certeza de la parusía, el retorno prometido del Salvador con cualquier otra modalidad que permitiera esperar el advenimiento del reino de Dios en la tierra. La modernidad se entendió desde entonces como la instauración de una visión del mundo que superara condicionantes metafísicos y religiosos sin abandonar la fe en un fin último que produjera, al fin, el advenimiento de la utopía.

La esperanza debe existir fuera de las virtudes teologales 
porque de ella depende el reencantamiento del mundo. Es algo más que el famoso optimismo de la voluntad: es una virtud formidable, para que suceda debe alzarse contra todo que naturalmente se coloca en su contra.
En realidad, los ilustrados se equivocaban al asociar humanismo, ilustración y optimismo histórico y hacer que de esa trinidad dependiera de la confirmación del hombre como centro del universo.
No es esa vana pretensión, sino la facultad humana para superar su natural propensión a la desesperación la que debe ser buscada e identificada a lo largo de nuestra tradición como la una forma deseable de estar en el mundo. La esperanza no se relaciona con la dictadura de los hechos, ni con la descripción de las situaciones tal y como se nos aparecen antes al contrario con la facultad humana de aprehender cómo deben ser las cosas según el potencial que aún no han podido desplegar y que intuimos preñado de posibilidades de reconciliación con el sujeto, es decir con nosotros en cuanto conciencia.

Sísifo llama a nuestra generación
Qué tenga que ver todo esto con este mar tan civilizado se explica por el principio “esperanza” de Bloch que aplicado a la creación de una nueva ciudadanía  puede ser quizás una de las ideas más fructíferas a nuestro alcance para enfrentarnos al papel que le toca a nuestra generación respecto de este espacio de convivencia y de conflicto tan cercano.
Sísifo, que como casi todos es un mito mediterráneo, nos alerta diciéndonos que cada generación debe empujar su propia piedra para evitar que ésta le caiga encima aplastándole. Ésta es nuestra piedra.
Culminada con éxito relativo la integración europea en su primera fase, la Unión se abre hacia el Este y-dicen sus responsables- al Mediterráneo, dos espacios que acabarán de dotarle de todo su sentido. Pero nosotros, bien que ciudadanos comunitarios, ni por generación ni por geografía, poco tenemos que decir respecto de esta ampliación, ni protagonizamos la negociación de la Unión que fié tarea de otra generación que así se lo impuso, ni vamos a ser beneficiarios directos de una Mitteleuropa estable, sin embargo nuestra crucial responsabilidad estriba hoy en la creación de un ámbito nuevo y cercano.
Es aquí, desde la construcción sobre bases nuevas de un espacio de intercambio y de sentido, más allá de la retórica y a partir de la asunción del conflicto, donde puede colocarse el pilar que asegure la estabilidad, el bienestar y una convivencia plural para los paises que circundan este mar.

Pero el campo magnético que ha de generar este nuevo espacio 
creado exnovo desde la esperanza que siempre le ha dado forma, esperanza judía de todas las diásporas, esperanza islámica que extiende por sus orillas la Palabra y cristiana que lo entiende como el lugar donde Pablo inicia el primer momento de la ecumene. Pues bien, “tiempo es llegado” de la superación de esas tres esperanzas transidas de amor y guerra por otras menos épicas y quizás menos espirituales pero siempre más benévolas. 
No hay historicismo en esta pretensión no hay por tanto cumplimiento de necesidad alguna, es algo más sencillo y elemental: como dice Guido Di Marco, presidente de Malta, “nosotros estamos hablando de cooperación mediterránea por que la no cooperación significa que podemos acabar en guerra y no es esa la expectativa que deseamos para nuestros hijos”
Nosotros vamos algo más allá de la mera cooperación: es necesario que ese espacio sea caracterizado por la circulación sin trabas de sus ciudadanos, debe concebirse como guardián del patrimonio y de la tradición en el mejor espíritu de tolerancia “a la Alejandrina” y por último debe dotarse al proceso de un carácter identitario transnacional, transcultural, y naturalmente laico. Así formulamos la esperanza que identificamos fácilmente con la racionalidad que se añoraba al principio de este artículo.

