La esperanza de una ciudadanía mediterránea
La irracionalidad absoluta de lo real, por mucho que Hegel se revolviera
en su tumba al escuchar como se le contradice de forma tan rotunda, precisa
mas de la esperanza que de la dialéctica. Desde la primera modernidad
se ha intentado sustituir la certeza de la parusía, el retorno prometido
del Salvador con cualquier otra modalidad que permitiera esperar el advenimiento
del reino de Dios en la tierra. La modernidad se entendió desde
entonces como la instauración de una visión del mundo que
superara condicionantes metafísicos y religiosos sin abandonar la
fe en un fin último que produjera, al fin, el advenimiento de la
utopía.
La esperanza debe existir fuera de las virtudes teologales
porque de ella depende el reencantamiento del mundo. Es algo más
que el famoso optimismo de la voluntad: es una virtud formidable, para
que suceda debe alzarse contra todo que naturalmente se coloca en su contra.
En realidad, los ilustrados se equivocaban al asociar humanismo, ilustración
y optimismo histórico y hacer que de esa trinidad dependiera de
la confirmación del hombre como centro del universo.
No es esa vana pretensión, sino la facultad humana para superar
su natural propensión a la desesperación la que debe ser
buscada e identificada a lo largo de nuestra tradición como la una
forma deseable de estar en el mundo. La esperanza no se relaciona con la
dictadura de los hechos, ni con la descripción de las situaciones
tal y como se nos aparecen antes al contrario con la facultad humana de
aprehender cómo deben ser las cosas según el potencial que
aún no han podido desplegar y que intuimos preñado de posibilidades
de reconciliación con el sujeto, es decir con nosotros en cuanto
conciencia.
Sísifo llama a nuestra generación
Qué tenga que ver todo esto con este mar tan civilizado se explica
por el principio “esperanza” de Bloch que aplicado a la creación
de una nueva ciudadanía puede ser quizás una de las
ideas más fructíferas a nuestro alcance para enfrentarnos
al papel que le toca a nuestra generación respecto de este espacio
de convivencia y de conflicto tan cercano.
Sísifo, que como casi todos es un mito mediterráneo,
nos alerta diciéndonos que cada generación debe empujar su
propia piedra para evitar que ésta le caiga encima aplastándole.
Ésta es nuestra piedra.
Culminada con éxito relativo la integración europea en
su primera fase, la Unión se abre hacia el Este y-dicen sus responsables-
al Mediterráneo, dos espacios que acabarán de dotarle de
todo su sentido. Pero nosotros, bien que ciudadanos comunitarios, ni por
generación ni por geografía, poco tenemos que decir respecto
de esta ampliación, ni protagonizamos la negociación de la
Unión que fié tarea de otra generación que así
se lo impuso, ni vamos a ser beneficiarios directos de una Mitteleuropa
estable, sin embargo nuestra crucial responsabilidad estriba hoy en la
creación de un ámbito nuevo y cercano.
Es aquí, desde la construcción sobre bases nuevas de
un espacio de intercambio y de sentido, más allá de la retórica
y a partir de la asunción del conflicto, donde puede colocarse el
pilar que asegure la estabilidad, el bienestar y una convivencia plural
para los paises que circundan este mar.
Pero el campo magnético que ha de generar este nuevo espacio
creado exnovo desde la esperanza que siempre le ha dado forma, esperanza
judía de todas las diásporas, esperanza islámica que
extiende por sus orillas la Palabra y cristiana que lo entiende como el
lugar donde Pablo inicia el primer momento de la ecumene. Pues bien, “tiempo
es llegado” de la superación de esas tres esperanzas transidas de
amor y guerra por otras menos épicas y quizás menos espirituales
pero siempre más benévolas.
No hay historicismo en esta pretensión no hay por tanto cumplimiento
de necesidad alguna, es algo más sencillo y elemental: como dice
Guido Di Marco, presidente de Malta, “nosotros estamos hablando de cooperación
mediterránea por que la no cooperación significa que podemos
acabar en guerra y no es esa la expectativa que deseamos para nuestros
hijos”
Nosotros vamos algo más allá de la mera cooperación:
es necesario que ese espacio sea caracterizado por la circulación
sin trabas de sus ciudadanos, debe concebirse como guardián del
patrimonio y de la tradición en el mejor espíritu de tolerancia
“a la Alejandrina” y por último debe dotarse al proceso de un carácter
identitario transnacional, transcultural, y naturalmente laico. Así
formulamos la esperanza que identificamos fácilmente con la racionalidad
que se añoraba al principio de este artículo.