Pero a ese campo de fuerzas que ha de configurar ese espacio se le oponen tres vectores 
de sentido contrario que pueden llegar a neutralizar esta misión que nuestra generación debe encomendarse.
En primer lugar la resistencia a un espacio mediterráneo que tienda a permitir la circulación libre de personas. Se trata de proponer un acuerdo político entre estados exigiendo contrapartidas de respeto a derechos humanos y a la colaboración en lo que se refiere a las inversiones relacionadas con formación y transferencia de tecnologías que puedan iniciar un camino que haga posible que esta libre circulación no acabe en inmigración forzosa. Querámoslo o no el espacio mediterráneo va a configurarse por la demanda del mercado. El trato al emigrante como mercancía significa el autodesprecio de la cultura que debiera  obtener un nuevo impulso en sus orillas. ¿Cómo erigirla con parte de nuestras energías dedicadas a odiarnos a nosotros mismos?
No se trata de fomentar una política irresponsable que acelere movimientos migratorios que causen problemas tanto en los países de origen como en los de acogida, sino de imaginar iniciativas inspiradas en el funcionamiento de una puerta giratoria: la tolerancia también consiste en no exigir a todo huésped que se quede indefinidamente en casa para pedirle que haga suyas las normas domésticas que le imponemos y que la necesidad le ha exigido cumplir. 

Porque este espacio mediterráneo, esta esperanza, debe ser voluntaria e ilusionante 
para poder dar de si todo lo que su potencial alberga. Mediterráneo como esperanza significa participación e integración en la cultura de los países de acogida pero también significa derecho a la diferencia, a la nostalgia y a la educación de aquellos ciudadanos que han de ser anfitriones y que precisan de ayuda para desalojar su miedo y hacer sitio a sentimientos de generosidad y de apertura a un mundo más rico y plural y por tanto con más riesgos que el que heredaron de sus padres.
Estos ciudadanos del norte del Mediterráneo deben esperar a ver algo más que ver ventajas económicas en un espacio como el que se propone, ventajas que tienen que ver con el enriquecimiento de su identidad y con la ampliación de su horizonte vital, porque como dice Samir Amin “Ninguna política de inmigración puede tener éxito si los pueblos se oponen a ella”. Debemos convertirnos de nuevo en fenicios para vendernos mutuamente la idea de un mediterráneo lleno de oportunidades de vida, de Alejandrías y de Itacas que nos esperan en Tánger, en Marsella, en Valencia, o en Haifa, en Chipre o en Esmirna.

En segundo lugar, hemos de referirnos a otro componente
de esta ciudadanía mediterránea que queremos. Nos gustaría garante del, patrimonio de tolerancia de la tradición literaria y artística y de un estilo de vida que se oponga a la progresiva administración del mundo de la vida de las personas y también de las sostenibilidad de la vida no humana en sus aguas y en sus riberas. Esta concepción de la ciudadanía como legado puede ser aventurada porque carece de la frialdad del “patriotismo constitucional” y se halla en las antípodas del fundamentalismo religioso. 
Esto nos lleva al tercer vector que se resiste para que de esta propuesta puedan surgir políticas concretas: la reticencia a concebir los términos identitarios del problema. Sabemos que el mencionado “patriotismo constitucional” es rara vez movilizador del sentido de pertenencia de grandes grupos de población que lo precisan, la función que cumplieron el Imperio Otomano o la Cristiandad deben ser cumplidas hoy por un planteamiento identitario común fundado en los rasgos que permiten concebir precisamente esta nueva ciudadanía de la esperanza por la que abogamos. 
El ejemplo de la ciudadanía europea, no sirve siquiera como idea regulativa, puesto que efectivamente la extensión de los derechos humanos, el estado de derecho y las medidas económicas tendentes a equilibrar la renta son elementos necesarios, pero no suficientes si no se les añaden ciertos rasgos de pertenencia posible a partir de la voluntad política de los gobiernos y de reconocimiento de esta realidad por las élites políticas y culturales de los países que comparten más cosas que el disfrute del mismo mar.