Pero a ese campo de fuerzas que ha de configurar ese espacio se le oponen
tres vectores
de sentido contrario que pueden llegar a neutralizar esta misión
que nuestra generación debe encomendarse.
En primer lugar la resistencia a un espacio mediterráneo que
tienda a permitir la circulación libre de personas. Se trata de
proponer un acuerdo político entre estados exigiendo contrapartidas
de respeto a derechos humanos y a la colaboración en lo que se refiere
a las inversiones relacionadas con formación y transferencia de
tecnologías que puedan iniciar un camino que haga posible que esta
libre circulación no acabe en inmigración forzosa. Querámoslo
o no el espacio mediterráneo va a configurarse por la demanda del
mercado. El trato al emigrante como mercancía significa el autodesprecio
de la cultura que debiera obtener un nuevo impulso en sus orillas.
¿Cómo erigirla con parte de nuestras energías dedicadas
a odiarnos a nosotros mismos?
No se trata de fomentar una política irresponsable que acelere
movimientos migratorios que causen problemas tanto en los países
de origen como en los de acogida, sino de imaginar iniciativas inspiradas
en el funcionamiento de una puerta giratoria: la tolerancia también
consiste en no exigir a todo huésped que se quede indefinidamente
en casa para pedirle que haga suyas las normas domésticas que le
imponemos y que la necesidad le ha exigido cumplir.
Porque este espacio mediterráneo, esta esperanza, debe ser voluntaria
e ilusionante
para poder dar de si todo lo que su potencial alberga. Mediterráneo
como esperanza significa participación e integración en la
cultura de los países de acogida pero también significa derecho
a la diferencia, a la nostalgia y a la educación de aquellos ciudadanos
que han de ser anfitriones y que precisan de ayuda para desalojar su miedo
y hacer sitio a sentimientos de generosidad y de apertura a un mundo más
rico y plural y por tanto con más riesgos que el que heredaron de
sus padres.
Estos ciudadanos del norte del Mediterráneo deben esperar a
ver algo más que ver ventajas económicas en un espacio como
el que se propone, ventajas que tienen que ver con el enriquecimiento de
su identidad y con la ampliación de su horizonte vital, porque como
dice Samir Amin “Ninguna política de inmigración puede tener
éxito si los pueblos se oponen a ella”. Debemos convertirnos de
nuevo en fenicios para vendernos mutuamente la idea de un mediterráneo
lleno de oportunidades de vida, de Alejandrías y de Itacas que nos
esperan en Tánger, en Marsella, en Valencia, o en Haifa, en Chipre
o en Esmirna.
En segundo lugar, hemos de referirnos a otro componente
de esta ciudadanía mediterránea que queremos. Nos gustaría
garante del, patrimonio de tolerancia de la tradición literaria
y artística y de un estilo de vida que se oponga a la progresiva
administración del mundo de la vida de las personas y también
de las sostenibilidad de la vida no humana en sus aguas y en sus riberas.
Esta concepción de la ciudadanía como legado puede ser aventurada
porque carece de la frialdad del “patriotismo constitucional” y se halla
en las antípodas del fundamentalismo religioso.
Esto nos lleva al tercer vector que se resiste para que de esta propuesta
puedan surgir políticas concretas: la reticencia a concebir los
términos identitarios del problema. Sabemos que el mencionado “patriotismo
constitucional” es rara vez movilizador del sentido de pertenencia de grandes
grupos de población que lo precisan, la función que cumplieron
el Imperio Otomano o la Cristiandad deben ser cumplidas hoy por un planteamiento
identitario común fundado en los rasgos que permiten concebir precisamente
esta nueva ciudadanía de la esperanza por la que abogamos.
El ejemplo de la ciudadanía europea, no sirve siquiera como
idea regulativa, puesto que efectivamente la extensión de los derechos
humanos, el estado de derecho y las medidas económicas tendentes
a equilibrar la renta son elementos necesarios, pero no suficientes si
no se les añaden ciertos rasgos de pertenencia posible a partir
de la voluntad política de los gobiernos y de reconocimiento de
esta realidad por las élites políticas y culturales de los
países que comparten más cosas que el disfrute del mismo
mar.