Una operación identitaria es posible desde un “pensamiento meridional” como quiere Morin, heredero de la tradición humanista que nace aquí para volver después de darse un garbeo por lo universal. Y esta operación identitaria puede ser acusada de todo menos de retórica gratuita si la entendemos como un punto sin retorno necesario por las mismas razones que apuntaba el Presidente de Malta en entrevista publicada en este mismo número.De la misma forma que no hay suficiente Europa sólo con mercaderes no hay Mediterráneo sólo con cooperación,es imperativo un paso más. 

La articulación de la esperanza mediterránea es la piedra de toque de la resistencia en estas latitudes, tanto al totalitarismo del mercado cuanto al fundamentalismo religioso. Esa piedra de toque debe ser, a la vez, piedra sillar de un nuevo concepto de ciudadanía que no coincide exactamente con el heredado de la Revolución Francesa.

Esta nueva ciudadanía tiene en cuenta el grito de las víctimas
 que piden otra historia tanto como la expresión taciturna del hombre que fuma en un café de El Cairo desencantado ya de cualquier utopía . ¿Cuál ha de ser el profundo desencanto de alguien acostumbrado aparentemente a dejarlo todo en manos de la Providencia, al menos cuando no hay a mano ningún Nasser ante una propuesta tan ajena a su horizonte? ¿Cómo podemos conseguir que el reencantamiento del mundo tan necesario para el Norte se aparezca como un camino movilizador para el Sur?
Esta ciudadanía sabe también de la posibilidad de una conciencia cosmopolita que se quiere local, abierta, mestiza y solidaria, y por último actúa como condición individual de hombres y mujeres abiertos a la poesía de la existencia y opuestos por tanto al mensaje calvinista del Norte.

Esta propuesta esperanzada de un espacio capaz de generar un sentido de pertenencia plurinacional, pluricultural, pluriaxiológico y en consecuencia, laico resiste pues a la invasión de la razón instrumental, pero no se opone a la técnica. Si hay algún espacio donde pueda recuperarse el sentido más próximo y humano de ésta es aquel en el que el mundo de la vida posee aún suficiente fuerza para actuar de contrapeso.

Por eso no confundimos la tolerancia con el respeto de la sinrazón; la destrucción medioambiental es perniciosa, la negación de las mujeres lo es incluso más aunque la primera responda al interés de la parte hegemónica de la comunidad que precisa de un colchón de dominación que sea la condición de la supervivencia de un statu quo abominable. 
La persistencia en el atraso, superado ya el bienintencionado relativismo cultural hay que olvidarse de la seducción miserabilista de África es fuente de los dos problemas y en consecuencia los países del sur del Mediterráneo deben abrirse, no a la idea de progreso ilimitado en el sentido occidental sí al aprovechamiento de los recursos que los avances científicos y tecnológicos ponen a disposición de todos para una vida más plena, con independencia de creencias y culturas.

Postular un espacio mediterráneo significará generar una oportunidad para el reencantamiento del mundo mediante valores relacionados con el “Daimon” del que cada uno es portador y del que las culturas que han crecido en las orillas de este mar han sido su vehículo y su realización.

Porque el Mediterráneo ha de ser el espacio del reencantamiento del mundo y una salida posible a la disyuntiva que plantea la salida de una modernidad que ahora quiere encontrarse con el hombre: al desencantamiento del mundo y a la caída en la cosificación y la vida administrada y carente de sentido ya no es legítimo oponer nacionalismo y refugio en la tribu con la coartada de la resistencia a la globalización, porque a esto se opone una laicidad ilusionada y reencantada con la poesía posible de este mar.

En la almohada donde recuesta su cabeza la esperanza de esta ciudadanía mediterránea está escondida la llave que ha de abrir la jaula de hierro de la que hablaba Max Weber para describir un mundo aprisionado entre las rejas de la racionalización inexorable de la que el mediterráneo pudiera ser horizonte y esperanza.

Imágenes artículo


© Revista Contrastes
Página actualizada por Grupo mmm
Para cualquier cambio o sugerencia dirigirse a webmaster.
© 2000-2001