Una operación identitaria es posible desde un “pensamiento meridional”
como quiere Morin, heredero de la tradición humanista que nace aquí
para volver después de darse un garbeo por lo universal. Y esta
operación identitaria puede ser acusada de todo menos de retórica
gratuita si la entendemos como un punto sin retorno necesario por las mismas
razones que apuntaba el Presidente de Malta en entrevista publicada en
este mismo número.De la misma forma que no hay suficiente Europa
sólo con mercaderes no hay Mediterráneo sólo con cooperación,es
imperativo un paso más.
La articulación de la esperanza mediterránea es la piedra
de toque de la resistencia en estas latitudes, tanto al totalitarismo del
mercado cuanto al fundamentalismo religioso. Esa piedra de toque debe ser,
a la vez, piedra sillar de un nuevo concepto de ciudadanía que no
coincide exactamente con el heredado de la Revolución Francesa.
Esta nueva ciudadanía tiene en cuenta el grito de las víctimas
que piden otra historia tanto como la expresión taciturna
del hombre que fuma en un café de El Cairo desencantado ya de cualquier
utopía . ¿Cuál ha de ser el profundo desencanto de
alguien acostumbrado aparentemente a dejarlo todo en manos de la Providencia,
al menos cuando no hay a mano ningún Nasser ante una propuesta tan
ajena a su horizonte? ¿Cómo podemos conseguir que el reencantamiento
del mundo tan necesario para el Norte se aparezca como un camino movilizador
para el Sur?
Esta ciudadanía sabe también de la posibilidad de una
conciencia cosmopolita que se quiere local, abierta, mestiza y solidaria,
y por último actúa como condición individual de hombres
y mujeres abiertos a la poesía de la existencia y opuestos por tanto
al mensaje calvinista del Norte.
Esta propuesta esperanzada de un espacio capaz de generar un sentido
de pertenencia plurinacional, pluricultural, pluriaxiológico y en
consecuencia, laico resiste pues a la invasión de la razón
instrumental, pero no se opone a la técnica. Si hay algún
espacio donde pueda recuperarse el sentido más próximo y
humano de ésta es aquel en el que el mundo de la vida posee aún
suficiente fuerza para actuar de contrapeso.
Por eso no confundimos la tolerancia con el respeto de la sinrazón;
la destrucción medioambiental es perniciosa, la negación
de las mujeres lo es incluso más aunque la primera responda al interés
de la parte hegemónica de la comunidad que precisa de un colchón
de dominación que sea la condición de la supervivencia de
un statu quo abominable.
La persistencia en el atraso, superado ya el bienintencionado relativismo
cultural hay que olvidarse de la seducción miserabilista de África
es fuente de los dos problemas y en consecuencia los países del
sur del Mediterráneo deben abrirse, no a la idea de progreso ilimitado
en el sentido occidental sí al aprovechamiento de los recursos que
los avances científicos y tecnológicos ponen a disposición
de todos para una vida más plena, con independencia de creencias
y culturas.
Postular un espacio mediterráneo significará generar una
oportunidad para el reencantamiento del mundo mediante valores relacionados
con el “Daimon” del que cada uno es portador y del que las culturas que
han crecido en las orillas de este mar han sido su vehículo y su
realización.
Porque el Mediterráneo ha de ser el espacio del reencantamiento
del mundo y una salida posible a la disyuntiva que plantea la salida de
una modernidad que ahora quiere encontrarse con el hombre: al desencantamiento
del mundo y a la caída en la cosificación y la vida administrada
y carente de sentido ya no es legítimo oponer nacionalismo y refugio
en la tribu con la coartada de la resistencia a la globalización,
porque a esto se opone una laicidad ilusionada y reencantada con la poesía
posible de este mar.
En la almohada donde recuesta su cabeza la esperanza de esta ciudadanía
mediterránea está escondida la llave que ha de abrir la jaula
de hierro de la que hablaba Max Weber para describir un mundo aprisionado
entre las rejas de la racionalización inexorable de la que el mediterráneo
pudiera ser horizonte y esperanza. |